Notas de seminario sobre el pensamiento de Emanuele Coccia (III). Por Gerardo Muñoz

 

En esta tercera sesión sobre el pensamiento de Emanuele Coccia (ver las primeras aquí y aquí) creo que se nos va abriendo paso una serie de problemas que pudieran derivar en una interrogación sobre las posibilidades mismas de generar algo así como un “pensamiento nuevo”. Claro que, este pensamiento yo lo vincularía al estilo, que es siempre singular, por lo que no puede haber sistema ni escuela de ningún tipo, ni teoría adoptada a los rendimientos universitarios. Karmy comenzó apuntando por la ambigüedad del cuasi-concepto de “intercambio” en Coccia, que es irreductible a la equivalencia metafórica del valor; por lo tanto, propio del ámbito de la medialidad sin sujeto. Hay un nudo tripartito en Coccia: mercancía, ciudad, y publicidad como espacio del flujo de los “bienes”. Como bien ha visto recientemente el pensador François Loiret, el “bien” de Coccia busca despejar para si un espacio ex–terminis que no es ni el trascendental (platonismo del “Bien Común”), ni inter-subjetivismo propio de la ética moderna. Pudiéramos agregar que tampoco hay un interés por volver a la teoría de las virtudes aristotélicas en la estela de Alasdair MacIntyre. Si el intercambio es el derrotero de los “bienes”, y por extensión del “bien”, entonces esto supone una cercanía con el capitalismo. El capitalismo sería una “prima naturaleza” para el humano.

Es aquí donde reaparece el problema del lujo al que hacíamos alusión en la sesión anterior. Pregunta Karmy: ¿no es éste un lujo sin Gloria? Este pantano teológico es enredadísimo y excede las tribulaciones de este curso, lo cual requeriría un estudio atento de los juristas romanos, pero también de los Padres de la Iglesia (Marius Victorinus, San Agustín, Origen, Tertuliano). De modo que aquí solo podemos ensayar algunas pinceladas y no más que eso. Pero avancemos en esta dirección. Esta claro que el “bien no está en la cosa” (la cosa en sí o pragma auto), lo cual llevaría a una repetición fútil de las tesis de San Agustín como reducción entre sujeto y objeto, y posteriormente a todas las cesuras de la legitimidad cristiana. Como le gusta repetir a José Miguel Burgos: no hay teología en Coccia. Pues bien, no hay teología. Volveremos sobre esto. Pero se necesita algo que exceda a la cosa, y ese es el lugar que cumple la dimensión icónica. Y es en el ícono donde reaparece la economía y la cuestión del desplazamiento de la forma.

Gonzalo Díaz Letelier nos recuerda que hay una diferencia etimológica entre “idea” e “ícono” que ayuda a diferenciar registros. Mientras la idea (eidos) en Platón apunta al aspecto sensible y aparente de la cosa (“la música suprema”, diría después el más inteligente de los platonistas modernos, Gianni Carchia); el “ícono” (eikein) es el movimiento dual entre aparecer y retirarse, por lo que es siempre un aparato defectivo. Y yo agregaría: vicario. En su gran libro Imagen, Ícono, Economía: los orígenes bizantinos del imaginario contemporáneo (2005), Marie-José Mondzain nos dice que el ícono es la semblanza de lo temporal, y que el régimen de la oikonomia integró su auto-violación en el cumplimiento mismo de la ley. Si aceptamos esta premisa básica de Mondzain, entonces toda estructura icónica es ya siempre vicaria y abierta a su propia intercambiabilidad entre cosas. El uso profano es ya uso teológico, y la integración económica es conversión de la cosa en ícono. Obviamente, está claro que Coccia busca espacialiar la iconicidad en lugar de temporalizarla. De ahí su distancia con la tradición teológica. Pero la pregunta sigue en pie: ¿es esto suficiente? ¿es la suspensión de la teología en nombre de una exposición icónica una sustracción de la maquinación efectiva? No me parece que sea una pregunta menor, y de alguna manera, estamos tocando lo que me parece que es un límite en el proyecto de Coccia.

Que Coccia insista una y otra vez que su proyecto es de índole antropológico no es menor. Antropología es lujo originario. Es lo que excede inaparentemente a la vida como mera vida biológica. Aquí aparece el cuerpo en función de una erótica, y la intercambiabilidad tiene su papel central. Como decía Borges, en un sentido desnudo y extremo como a veces le gustaba: “El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos” (“El Zahir”). Aquí no se ponen en “equivalencia” los objetos, sino que se espacializan las experiencias gracias a la matriz de la intercambiabilidad. ¿Es posible abandonar esto? ¿Cómo hacerlo? Justo aquí aparece el problema de la violencia del corte. Pero esto lo tematizaremos en una próxima sesión. Por ahora dejémoslo en paréntesis. Sigamos.

José Miguel Burgos tiene razón: en los medios de la physis no hay teología. Se asume la técnica. Y, sin embargo, el problema de ese vacío de la teología es que encuentra su suplemento en una oikonomia de lo icónico. ¿No es este el movimiento? De ahí que siempre me han parecido bastante injustas las críticas a Agamben sobre su posicionalidad teológica, cuando, en realidad, lo que se trata no es solo de la teología, sino la destitución de la oikonomia, que es su operación efectiva. Esa es la lección de El reino y la gloria. Quizás hoy necesitemos una “teología transfigurada”, una física del corte, contra la totalización de la economía en cuanto avatar de la técnica. Sabemos que el problema de la técnica es la exposición y disposición de todas las cosas. De ahí que el problema ya no sea ideológico, ni de crítica de la economía politica, ni del nomos, ni de la cultura, ni siquiera del Liberalismo; sino más bien de la sustracción del ese “sol blanco de la técnica”. Por lo que una primera tesis debe ir acompañada de un segundo momento destituyente: Coccia logra sustraer del capital humano (1); pero Coccia tal vez no logra sustraerse de la piel de la “vida”. Una pregunta para Karmy: ¿acaso no se juega aquí una diferencia irreductible entre vida y existencia? La pregunta no es menor y avanzar depende de cómo nos posicionemos ante ella.

Termino estos apuntes glosando una tesis fuerte de José Miguel Burgos: “Todo está bajo el sol, y todo es amor”. No es precisamente la expresión tal y como fue dicha, pero creo que al menos registra los dos enunciados. Heliotropismo y amor. El sol es condición de amor infinito, y garantía de una “ontología modal”. El sol abraza a las plantas y otorga brillo a todo. Pero ¿realmente amamos infinitamente al Todo? Ese amor, ¿no nos lleva al arrojamiento de Empédocles? Me cuesta trabajo aceptarlo desde una dimensión existencial. Digamos que amo las cuatro o cinco cosas que me han encontrado, pero esa intensidad que se recorre cuerpo a cuerpo no es posible sustancializarla a escala cósmica, pues caducaría. Puedo soportar o sufrir “una belleza” (un paisaje, un rostro, el fantasma, aquella pintura), pero mi potencia no desea correr a ciegas hacia lo extraño sin el temblor de una experiencia. Por eso es importante, en este punto, preguntarnos por la violencia de la separación. Una separación que es, al fin y al cabo, garantía de mundo, porque cada mundo es fragmento de mundo, y cada encuentro se da con las cosas en las que soy y con las que quiero habitar.

 

 

*Imagen: Paisaje toscano desde San Quirico d’Orcia. Junio de 2017. Colección personal.

Sobre “Sosiego siniestro” de Alberto Moreiras. por Gerardo Muñoz

 

Querido Alberto,

Leído de corrido, tus notas sobre el sosiego cobran un necesario y sorpresivo espesor. Hablo por mi, pero creo que estamos ante lo mejor que se ha escrito sobre la detención temporal del coronavirus. Claro, cuando digo “mejor” no lo digo como cuestión de cualidades intrínsecas (que las tiene, obviamente), sino más bien porque lo que tematizas como “recuperación existencial de un exterior” es un programa que abre radicalmente otra posibilidad común de pensamiento. O sea, es una zona lo suficientemente amplia (pero también completamente nominal) como para no ser rechazada. Esquiva y sale de las tentaciones del hostis. Más allá de una nueva “universalidad”, o una nueva “reintegración de un “bien-común”, tan dependiente de la obediencia de las consciencias, el existente hace otro camino. La valentía es siempre una condición de visibilidad. Al final, ¿no hay, en cada repliegue del subjetivismo, un grave pudor de voltear sus miradas hacia la nada del abismo? O cuando se hace, todo termina en posibilidades de salvación. Por eso el “emblema” del viejo Tobías funciona tan bien, porque registra la espera del ángel de un tiempo de vida que no tiene redención ni fides futuras. Esto es, para mi, en efecto, “teología transfigurada” que deja a un lado la oscura trinidad de salvación que hoy aparece bajo el ropaje de una misma palabra: “política” (lo decía justo en la mañana – así mismo con esa palabra, “trinidad” – Andy Haldene, un oscuro economista del Bank of England). Ya no se puede hablar para nadie porque ya no es posible “hablar en nombre de algo”. O sí, solo de la existencia. Y por eso es que reitero: esta región es lo único que hoy puede reactivar un espacio de vínculo más allá de las demandas, lo substantivo (la moral), e incluso “lo absoluto”. Tiras de Kierkegaard para decir que la figura marrana “se coloca en relación absoluta con el absoluto”. Esa relación, que ya no es de orden ético, sí convoca un ethōs. Recuerdo que Kierkegaard en Temor y temblor alude directamente a la figura de la marioneta de la Comedia del arte italiana, Pulcinella, para decir que este curioso personaje solo cuenta con un “teatro personal”, donde hay algunos “amigos y pasión de justicia”. No me interesa defender a Pulcinella contra el “Caballero de la fe”, o elevar a Pulcinella contra el marrano; pero, en la medida en que la amistad atraviesa todo el sosiego, sabemos que esta extraña figura de la comedia signa el afuera constitutivo de todo pensamiento. Un pensamiento que, al menos para mi (y se me ha verificado de manera translúcida en estas semanas del confinamiento, aunque es mejor no dar detalles), tiende a inclinarse hacia las cosas elementales que amamos, o bien, hacia lo que Hölderlin llamó una vez la “vida espiritual entre amigos”, que recoge otra cosa que “responsabilidad” o “deber”. Una última cosa: me ha parecido enormemente significativo que el “amor” solo aparezca al final del ensayo. Escribes: “…una transformación del sujeto, una entrada en la interioridad del sujeto, un nuevo amor por el sujeto herido, son voces que quieren evadir el desistimiento, que no sería nada si no fuera también desistimiento del sujeto, tanto más profundo cuanto más originaria es la angustia. ”. Para mi este es el vórtice de todo el texto. Y, sin embargo, me pregunto si esa transfiguración esencial del humano en sosiego no recorre también un amor incurable por cada cosa que encontramos, que es siempre sintonía de regreso o homecoming. Es solo un pensamiento en voz alta, dispuesto a errar. Gracias una vez más por este texto.

 

G.M

Abril 25 de 2020.

Pensilvania.

*Imagen: Primavera en Pensilvania. Colección personal, 2020.

El affaire Agamben

Enough 14 -- Its time to revolt! - -Giorgio Agamben

No es que tenga un gusto especial por la polémica. Pero ya que estamos en esto, quisiera advertir que escribo estas notas como reacción, sin rabia ni segundas intenciones, tanto a la serie de intervenciones de Giorgio Agamben en periódicos de dudosa proveniencia en la península itálica, como a la serie de respuestas que sus textos no dejan de producir en un público que si bien ya no responde a la noción kantiana de publicidad burguesa, existe patentemente en la virtualidad no menos real de las llamadas redes sociales. En este sentido, basta que el italiano publique unas cuantas opiniones para que estas tengan una interesante resonancia a nivel de las redes, permitiendo demarcar las posiciones en un confuso universo virtual. Como un Moisés paranoico frente a la sofisticación infinita del biopoder, Agamben parte las aguas del Facebook para dividir a filisteos de creyentes, invitándonos a una travesía que pasa por la apodíctica confirmación de sus tesis centrales.

Según él, estaríamos encallados en un estado de excepción ya pre-figurado desde los orígenes mismos de la política occidental. La pandemia del Covid-19 no sería sino un dispositivo, como el teléfono, orientado a controlar la existencia, suprimiendo la condición inanticipable de la experiencia. Con un tono oportuno y grave, Agamben pareciera restarle pertinencia a las medidas tomadas por los Estados nacionales, denunciando su oscura vocación totalitaria. Por supuesto, más allá de su insólita coincidencia con la agenda libertaria de un neoliberalismo desesperado frente a la desaceleración de sus procesos de acumulación, habría que preguntarse no por la pertinencia de sus ensayos acotados a la pandemia actual, sino por las tesis fundantes que lo llevan a concebir esta situación en el horizonte inmunitario de un orden biopolítico que parece no tener fisuras.

Sin embargo, lo que impresiona no es solo la resonancia de sus juicios y pronósticos, sino el rechazo que estos generan. Es como si mucha gente hubiese estado esperando el momento preciso para encararle su inmerecido prestigio, sus lecturas tendenciosas, su protagonismo sin sentido. En vez de confrontar el problema en el don de su complejidad, hoy en día puede leerse fácilmente una serie de descalificaciones que pasan por desacreditar los medios en los que el italiano publica, su uso sospechoso de las estadísticas, su dudoso prestigio en la academia norteamericana, su condición de filósofo mediático, y una serie bastante interesantes de argumentos ad-hominem.

¿Qué se puede hacer frente a esto? Si no hubiese nada en juego, tal vez lo mejor sería unirse a la alegría ebria del consenso mediático y crucificar a Agamben por su paranoica lectura del presente. Después de todo, en la perfección del negocio mediático, todo sirve, mientras más duro le demos, más capitaliza su “signature” y aumenta la rentabilidad de sus acciones.

Sin embargo, tengo la impresión de que lo que está en juego acá es algo sustantivo y merece la pena detenernos aquí. Procedo a señalar algunas dimensiones que bajo ningún punto de vista quieren ser argumentativas, sino solo indicativas de lo que estaría realmente en juego el affaire Agamben:

1) Una confrontación sostenida con Agamben no tiene que ser, necesariamente, una refutación o una denegación, sino una “solicitación” sistemática, rigurosa, de lo que éste nos ha venido diciendo desde hace años. De su lectura schmittiana de Benjamin, de su singular reducción de la deconstrucción a una hermenéutica apolítica, de su re-teologización de la política, de su reflotamiento del franciscanismo como altísima pobreza, etc. pero no para indicar algún error (cuestión propia del discurso filosófico universitario) sino para estremecer sus decisiones y conclusiones. Tan importante como el desarrollo mismo de esta interrogación es entender que ella no puede ser, simplemente, una crítica en sentido moderno universitario.

2) A la vez, también resultaría interesante preguntarse por el carácter sintomático no solo de sus intervenciones acotadas a la crisis del Covid-19, sino de las respuestas, casi compulsivas, que intentan refutarle, desbancarle, desprestigiarle, y disputarle un supuesto lugar de saber, una cierta posicionalidad discursiva que sigue totalmente atrapada en una estructuración principial del sentido, para la cual el problema con la filosofía de Agamben no es su intento de sobre-determinar la experiencia (desde un dispositivo infalible por abstracto), sino el hecho de que “su” filosofía no sería la más indicada para permitirnos comprender el presente, como si el problema se resolviera al dar con la filosofía adecuada para nuestro tiempo, sin cuestionar su misma posicionalidad principial, arcóntica, archeo-teleológica. Después de todo, sin este cuestionamiento an-árquico, las disputas se reducen a peleas partisanas, a nuevas políticas de la amistad.

3) Pareciera entonces que una confrontación reflexiva con Agamben no podría limitarse a la impertinencia de sus textos acotados al Covid-19, ni a la denuncia de los medios escritos en que dichos textos han aparecido. Me atrevería a decir que todo esto es secundario, casi irrelevante, a menos que seamos capaces de mostrarlos como consecuencia de decisiones complejas acaecidas en un momento en que su pensamiento alcanzó su mayor fulgor y, por lo mismo, su mayor ceguera. Y es allí, me parece, donde habría que llevar el asunto, a la cuestión misma de la soberanía, del poder y de la experiencia, que Jacques Derrida señaló como instancia central donde pensar la operación agambeniana. Precisamente porque lo que está en juego en esta confrontación no es la mera formulación paranoica de una hipótesis policial basada en el resentimiento de Agamben con Derrida o del supuesto desdén u odio de Derrida hacia Agamben, sino la cuestión misma de la soberanía, de la violencia y de la política.

4) Mi hipótesis de lectura entonces indica que en la tensión entre las formas de pensar la cuestión de la soberanía, la violencia y el poder, en Derrida y Agamben, se juega la recepción, crítica o no, del pensamiento heideggeriano y la misma cuestión benjaminiana de la violencia divina. Pero lo que se juega en este juego, si así puede decirse, no es tanto la legitimidad hermenéutica o filológica de un pensamiento basado en la recuperación-traición de sus antecedentes inmediatos, sino la posibilidad de elaborar un pensamiento crítico de la facticidad que no se satisfaga con su popularidad mediática ni con su posicionalidad arcóntica, auratizada y autorizante. Me inclino a pensar que, de lo contrario, solo lograremos habitar en la estela aurática de una publicidad virtual y partisana.

Por supuesto, no sería menos irónico descubrir que el mismo Agamben se ha contagiado, sin saberlo, con el virus.

 

 

Con pies de paloma y corazón de serpiente: Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina. Por Gareth Williams.

(A petición del distinguido público y con el permiso de la autoridad competente cuelgo aquí este prólogo de Gareth Williams a la 2a. edición de Tercer espacio, ahora revisada y aumentada y titulada Tercer espacio y otros relatos.  (Por publicarse en Madrid:  Escolar, 2020.  El prólogo es prólogo a los materiales incluidos en la primera edición, antes de las adiciones que ahora serán una segunda parte del libro.)

 

En el trabajo del duelo no es el dolor lo que opera; el dolor vigila.[1]

Maurice Blanchot, The Writing of the Disaster.

 

El pensamiento se abandona a su apertura y alcanza así su decisión, el momento en que hace justicia a esta singularidad que lo excede, excediéndolo incluso en sí mismo, incluso en su propia existencia y decisión de pensar. Así también le hace justicia a la comunidad de los entes.  Esto quiere decir que el pensamiento no puede dictar ninguna acción práctica, ética o política. Si pretende hacerlo olvida la esencia misma de la decisión, además de abandonar la esencia de su decisión a favor del pensamiento.  Esto no quiere decir que el pensamiento da la espalda de una manera hostil o indiferente a la acción.  Al contrario, significa que el pensamiento se comporta anticipando la posibilidad más propia de la acción.

 

Jean-Luc Nancy, “The Decision of Existence”.

 

 

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El dolor pesa mucho en el corazón de la decisión por el pensar.  Si el dolor revela la experiencia singularmente pasiva e inoperante de estar frente a la muerte, de vigilar silenciosamente lo que no se puede nombrar, lo que es siempre anterior y en exceso del abandono del pensamiento a su propia apertura y decisión, entonces desde el lenguaje el dolor es el otro originario e innombrable que en su vigilancia se comporta no solo en anticipación de la apertura y posibilidad más propia del duelo, como la búsqueda de cierta comprensión, sino también en anticipación de la posibilidad de toda acción. El dolor es el otro originario del lenguaje, la pasividad afectiva que se comporta en anticipación de todo acto responsable del pensamiento y de la escritura. Es por esta razón que se le puede considerar la fundación infra-estructural de todo pensar y escribir.  Pero el dolor en sí nunca puede ser político.  Más bien, sólo puede reflejar el cuidado infrapolítico por la profundidad del abismo del ser para la muerte, o por la dolorosa aceptación de cierta responsabilidad hacia el límite y la posibilidad existenciales.  Por esta razón el trabajo del duelo, la búsqueda laboriosa de un lugar asignable para la muerte, o para la muerte del otro, atraviesa el pasaje pre-político del dolor a cierta sintonización en el pensamiento por la responsabilidad hacia el límite y la escritura, hacia la posibilidad de dar cuenta de la libertad y de la existencia.  Como dice Jacques Derrida en Dar la muerte:  “La preocupación por la muerte, este despertar que vigila la muerte, esta consciencia que se enfrenta con la muerte es otro nombre de la libertad” (15).

“La pérdida”, observa Maurice Blanchot, “va con la escritura” (84).  Pero continúa el autor, “una pérdida sin ningún tipo de don (es decir, un don sin reciprocidad) siempre es propenso a ser una pérdida tranquilizante que garantiza la seguridad” (84).  Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina (1999) de Alberto Moreiras—un libro dedicado a la memoria e imagen de una madre muerta y de un padre superviviente (dedicado por lo tanto a la doble herencia Nietzscheana), pero un libro que es también una consciente meditación no sobre (puesto que esto no es un trabajo de representación) sino mediante la pérdida auto-gráfica de la raya que divide Portugal y Galicia; de la movida de Barcelona después de la muerte del dictador Franco; de un idioma originario perdido y transformado por la experiencia nomádica de la re-institucionalización académica en los Estados Unidos; de los impulsos identitarios de la izquierda latinoamericanista antes y después de la caída del muro de Berlín, y todo esto acompañando la decisión de pensar desde dentro de la clausura de la metafísica tan persistentemente anunciada por Nietzsche, Heidegger, Derrida y otros—es todo menos la escritura de una pérdida tranquilizante que garantiza la seguridad.

Tercer espacio fue concebido y escrito en la intersección de tres registros simultáneos de duelo:  “El registro de la literatura latinoamericana a ser estudiada, el registro teórico propiamente dicho, y el otro registro, más difícil de verbalizar o representar, registro afectivo del que depende al tiempo la singularidad de la inscripción autográfica y su forma específica de articulación trans-autográfica, es decir, su forma política” (14). En un inquietante gesto hacia el lector situado más o menos cien páginas antes del final del libro, Moreiras presenta la variabilidad e inestabilidad de los nombres del duelo mediante una especie de sobreabundancia orgiástica de designaciones utilizadas para darle algún tipo de consistencia al lenguaje innombrable e inconmensurable que nadie habla, es decir, a la eterna recurrencia de la no-ocurrencia del dolor y de la agitada experiencia de la pérdida que la escritura revela y oculta simultáneamente:  “La escritura del duelo va hasta aquí acumulando nombres:  escritura del tercer espacio, escritura de la ruptura entre promesa y silencio, escritura lapsaria, escritura que repite lo indiferente, escritura de la anormalidad ontológica.  Todos estos términos mentan un mismo fenómeno, cuyo carácter fundamental es el intento de sobrevivir a una experiencia radical de pérdida de objeto” (291-2). A estos intentos de supervivencia en la escritura el lector actual puede sumar la cuestión del ‘regionalismo crítico’, del ‘punctum’ o de la crítica subalternista al postcolonialismo como designaciones suplementarias que también vienen a la mente en un acercamiento al libro veinte años después de su publicación original.

El gesto sostenido de Tercer espacio hacia la posibilidad de una reciprocidad futura—hacia un acto de posible responsabilidad, de una decisión y por lo tanto de una respuesta al otro ante lo imposible—se repite en las últimas líneas del libro en un adiós  formulado apropiadamente desde la novela de Tununa Mercado, En estado de memoria. Al final Moreiras observa que la “sorda demanda de restitución desde la destitución . . . es . . . el resto abierto de este libro expuesto a la demanda literaria que ahora llega a su fin” (397).  Una invitación y una doble demanda por una conducta intelectual o un futuro comportamiento conceptual, por una respuesta, a raíz de la destitución literaria—es decir, del emergente y continuo abandono de la literatura como alegoría nacional compensatoria —que el mismo Tercer espacio ha consumado y llevado a cabo.

¿Y ahora qué hacer?, pregunta Moreiras.  Mientras el dolor es el don originario y singular que nadie puede recibir como tal, Tercer espacio es la exploración solitaria y trans-autográfica de los contornos del duelo. Es la búsqueda de una posible reciprocidad, de un velatorio colectivo sin el cual no puede haber ninguna política común sintonizada con la clausura de la metafísica y con la caducidad del valor asignado históricamente a “lo literario”.

Veinte años después de su publicación inicial en Santiago de Chile en quizá la única editorial del mundo hispanohablante de aquel momento que podía recibir con hospitalidad un libro así (pero también una editorial que quizá selló su limitada distribución), ahora está claro que la casi nula reciprocidad del campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos tanto en Estados Unidos como en América Latina confirma una preferencia constitutiva por la seguridad tranquilizante de la identidad y la diferencia, por encima de cualquier demanda inquietante de pensar desde una posición que no sea la de la metafísica del sujeto (porque el objeto del duelo aquí es nada menos que la metafísica misma).

Mientras hacia los finales de los años 90 Tercer espacio fue una invitación a un velatorio colectivo a la luz del cierre de la metafísica y del deceso concomitante del Eurocentrismo literario—del agotamiento mismo de lo literario—el campo ha respondido en las últimas dos décadas con la vehemente demanda por una metafísica cada vez más humanista llevada a cabo en nombre de la “opción decolonial” avanzada por Walter Mignolo, Enrique Dussel, Anibal Quijano y sus innumerables acólitos, por la política populista de solidaridad con el Sur Global, por la militancia subjetivista, y por la banalidad del historicismo, la antropología cultural y la sociología que han secuestrado a los estudios culturales en nombre de la interdisciplinariedad institucional.

En vez de acercarse a la compleja apostasía que ofrecía este libro herético y demoníaco el campo divulgó, enfatizando vehementemente los protocolos y el sentido común de su autoridad, ortodoxia, dominio y doctrina, la veneración por la tradición cultural y política criolla.  El papismo postcolonial (con toda la fe en la conversión subjetiva, la redención y el sacrificio que esto implica) desplazó activamente una forma de pensar que suponía, para el nihilismo de la herencia identitaria criollista y la seguridad tranquilizante de su conocimiento universitario, el don de la muerte, la destitución, o el auto-sacrificio transformador. Gracias a este éxito superficial la posibilidad de un re-inicio de lo ético-político se ha quedado cada vez más truncada, y así sigue.

Tercer espacio es una obra herética que en los años posteriores a su publicación chocó casi completamente con oídos sordos. No existía anteriormente ningún claro en el campo que posibilitara o explicara la existencia de un libro así, y cuando se publicó en 1999 todavía no existía ningún espacio hospitalario para él.  En este sentido es una obra de una libertad singular y destructiva, un bienvenido e irresponsable llamado por la posibilidad de otra responsabilidad intelectual.

A finales de los 80 y comienzos de los 90 el campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos todavía estaba dominado por la formación y los protocolos de sus tradiciones literarias nacionales; por las alegorías nacionales del modernismo literario latinoamericano (el ‘Boom’) y todas las otras alegorías nacionales que siguieron (el así llamado ‘post-Boom’).  Pero también lo caracterizaron esporádicas discusiones sociológicas  acerca de las exclusiones sobre las que tales sistemas estéticos y nomenclaturas se construían, además de una apreciación generalizada por las técnicas de la transculturación narrativa y de la ‘ciudad letrada’ que había coreografiado Ángel Rama en los primeros años de los 80. El Hispanismo latinoamericanista de los Estados Unidos existía firmemente a espaldas de las renovaciones teórico-políticas que habían ocurrido durante los años 80 en los campos de la literatura comparada, en los departamentos de inglés o francés, en los estudios de cine, de geografía, etc. Cualquier cosa que oliera un poco a filosofía, psicoanálisis, deconstrucción, postcolonialismo o post-Marxismo se recibió como mera importación inauténtica (“¿Por qué leer a Foucault cuando nosotros tenemos a Rama?”). Cualquier discusión de la postmodernidad a comienzos y mediados de los 90 se reducía a un puñado de jóvenes lectores perspicaces, pero el fenómeno de la globalización era ampliamente descartado porque se decía, en contra de toda evidencia emergente, que el estado nacional todavía proveía el ímpetus histórico de la cultura nacional y que seguiría haciéndolo. Nadie en los círculos culturales hablaba ni del neoliberalismo ni de la ascendencia del capitalismo financiero.  A comienzos de los 90 Beatriz Sarlo intentó dar cuenta de las escenas transformadoras de la postmodernidad pero básicamente acabó lamentando el fin de las metanarrativas tout court.  A raíz de las guerras civiles centroamericanas de los años 80 la izquierda latinoamericanista adaptó como estandarte el género del testimonio como un contrapeso “real” frente a las formas culturales elitistas de la literatura del Boom y el post-Boom. A comienzos de los 90 emergieron por primera vez gestos menores hacia la deconstrucción cuando un pequeño número de latinoamericanistas entrenados en la Universidad de Yale empezaron a reconocer la técnica literaria del suplemento, por ejemplo.  Pero mientras la clausura de la metafísica misma seguía siendo una zona prohibida para el pensamiento hispanista el archivo del humanismo criollo y de sus ontologías regionalistas podía persistir sin repercusiones, y la deconstrucción podía etiquetarse como una torre de marfil dedicada al ejercicio vacuo y elitista de juegos de palabras e de indecidibilidad política.  Y en eso se consensuaron tanto la izquierda como la derecha. En la estela de la caída del muro de Berlín el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos siguió una política populista de solidaridad desde el Norte, publicando en 1993 su “Manifiesto” como un intento de corregir el hecho de que los debates postcoloniales en la academia anglohablante habían pasado por alto la existencia de América Latina.  Mientras tanto, después del Quinto centenario conmemorando la colonización española de las Indias se detectó un “lado más oscuro del Renacimiento”, haciendo caso omiso sin embargo al hecho de que ese lado más oscuro de la historia de la expansión territorial eurocéntrica es de hecho la realización histórica y conceptual, el ancla y garantía metafísica misma, del Logos.  Es desde este constitutivo impasse conceptual y político anunciado por primera vez a mediados de los 90 que la “opción decolonial” revela su dilema central e irresuelto, a saber, que en la historia reciente del campo ningún otro discurso académico ha girado tanto alrededor de su relación de dependencia en la perpetuación de la metafísica eurocéntrica (la identidad y la diferencia) como la “opción decolonial”. Esta es, al fin y al cabo, la mercantilización académica del logocentrismo “occidentalista” en acción. Hasta hoy día, tal es el estado del campo postcolonial en su versión latinoamericanista.

Y luego, con resonancias del Zaratustra Nietzscheano (“con pies de paloma y corazón de serpiente”), llegó Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina, un libro que coincide en su momento de publicación con el desarrollo y finalización de The Exhaustion of Difference (2001), y en el que también se ve claramente el núcleo de las obras posteriores Línea de sombra (2006) y Marranismo e inscripción (2016).

Como ya he mencionado, antes de la publicación de Tercer espacio ningún otro libro que se ocupaba de los estudios literarios latinoamericanos había identificado como su punto de partida la clausura de la metafísica. Esto indica que ningún otro libro se había acercado al concepto de la finitud como el Ab-grund esencial mediante el cual el pensamiento solo puede revelarse como un trabajo infrapolitico de duelo, más que como una búsqueda dialéctica por la revelación del Espíritu Absoluto. Ningún otro libro había manifestado tanta sensibilidad ante los cambios de la época en la que se concibió, posicionándose en el umbral de la globalización capitalista financiera que ahora domina todo.  Ningún otro libro había lidiado con la herencia cubana no desde el ortodoxo lenguaje identitario del anti-imperialismo Bolivariano sino desde la heterodoxia laberíntica de Lezama Lima, Sarduy y Piñera, asumiendo en el camino la destitución no solo como una meta en sí sino como un singular modus operandi para el desmantelamiento del conformismo político.  Ningún otro libro había calado tanto las limitaciones conceptuales y políticas de la así llamada “opción decolonial” incluso antes de que se convirtiera ésta en el sentido común del campo.  Ningún otro libro se posicionó tan claramente al comienzo del agotamiento de las vanguardias y de la continuada insolvencia de la categoría y destino institucional de la “literatura” , haciéndolo sin embargo abriendo nuevos contornos para el trabajo del duelo desde dentro de la clausura de la metafísica misma (por esta razón las lecturas de Borges presentadas en Tercer espacio son hasta hoy sin igual en el campo).  Ningún otro libro había cuestionado con tanta eficacia las formulaciones superficiales de las políticas de solidaridad latinoamericanistas que emergieron a raíz de las guerras civiles centroamericanas de los 80 (en este sentido la lectura de la dialéctica Hegeliana o del involucramiento de Cortázar en Nicaragua presentadas aquí permanecen sin par). Ningún otro libro en el campo del humanismo latinoamericanista había demostrado el más mínimo interés en la cuestión de la realidad virtual, el techne, y la distopía ciberpunk, y en los últimos veinte años no ha cambiado gran cosa, desafortunadamente.  Finalmente, entre tanto hablar de la transculturación y de la hibridez cultural, ningún otro libro había conseguido amalgamar de una manera tan creativa el campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos con las fundamentales renovaciones teóricas de los años 80 y 90 en la universidad norteamericana (coincidiendo, claro, con la renovación conceptual chilena de los mismos años). Esto significa que mediante la des-territorialización bibliográfica del campo producida por Moreiras en ese momento, Finnegans Wake, Duchamp, Blanchot, Bataille, Kojève, o Allucquére Rosanne Stone (ampliamente reconocida ahora como co-fundadora de los estudios de transgénero) cabían tanto en el campo como cualquier sociólogo o crítico literario nacido en Arequipa, Montevideo o Córdoba.  Tales cosas eran inauditas . . . y por lo general siguen siéndolo.

“Ya todo es póstumo” había observado Severo Sarduy poco tiempo antes de morir (citado en Moreiras, 311).  A raíz de esta grata e importante iniciativa para re-publicar esta obra verdaderamente singular dos décadas después de su divulgación original, esperemos que la posteridad que el libro vigila—el cuidado que manifiesta al dejar que el ser para la muerte salga a la palestra mediante el lenguaje de la tradición—ya no sea objeto del silencio tranquilizante e inmunizante de la metafísica del olvido, sino de una sostenida reciprocidad que una obra de esta peculiaridad solicita y merece.

Sin embargo, a lo mejor, prefieres no esperar mucho . . .

 

Works Cited

 

Blanchot, Maurice. The Writing of the Disaster. Translated by Ann Smock. Lincoln, U of Nebraska U, 1995.

Derrida, Jacques.  The Gift of Death. Translated by David Wills.  Chicago, U of Chicago Press, 1995.

Moreiras, Alberto. Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina. Santiago de Chile, LOM Editores, 1999.

Nancy, Jean-Luc. The Decision of Existence”. In Birth to Presence.  Palo Alto, Stanford UP, 1993:  pp. 82-109.

[1] Todas las traducciones del inglés son mías.

Tercer Espacio e ilimitación capitalista. por Willy Thayer

El psicoanálisis nació en un “territorio estrictamente delimitado”, inscrito en relaciones de producción disciplinares del enunciado, a saber, la lengua físico química, la medicina vienesa decimonónica. Nació, expresamente para Freud, siendo su pasado, una interpretación neurológica de la psique y de la memoria; interpretación a partir de la cual gestará su advenir como “otra psicología”, una psicología desde otro “origen”. El psicoanálisis vendrá a la historia bajo la condición moderna del saber, condición que le fue legada por la tradición ilustrada, el prurito de la autonomía y fragmentación de los campos en un contexto de dispersión y sistema;  nutrido de aquello que su instinto le ordenará abolir. Su existencia pende directamente de la trasgresión de la lengua neurológica en que se desenvuelve la comprensión teórica y terapéutica de la histeria; e indirectamente, de la negación de la condición moderno-disciplinar del saber. Estas rupturas latían en el “proyecto” de Freud, y de su realización dependía que Freud se convirtiera en Freud. Constituía, por tanto, su razón de Estado. Porque en los dominios de la creación, la necesidad de distinguirse es indivisible de la existencia misma. El psicoanálisis se opondrá cada vez más abiertamente a su lengua nodriza, dotando poco a poco de idioma propio al recién nacido para que acontezca, produciendo otra lengua en la lengua. Un acto de don, entonces, de donación de la lengua psicoanalítica, que no tendrá lugar en la historia hasta Freud. El psicoanálisis fue la lengua que, sin tenerla, Freud nos donó.

Escribir en un territorio disciplinariamente delimitado, desde relaciones de producción especializadas del enunciado, suena hoy en día en su extemporaneidad. En un horizonte de transversalidad y descanonización del saber, lo que se dispone más bien como modo de producción de cualquier investigación o escritura es la ilimitación (apeiron). El modo de producción del pensamiento del Tercer Espacio es el de la ilimitación, un modo de producción sin modo. Lo que no quiere decir soltura. La ilimitación es una modalidad de lo estricto que aloja dificultades distintas a las que dispone un campo disciplinar para quien lo interroga desde lo que sus límites reprimen. Se trata paradojalmente, entonces, de la dificultad de la «no resistencia» que impone al pensamiento aquello que carece de límites generales y persistentes, y presenta sólo límites aleatorios y eventuales, como los de una descomposición generalizada. Porque ¿cómo ejercer el pensamiento en medio de lo que no tiene límites, o cuyos límites están en permanente descomposición? ¿Cómo interrogar, por ejemplo, a lo que de antemano se ha constituido en interrogación de sí mismo, como el cadáver, que es la crítica de sí, y no consiste sino en el retorno ilimitado de lo reprimido que no cesa de llegar y se desenvuelve como objeto imposible? Si la crítica es un modo de la descomposición, el cadáver sería la verdad de la crítica, su consumación y su imposibilidad.

Una determinada interpretación de la subjetividad moderna clásica constituye el fundamento de la comprensión neurológica de la histeria. Es a partir de dicha interpretación, en cuyo círculo se desenvuelve la lengua médica del siglo XIX, que las causas de la histeria serán atribuidas a algún tipo de disfunción cerebral la cual se fijará como fuente de las parálisis orgánicas, las cegueras, afasias, temblores y sorderas, y cuya terapia consistirá en una dieta de medicamentos y de electricidad. Es a partir de esa misma interpretación, que la histeria será reducida a un pseudo-fenómeno, el cual habrá que expulsar del hospital, tratar con reprimendas y burlas, para abandonarlo finalmente en manos de filósofos, místicos y curanderos.

Es a partir de la lengua psicoanalítica que la histeria se convertirá en un fenómeno irreductible al código físico-químico y a sus respectivas terapias. Lo cuál desencadenará para el psicoanálisis no sólo una confrontación político lingüístioanalítica como aparato hermenéutico crítico más allá de las fronteras de la histeria y del campo médico, hacia la normalidad de la vida cotidiana, el sueño, el chiste, el arte, la ciencia, la cultura, la historiaca con la medicina del siglo XIX, sino que terminará por “desatar una tempestad de indignación generalizada”, dice Freud. Y añade, “porque al poner en cuestión la comprensión tradicional del origen de la psique y de la etiología de la enfermedad, hería transversalmente algunos prejuicios de la humanidad civilizada, haciendo retornar lo que un convenio general había reprimido y rechazado, a saber: lo inconsciente y la sexualidad infantil, sometiendo ya no sólo al territorio médico, sino a la humanidad entera, a la resistencia analítica, obligándola a conducirse como paciente”. Esa tempestad de indignación y rechazo era a su vez, para Freud, una promesa de internacionalización del psicoanálisis.

Hoy por hoy, ninguna operación de escritura podría desatar tempestades de indignación ni convertirse en promesa de universalización. Y muy difícilmente podría herir un convenio general de la humanidad. Hoy en día, ni la producción de escritura crítica, ni el modo de reproducción general de la subjetividad, tiemblan el uno frente al otro como en el contexto de Freud. Cualquier temblor, sea crítico o conservador, es hoy en día reiteración kitsch de un modo de producción que ya se fue o que se inscribe en éste que ya no tiene «modo», que sólo es producción sin modo de producción; así como La lotería de babilonia, o El libro de arena, o La biblioteca de babel, etc. Porque ya no hay más un modo de producción de la escritura, sino escritura sin modo. Y si aún llamamos mundo o contexto a la globalización, es por inercia de los modos de hablar. Lo que llamamos contexto o mundialización, ya no tiene que ver con un orden, un derecho general; tampoco con un desorden; sino con la profusión de operaciones que carecen de un verosímil general de inscripción, y que se despliegan en la inverosimilitud general, aunque ciñéndose milímetro a milímetro a la facticidad del momento, del espacio y del tiempo efectivo del caso, del intercambio.

Pongámoslo así. La ilimitación como suelo no ofrece resistencia y es la obscenidad de todos los caminos abriéndose. Si aquello que se denomina occidental o Metafísica consistió siempre en la resistencia, de diverso tipo, pero primordialmente autoprotectiva, contra lo ilimitado , no tendría por qué ser sorprendente, aunque lo sea, que lo occidental, en el momento de su globalización o consumación, se erija como ilimitación dejando retornar aquelo sobre cuya represión se erigió, a saber, el no mundo, lo ilimitado (apeiron) el “radical desnombramiento” de las categorías metafísicas. Esta, me parece, es la dificultad que enfrenta el pensamiento del Tercer espacio que traza su pliegue en un territorio estrictamente ilimitado. Para comprender el epifenómeno de la histeria el psicoanálisis construyó una teoría general de la dinámica y de la estructura del aparato psíquico. “Mucha teoría para tan poco fenómeno” dijo Freud. En esa demasía resonaba, a la vez, la inminente expansión de la teoría psicoanalítica.

Otra frase imposible, esa, hoy en día, en que es demasiada la fenomenalidad y escasa la teoría. Escasa la teoría porque esta ha caído en el territorio de la fenomenalidad. Lo que equivale a decir que el conflicto o la división del trabajo entre teoría y fenomenalidad ya no rigen estrictamente más. La efectividad ha subsumido la posibilidad [1]. Toda posibilidad es posibilidad en la efectividad, en la inmanencia de la efectividad. Es entonces ahí, en la inmanencia de la efectividad, que el pensamiento del Tercer espacio se expone como un dispositivo post-teórico que escabulle la teoría y la fenomenalidad, que retrocede singularizándose, no como pensamiento de la efectividad, sino como inefectividad del pensamiento; del pensamiento como inefectividad. No como pensamiento de la pérdida de la teoría, sino como pensamiento en pérdida de teoría, perdiéndose de ella.

“Aquello con lo que la escritura del Tercer Espacio permanentemente entra en contagio es con la ilimitación potencial de los Estudios Culturales que serían la globalización y la resistencia a la globalización en la academia. El libro mismo se dejaría afectar por esa ilimitación, partiendo por la transversalidad disciplinar en que organiza su bibliografía. En un escenario nihilizado, que ha asumido las relaciones de autonomía, jerarquía y subordinación tradicionales entre literatura, filosofía y cultura de masas, Tercer espacio, como pensamiento post-teórico, traza su pensamiento dialogando con Borges, Joyce, Heidegger, Lacoue-Labarthe; con Lyotard, Cortázar, Lezama-Lima, Benjamin, Sarduy, Piñera; con Nietzsche, Elizondo, Derrida, De Man, Duchamp, Kant, Blanchot, Jameson.

Operando inmediatamente en el factum de los estudios latinoamericanos, Tercer espacio piensa el tímpano de los Estudios Culturales, un tímpano en estado de crónica evanescencia. La operación descanonizante de los Estudios Culturales, operación que recae reflexivamente sobre su propio territorio mediante la incorporación indefinida en su curriculum de nuevos aparatos analíticos; la operación potencialmente desauratizante y desjerarquizante de los Estudios Culturales en la multiplicidad de sus eventos y casos, se abre prospectivamente tan ilimitada como lo que en el texto de Moreiras se denomina capitalismo flexible. De modo que el campo prospectivamente infinito de los Estudios Culturales podría hacer las veces de un mini laboratorio para un pensamiento de la globalización.

¿Qué podría quedar afuera de los Estudios Culturales, o de la globalización? ¿Existirá para ellos una frontera, una muerte? ¿Existe una frontera respecto de lo que proyectivamente, en la pluralidad de sus eventos, no podría fijar estrictamente un límite, y en cuya planicie expansiva la academia se promete en su fase más devoradora como inverosimilitud flexible? El saber se suspende allí donde no puede asignarse límites.

Cualquier operación de saber consiste en poner bajo límites, reunir bajo concepto, objetivar, representar. Si ello es así, no podríamos saber qué es lo que se nos dona cuando algo se da ilimitadamente. Algo así ocurre con la globalización. Algo así ocurre con los Estudios Culturales. Como si los Estudios Culturales fueran metonimia de la globalización. Si ello es así, la verdad, esto es, la efectividad cumplida de los Estudios Culturales como ilimitación del saber, como caída del saber en un saber sin límites, es lo que no podemos saber. No podríamos saber de la ilimitación. Es esa ilimitación el territorio estricto que se da el Tercer Espacio como escena de su escritura.

Sin embargo, el nombre EC refiere al menos una sección en la biblioteca, unos estantes en las librerías, unos departamentos en la universidad. Pero si tomamos los libros de la sección y (h)ojeamos su bibliografía, vemos cómo la biblioteca interminable en que se inscribe la sección de esos libros, reaparece potencialmente citada en la bibliografía de esa sección. Como si esa sección de la biblioteca, o de la librería, tratara potencialmente de la biblioteca. Y si focalizamos los órganos de lectura de esa sección, la escritura implícita en ella ¿cuál sería su límite? ¿Qué autores, qué metodologías, que estilos, que sujeto de escritura, qué objetos serían los impertinentes?

Lo que se denomina pensamiento del tercer espacio, puede ser propuesto como límite de los EC. Pero lo categórico de esta afirmación se disipa en la misma medida en que los Estudios Culturales absorben las operaciones de pensamiento que en principio los delimitan, ampliando sus tecnologías.

Resolvamos entonces: los EC no configurarían campo alguno al confundir en su operación las series disciplinares eclosionándolas transversalmente. La expansión de su llanura los revela, más que como un campo de estudio, como una operación de lectura que digiere cualquier cosa. Los EC. serían prospectivamente el no-campo donde potencialmente se dan cita “todas las series”.

Dice Freud: “El organismo vivo flota en medio de un mundo cargado con las más fuertes energías, y sería destruido por los efectos excitantes del mismo sino estuviese provisto de un dispositivo protector contra las excitaciones. Este dispositivo protector queda constituido por el hecho de que la superficie exterior del organismo pierde la estructura propia de lo viviente y se hace hasta cierto punto inorgánica actuando como una membrana que detiene la borrasca de excitaciones permitiendo que ingrese sólo una parte mínima. Protegerse de las excitaciones es una labor casi más importante que la recepción de las mismas”… “No siendo ya evitable la inundación del aparato anímico por grandes masas de excitación, habrá que emprender la labor de dominarlas. Lo cual es posible sólo para un sistema intensamente cargado que esté en condiciones de recibir las excitaciones y transformarlas en reposo o articularlas psíquicamente” … “Pero cuanto menor sea la carga del sistema invadido tanto mayores serán las posibilidades de una ruptura de la protección contra las excitaciones y más imposible su articulación”.

La paradoja de la represión en el capitalismo flexible es que la censura no adopta en él la forma de un blindaje cortical con pequeñas brechas y aperturas, sino que se ofrece como brecha y perforación, se caracteriza por la descomposición del principio protectivo y la apertura inclemente a la borrasca de excitaciones. Es la informidad y discontinuidad de la globalización, su propensión al aflojamiento, al contagio, lo que anestesia a la crítica privándola de resonancias. Es en el contexto de la informidad y la inverosimilitud donde ha de conjugarse la cuestión del tercer espacio.

Retomemos entonces. Todo puede entrar en los EC. Este “todo”, sin embargo, se dice muchas maneras en el libro de Moreiras. Por ejemplo, como toda la memoria de Funes, el retorno infinito de lo real en ella, memoria total o total olvido. Totalidad puede decirse, también, como “esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna”, entonada como liberación o como espanto; también se dice como “inminencia de todo lo que no llega a acontecer”, etcétera.

Entonces: ¿en qué relaciones está el tercer espacio con lo que aquí llamamos EC como aquello que podría contenerlo todo en su ilimitación, metonimia de la globalización?

Para concluir, quisiera proponerles una breve “doctrina” del Tercer Espacio que he sustraído ex-profeso de la deriva vertiginosa que tiene esta noción en el libro que comentamos, desencadenándose a través las lecturas de “Tlön Uqbar Orbis Tertius”, Finnegans Wake, Paradiso, “Funes el Memorioso”, “El Aleph”, Pequeñas maniobras, Farabeuf, Arnoia Bretaña Esmeraldina, “Apocalipsis de Solentiname”, En estado de memoria.

Y partamos por una consideración previa. Es imprescindible considerar que el tercer espacio es un efecto antes que un principio de escritura. El tercer espacio no es nada sustantivo a lo que uno eche mano como metodología, por ejemplo, o teoría, a la hora de escribir. Es siempre algo a producir, un efecto de escritura. Efecto de una escritura que, otra paradoja, presupone como condición al tercer espacio. El tercer espacio, entonces, es efecto y condición de escritura al mismo tiempo. No sólo es originado por la escritura, sino que es origen de ella. Su eficacia crítica, por así decirlo, radica en el descentramiento permanente que opera sobre sí mismo, antes que el descentramiento que realiza respecto de otras magnitudes. El auto-descentramiento es requisito de su propia constitución y por ende respecto de su aplicación a esferas exógenas. Si se posicionara, moriría. De modo que el mismo es un lugar de desarraigo de toda posición, una estructura compleja de auto-desalojo, una política de desujeción en la sujeción y de sujeción en la desujeción.

Antes que operar, entonces, disolviendo posiciones gruesas, como la “academia euroamericana (segundo espacio), o un latinoamericanismo identitario, nacionalista y continentalista (primer espacio), el tercer espacio actúa, insistimos, como a-topización. Lo que en el libro de Moreiras se llama tercer espacio es la escritura de lo parergonal: lo que no está ni afuera, ni adentro, ni en el medio; que se organiza como relación indecidible con el lugar, con el límite y la ilimitación. El tercer espacio es la escritura de lo parergonal, entonces, en un modo de producción en que la ilimitación parece amenazar con la clausura de toda posibilidad en la efectividad. La escritura del tercer espacio es, en cada caso, una tecnología del desalojo que espectraliza cualquier lugar, lo disemina o lo insemina aleatoriamente.

Cambiando el enfoque, el tercer espacio es un trípode, un artefacto triangular. Nombraré sus tres patas en seco, primeramente, sin que el orden en que las nombre proponga una jerarquía, y sin que su enumeración secuencial implique un funcionamiento sucesivo. Quiero decir, y esto resulta primordial, que las tres patas funcionan a la vez, de lo contrario, el tercer espacio muere. La primera, entonces, es «lo inminente»; la segunda, «la revelación», «el acaecimiento» o «la consumación» de lo inminente; la tercera, «la escritura» como acontecimiento en donde lo inminente y la revelación pueden advenir. El tercer espacio es un artefacto cuyas piernas, que operan simultáneamente, son: primero, la inminencia del eterno retorno, segundo, el acaecimiento del eterno retorno, y tercero, la escritura como soporte en que la inminencia y el acaecimiento del eterno retorno vacilan. Comencemos nuevamente, entonces.

Dijimos que los EC o la globalización no se dan cabalmente, no acaecen en su ilimitación, en su verdad, y más bien se despliegan en la inminencia de una revelación que no termina de producirse. En este caso, el caso de lo inminente que no llega a producirse, el tercer espacio actúa, por ejemplo, alimentando la distancia que media entre tal inminencia y la consumación o revelación, anunciando de antemano lo que ocurriría si tal inminencia acaeciera cruzando el abismo que media entre ella y su efectividad. Si ello ocurriera, la caída en lo real, del mismo modo en que Funes cae en la memoria, se constituiría en la pérdida de lo real. En este caso, continuamos, el tercer espacio actúa entonces, como el prólogo de una verdad que si aconteciera proliferaría como improductividad absoluta y cierre del discurso.

Pero también el tercer espacio trabaja, a la vez, señalando cómo la inminencia es un modo de la suspensión de la protección contra la verdad (la ilimitación) al servicio de un “aún no” y de un “siempre todavía”. Así la agonía, por ejemplo, en tanto inminencia de muerte, es una crítica de la muerte, una relación con la muerte antes de su tiempo, que mantiene en vilo su acaecer. También, en este caso, el tercer espacio opera como duelo, como combate en la escritura contra el abrazo de lo real. La escritura como combate con la pérdida de lo real, es a la vez , la puesta en acción de estados afectivos que rigen tal combate. Así la pérdida de lo real se escribe en varios tonos: “nostalgia” como impotencia de la facultad de presentación y añoranza de la presencia; “ironía” sin nostalgia, sin énfasis en la incapacidad de la representación, que sanciona la alegría de la invención de nuevas posibilidades expresivas, nuevas reglas del juego, pictóricas, artísticas, o de cualquier otra clase; “melancolía” que abomina de la inútil multiplicación metafórica y sustitutiva de lo perdido. A la vez el tercer espacio subraya que el interés protectivo contra lo real y la negación de su don, es un principio reactivo.

Pero el tercer espacio no se erige sólo como protección contra la realización de lo inminente, sino que juega, a la vez, con la caída, el cruce del abismo y el hundimiento de la inminencia en su efectividad, en la verdad como abrazo del acontecimiento. Porque la caída puede prponerse también como repetición activa, y no puramente mecánica o reiterativa. Puede proponerse como un sí, el amen nietzscheano, que nada excluye, nada se ahorra, y es pura afirmación o poiesis (producción de producción). En este caso el tercer espacio se inclina como desujeción de la sujeción, y apertura al desastre infinito de lo real.

Pero el tercer espacio se erige también, y a la vez, entre la caída en el desastre, y su represión protectiva, distante de ambas. Distancia que abre el advenimiento, tanto de lo inminente, como de su consumación. Tal distancia no es entonces ni efectiva ni inminente, sino escritura donde lo inminente y lo efectivo pueden advenir. Un lugar de descompromiso, lo llama Moreiras, a través de Piñera, descompromiso como una resta implacable o inefectividad que se sustrae tanto de la analidad protectiva como del vértigo por el desastre. Ejercicio de un descompromiso singularizante que se agota en su propia figuralidad como un espectro semiótico.

El tercer espacio es entonces, a la vez, a) invocación de la inminencia, protección y duelo temeroso, nostálgico, irónico o melancólico de lo real. b) caída en la verdad y en el desastre de lo real. c) resto implacable, tanto de la invocación de lo inminente, como de la caída en el desastre de lo real. Tal resto se erige como escritura donde lo inminente y lo real acontecen.

 

 

*Este ensayo fue originalmente la presentación del libro Tercer Espacio: Literatura y Duelo en América Latina (LOM Ediciones, 1999) de Alberto Moreiras, leída en el marco de la presentación del libro en el Museo de Arte Contemporáneo, abril de 1999. Lo recogemos en este espacio con autorización de Willy Thayer. 

**Imagen: Willy Thayer en una heladería de Santiago, 2016. Fotografía de mi colección personal.

Tercer espacio y post-melancolía

Espacio Santos Dumont: Nietzsche en Borges

 

 

 

El desierto está creciendo: ¡desventurado el que alberga desiertos¡

Friedrich Nietzsche

En la escritura de un libro siempre puede leerse un destinatario imaginado, una escena de lectura que está simulada en el tono, los ademanes y no sólo la temática que el libro elige. Así, el Manifiesto comunista no puede esconder, a pesar de su explícita universalidad, la escena militante que lo arma, ni menos, el Fervor de Buenos Aire puede sustraerse a un eco, una suave resonancia del reencuentro de Borges con la ciudad de su infancia. Esto es lo que debería ocurrir con el libro reciente de Alberto Moreiras Tercer espacio[1]; sin embargo, algo pasa con la escena, con el supuesto lector imaginado que hace del libro en cuestión no sólo un aporte en su contenido explícito, sino también un incómodo “documento cultural” en su gesto.

Partamos por simular algunas escenas de lectura:

  1. – Una primera recepción del libro nos avisa de su ambiguo estatus. No se trata de un libro clásicamente catalogable en el latinoamericanismo que se hace en Estados Unidos y, sin decir mucho sobre este multifacético latinoamericanismo, es innegable cierta extrañeza que el “tercer espacio” tiene con respecto al horizonte mínimamente establecido de este campo. No se trata de un texto que tome a la literatura como un campo auto-referido, en el que se manifiesta nuestra “particular forma de pensar”, ni se deja ver una aproximación al tratamiento de lo que la literatura nos dice para los procesos de conformación de la “ciudad letrada”, de la “Nación”, de la “Identidad” o del “canon”. Alberto Moreiras tampoco nos dice que en la literatura latinoamericana el postmodernismo o la deconstrucción eran y son condiciones naturales de la escritura. No. Por el contrario, se trata de un abordaje de determinadas problemáticas que aparecen nítidamente en ciertos autores latinoamericanos, pero que no son ni distintivas ni propias de un campo, menos de una región o de algún reducto identitario. Quizá por ello no debería extrañar que un ligero comentario frente a esta ambigüedad catalogue al libro como “una versión filosófica más de algunos autores canónicos de la literatura latinoamericana”. Comentario, este último, que muestra más que la incomprensión del cometido del libro, una disposición de lectura, una determinada política de reconocimiento y de legitimación que es consustancial a la definición de un campo, en su dimensión, obviamente, institucional. En tal escena, el libro aparecería como un astuto gesto orientado a reinterpretar y reinstalar nuevas y no tan nuevas formas de leer lo latinoamericano y, quizá se podría exagerar la nota arguyendo que, precisamente, está astucia pierde lo propiamente literario para dejar pasar a la filosofía –europea- en un ingenuo gesto que perpetúa el dependentismo intelectual.
  2. – Pero, como todo libro fracasa finalmente en el intento de producir su comunidad ideal de lectura, también deberíamos nombrar una segunda posibilidad, quizá también exagerada, para la cual el “tercer espacio” erra trágicamente en su ambiciosa máquina conceptual. Desde esta segunda posible escena de lectura, un crítico, cualquier crítico, podría sorprenderse de las similitudes con un cierto tono heideggeriano no muy en boga en ambientes intelectuales contemporáneos, y devolver la especificidad del libro a una simple apropiación tardía de una problemática que ha cruzado el contexto posestructuralista y la deconstrucción, para reaparecer en las firmas de Nancy y Lacoue-Labarthe, más recientemente.Nos queda así, casi como una posibilidad, un libro inteligente, que perfectamente pudo haber elegido otro pretexto para desplegar el instrumental filosófico y crítico que lo constituye, restándole todo privilegio a la decisión de leer la literatura –o, más precisamente, “algunos autores latinoamericanos”- tal como son leídos. Y eso porque el libro usaría de pretexto algunas temáticas de Borges, Lezama, Piñera y otros para “pasarse de listo”.
  3. – Sin embargo, todavía es posible esperar una tercera escena de lectura: una escena más decidida en su política de la recepción-legitimación, de la que provendría una fácil descalificación del libro, y no tanto por el juego de estrategias que arma su economía de sentido, sino por la imposibilidad de penetrar el críptico sistema de tal economía, pues, es común hoy en día el dictum “lo que no se entiende es falso”. Se trataría, en tal caso, de un libro complicado –ahí también su defecto-, un libro que complicado en su elección temática se complica en demasía en su escritura, en sus llaves conceptuales, en su pertinencia eclipsada por sus múltiples referencias, haciendo fracasar su intento crítico, para devolvernos el suntuoso e innecesario gesto de una elucubración abstracta, sin política. Por todo ello, un libro como este es inenseñable y, quizá, esto sea parte central de su pecado.

Las posibles escenas de lectura que hemos enumerado, más o menos arbitrariamente, no están lejos de un cierto tono en el campo crítico del latinoamericanismo. Por lo menos en el sector que más se resiste –y quizá no completamente equivocado- a la generalización rasante de los indefinidos estudios culturales.

En esta coyuntura, bien podría sostenerse que no transar ha llegado a ser un problema, sobre todo cuando lo que otrora fue la inercia burocrática de los estudios de área, hoy se ve amenazada por la disputa epistemológica entre una historiografía literaria, desde siempre abocada a leer lo literario en relación exclusiva a la conformación de la identidad nacional, y los estudios culturales, que son una verdadera institucionalización del sentido común moderno, en tiempos de crisis disciplinarias. Esto último gatilla una doble condena: un libro filosofante, complicado, inenseñable y además impolítico. Condena que enuncia la limitación de quien la emite, la trampa de su traducción, la imposibilidad de pensar el tercer espacio, que también es: ni historiografía identitaria, ni sociologismo estudio-culturalista.

–¿De qué se trata entonces?

Ante tal desolador escenario, hagamos eco de aquella afortunada sentencia que se adjudica a Nicanor Parra, “de la pertinencia de un libro sólo puede hablarse después de diez años de su publicación”, sentencia que no anula, en absoluto, cualquier posible lectura, pero que nos da un impulso para elaborar la nuestra. Una lectura, esperamos, diferente, que se entrometa con su dispositivo y que nos permita tener que ver con la incomodidad de su política.

Entonces el libro de Alberto Moreiras, como todo libro,  puede ser leído de varias otras maneras. He aquí la nuestra:

 *  *  *  *  *

El autor comienza estableciendo la intención de “estudiar procesos de reflexión estética y crítica en la literatura latinoamericana” (11) desde un acerbo heideggeriano y deconstructivo, precisamente porque en tales lugares, incómodos y manidos, se deja ver una posibilidad del pensar que se libera de la dicotomía identidad/diferencia que caracterizaría, en ambos extremos, la inscripción del trabajo reflexivo más propio del “latinoamericanismo”: su pertenencia a lo que desde Heidegger mentamos como tradición onto-teo-lógica. Tal aproximación de lectura quiere instalar como rúbrica general y como tesis madre del libro, la posibilidad de una tercera vía que no implica una disolución superficial de la dicotomía señalada, sino su extremación y agotamiento en una zona problemática para la que las respuestas tradicionales no dan su esperado fruto. Zona desértica para la visión identitaria. Desierto que se nombra como la complicación de “Tercer espacio”.[2]

Dos cuestiones aparecen inmediatamente evidenciadas desde esta instalación, la primera, relacionada con el estatuto de la traducción e interpretación de un pensar contemporáneo y sus posibilidades para cierto latinoamericanismo desarrollado en Estados Unidos; la segunda, relacionada con este latinoamericanismo, con su institucionalidad y su agenda, tiene que ver con la posibilidad de leer ciertos autores literarios latinoamericanos, de manera post-onto-teológica, es decir, poniendo en cuestión el sistema de coordenadas y presupuestos implícitos que arman la política de recepción de la literatura, actualmente hegemónica, en este país.[3]

El tercer espacio sería una posibilidad del pensar, pues “pensar el eurocentrismo desde formaciones literarias latinoamericanas, y por lo tanto pensar desde ellas cualquier alternativa al eurocentrismo, permanece, como problema, extremadamente complicado” (16). En tal caso, el libro entra en diálogo, a su manera, con los últimos desarrollos de la producción latinoamericana, y del latinoamericanismo norteamericano, mediante un proceso de enunciación de los fundamentos teóricos, epistemológicos y políticos que motivan tales empresas:

  • Respecto a la producción literaria latinoamericana, el libro se mueve entre una inhabitual lectura de algunas firmas elevadas al canon-de-lo-nuestro –Borges, Lezama, Cortázar— para, a partir del capítulo diez, incorporar otras firmas, menos canonizadas, y por ello, menos visitadas, en la agenda latino-norteamericana (Piñera, Elizondo, Mercado, Méndez Ferrín).
  • Asimismo, respecto a la producción teórica y a los “paradigmas” interpretativos circulantes en la academia norteamericana, el libro entra en relación, en crítica relación con el campo de los estudios culturales, con el postcolonialismo, con la historiografía literaria y con la primera recepción de la problemática de la subalternidad. Una relación crítica pero no de tipo desenmascarador, sino una relación dialógica que implica aproximar presupuestos y problematizar sobre-entendidos.

En esta relación crítica dialógica, Alberto Moreiras intenta desestimar el uso auto-legitimador de la referencialidad latinoamericana en la academia norteamericana, mostrando que la producción latinoamericana no se reduce ni a la utilización que se hace de ella en la metrópolis, ni tampoco funciona como ficción-de-periferia que sirve a tal auto-legitimación

¿Por qué no imaginar que la localización intermedia latinoamericana, es decir, ese tercer espacio ni realmente metropolitano ni realmente periférico constituido, en términos estrictamente simbólicos, por la escritura antiontológica del continente, puede de hecho guardar una posibilidad de intervención global a la que no hay que descartar ipso facto como un intento penoso de latinoamericanizar a las culturas centrales? (21-22).

Por lo mismo, el libro no cae en la trampa de producirse como oferta de reposición de sentido y no desarrolla un proyecto político explícito nominable como tercera vía, sino que se concentra en la lectura de una relación crucial para la tradición occidental, la relación entre literatura y política, entre ficción como trabajo de la pérdida y duelo como nombre de tal trabajo.

Su campo de incidencia, incluso en el sentido político, reside a mi parecer en el intento mismo de exponer la connivencia teórica de segmentos de literatura latinoamericana estudiados con la desestabilización del ontologocentrismo metafísico occidental según parámetros entregados al fin y al cabo en primer lugar por la tradición de escritura occidental (23).

El plano de funcionamiento de tal perspectiva, vincula no sólo duelo y ficción literaria, sino que también permite relacionar la práctica del duelo con las condiciones históricas de Latinoamérica, precisamente para mediar entre la lógica imponente de los procesos históricos, y las categorizaciones genéricas que tienden a rehilvanar la facticidad histórica, según un principio racionalizador y justificador de tal facticidad. Tal operación corresponde a una concepción de la historia, en este caso de la historia latinoamericana y de su literatura, que está absolutamente inscrita en la pre-comprensión metafísica occidental. Su expresión más evidente en el campo de la historia de las ideas se muestra en las apelaciones a criterios tales como Modernidad, Boom, Postdictadura, Post-Boom, Postmodernidad; criterios que funcionan reinscribiendo lo literario en la auto-comprensión eurocéntrica.

A la vez, no se trata de un simple tráfico de teorías y conceptualizaciones desde una región más o menos hegemónica del pensamiento, hacia otra, auto-comprendida como subalterna, con la intención de evidenciar problemáticas importadas. Por el contrario, se trata de trabajar problemas que no son privativos de la filosofía –aunque se den en relación crítica con su tradición—, para aproximarlos a otras prácticas del pensamiento, desvirtuando su resonancia inicial y habitando una región que está más allá de la inscripción disciplinaria de lo filosófico y lo literario[4], sin restarse a prácticas de intervención política e institucional.[5] Entonces, la autorización de tal lectura, de tal decisión por la literatura latinoamericana, no desconoce el estatuto hegemónico de la literatura como institución y práctica de innegable pertenencia a la “ciudad letrada” del continente; empero, la apuesta del libro es explícita en cuanto:

Si la literatura latinoamericana puede desestabilizar, en cuanto literatura latinoamericana, la razón ontologocéntrica, entonces la literatura latinoamericana contribuye a la crítica de la ideología y adquiere un componente propiamente antimistificador que quizá, por otra parte, sea más difícil de constatar en tantos intentos subalternos por formar una identidad oposicional mesmerizada en sus mismas condiciones de constitución por un ontologocentrismo no reconocido como tal, y por lo tanto fácilmente reabsorbible (27).

Esta decisión de “recuperación” de lo literario, replantea la relación entre sujeto e historicidad, criticando no sólo el eurocentrismo evidente que está a la base de esta histórica relación, sino además sus manifestaciones soterradas en los paradigmas liberacionistas y desarrollistas, con los que los sectores más críticos de la intelectualidad regional han pensado la especificidad del continente. De paso, habrá que advertir que Moreiras no se deja seducir por la facilidad de una crítica genérica a lo literario, que reduce toda su potencialidad a la maniobra de una clase dominante y/o  a la inercia institucional que se expresa en la determinación del canon. Desde ya, la literatura es eso, y también un proceso complejo de cuestionamiento y tensionamiento con la institución, una forma histórica de imaginación lingüísticamente articulada.

A la vez, como ya debiera ser notorio, la operación del tercer espacio es desestructuradora del recorte esencialista, precisamente porque fija su atención en cierto remanente textual en el que, sin importar el papel o estatus que tal texto tenga o haya tenido en el siempre modificable canon latinoamericano, tal remanente es, en su condición de resto, inapropiable por las configuraciones identitarias: el tercer espacio lee el borroneo del archivo regional, renunciando a la interpretación representacional de su dictado y al desciframiento epistemológico de su entrelineado, se ancla en lo que tal archivo no mienta, precisamente porque su construcción, en cuanto archivo identitario, lo imposibilita: el tercer espacio es la misma an-economía del archivo, lugar donde este queda desuturado de su política de la verdad.

En tal caso, una lectura desestabilizadora del ideario identitario –de la Nación, del Continente- tiene la importante función de evidenciar que tras el sueño de la auto-identificación diferenciadora de Latinoamérica, se ocultan procesos fácticos y cruentos de mestización y homogeneización, que no alcanzan a ser disfrazados por las ideologías de la transculturación o de la hibridez. Por todo esto, se trata de una propuesta teórica y a la vez política, que entra en relación con la literatura latinoamericana más allá o más acá de su devenir utilitario a la reproducción de saberes académicos metropolitanos, y a la vez, distinguiéndose de lecturas funcionales a la lógica reactiva de la identidad. Su lectura nos obliga a tener que entreverarnos con un resto, una traza o una huella que permanece indómita a la construcción del gran archivo regional, y que posibilita entrar en relación con lo literario, ya no desde jerarquizaciones canónicas, sino que en función de perspectivar un trabajo crítico en el cual lo literario mismo no atestigua como fuente del entendimiento cultural, sino que desborda tal entendimiento cultural, para poner en cuestión los presupuestos onto-teo-lógicos que están a la base de la endémica instrumentalización de la literatura regional. En esta perspectiva, el tercer espacio resulta, en su pura opción problematizante, un pensamiento anticolonizador, en tanto no se concentra en nutrir un menú identitario de resistencia –ontológica- frente al onto-logocentrismo del eurocentrismo, sino que, evidenciando la relación de cuestionamiento que la escritura literaria latinoamericana tiene de suyo con tal ontologocentrismo, propone como posibilidad de trabajo, una razón descolonizadora que haya entrado en relación crítica con dicho suelo de comprensión. Por eso mismo, el tercer espacio es una provincia despoblada que corresponde habitar en una forma alternativa a la urbanización de las regiones de pensamiento que la modernidad occidental se ha dado en los últimos siglos, pues tal urbanización es el goce de la narratividad y el verosímil de una muy particular filosofía de la historia.

A la vez, no se trata solo cuestionar los llamados “saberes metropolitanos”, los genéricos estudios culturales, los paradigmas identitarios, modernizantes, integracionistas, transculturadores o hibridistas; sino que de marcar una diferencia epistemológica y ahí mismo política con la operación onto-teo-teleológica de la historiografía literaria latinoamericana, demostrando que tal práctica historiográfica corona la empresa de apropiación-resistencia que caracteriza la relación colonial de lo latinoamericano, respecto al espacio metropolitano. Si la historiografía literaria quisiese pensar sus propias condiciones de producción, entonces debería ser rigurosa y radical a la hora de confrontarse con sus estrechos criterios de especificidad, con su rechazo-reactivo (y sintomático diría de Man) de la teoría, con su complicidad a la hora de fundamentar el insumo cultural que repasado por la lectura teórico-metropolitana, da como resultado, un mercancía transable en el campo de circulación e intercambio de lo latinoamericano, lo “nuestro”.

Por todo esto, no resulta curioso que el desplazamiento permanente que implica para el pensar la aventura del tercer espacio ponga a la misma sensación epocal de crisis de lo literario en cuestión. Precisamente por que la crisis además de ser una condición permanente en el re-emprendimiento de la práctica literaria misma es, además, noticia de una imposibilidad de soportar proyectos identitarios y reponer en el horizonte esperanzado de la crítica una nueva expresión de subjetividad que permita reemplazar el paradigma agotado de la identidad (nacional o de clase), y en tanto que tal imposibilidad es evidente, entonces lo literario queda en cierta medida liberado del encargo eurocéntrico de dar cuenta de su función en términos que le son impuestos.[6] Por esto, la crisis de lo literario, aparte de ser condición de su propia posibilidad, es una crisis de inadecuación entre lo que dice la dogmática metodología como operación ordenadora e interpretadora, y el pluriverso referencial de las manifestaciones heterotópico-culturales en la región. La crisis es, pues, la inscripción de la caligrafía menor de las escrituras históricas en el plexo mayúsculo de la institución llamada Literatura Regional.

Sí hay tal crisis de la literatura, en cuanto crisis de la producción cultural de elite y en cuanto crisis de la narración histórica de una cierta continuidad del proyecto identitario, entonces, no sólo se abre la posibilidad para comenzar a comprender otras modalidades expresivas subalternas, sino que, a la vez, se hace pertinente una consideración de las consecuencias en la literatura, de tal crisis de lo histórico literario y de lo teórico identitario. Ahí donde la crisis parece estremecer la comodidad del saber crítico, lo que se da como tarea para el pensamiento tiene que ver no tanto con un olvido y cuenta nueva, sino con una pregunta por la escritura literaria como práctica de la différance (para usar este término derridiano tan cercano al libro) en un contexto en que la vieja división del trabajo que le asignaba una determinada función a la literatura en el moderno contrato social, se haya dislocado, sobrepasado por la inédita facticidad de la globalización.

Esto es aún más relevante cuando constatamos que una opción por la oralidad popular, por lo popular sin más, como lo otro de lo literario letrado, no implica, bajo ningún aspecto, estar al margen de los criterios ontologocéntricos con los que opera la máquina interpretativa académica. La simple oposición entre subalternismo identitario y la literatura no puede evitar re-inseminar la misma operación valorativa distintiva de la tradición onto-teológica. De hecho, la comparecencia de las grandes firmas de la literatura latinoamericana, al libro en cuestión, se da no en la plenitud evidente de sus caligrafías mayoritarias, sino en el trazo inasimilable, y por tanto, inagotable de sus trabajos escriturales.

Aún así, el mismo Moreiras se encarga de advertir que el trabajo de tensionamiento y crítica de la tradición eurocéntrica no es privativo ni de los autores comentados en su libro, ni de la literatura como disciplina. En tal caso, Tercer espacio ha abierto una posibilidad de lectura que se presenta como espacialidad intermedia entre metrópolis y periferia, un pensamiento que se dispone en relación con la metafísica occidental, pero que no se consagra en el gesto advenedizo de declarar apresuradamente su condición post-occidental. Se trata de un pensamiento sólo posible, como pura posibilidad, pero nunca como posibilidad pura. En tal falta de pureza, hay toda una política del trabajo crítico, toda una exigencia de habitar lo que para el ontologocentrismo no puede si no ser el desierto de la tercera espacialidad –su aspereza, su ininteligibilidad, su inutilidad, su inenseñabilidad—.

 * * * * *

Se suele decir de los momentos paradigmáticos que siempre emergen fundando un campo problemático, al que luego, en una segunda instancia, limitan bajo un determinado cierre metodológico. Pasó tal cosa con el surgimiento de la sociología en Durkheim, quien necesitó, años después de la publicación de su investigación sobre La división del trabajo social, aventurar un decálogo de Reglas del método sociológico. Pasó algo similar con Freud y sus permanentes refundaciones del Psicoanálisis. Y quizás, algo similar motivó al Foucault de La arqueología del saber; sin embargo, cuando el cierre –o la delimitación- se realiza en una segunda instancia, la posibilidad de la herejía nace junto con –o incluso antes de- la posibilidad del dogma. Otra cosa ocurre con aquellos proyectos que fundamentan un campo de trabajo al que deberían remitirse, en lo posterior, investigaciones sustantivas: el ejemplo más obvio es el Kant de la Crítica de la razón pura, quién limita su investigación al establecimiento de los principios arquitectónicos de la razón pura, a partir de los cuales se espera la fundación de la metafísica como ciencia moderna, sin ser aún esta ciencia moderna.

Quizá un problema similar sea legible en el libro de Alberto Moreiras, pues siendo un libro concentrado en la posibilidad del tercer espacio, nunca llega a una definición trascendental de su ámbito de operación, quedando éste como efecto de lectura, como posibilidad inmanente, más que como recurso a priori de la crítica. Además, el autor no sólo despliega su lectura en relación con el contexto teórico del latinoamericanismo metropolitano, sino que, a partir del capítulo cuarto, tal lectura se materializa en casos de producción literaria latinoamericana –con la feliz excepción de Méndez Ferrín—.

En tal caso, su acercamiento efectivo a Borges pasa por considerar la escritura literaria como escritura del duelo, como escritura que, destrabajando el papel expresivo de la lengua, la aventura a una empresa post-simbólica, donde lo literario aparece como un encuentro, casi permanente con lo Real: “Escritura post-simbólica, escritura de duelo, traducción de epitafios” (75).

Una escritura como la que se nos presenta en la obra de Borges, específicamente en “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, pone atención a la forma en que la escritura misma resulta en un recipiente que contiene una experiencia –siempre post-simbólica- de lo Real. Dicho Real, resistiéndose siempre a la simbolización, no aparece sólo como lo inexpresable en tanto que tal, sino como presentación de lo inexpresable, lo que hace una importante diferencia, pues nos permite ver en la escritura de tal Real su inscripción, pero a la vez, su imposible agotamiento: tal Real se mantiene inmanentemente como pura heterogeneidad. Por ello se ve en tal intento de escritura-inscripción una posibilidad de desplazar la dicotomía duelo / melancolía, precisamente porque el paso de la escritura simbólico-identitaria a la escritura post-simbólica tiene como inexorable consecuencia la imposibilidad de explicitar lo Real. Esto es, una imposibilidad de volver a la misma escritura como testimonio de nuestra identidad. Se trata de un paso que apunta a:

Otra escritura: escritura babélica, idiota, escritura de lo singular que no alcanza a constituirse como idéntico, conmemoración de lo local en resistencia a cualquier hipótesis identitaria, escritura del signo contra el símbolo y, más que apuesta, asentimiento a una forma de comunidad aprincipal, que rehúsa la congregación substantivante en el duelo mismo por el substantivo (84).

Entonces, la perspectiva del tercer espacio se abre a lo que no está plenamente dentro ni fuera de, a lo que se resiste a la simbolización totalitaria y que, como el Real lacaniano, es imposible de  atrapar-agotar, pero cuya presencia aunque como pura irrepresentación (irrupción) sigue manifestándose en la operación borgeana de escritura, como duelo de una pérdida del substantivo, permitiéndonos avanzar más allá de la pregunta por la identidad y de la matriz que la acompaña, más allá entonces del intento nostálgico por recuperar su plenitud, abriéndonos a una zona problemática, esto es, impolítica. En este sentido, esa comunidad fundada en la imposibilidad del nombre, no solo se manifiesta como nomádica con respecto a las nociones identitarias modernas, sino que tensada por la inscripción-des-narrativización de lo Real en la escritura del duelo sin fin, va más allá de la “representación de lo representable” con que el debate estético contemporáneo retoma la cuestión kantiana de lo sublime para pensar el horror del Holocausto. Lo Real no es simbolizable, pero la escritura pensada más allá de la demanda convencional, permite inscribir esta imposibilidad de simbolización, atender a ella, en su irresolución, como marca imborrable de un pensamiento de lo material y de lo histórico que se mueve más allá de la dicotomía convencional del duelo y la melancolía. Post-melancolía, esto es, duelo de duelo, al infinito, sin resolución y sin promesa productiva.

La escritura leída en su condición post-simbólica muestra a la operación de lectura interpretativa, todavía en la dimensión imaginaria –ideológica- en la que el texto comparece como prueba de una problemática –estilo, identidad, historia- que es estrictamente correlativa al marco de comprensión pre-establecido por la operación fundante de la ontoteleología, y que mueve a la tradición a la configuración del canon de lo propio, en su expresión más concreta: la historiografía literaria latinoamericana.

El tercer espacio como lo neutro en Blanchot, como el afuera de Foucault, no es sólo lo irrepresentable sino el límite de la representación, lo que destrabaja a la representación y a su operación fáctica, jurídico-confinatoria, que es tan habitual en la historia completa de Latinoamérica. En este plano, se presenta, tal tercera instancia, como habitar y noticia de una eterna y singular catástrofe de la representación, ni consolada con la oficialidad del duelo, ni aislada en el abandono de la historia que es la muda resistencia melancólica, sino que aquí, presente pero irrepresentable, inscrita en su propio exceso post-simbólico: ruina y arruinamiento del origen y de su voz: la tradición.

El libro, gracias a la instalación de lo post-simbólico, se articula no sólo en lecturas más o menos verosímiles de ciertas obras literarias, sino que avanza presentando una posibilidad del pensamiento, advertida de las discusiones contemporáneas sobre el pensar mismo. En tal registro debería inscribirse la lectura que Alberto Moreiras intenta de Nietzsche, una lectura que arranca de la lectura que Heidegger hizo del pensar “del último metafísico”, pero no para inscribirse en una floja superación, sino para pensar el entre, en este caso, el entre Nietzsche y Heidegger, un entre que contiene una potencialidad problemática central para el tercer espacio relativa a la superación del sujeto en la escritura autográfica del yo como efecto de una tonalidad afectiva. En el mismo plano, aparece la noción de “bloque o zona de formación”, un tipo de formación refractaria a la lectura configuradora de tradición, en la que escrituras como las de Borges o Lezama, avalan la posibilidad de un pensar post-ontológico. De todas maneras, hay que estar advertido de la llamada superación de la metafísica como rama de la misma metafísica, pues eso nos permite comprender el pensamiento post-ontológico no tanto como el pensamiento que viene después de la catástrofe de la metafísica, sino como el pensamiento que se hace posible y que habita dicha catástrofe. Un pensamiento problemático que mediante las figuras de la mímesis y de la alegoría infinita, escapa a la operación dialéctica de la Aufhebung y sus metáforas.

En esta lectura, tanto la filosofía como la literatura quedan evidenciadas en su condición de promesas, pero a la vez, en la imposibilidad de cumplimiento-agotamiento de tal promesa: este infinito diferir de su realización permite entender el silencio de lo literario, no como un no tener que decir, sino como un decir que se sustrae a la escena tradicional de representación: el goce de la narratividad.

Enseñar literatura es enseñar una promesa. Pero la promesa, precisamente, difiere el cumplimiento de lo prometido. Establece ese diferimiento como límite de su propia actividad […] Enseñar una promesa de desaparición en lo figural debe ser también resistir la estructura de la promesa, y así no es ni ofrecer una nueva imagen del hombre ni dedicarse al análisis de los códigos maestros de la cultura occidental” (102).

Ahí mismo, Moreiras lee la diferencia entre finalidad y de finitud, instalando un entre que permite al tercer espacio trabajar, destrabajando, la recepción de Joyce, de Heidegger, de Nietzsche por Heidegger, de la literatura por el pensar, del pensar por el duelo. Del mundo en su caída técnica al fin del tiempo, como tiempo de la técnica: de la espacialidad desmarcada de su función representacional o testificatoria, del tercer espacio. Para tal empresa, el autor establece una diferencia entre unas ciertas inclinaciones a leer el boom desde la “hipostasis identitaria”, que se expresa en “alegorizaciones nacionales” y en las que la escritura literaria asume el papel de “presentación de lo impresentable”; y el post-boom como un tipo de escritura que insiste no en la presentación sino en la imposibilidad de presentación de aquello que fisura la identidad: la huella, el trazo, lo tenue.

El post-boon hace duelo por el fracaso de la concretización estética del modelo capitalista de desarrollo periférico, por su incapacidad de pasar más allá de la reificación de realidades nacionales y continentales en la fetichización estética del campo cultural. De hecho, el post-boom es definible como el momento sublime del boom: el momento en el que el boom debe confrontar su incapacidad para efectuar una presentación adecuada del objeto que había venido prometiendo; una antiestética, paradójicamente, en el sentido que opera una crítica de la estética del boom: una antiestética de, y al final de, la modernidad (111).

Pero, esta hipótesis no se contenta con ofrecernos una nueva explicación de la producción literaria regional, sino que se esboza con la intención de reparar en la imposibilidad de mantener el modelo dicotómico centro / periferia, como eje respecto del cual seguir leyendo la producción cultural, y específicamente literaria, de la región, como pura resistencia a un centro monopólico de la historicidad y de los criterios de tal.[7]

Obviamente entonces, la intención del libro es hacer comparecer esta producción literaria no sólo como una reserva de historicidad dispuesta a la demanda siempre renovada de sentido que nace desde el intento de comprensión metropolitano, de la alteridad, sino, más allá de tal estructura de la reserva y la demanda, se esboza la posibilidad de una problematización de la misma estructura de la demanda: una problematización de la demanda de demanda de sentido, para interrogar en la raíz misma de la operación de escritura, una posibilidad que no se reduzca a tal función:

El espacio literario latinoamericano, en su carácter de entre lugar ni propiamente subalterno o residual ni propiamente metropolitano o hegemónico, conforma el espacio para un regionalismo crítico cuya fuerza de positividad epistémica faltaría entender (119).

Por esto también aparece una primera lectura de Borges hecha desde la pareja de signos eficaces y tenues –en el dictum de Sarduy-, para avanzar más allá de cada una de estas signaciones, instalando la particularidad del post-boom latinoamericano como escritura tenue que podría ser eficaz en hacer el duelo de las pretensiones de la alegoría identitaria clásica, propias del boom.[8] Pero, inmediatamente habría que comprender tal eficacia de duelo, no en la superficie de su entonación epocal y oportunista –transiciones del Cono Sur, por ejemplo- sino como una eficacia que devuelve la escritura del duelo a un espacio intermedio entre el centro sin historicidad y que funciona como pura demanda de sentido, y la periferia como reserva de identidad y como pretensión de ser el centro. Una tercera perspectiva, que evadiendo la metafísica de los reemplazamientos de lugar de historicidad y de demanda de sentido, apunte a la configuración de un pensar radical, es lo que aparece como condición de posibilidad de un regionalismo crítico: un pensamiento del duelo ineficaz, abierto a las condiciones de su historicidad.

Si lo Real es insimbolizable, no reducible en términos de un contenido substantivo –y habría que advertir que cualquier contenido es sólo presupuesto por el deseo-; si la escritura indagada desde  el tercer espacio ya no comparece ni como alegoría ni como eficacia del duelo, ni como reserva de sentido, ni como archivo de identidad, entonces toda escritura inscrita en tal eje de historicidad es inexorablemente una escritura de la pérdida, una escritura que ejerce su papel como duelo permanente por una realidad siempre ya perdida. Así es también como se lee a “Funes el memorioso”, como tensión entre nostalgia y antinostalgia, como escritura que en algunos rasgos hace posible trabajar en el límite mismo de la comprensión metafísica, y por ello, en su catástrofe. Borges daría cuenta de un mundo perdido, y en ese dar cuenta, habría una relación al pensamiento del duelo. Un adiós reflexivo del mundo perdido, de cierta modernidad eurocéntrica, en la que el duelo salva a la escritura, al mismo tiempo que la vuelve escritura del duelo, para dar paso a una superación de la nostalgia, de la valoración, apuntando hacia una reflexividad de la indiferencia. Esta indiferencia, que quizá aún no esté plenamente en Borges, es la que permite pasar del último hombre de la metafísica al “cualquiera”[9] de Agamben, es la que permite comprender el trabajo de escritura como duelo de duelo, es decir, como post-melancolía abierta a una historicidad más allá de su conjugación moderna (por la razón, el sujeto o la ciencia).[10]

Tal paso es, en Funes, evidenciado por el carácter corrosivo de una memoria infinita que en su misma infinitud corroe toda arquitéctonica de representación-ordenación de lo memoriado. Tal corroción hace imposible rearticular un principio de ordenación, dador de sentido, racional, del caos que implica no sólo epistemológicamente sino políticamente “la diversidad de la experiencia sensible”, en la percepción o en la memoria de Funes. Tal imposibilidad, para Moreiras, recuerda a Nietzsche, no sólo en la evidente alusión borgeana a “ese Zaratustra cimarrón y vernáculo”, sino en la crítica nietzscheana a los maestros del orden de la existencia (los sacerdotes de Tübingen) .

Sin principio de razón, lo que se impone es un eterno retorno de lo mismo que trae aparejado, en la lectura de Moreiras, una imposibilidad de apertura inmediata –y esperanzada- a lo nuevo, pues lo que retorna es siempre “un peso más pesado”. Pero ahí mismo, la operación escritural más que tomar una decisión es decidida, y en ello su posibilidad se manifiesta como superación de la nostalgia. Lo Real siempre es lo Real en retirada y la escritura es ya una relación de dolor con tal retirada— un dolor soberano que más que nada se refiere al duelo, que es la posibilidad de escapar a tal dicotomía ontoteológica de resistir la retirada o en la escritura nostálgica –¡memorialista¡- o en el optimismo vacío de afirmación performativa del ser, de la voluntad y la militancia (filosofía del progreso en su entonación diaria).

De tal modo, Funes presentaría una posibilidad de lectura en la que la memoria total aparecería como encriptamiento de la resistencia melancólica al lenguaje. La imposibilidad de un lenguaje de las singularidades infinitas de su memoria, y de su percepción –contradictorias como señala el autor-, desbarata sin embargo, y más allá de tal encriptamiento, la operación nominal de la metafísica, como política del nombre. Para Moreiras esta lectura se hace posible remitiendo una reflexión de Kristeva para quien la metafísica es el duelo consolado en nombre del Ser, pero precisamente hay duelo no por la metafísica, sino antes de, y a pesar de ella. Habría que pensar como la escritura hace un duelo justo ahí donde reina la catástrofe: en la desarticulación radical de la operación del nombre. Duelo que no se reduce a desbaratar el mecanismo metafísico por excelencia: en nombre de; sino que muestra su imposibilidad radical, en la mímesis productiva al infinito: el nominalismo es el “nombre” de la política contra el saber, de la escritura contra la metafísica, pero no para superarla, sino para contaminar la pureza del nombre, con el resto innombrable que sólo habita en una memoria que recuerda el olvido qua olvido del olvido –y aún ahí, modelo de la memoria activa.

Entonces, se hace indispensable la noción de “zona de formación” como espacio tercero y postdicotómico, donde es posible releer a Borges como escritura que es a la vez, interna y deconstructiva de la modernidad eurocéntrica. En efecto, tal posibilidad se juega en un atisbo escritural post-mimético, en el que la mímesis se ha mostrado como suplencia, en varios niveles: 1) el lenguaje como suplemento de lo Real en retirada, 2) la escritura como suplemento de la memoria total, 3) el mismo Borges -en tanto narrador- como suplemento de la realidad inexpresable-irrepresentable de la vida lúcida de Funes. Pero en tanto atisbo, aún vago e incierto.[11]

Si la mímesis es leída como “razón de posibilidad de la existencia segunda” y artificio de “los maestros del propósito de la vida”, entonces su deconstrucción –y en ello la apelación post-heideggeriana al eterno retorno nietzscheano—[12] debe ir más allá que la lectura del duelo como rearticulación del sentido “en nombre” del Ser. Más allá de la relación determinativa de la ontoteología con su resto, más allá de sus dos operaciones típicas: 1. – la resistencia melancólica como un intento por mantenerse fuera de la historia, la que arma un primera operación nostálgica por la totalidad perdida, y 2. – el festejo cuasi-utópico y optimista que implica des-relacionarnos con la pérdida “en nombre de” – y aquí de nuevo la metafísica- un optimismo que vacía el nihilismo activo del si nietzscheano y lo convierte en una determinación del porvenir, como lo que inexorablemente tiene que venir, y donde se arma una segunda operación: el yes de la futurológica performatividad del Ser como duelo oficial en la escena post-dictatorial y globalizada.

En el duelo de duelo se concebiría entonces la auténtica posibilidad de la formación literaria en América Latina de un regionalismo crítico, puesto que en él el ontologocentrismo caduca como suelo del pensar, o llega a su consumación (165).

Así, en la literatura como espacio de imposibilidad de la mímesis restitutiva, la operación de duelo se hace infinita, manifestándose como imposibilidad de fin: duelo de duelo como doblez que desbarata la espacialización del primer duelo en tanto lógica de la circulación mercantil –y de autolegitimación política, sin caer en la espacialidad excedentaria de la resistencia melancólica que es un espacio contemplado como posibilidad de y en el capitalismo tardío. Entre la imposibilidad de la mímesis restitutiva y el detenimiento del duelo –entendido como simple gesto de reapropiación de la pérdida, como trabajo fallido de la pérdida- la literatura como duelo de duelo permanece en un destiempo, en un desajuste de tiempo que permite entrar en una relación postraumática con la historia. Esa es una clave y condición de posibilidad para elaborar la pregunta por la historicidad en toda su política, la que ya no puede ser sostenida con mayúsculas, como una política del Ser, del Sujeto, de la Identidad. Volviendo al Aleph, Moreiras recapitula estableciendo que:

Si la ontoteología es el suelo de la historicidad eurocéntrica, Borges inicia en la tradición latinoamericana moderna la pregunta por el suelo del suelo, y revela así el suelo en su fundamento abismal en lo que constituye una desestabilización de la ontoteología sin precedentes en la tradición cultural de América Latina” (175).

Una vez establecida tal posibilidad, la de una escritura lapsaria, de una mímesis infinita, la de una liberación de la escritura de su inscripción eurocéntrica, el autor avanza hacia una consideración de la repetición improductiva e indiferente en Lezama. La escritura lezamiana muestra en su abundancia barroca una disposición repetitiva, pero esta repetición, que podemos llamar improductiva e indiferente, supone una relación al duelo, afirmativa de una nueva posibilidad en la “expresión americana”. Destaca la apelación a lo indiferente que funciona poniéndose como lo posible en la imposibilidad, estableciendo una relación a sí misma que llamaremos inmanente o soberana (Bataille) por denotar su perspectivación obliterante y desestabilizadora del suelo arquitectónico del ontologocentrismo. Precisamente tal indiferencia no es ni negación ni superación ni quizá, tampoco, destrucción del esquema binario de la valoración, sino simple iluminación de aquella provincia del pensar que Moreiras llama tercer espacio. En cuyo caso esta “nueva expresión americana” nada tiene de expresiva, pues desactiva la economímesis alegórico-identitaria con la que se ha reducido el potencial de lo barroco-lezamiano a una cuestión cultural, identitaria, incluso, geográficamente determinada.

Una vez que se ha producido la imbricación entre proyecto escritural, escritura y biografía, es decir, una vez que se ha perspectivado la atingencia para la crítica literaria y para la historia de las ideas del “género” autográfico (cuestión que atraviesa el libro como espectro nietzscheano), el autor lee la posibilidad de tal tercer espacio mediante el análisis de la ruta biográfico-simbólica de Cemi en “Paradiso”. Esto le permite hacer comparecer a Lezama, en una forma distinta a la de Borges, a aquella “zona de formación” que resulta tan capital al libro entero. Procede de manera similar con Virgilio Piñera con quien trabaja la figura del “limpiarse para” como una preservación a-trascendental, esto es, una escritura del afecto en su dimensión estrictamente política. Lo central de esta política no está en su verosímil referencialidad relativa al proyecto identitario del Boom, o a la escena postrepresentacional del post-Boom, sino en la peculiaridad de una escritura menor que entra en una relación otra con el pensamiento, pensándose en un lugar otro que el mismo canon. La centralidad de este capítulo es que quiere fundamentalmente pensar ese entre o neutro que Moreiras llama tercer espacio, pero en un lugar otro que la escena canónica y sus “zonas de formación”. Una escritura menor que no es reactiva ni originaria, ni voluntariosamente activa y que hace posible, aunque sea en una posibilidad póstuma, pensar una comunidad por venir o negativa. Esta es la clave del “aún no” y sin embargo “siempre-todavía” como relación político-temporal del tercer espacio. Como si Virgilio Piñera nos esperara en un cierto porvenir que está más allá del futuro de la revolución.

En este sentido, pensar a Lezama, a Piñera, a Sarduy, es pensar una delicada relación entre el poema literario y la escritura de la revolución, devenida criterio institucional. En tal caso, la ausencia de contextualización histórico-política en el libro dota de aplicabilidad a la lectura de Piñera, pero le resta politicidad inmediata, quizás porque tal lectura se ejercita en su propia y principal advertencia: un darse a lo literario más allá de lo estético o ideológico, pero precisamente, un más allá indefinible y constitutivo de lo estético y lo ideológico: un más allá “siempre–todavía” político.

En Farabeuf, de Salvador Elizondo, Moreiras trabaja la ekfrasis como mediación de otra mediación que opera dando curso a una indeterminación de la alegoría. La alegoría -sin posibilidad de referencialidad- se vuelve infinita y ello se expresa en una escritura que inscribe lo sádico para inscribirse así misma como práctica que tensiona la función representacional clásica. Una escritura movida ekfrásticamente y que se da como escritura del límite, no puede pasar más allá en cuanto su autocontención es a la vez, su desrreferencialidad, pero, precisamente por ello, juega siempre en el límite. Lo interesante es que mediante esta ekfrasis se indetermina la alegoría, haciendo de la obra de Elizondo una posibilidad inscrita en el boom -releída por Sarduy- y a la vez, en su bajo perfil, una posibilidad de pensar más allá de los recortes sociologistas de tales categorías. Una escritura del tercer espacio no estética ni estilísticamente, sino en su operación de (des) bord(e)amiento  permanente. Literatura y encarnación como más allá de la representación.

Igual cosa ocurre en su lectura de Méndez Ferrín, donde el tercer espacio permite la relación nostálgico-irónica con una razón que se evidencia como double-bind: por un lado, es razón autoconstituyente y fundante de la identidad nacional y, por eso, del nombre, del derecho al nombre propio, pero por otro lado, los finales de los relatos de Méndez Ferrín mandan a la misma operación de cierre más allá de la textualidad, indeterminando la clausura determinativa de la ontoteleología  y poniendo en el horizonte, la incertidumbre de la práctica como política de la invención. Una vez ahí, la misma razón que da curso a la reivindicación nacional e identitaria se muestra como autofundamentación retrospectiva, herida en su diferir y dualizada entre razón de Estado y razón de la tierra: el tercer espacio es la puesta en escena de esta paradoja constitutiva de darse una razón que fundamente la operación desfundadora de la razón de estado como razón opresora, pero ahí donde la misma razón supone una publicidad estatal para su existencia, devuelve todo al comienzo, convirtiendo a la misma paradoja en una clave de nomadía política. Curiosa lectura pues, de manera contra intuitiva, la lectura de Méndez Ferrín elaborada por Moreiras pareciera proponernos una literatura contra el Estado.

En Cortázar, a partir de “apocalipsis de Solentiname” se trabaja el papel de la fotografía y su función hipermediadora, esto es, la imagen –como el espejo en Borges— aparece como mediación multiplicadora de la mediación dando paso a una complejización de la teoría de la traducción que mediante el recurso del “fantasma semiótico” permite trascender el recorte jurídico del testimonialismo y el desfase de clase de la escritura literaria, imponiendo a la “tarea del traductor” un auto-trabajo de escritura atento a la instanciación de la catástrofe como anticipo de una filosofía de la historia sin filosofía, sin historia. Es esta catástrofe que emerge en la imagen, de manera involuntaria, la que nos lleva a pensar la euforia de una época desde el lado moridor de sus víctimas silentes.

Finalmente, en la lectura de Tununa Mercado, Moreiras se aproxima a la noción de teoría delirante, de operación destitucional y de restitución de la posibilidad de futuro que aparecerían en Mercado como un esbozo radical de una escritura autográfica, para ver la tensión doliente entre pasado destituido y futuro a restituir. Ahí lo único posible es el duelo, pero en su dimensión radical, como duelo que ya siempre imposible, no puede dejar de movernos al desasosiego con una forma consolidada del consenso, del presente, y del tiempo.

* * * * *

Las nociones de escritura lapsaria, mímesis infinita, repetición improductiva e infinita, fantasma semiótico, escritura de duelo, duelo de duelo, funcionarían como pivotes de un pensar que comienza a configurarse en relación con la literatura latinoamericana. No habría que entender tales dispositivos conceptuales como herramientas que interrogan al texto desde un exterior que se posiciona como metarrelato organizador de las pertinencias de cada escritura; por el contrario, si seguimos la advertencia del autor, tales nociones resultan como efectos de una interrogación deconstructiva del modelo de interpelación ontologocéntrico. De esto resulta no una arquitéctonica fundacional de un campo acotado y determinado de trabajo crítico, sino una problematización que se quiere a sí misma como alternativa a las prácticas del latinoamericanismo metropolitano: un regionalismo crítico –latinoamericanismo de segundo orden, para usar una expresión similar, dada por el autor-.

Tal posibilidad viene dada por una serie de duelos a los que la escritura se ve enfrentada, duelos por los Real en retirada, por el fracaso de la alegorización, por la pérdida de sustento trascendental, por la violencia histórica y el decurso de la facticidad de la modernización, por la posibilidad, en fin, de entender la escritura latinoamericana, no en el plano de alguna especificidad asignada trascendentalmente, sino por una condición histórica que la orientaría, en tanto escritura latinoamericana, a estar siempre-ya en tensión con el eurocentrismo.

Sin embargo, habría que destacar una última cuestión, nuevamente, referida a lo político: si entendemos que la literatura está pensada en el tercer espacio no desde el modelo de la interpretación sociológica, ni desde la confinación del texto literario al archivo narrativo de la historia cultural de nuestra América, entonces, dicha lectura nos permite replantear la misma relación moderna de literatura y política más allá de sus modulaciones convencionales. Este sería el lugar, por ejemplo, donde Patricio Marchant y Moreiras parecieran coincidir, el lugar de una post-fenomenología, de una operación sígnica post-simbólica abierta a la deconstrucción del logocentrismo literario, todavía estructurado por la dialéctica de la identidad y la diferencia. Pero, también este sería el lugar para pensar la política y la misma literatura más allá de la lógica hegemónica moderna, esto es, más allá de la reducción equivalencial, articulatoria y traductiva del lenguaje en la producción del “sentido” político y/o estético.

Si el tercer espacio se manifiesta como efecto de desestabilización de la ontoteología, entonces es pertinente esperar que dicho efecto repotencie una noción de lo político que no funcione como noumenización de lo Real. Es decir, sería pertinente arriesgar acá una relación política con la historia no mediada ni por la lógica del sentido ni de la realización, más allá de la reivindicación territorial o identitaria, precisamente porque tal relación nos permitiría ir más allá de su esencialización, en perspectiva de una indiferencia postraumática: una política del por venir, an-hegemónica. Esto nos permitiría señalar los siguientes elementos a desarrollar:

1.-Una teoría compleja de la traducción que, desprendida de la relación de lo literario con “la presentación de lo irrepresentable”, funciona como resistencia o residuo incapturable por la lógica equivalencial de la operación hegemónica, en tanto operación de traductibilidad política.

2.- Una politización del Real, que ya no opere marcando en la práctica interpretativa un límite ontológico o un límite trascendente, sino que haciendo “duelo de duelo”, se perspective como un pensar de la pérdida, pero ya no en pérdida, sino qua potencialidad.

3.- Una deconstrucción de la economía política de la circulación e intercambio simbólico identitario, a partir de un agotamiento de la tabla categorial dicotómica que forma la representación cartográfica del centro y la periferia. Tercer espacio como “entre” constitutivo y no como simple margen de las dialécticas entre identidad y diferencia.

4.- Una socavación del suelo metafísico que alimenta tanto la mímesis representacional de la literatura como de la política moderna, para abrirnos a una relación otra con la política y con el texto.

Si es posible alterar, violentar y leer el libro de Alberto Moreiras, de alguna de las formas sugeridas acá, entonces no sería vano, ni nuestro comentario, ni el incómodo gesto que envuelve su extraña política. De esto, poco nos dicen las tímidas resonancias que, en las escenas de recepción esbozadas al principio, se dejan oír. Quizá por que ya no se lee, o peor aún, porque leer ha llegado a ser una práctica de confirmación y promoción universitaria.

2000, Pittsburgh

 

[1] Moreiras, Alberto. Tercer Espacio: Duelo y Literatura en América Latina. Santiago: Arcis-Lom, 1999.

[2] Tener soluciones que ofrecer a determinados problemas que no se ven, que no pueden verse bajo el imperio paradigmático de una mirada oficial de la disciplina, supone siempre una construcción teórica alternativa que repetiría el ciclo de la dialéctica de la mirada. Esto desde Bachelard a Kuhn. Sin embargo, el libro de Alberto Moreiras no ofrece soluciones, sino más bien, se encarga de extremar el impasse en que una cierta mirada ontologocéntrica, hegemónica en el estudio de la literatura latinoamericana, se encuentra, y retomar de su “operación”, precisamente no su resultado, sino su efecto inesperado, su resto. Dice Willy Thayer: “El tercer espacio no es nada sustantivo a lo que uno eche mano como metodología, por ejemplo, o teoría, a la hora de escribir. Es siempre algo a producir, un efecto de escritura.”(60) (“Tercer espacio e ilimitación capitalista”. Revista de Critica Cultural 10, Santiago. 1990. 59-61.). Un efecto, precisamente, indeterminable en su decurso. Asimismo, nuestro trabajo es, en sentido estricto, una presentación; su objetivo es perspectivar el libro en cuestión en las coordenadas del debate teórico y crítico-literario de la academia americana más que producir su verosímil teórico.

[3] Obviamente, el libro está absolutamente advertido del carácter genérico y homogeneizador de la categoría de “latinoamericanismo”, así también del uso genérico de otras categorías que esconden u omiten la serie de estratificaciones y posicionamientos diferenciales que arman el “campo de estudios” aún reconocido bajo este rótulo. En este nivel, la reflexión deberá llegar a una consideración estricta y acotada de la diversidad de aspectos que funcionan tensionando permanentemente el campo de estudio, no sólo aspectos relativos a cuestiones teóricas o epistemológicas en sentido ingenuo, sino referidos principalmente a cuestiones políticas, en términos de posicionamientos institucionales. Ahí mismo, la sentencia: “el latinoamericanismo hecho en Estados Unidos es distinto del hecho desde Latinoamérica”, más que corregir, complementa el ideologema anterior agregando a esta miopía política un resabio esencialista que no permite avanzar más allá de la dialéctica entre propiedad y apropiación, tan característica de la intelligentsia académica criolla a ambos lados del Río Grande.

[4] Se trata de una desviación . Un ejemplo de este tipo de “préstamo conceptual” puede encontrarse en la forma en que Lacan trabaja con nociones caras a la filosofía occidental –sujeto, razón- o a la lingüística –sobre todo la teoría del signo de Saussure-. En tal uso, el psicoanálisis lacaniano refunda el proyecto de Freud, en un campo de problematicidad mayor, repotenciando al mismo análisis como teoría de la subjetividad y de la política. [Ver Jean-Luc Nancy & Philippe Lacoue-Labarthe. The Title of the letter. A Reading of Lacan. New York: State University of New York Press,1992]. En tal caso, el libro de Alberto Moreiras se mueve en un efecto de lectura que a partir de sí mismo, de manera inmanente, rearma escenas de pensamiento y cruces heterotópicos que deberán ser evaluados no tanto en su propiedad disciplinar, sino en su potencial problematizador.

[5] “La Física, en tanto que Física, nunca puede afirmar nada sobre la Física. Todos los enunciados de la Física hablan de un modo físico” (56) (Heidegger, Martin. Ciencia y Meditación. En Conferencias y Artículos. Barcelona:  Ediciones del Serbal, 1994). La reflexión que antecede, le fue impuesta a Heidegger para distinguir el operar de la ciencia, respecto del ámbito de la meditación. Si es posible una distinción entre un saber que no piensa su propia condición y un pensar que no da con su efectividad, entonces el tercer espacio, no se muestra como ciencia, pero tampoco como inefabilidad reflexiva por fuera de la historia. Ahí mismo, el proyecto del libro se enuncia como “alternativa post-ontológica”, sin embargo, el “post” de tal sentencia encierra un delicado problema: si tal post-ontología piensa la superación de la metafísica con el lenguaje producido en su propia tradición, entonces ¿cómo escapar a esta dialéctica infinita?. Pues bien, Alberto Moreiras sabe que su operación de interpretación-crítica no debe estar limitada ni a un desenmascaramiento al estilo de la clásica crítica de las ideologías, ni debe quedar reducida a un puro movimiento negativo interno a la larga tradición metafísica occidental. La forma de salir de tal atolladero está en la perspectiva dialógica del libro, esto es, en su política como una política que tiene que ver con, que entra en diálogo con y que se posiciona no en un exterior inefable, sino al interior del latinoamericanismo metropolitano.

[6] Pero tal imposición no es sólo a nivel de una autocomprensión teórica de la práctica crítica del latinoamericanismo. También deberá considerarse, en su innegable importancia, toda la serie de prácticas de disciplinamiento escritural, de mercado laboral, de desarrollo de proyectos intelectuales, como otras tantas formas, menos evidentes, pero por ello mismo, mucho más determinantes, de la formación histórico-material de un determinado estilo de crítica, de una determinada forma de intelligentsia latinoamericana.

[7] De hecho, la imposibilidad de soportar una cartografía representacional –algo más decisivo y determinante que los mapas cognitivos de Jameson- queda evidenciada en cuanto el tercer espacio no supone una inscripción geográfica privilegiada, sino que trabaja un efecto de pensamiento que, en tanto efecto, no está posibilitado por una relación de intercambio desigual entre centro y periferia: el tercer espacio se desmarca del primer espacio latinoamericano, espacio de la especificidad, de la identidad y del trabajo crítico categorial atravesado por la demanda de sentido; y a la vez, se desmarca del segundo espacio metropolitano, espacio de la demanda de sentido y de la configuración generalista de modelos cartográficos de interpretación.

[8] Siempre será pertinente volver a pensar el papel de la alegoría, de lo que trafica, de lo que “envía” y de las formas de leerla que imperan en determinados modelos hegemónicos. Es pertinente destacar como la literatura decimonónica de América Latina ha sido leída como alegorización en un romance, que es también un romance de constitución nacional. A la vez, es muy pertinente destacar como la literatura del boon ha sido principalmente leída desde la función alegórica de procesos de conformación de identidades transculturadas, adyacentes a procesos desarrollistas y modernizadores. Y así, la literatura postdictatorial, como última estación en el vía crucis de la nación, ha sido leída como alegoría de su propia disolución. Faltaría, por supuesto, pensar la compleja relación entre duelo y alegoría en el tercer espacio.

[9] Whatever (qualunque o quelconque), cualquiera, entendiendo en tal nominación al otro que se mueve, para Agamben, más allá del otro trascendental o del otro inmediato, empírico. Michael Hardt, traductor de Agamben al inglés, advierte que “‘whatever’ refers precisely to that which is neither particular nor general, neither individual nor generic” (107). Agamben, Giorgio. The Coming Community. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1990. Un cualquiera que no repone, en el horizonte de historicidad, la pretensión trascendental de identidad de la ontoteología, pero que, en tanto otro, “asedia”.

[10] Una pensamiento no abocado a la valoración, incluso a la transvaloración, evidenciada como inversión o como último reducto de la voluntad, en la lectura heideggeriana de Nietzsche, sería un pensamiento de la indiferencia, esto es, un pensamiento cuya posibilidad resulta inmanente, no estando referida ni reactiva, ni “activamente” respecto al presente. Pero ahí mismo, no un pensamiento de la enajenación, sino un pensamiento todo él enajenado del encargo de pensar según la valorización cristiana, cuyo suelo es, pues, la valoración metafísica.  En tal posibilidad, la de un pensamiento sin encargo, adviene la posibilidad del pensar, del pensar la gravedad de la época, y a la vez, la de pensar tal gravedad, postraumáticamente, como su condición. Cuestión, esta última, relacionada con la Gelassenheit heideggeriana.

[11] Sobre todo porque la misma noción de mímesis, y todo su desprestigio, ha sido complejizada, mimetizada, críticamente. Ver Philippe Lacoue-Labarthe. Typography. Mimesis, Philosophy, Politics. California: Stanford University Press, Stanford, 1998.

[12] Pero pensar el eterno retorno como retorno de lo más pesado, no es lo mismo, aparentemente, que pensar su repetición, como diferencia, como diferencia sin referencia –en la que el retorno mismo libera del encargo de la identidad, liberando a su vez al pensamiento de “el peso más pesado”-. En tal lugar, la cuestión de la repetición y de la diferencia, desarticula –también de manera postheideggeriana, y volviendo a Nietzsche- la lógica ontologocéntrica de la metafísica de la identidad. (Ver Deleuze, Gilles. Difference & Repetition. New York: Columbia University Press, 1994).

Notas de seminario sobre el pensamiento de Emanuele Coccia (II). Por Gerardo Muñoz

Quiero darle cierta continuidad a la primera sesión del curso con Rodrigo Karmy sobre el pensamiento de Emanuele Coccia. Dada la riqueza de esta segunda sesión, me temo que se me hace imposible hacerme cargo de todos hilos de la conversación, por lo que tan solo quiero fijar algunos de los momentos que a mi me parecen los más estimulantes. Obviamente que yo invitaría a otros participantes a que hagan los suyos. En realidad, si algo meritorio tiene la obra de Coccia es la manera en que deja abiertos estos posibles. En efecto, no es algo que podamos decir de todos los pensadores contemporáneos. De alguna manera decir esto ya nos abre un camino, nos despeja una zona de intercambio. Karmy recordó la importancia del muro en Coccia, donde pareciera jugarse la impronta de la imaginación del poder en toda su fuerza medial. Ya en la primera sesión José Miguel Burgos nos había advertido que Coccia parte de la ausencia de arcanos. Evitar arcanos supone dejar atrás la teología, pero también el ‘contrapoder’, ese artificio mimético tan caro en todas las teorías de la hegemonía.

Pero yo quise insistir que el muro es, además de medio sensible, una frontera. Aparece aquí la cuestión del límite, y por lo tanto, del nomos. Es lo que ha estudiado con un esmero admirable la pensadora Aida Miguéz Barciela en Talar madera: Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo (La Oficina, 2017), un ensayo sobre la separación de la physis en el mundo griego. Pero esa demarcación es el archê de todo nomoi. ¿Es Coccia, entonces, un pensador que buscar devolvernos al problema de la génesis de la civilización? ¿Es posible, en todo caso, dar un paso atrás del archê civilizatorio? Una vez Coccia me dijo que el lugar del filósofo es el afuera absoluto, donde las ciudades, la civilización, y las leyes ya no tienen sentido (ver aquí). Pero una cosa es decir y otra hacer. Si civilización es demarcación y principio de ley de la tierra, entonces, necesitaríamos un paso atrás con respecto a la función nomica de toda apropiación. Desde luego, en sus libros posteriores Coccia se mueve en esta dirección. Es algo sobre lo que volveremos.

Sin embargo, la cuestión es cómo hacerlo, y no simplemente hacer otra cosa. Aquí el “paso atrás” es importante. Gonzalo Díaz Letelier recordó que el Heidegger lector de Hölderlin (lo hemos comentado aquí) advierte que la esencia de la polis no es política. Hay un problema de distancia y irreductibilidad de los entes. Esto ha sido discutido ampliamente por Alberto Moreiras (ver su ensayo “Cercanía contra comunidad”). En este sentido, Coccia no sería un pensador de la política ni de lo impolítico (cuya sombra comunitaria resta en el munus), sino del éxodo. Por eso es necesario – decíamos en el seminario – llevar a un cuestionamiento sistemático el viejo proyecto de una “antropología filosófica”, que depende irremediablemente de un “principio de realidad”. Para Karmy, en efecto, lo que se juega aquí es una “des-antropologizacion de la imaginación”, que vendría a constatar un principio de ‘hiperrealismo’ normativo. ¿Pero no hay aquí una traza de realismo ya caída hacia la técnica consumada de la hipótesis cibernética? Y entonces, si esto es así, ¿acaso tiene sentido que sigamos hablando de “libertad” dentro de una axiomática regulativa de la acción? En cualquier caso, ¿qué es la “libertad”? Yo creo que a estas alturas interesa bastante poco el viejo debate de la “libertad de los modernos y de los antiguos” (Skinner) de un liberalismo que sobrevive hoy con aparatos respiratorios. Hay que buscar otra cosa.

Dice Karmy: “la vida sensible es la libertad”. Un apotegma importante porque pone la libertad bajo la sombra de otra cosa. Nicel Mellado introdujo aquí una inflexión realmente importante: ¿tienen “libertad” las marionetas? Por ejemplo, el teatro, ¿es realmente un espacio de liberación, o una liberación de la libertad? La figura de la marioneta prepara una salida de la acción, puesto que su región no es “subjetiva” ni “voluntarista” ni “télica”. Como sabia Kleist, la marioneta tiene gesto y voz, movimiento y ritmo. Esta configuración desplaza completamente la primacía del “sujeto político” moderno hacia otros posibles usos. Sin embargo, tal y como lo veo, la medialidad no puede ser un proceso simplemente infinito; no puede serlo si no quiere convertirse en un absoluto. (Recuerdo que Blumenberg escribe en alguna parte que el averroísmo fue alto precio que la filosofía medieval tuvo que pagar por no asumir adecuadamente las cesuras del corpus aristotélico; algo que nos sirve para discutir varias cosas). Habría, entonces, una tercera opción (contra el tomismo de la persona y la medialdiad de todo), que tiene que ver con el uso de la razón. Como sabemos, lo que se usa nos organiza de otro modo, y eso nos piensa. Para habilitar el pensamiento, el uso necesita un corte o una separación con los propios medios que nos atraviesan. No estoy seguro si esta operación esta en Coccia, o si, por el contrario, es algo a lo que nos abre su obra.

Creo que vale la pena ‘presionar’ un poco más sobre este límite. ¿Qué es un medio? Y, ¿cómo entro en relación con la medialidad (metaxy) desde la facticidad de la existencia? De la misma manera que si “todo es política” nada es lo es, si dispongo de “toda la medialdiad” entonces no hay medios que preserven la potencia del uso. Y es en el uso donde entro en relación con el mundo y las cosas. Los medios me llevan a las todas las cosas, pero sabemos que lo esencial es atravesar aquellas cosas que tengo como mis verdades.

Surge otra pregunta, y aquí voy cerrando: ¿es lo mismo cosmos y mundo para Coccia? ¿Habrían trade-offs en estos tropoi para tomar distancia de la reducción de la experiencia en el globo, ya siempre trasladado a la disposición y la intercambiabilidad de todas las cosas que están? Somos cosmos, sí, pero también pisamos tierra. Y pisar tierra tiene nos pone ante lo que brilla, ante el “glamur” en el cual las cosas aparecen en el límite de su diferenciación (Heidegger). ¿Glamur contra lujo? Esto abre cancha para seguir conversando. 

 

 

*Imagen: Emanuele Coccia en la Universidad de Princeton, abril de 2016. Foto de mi colección personal.

Una epístola sobre “Snows of Kilimanjaro”. por Gerardo Muñoz

 

 

Querida L,

Me pides mi opinión sobre este cuento de Hemingway. No tengo ninguna pretensión de atravesarlo después de una primera y única lectura; pero diría, desde ya, que es un relato complejo, oscuro, coagulado, e íntimamente atado a la pulsión de muerte en la forma de un delirio conducido por un amor destructivo e imposible. El movimiento de su vórtice va desvelando los fragmentos de una vida inauténtica; una vida que, hasta el final, no está en condiciones de albergar en su interior lo insondable que una experiencia deja en el cuerpo. Cuando digo cuerpo, digo fantasma. En este punto llevo, lentamente, a Hemingway hasta el final, contra sí mismo, y a Harry contra Harry, en un desplazamiento tabular sobre la escritura. El delirio de Harry se debe a que confunde cuerpo con fantasma. Por eso desatiende al menos dos cosas esenciales: por un lado, el paisaje que hacia el final anuncia “otro comienzo”; y por otro, el modo en que lo no-vivido marca la vida de manera decisiva. La vida nunca “es”; al contrario, son los posibles que han podido ser. Esto es lo importante: primero, porque si lo no-vivido es asumido por mi como la potencia de lo que soy en el mundo, entonces no hay una laceración que me lleve a un sacrificio redentor compensatorio. Y, en segundo lugar: solo tomados por el fantasma (¿esa voz irreductible que lo persigue hacia el look out?) podemos dar espacio a una temporalidad no dañada por maquinaciones de la Historia. La desligación frente a lo histórico reanuda el vínculo del encuentro que nos devuelve a un jardín que no conoce ni agresión ni hostis en la especie. Este giro en el pensamiento permite, entonces, una cierta proximidad con lo arruinado y con el objeto perdido que hace posible una “vida verdadera”, locus de todo carácter. Al final, Harry contempla ese segundo momento transfigurado: “…all he could see, as wide as all the world, great, high, and unbelievably white in the sun, was the square top of Kilimanjaro”. Pero Harry se amedrenta ante el claro, desiste en la luz negra de lo corrupto. Y algo más. Se cuenta que el viejo Goethe, cercano a los ochenta, se embarca en un viaje a Frankfurt. En el trayecto contempla un “arcoíris blanco”, en el paisaje, y lo toma como una figura de un extraño recomienzo. La luz refractaria de las “nieves blancas” es la figura apotropaica contra “todo” (a pesar de todo); y el amor, otro nombre para la tonalidad del ser. Mientras duremos, claro.

 

Tuyo,

Gerardo Muñoz

15 de abril de 2020

Pensilvania

*Imagen: Camino hacia Mount Hood, Portland, junio de 2014. De mi colección personal.

TERCER ESPACIO, HISTORICIDAD E INFRAPOLITICA, Miguel Valderrama

El significado alquímico y astrológico de Saturno: el planeta de ...

(Melancolía, Albert Dürer)

Retenido en una confrontación con Jean-François Lyotard, con aquello que en Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina (1999) se presenta como la “alternativa lyotardiana”, Alberto Moreiras busca pensar la historicidad de las “postdictaduras contemporáneas”. Se diría que la misma adjetivación de la condición postdictatorial, así como su diferendo con la lectura lyotardiana de la postmodernidad, no es más que una cifra o abreviatura con la que reconocer las distintas escenas de lectura del tiempo presente, de situarlas a partir de esa inclinación de la mirada a la que fuerza el propio acto de lectura y cierta comprensión de la “época” en tanto modus, en tanto caída o inclinación del tiempo sobre el tiempo. La lectura se presenta así como una declinación particular de la voz latina cadere, como un singular desfallecimiento que afecta el mismo acto de leer, que se inscribe en él como su posibilidad más propia, como la posibilidad de la lectura misma.

Alberto Moreiras lee, escribe leyendo. Lee a Jean-François Lyotard a través de la obra de Jorge Luis Borges[1]. Y en esa lectura identifica bajo los términos de la “alternativa lyotardiana” dos tipos de mimesis, dos operaciones de lectura y escritura que caracterizarían una misma entonación, una misma Stimmung, un mismo estado afectivo que en su común coloración y vibración parecería atravesar cuerpos, lecturas y escrituras. Esta Stimmung, sin embargo, siguiendo la deriva conceptual del vocablo en la historia de la literatura y la filosofía alemana, se asocia menos con la armonía omniabarcante que le atribuyen Goethe o Kant, que con el principio de nostalgia en que se inscribe la historia de la palabra a partir de las reinterpretaciones de Nietzsche y Heidegger[2]. Así descrita, la Stimmung no solo expondría un cierto estado de imposibilidad de la Stimmung, sino que además, en esa misma imposibilidad, en esa misma ausencia de armonía, se reconocería la vocalía y la vocación del tiempo actual.

Sobre la naturaleza presente de la Stimmung, en efecto, sobre su principio de nostalgia, gira la confrontación mimética entre Moreiras y Lyotard, entre Lyotard y Borges. Comercio de nombres que da lugar a una mimesis en sentido estricto, a una escena, a un juego de máscaras, a un principio de identificación. El uno, el dos, el doble, la máscara, se entrelazan con los motivos de la representación, del eterno retorno, de la memoria absoluta y de la aflicción sin fin que atraviesa el antagonismo que abre la alternativa lyotardiana. Se diría que en las opciones que la alternativa ofrece se expone un diferendo que se escenifica en torno a la nostalgia, que encuentra en dicha palabra un timbre, un tono, un ritmo, una atmósfera que la lectura vendría a presentar. Al menos, eso es lo que en un primer momento parece desprenderse de la posición que se le asigna a la Stimmung en el texto, en tanto se la presenta como el lugar mismo de la apertura, el límite a partir del cual la experiencia se abre a una demanda de historicidad como a su acabamiento. Así, bajo la protección del exergo nietzscheano Wie lieblich ist es, dass wir vergessen! [¡Qué agradable es olvidar esto!], el quinto capítulo de Tercer espacio introduce una escena familiar, una escena de confrontación. Escena alegórica, organizada en torno a un matiz de lectura, a una diferencia que observa en el “hecho estético” la raíz de un desacuerdo de orden histórico político. Advirtiendo una cercanía entre la célebre definición de Borges del hecho estético como “inminencia de una revelación, que no llega a producirse”, y la no menos celebre definición kantiana de lo sublime adoptada por Lyotard al momento de caracterizar el arte moderno como aquel arte que consagra su pequeña técnica a presentar qué hay de impresentable, Moreiras introduce un clivaje, una separación, a partir de la cual confrontar dos sublimes, dos experiencias estéticas de la revelación. En otras palabras, ahí donde Lyotard podría reconocer en Borges un ejemplo distinguido del arte moderno, ahí mismo Moreiras reconoce la figura de una extrañeza, de una infamiliaridad que hace de la literatura un lugar excéntrico, el secreto de una invención por venir indiferente a las definiciones modernas o postmodernas del arte. Este frente a frente de Borges con Lyotard, esta especie de careo entre el filósofo y el escritor, no tiene por objeto discernir la verdad de la literatura, reclamar de ella aquello que dé más propio tiene la experiencia de un tiempo. La confrontación que se propone, la escena de familia a que ella da lugar, es una entrelazada con los motivos de lo sublime kantiano y de la Stimmung, en tanto se busca reconocer en esos motivos lo propio de una tonalidad afectiva, aquello que hace de ella no un lugar en el mundo, no un estar en la interioridad del mundo, sino en su límite.

“El hecho estético. Nostalgia y antinostalgia”, es el título menor o hiperónimo que sirve de orla o marco a “Circulus vitiosus deus”, título del capítulo comentado. En tanto tal, podría decirse que en su anterioridad sobrenombra el capítulo, que lo particulariza, presentándose como el espejo donde inscribir lo que se pone en juego en esa escena familiar de confrontación protagonizada por Borges y Lyotard. Pues, en efecto, la cuestión de la Stimmung será aquello que estará en el centro de la discusión de un modo recurrente una vez que la alternativa entre nostalgia y antinostalgia se ha presentado como la fórmula o el cartel con que leer el estado del tiempo, esa precipitación en la que se busca descifrar una cierta condición de la historicidad.

Enfrentado a estos problemas, confrontado con Borges y Lyotard en un movimiento caracterizado tanto por la reunión como por el hendimiento, Moreiras observa que ante la pregunta por qué es lo postmoderno, Lyotard avanza a una definición de la postmoderno constituida a partir de una disyunción o alternativa afectiva. “El arte moderno es, según Lyotard, el que dedica su técnica a ‘presentar el hecho de que lo impresentable existe’. Dentro de esta versión general, Lyotard elige denominar ‘posmoderno’ a aquello que procede a la representación de lo impresentable sin nostalgia. La nostalgia es el énfasis en la incapacidad de la facultad de representación. La escritura posmoderna, partiendo de tal incapacidad, pone el énfasis en ‘el incremento de ser y en la alegría que resultan de la invención’ de nuevas posibilidades expresivas. Lyotard le da a esta distinción un valor afectivo que procede sin duda de cierto Nietzsche, o de cierta interpretación de Nietzsche”[3].

En la tierra del duelo que nombra la intemperie postmoderna, en esa mournesland joyceana que se da cita una y otra vez en el texto, la entrada de Nietzsche en escena es signo de resguardo. Se diría que su referencia es arquitectural, que ella da lugar a un escenario donde representar el acto de esa escena de mimesis o de mímica entre Moreiras y Lyotard, entre Moreiras y sus otros. La ley de la mimesis organiza una economía, una política del intercambio, donde uno es todos los nombres, donde el lector que es Moreiras cruza su mirada en el espejo de esos otros nombres que son Lyotard, Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger y Borges. La declinación que sirve de tilde de la lectura emprendida de lo postmoderno lyotardiano, que lee esta escritura bajo la coloración de la alegría, del júbilo nietzscheano, da lugar a la identificación de un gesto “antinostálgico”, de una “escritura anostálgica” que se presenta como alternativa a la nostalgia de una escritura desdichada que, en principio, encuentra su primera imagen en la lectura de Borges. Leyendo a Borges con Nietzsche, leyendo a Borges con Schopenhauer, leyendo y leyéndose a través de ellos, en el espejo de sus lecturas, Moreiras reconocerá en el lenguaje de Borges, en la Stimmung de su escritura —“palabra de vieja raigambre nietzscheana”[4]—, el sonido, el énfasis, de una “entonación desdichada”[5]. En cierto sentido, remarcará de un modo enfático, “es dable afirmar que Borges sustituye las metáforas narrativas lyotardinas por entonación desdichada en la totalidad de su producción”[6]. La imagen de esta disyunción, sin embargo, se desvanecerá prontamente a medida que la lectura de Borges se vea confrontada con la figura del eterno retorno de Nietzsche. En esa confrontación, en esa otra escena de familia que reúne y separa a Borges de Nietzsche, la alternativa lyotardiana se afantasmará con el tañer de las campanadas del duelo, se coloreará de ceniza al momento de reconocer que esa desdicha de la escritura es la desdicha de la constatación de una pérdida, la afirmación de un duelo.

En efecto, la oposición de la “metanarrativa lyotardiana” a la “entonación desdichada” propia de la producción borgesiana tiene en Moreiras el objetivo de dar cuenta, en el sentido de aufheben, de un movimiento general a partir del cual la escritura de Borges acaba instalándose en un lugar afectivo que no coincide ni con el pesimismo nostálgico de las vanguardias modernas ni con el optimismo antinostálgico de lo postmodeno lyotardiano[7]. Ese otro lugar de la escritura se define como “un tercer espacio, el espacio ilocalizable en el que el afecto de duelo mora cuando las instancias contrapuestas de conmemoración y vencimiento de la memoria se hacen indecidibles en la experiencia”[8]. De ahí que Moreiras no solo termine finalmente por identificar en Borges los rasgos de una escritura que se esfuerza en acoger el pensamiento de la muerte de la metafísica, sino que además reconozca en ella una instancia indecidible de la experiencia que “condena la distinción de Lyotard a la trivialidad académica, al mostrar implícitamente que en la radicalidad consumada de la experiencia poética del don no hay dos, sino una y la misma posibilidad de aceptación, sin modalidades”[9]. Esta afirmación, que convierte la alternativa entrevista en Lyotard en la estaca o la cruz de un campo de duelo, se funda en la certeza de que la escritura de Borges se sitúa “en un lugar afectivo que no coincide ni con el pesimismo nostálgico schopenhauriano ni con el optimismo antinostálgico de lo postmoderno lyotardiano”[10]. Borges piensa y escribe en el límite, sentencia Moreiras, haciendo de su escritura el testimonio de la Stimmung del tiempo presente.

Ahora bien, la acentuación apenas entrevista con que la nostalgia tilda la melancolía en la interpretación de la Stimmung presente, la diferencia de modo o fuerza que da lugar a una cierta Aufhebung borgesiana, gira en torno a un principio de sobredeterminación de la nostalgia, a la posibilidad ciertamente sublime de afirmar diversos modos de presentación nostálgica de que hay lo impresentable. Al momento de pensar el movimiento de una escritura que se presenta como “postmimética”, la figura elegida para elaborar la interrupción de la mimesis no es otra que la de “Funes el memorioso”. Figura ejemplar, si es que hay alguna, a la hora de pensar los problemas que impone un tiempo de memoria y de olvido en esa encrucijada de tiempos que nombra la intersección entre postmodernidad y postdictadura. En efecto, las remisiones a Jorge Luis Borges, y al cuento “Funes el memorioso”, no son ajenas a las discusiones en torno a ese estado de ánimo, a esa Stimmung que se asocia con una experiencia de la temporalidad propia de un tiempo de memoria y olvido. Tiempo insomne, de un olvido imposible, de un imposible duelo, que es registrado por Moreiras a través de la escenificación de Funes en la alternativa lyotardiana. En dicha escenificación el tiempo de Funes es el tiempo del eterno retorno, de la mimesis absoluta. Un tiempo dividido entre la nostalgia de presencia y la vivencia de un presente cegador[11]. Sin duda, la lectura ensayada encripta una lectura de la postmodernidad y de la postdictadura. Una lectura que busca aprehender en la tradición literaria latinoamericana una genealogía crítica alternativa que lleve a los viejos ideologemas de la imitación y de la autenticidad, de la identidad y la diferencia, hacia su replanteamiento radical bajo el signo de una nueva concepción de la historicidad, entendida como práctica de duelo[12]. “Funes el memorioso” organiza el duelo de la mimesis al advertir, justamente, que la existencia en un “presente cegador” no solo no da lugar a una nostalgia absoluta de presencia, sino que además bloquea toda inventio, toda alegría e incremento de ser. “Funes, cogido en y por la experiencia del Retorno, no puede administrar sus énfasis: en él la nostalgia de presencia no actúa, porque vive en un presente cegador; pero Funes tampoco se permite articular su actitud en el alegre y libre sometimiento a su destino, dado que la entrega sin resistencia a la repetición afirmativa lo lleva a la pérdida de toda capacidad de articulación”[13]. En este impasse, que se ofrece como prueba o testimonio de la ineficacia de la alternativa lyotardiana, la nostalgia de presencia se formula como deseo de estabilidad, de descanso, al margen de la serie inacabable de repeticiones extáticas.

Habría que observar, sin embargo, que esta entonación de la Stimmung que sobreimprime en el duelo los caracteres de la nostalgia, haciendo de la nostalgia la disposición afectiva dominante en el trabajo de lo negativo, se afirma en última instancia sobre la negación de la melancolía como afecto o disposición dominante de la Stimmung presente.

Reintroducir la melancolía, y con ella la discusión sobre el lugar que el duelo ocupa en la Stimmung del presente, parece obligar a un cierto retorno, como si la demanda melancólica de un impasse en la consumación tuviera la estructura de la repetición, reintroduciendo una vez más los motivos de la mimesis, de la identificación, de la confrontación y del duelo. El cambio de atmósfera que presupone la disolución de la alternativa lyotardiana en la radicalidad de una experiencia de desposesión luctuosa, aprehendida como duelo y resolución de la mimesis, depende por ello de un cierto retorno, de un retorno textual de Lyotard que bajo la forma de una repetición productiva permita reconducir la oposición lyotardiana entre melancolía y novatio a la disyunción simple entre escrituras nostálgicas o desdichadas y escrituras joviales o antinostálgicas.

En efecto, si bien Moreiras recurre a Lyotard en diversos momentos de su argumentación, ésta recurrencia, empero, reposa sobre la base de la movilización de un mismo pasaje, de una misma cita que se recoge sobre el signo de una definición, de un testimonio que retorna cada vez para autorizar la operación crítica. Se diría que es casi un circulus vitiosus, una especie de corrupción argumentativa, si es que no se advirtiera en esa recurrencia, en ese ejercicio de reiteración de un pasaje considerado canónico en la exposición de un pensamiento, la puesta en acto de una mímica de la lectura, de una mimesis anticipatoria que parecería imitar una presentación sin representación. Conviene, por todo ello, examinar con algún detenimiento la definición que autoriza el movimiento de resolución característico del gesto de Moreiras, su deseo de resolución del duelo. La cita en cuestión está tomada de la traducción inglesa de La condition postmoderne (1979). The Postmodern Condition, como es sabido, es de 1984, e incorpora a modo de apéndice la traslación del artículo de Lyotard “Réponse à la question: Qu’est-ce que le postmoderne?”, publicado originalmente en Critique, en 1982, y recogido unos años más tarde en Le Postmoderne expliqué aux enfants. En cierto sentido, se podría decir que la cita en que se lee la definición discutida por Moreiras es parergonal, al igual que la otra referencia a The Postmodern Condition que se encuentra en el capítulo, y que remite sin advertencia al “Foreword” de Fredric Jameson a la edición en inglés[14]. Es parergonal en el sentido de que en estricto rigor no se comenta La condition postmoderne, sino un apéndice, un agregado a la traducción inglesa que no forma parte de la edición original en francés. En otras palabras, la cita es del “Appendix” del libro, de “Answering the Question: What Is Postmodernism?”. Cita, de algún modo, interna y externa a La condition postmoderne, que la sostiene y enmarca en un comentario que supone cierta continuidad en el pensamiento lyotardiano, que lo inscribe en una modulación nietzscheana de la historia. Siguiendo la lógica del parergon, se diría que el comentario de Moreiras se encuentra atrapado en el borde del texto, que debe su producción a ese borde interno y externo, a ese movimiento parergonal que sostiene la lectura ensayada de la alternativa lyotardiana. Y sin embargo, podría de igual modo argumentarse que teniendo a la vista el momento de escritura de Tercer espacio, habría que advertir que su concepción y la mayor parte de los materiales que contiene fueron redactados entre 1988 y 1993. Tiempo en el cuál Lyotard ya había publicado textos fundamentales al desarrollo de su biografía intelectual: Le Differend (1983), Le Postmoderne expliqué aux enfants (1988), L’inhumain (1988), Heidegger et ‘les juifs’ (1988), Peregrinations (1990), Moralités postmodernes (1993). Textos que expresan una corrección, que señalan una distancia, una aclaración o un desplazamiento respecto de posiciones elaboradas en los escritos de los años setenta. Tomando nota de estos trabajos difícilmente se podría caracterizar a Lyotard como un nietzscheano, como un partidario del “incremento del ser y del júbilo que resultan de la invención de nuevas reglas del juego, sean pictóricas, artísticas, o de cualquier otra clase”[15]. Por otro lado, teniendo aun como referencia la cita reproducida por Moreiras, teniéndola como se dice a la vista, siempre se podría observar en el fragmento aludido una descripción parcial de lo postmoderno que tiene una función preparatoria, una condición suspensiva de la cuestión. Leamos la transcripción del pasaje de Lyotard, en la traducción castellana que de él ofrece Tercer espacio: “Según Lyotard, ‘Si es verdad que la modernidad tiene lugar en la retirada de lo real y según la relación sublime entre lo presentable y lo concebible, es posible, dentro de esta relación, distinguir dos modos… El énfasis puede situarse en la impotencia de la facultad de presentación, en la nostalgia de presencia sentida por el sujeto humano, en la oscura y fútil voluntad que lo habita a pesar de todo. El énfasis puede situarse, por el contrario, en el poder de la facultad para concebir, en su ‘inhumanidad’ por decirlo así… El énfasis puede también situarse en el incremento de ser y el júbilo que resultan de la invención de nuevas reglas del juego, sean pictóricas, artísticas, o de cualquier clase”[16].

La cita está editada, abreviada a partir del recurso a signos de puntuación que la dan a leer a través del espacio suspendido de la narración. Si bien no se utilizan los clásicos corchetes o paréntesis que indican la supresión de una palabra o fragmento en la cita textual, se da por sobreentendido que Moreiras utiliza los puntos suspensivos con el objetivo de acortar la cita para así atender solo a lo que considera medular en ella. Se diría que a través de este recurso gramatical sobreescribe el texto lyotardiano, que lo somete a una economía textual que tiene por objetivo subrayar una operación de lectura. Precisamente la presencia de la palabra “énfasis” en la traducción de Moreiras da cuenta de ese martilleo, de ese ritmo que la cita busca marcar. Y si bien, se podría observar que la palabra “énfasis” en verdad no hace más que traducir la palabra inglesa emphasis utilizada por Régis Durand al momento de traducir la voz francesa accent, también se podría observar en la utilización de este énfasis un recurso retórico que busca destacar de una manera definitiva la oposición detectada en la cita entre dos modos de enfrentar el duelo de la realidad. En otras palabras, las llamadas representaciones realistas solo podrían evocar la realidad en el modo moderno de la nostalgia o en el modo postmoderno del júbilo, es decir, como melancolía o novatio. Moreiras observa que esta distinción no es meramente formal, sino que puede tomarse como preliminar a una disyuntiva teórico-filosófica con consecuencias para la práctica artística y literaria. Tal disyunción estaría asociada con “la cuestión de la metanarrativa, y así con la alternativa nietzscheana entre la postulación de una ‘existencia segunda y diferente’ de carácter teleológico-regulativo y la postulación del puro asentimiento ateleológico”[17]. De acuerdo a ello, el primer énfasis —énfasis de nostalgia de presencia— haría del arte y la literatura una práctica de la negatividad orientada a la producción de sentido. La nostalgia de presencia, si bien no puede presentar sus propios resultados positivos, articula al menos bajo el modo de la alusión el proyecto de una posición privilegiada donde coincidirían racionalidad y creación, y en la que sería posible asentar la relevancia emancipatoria del arte y la literatura. Así, las escrituras nostálgicas de la vanguardia modernista si bien se constituirían dentro de la experiencia de disolución del realismo, y se formularían a partir de esa disolución, tenderían a la supresión de lo sublime en el rescate nostálgico: “desprendida[s] de lo teleológico, reclama[n] lo teleológico y abre[n] en ese reclamo la reivindicación de un sentido de existencia”[18]. El segundo énfasis, en cambio, “énfasis antinostálgico, o mejor, anostálgico”, se organizaría a partir de una exaltación de la novatio, de cierta confianza depositada en la experimentación, en la capacidad creativa de nuevas formas de alusión. Que este segundo énfasis esté también condicionado por la experiencia de lo sublime —inadecuación entre razón y sensibilidad— implica que no hay en él voluntad de liquidación del realismo, sino todo lo contrario: “puro aumento de fuerza, renovación del estímulo creativo en la ruina del que lo precedió”[19]. Siguiendo las observaciones lyotardianas sobre el realismo, Moreiras parecería así subscribir la tesis que afirma que la realidad esta tan desestabilizada que no brinda materia para la experiencia, sino para el sondeo y la experimentación.

Ahora bien, la interpretación que ofrece Moreiras del pasaje citado depende en lo esencial de afirmar que en Lyotard es posible distinguir con claridad entre melancolía y novatio, entre escrituras nostálgicas y escrituras anostálgicas. Esta distinción, sin embargo, no se encuentra claramente expresada en el texto comentado por Moreiras. Es más, su inicial formulación en “Réponse à la question: Qu’est-ce que le postmoderne?”, tiene una función suspensiva, marca u organiza una especie de demora en el argumento cuya tarea no es otra que la de introducir, precisamente, contra las posiciones posmodernas antinostálgicas (posiciones que Lyotard identifica a comienzos de los años ochenta con la transvanguardia, que juega jovialmente a mezclar sobre la tela motivos abstractos y motivos figurativos), una lectura de lo posmoderno marcada por la imposibilidad de duelo, por lo que en otro lugar presentará como “una lucha contra la cicatrización del acontecimiento”[20]. Así, en el texto comentado por Moreiras, se puede ver que Lyotard resuelve tres párrafos más adelante el aplazamiento introducido en el examen de las formas de lidiar con el realismo. Si lo moderno es el modo en que lo impresentable se distingue en la propia escritura, la forma que permite que lo impresentable sea alegado tan solo como contenido ausente, pero cuya presentación continúa ofreciendo al lector o lectora materia de consuelo y placer, entonces lo postmoderno sería aquello que alega lo impresentable en lo moderno y en la presentación misma, aquello que se niega a la consolación de las formas bellas, al consenso de un gusto que permitiría experimentar en común la nostalgia de lo imposible. El mandato que ordena inquirir por presentaciones nuevas, no es un mandato que tenga por finalidad gozar de esas nuevas presentaciones, dando así forma a una nueva comunidad de gusto (a una estética), sino dar testimonio precisamente de la imposibilidad de toda testificación.

De lo expuesto sería erróneo concluir que Moreiras ha leído mal o ha interpretado mal a Lyotard. Resulta más relevante preguntarse por qué razón lo lee de esta forma, por qué tiene la necesidad de Lyotard. La alternativa lyotardiana encripta un antagonismo, una identificación mimética, una mimesis de apropiación, que no puede ser reducida solo a la violencia de un reconocimiento, a la amenaza presunta o real de una rivalidad actual o potencial. La necesidad de separación, de interrupción del círculo de toda posible mimesis identificatoria, tiene menos por objeto un principio de nostalgia que dictaría el tono, el ritmo o la coloración de una Stimmung presente, que la afirmación de la posibilidad de una escritura literaria capaz de poner fin al duelo de la postmodernidad y de la postdictadura. Esta otra escritura no estaría signada por la melancolía del experimentalismo lyotardiano. Por el contrario, en tanto afirmación de la pérdida de la posibilidad de consumar el duelo, esta otra escritura se presentaría como la “más alta alegría”, como la posibilidad misma del pensar literario y su disolución, entendida ésta como práctica de duelo, como una práctica de duelo del duelo. En esta doble banda de duelo, en esta cinta de “doble duelo”, residiría acaso la auténtica posibilidad de la formación literaria en América Latina. Posibilidad que condenaría a la alternativa lyotardiana a la “trivialidad académica”.

Al hacer girar toda la escena sobre la tonalidad de la nostalgia, sobre la pista de un retorno nostálgico de la melancolía que anticipa el trabajo de un duelo suspendido en el tiempo de la postdictadura, Moreiras abre tras la cuestión del retorno la cuestión de la historicidad. O más propiamente, la invagina en un dispositivo común, en el límite interior y exterior que el diferendo sincategoremático del tiempo presente viene a señalar como lo más propio de la Stimmung.

Y es que, sin duda, lo que parece poner en juego la cuestión de la postdictadura no es otra cosa que la cuestión de la temporalidad, el eterno retorno de la historicidad como problemática de duelo, de duelo del duelo. La historia, ya se sabe, se organiza sobre esta doble banda enlutada, se da a leer en sus variantes hermenéuticas, fenomenológicas o críticas como un incesante trabajo de duelo, como una práctica de escritura que es práctica de una palabra tumbal.

Enfrentado a la pregunta por el tiempo de la postdictadura, por aquello que reúne y separa postmodernidad y postdictadura, por aquello que las enfrenta y confronta en una escena de familia, en donde ya no se puede distinguir con claridad lo propio de lo impropio, lo familiar de lo infamiliar, Moreiras vuelve sobre la mimesis al momento de elaborar su lectura del duelo en la postdictadura. En efecto, en “Postdictadura y reforma del pensamiento”[21], un texto seminal al momento de pensar la condición postdictatorial, la mimesis identificatoria no está ausente de la escena. Se diría que se precisa de ella para salir a escena, que se requiere la máscara de un otro para darse al trabajo de la representación. Nietzsche sirve nuevamente de puente en ese abismo que confronta al sujeto consigo mismo, que lo expone a la pregunta de cómo podría haber un fuera de-mí [¿Cómo podría haber un fuera-de-mí? (wie gäbe es ein Ausser-mir?), parece preguntarse entre líneas Moreiras. Esta pregunta se da a leer en el silencio del exergo que sigue a la sentencia nietzscheana con que se abre el capítulo: “Circulus vitiosus Deus”[22]]. Nietzsche, sí, en tanto figura apotropaica que da lugar a una interrupción de la mimesis, que la posibilita en tanto inventio sin duelo. Es cierto que la figura del filósofo alemán ya se encuentra presente en la lectura que Fredric Jameson lleva a cabo de las posiciones de Lyotard en la postmodernidad. Es cierto que también aquí Moreiras se deja llevar por Jameson al momento de pensar la historicidad de lo contemporáneo[23]. Pero, si esa identificación tiene lugar, si Jameson es otro espejo en el cual buscar la mirada, lo es solo en tanto ese encuentro no tiene lugar, no da lugar a reconocimiento alguno. Se diría que la referencia a Jameson cumple una función estrictamente económica. Su presencia, determinante tanto en la lectura de Lyotard, como en el concepto de historicidad con el cual se intenta pensar la condición postdictatorial, sirve de sostén —la palabra es de Patricio Marchant— a un principio económico de lectura que tiene por finalidad última la afirmación de una aceleración, de una muda o mutación asociada tanto al trabajo de duelo como a la operación mimética.

Este principio de lectura es un principio de aceleración que puede ser presentado como un deseo de poner fin al duelo, como un deseo de salir de la condición melancólica que no solo invagina toda distinción entre sujeto y objeto, sino que también la vuelve imposible, descentrándola, tal y como la mirada está descentrada en el espejo barroco que sirve de parergon a esa especie de segunda introducción, o segundo comienzo, que bajo el título de “Exergo: al margen” se presenta como una imagen-texto situada entre la “Introducción” y el primer capítulo de Tercer espacio (que lleva por título justamente “Literatura y sujeto de historicidad”). En este sentido, no es casual que la primera imagen del libro, aquella imagen que sirve de pórtico o de umbral a la literatura, sea una fotografía del autor en brazos de su madre. La fotografía fue tomada en mayo de 1957, comenta Moreiras, y en ella un niño, de solo un año, busca cruzar su mirada con la mirada de la mujer joven que lo sostiene en brazos frente a un espejo decó, que, como todo lo barroco, representa un sol cuyos rayos son el marco[24]. Al mirar la fotografía, el hombre de cuarenta años piensa en el niño y piensa en la madre, piensa en el tiempo perdido y en el tiempo que resta. En ese espacio imaginal se expone una economía del tiempo que es a la vez una economía de la muerte. Pensada desde el punctum no reconocido de la fotografía, desde un punctum que se introduce “partido” o dividido en la figura del puncti, se diría que el comentario de la imagen se organiza sobre un cierto desplazamiento de la herida del tiempo que la fotografía enseña, que de algún modo la mimetología de la imagen busca negar y afirmar a la vez la naturaleza “indialéctica” de la fotografía. Comentando la imagen, Moreiras observa: “Roland Barthes escribió del punctum fotográfico como la instancia que revela la fotografía como desolado lugar de pérdida y duelo. En esta foto, sin embargo, no hay punctum sino puncti: las dos localizaciones precarias de las miradas que, cruzándose, no se encuentran. Y entre ellas, el tercer espacio, el espacio inmaterial de un desvanecimiento, de una línea de fuga. Quizás hay punctum, pero simplemente está desenfocado, partido, y esa falta de foco, esa ausencia de coincidencia o identidad, que en otras circunstancias podría haber liquidado la consistencia estética de la foto y haber hecho de ella una foto fallida, es en estas circunstancias el lugar de su absoluta pertinencia, el lugar de su verdad, entendida como la lección para el futuro que la foto entrega”[25].

La fotografía existe sin cultura, observa Barthes, cuando es dolorosa, nada en ella podrá transformar el dolor del duelo. No hay catarsis en la fotografía. No hay dialéctica en ella, si por dialéctica se identifica un pensamiento que domina lo corruptible y convierte la negación de la muerte en poder de trabajo. La fotografía es indialéctica[26]. Es justamente la naturaleza enlutada de la fotografía la que ha hecho de ella un arte mimado en la escena de la postmodernidad y la postdictadura. Aquello que se mima en la fotografía es esa suspensión dialéctica, o mejor aún es la afirmación en la imagen de una temporalidad no dialectizable, no sometida a ese trabajo de lo negativo que se identifica con el duelo y con la historia. Si la interrupción del relato histórico da lugar a la aparición de las imágenes, si tras la catástrofe de la historia se libera finalmente una imagen enlutada, una imagen que en lo negativo resiste el trabajo de lo negativo, es a condición de pensar otro concepto de historicidad, un concepto de historicidad que en el duelo de la historia de lugar a otro duelo, a un duelo que no se organice ya como fin del duelo, como duelo del duelo.

Atrapado en ese “cruce de miradas que no se cruzan”, retenido en la contemplación de esa imagen materna que el espejo barroco parece devolverle, Moreiras se esfuerza por encontrar una línea de fuga de la imagen y de la historicidad puesta en juego en la fotografía. Esa línea de fuga es siempre la posibilidad de un futuro, la afirmación de otra historicidad organizada a partir de una aceleración, de una salida del orden de la representación. “Tercer espacio”, “afuera salvaje” y, más recientemente, “hibridismo salvaje”[27], o aún “pensamiento salvaje”[28], son algunos de los nombres que tentativamente ha ofrecido para pensar un más allá del duelo en la tierra del duelo. En esos nombres, a través de ellos, se exhibe una noción de historicidad que no solo sofoca o suprime la desaparición de la que toda imagen da testimonio como una herida, sino que además elabora una determinada comprensión de la temporalidad como pasaje de duelo, como estación vestibular duelo.

La imago materna sirve así de sostén, de aferramiento, a una noción de historicidad como duelo del duelo cumplido. Se diría, aún más, que esta escena de inscripción autobiográfica señala una ruina, una cripta, que tilda o acentúa toda la cuestión nietzscheana del  wie gäbe es ein Ausser-mir? La problemática volverá en el capítulo octavo bajo el enlace de figurabilidad y reflexividad, el cual se presentará arruinado, desestabilizado por la introducción de la “inscripción autográfica” como “inscripción autoheterográfica”. Esta doble inscripción asegura el pasaje hacia cierto afuera, a una posición en exergo, al margen, “radicalmente impropia”[29]. Moreiras es explícito en afirmar este desplazamiento, así como es explícito al momento de remitir el capítulo de la autografía al “Exergo: Al margen”, introducido a modo de parergon del libro. En sus palabras: “‘Al margen’ aludía a mi propia inversión en la escritura de este libro. A la vez, sin embargo, tanto ‘Al margen’ como este capítulo desarrollan la postulación teórica de una necesidad de inversión heterográfica en toda escritura”[30]. Esta necesidad de inversión heterográfica se define o precisa unas líneas más adelante como el proyecto de Tercer espacio. El concepto de heterografía, o de inversión autoheterográfica, se propone así como central a una empresa que busque llevar adelante “una desestabilización ontológica susceptible de originar un movimiento crítico con respecto de la modernidad eurocéntrica en su dimensión global o planetaria en la era del capitalismo tardío”. Las razones de este movimiento crítico de desestabilización ontológica Moreiras las presenta condensadas en tres afirmaciones que buscan precisar o delimitar el “concepto de heterografía, o de inversión autoheterográfica”, pero que en su misma tematización parecen exponer la cripta de un pensamiento de la historicidad. Así, la inversión autoheterográfica estaría determinada por tres acciones o movimientos: a) la implicación de unicidad o singularidad enunciativa; b) la propuesta de apertura radical a la doble afirmación de destino histórico desde lo que hay, que es lo que retorna siempre y c) la fundamentación abismal del pensar de duelo como modo de, desde la pérdida, liquidar la pérdida[31].

Se diría que estas tres acciones nos reenvían al espejo en el cual un niño y una madre cruzan miradas que no se cruzan, se diría que estas tres acciones de dislocación de sí precisan de un doble movimiento, de una doble inversión, en que se ejecuta un doble duelo de la madre. Un cuerpo a cuerpo con la madre, donde la dialéctica de aferramiento y desaferramiento da lugar a un pensamiento de la historicidad, o en todo caso lo presupone como posibilidad, como posibilidad histórica. La madre dona el abandono, lo da como don de la historicidad. Esta separación, sin embargo, precisa pensar la historicidad como duelo, como liquidación de la pérdida, desde la pérdida.

“Entrar en el futuro”, presentar la propia escritura “como escritura de futuro”[32], demanda así un pensamiento de la historia y de la historicidad que se aparte del duelo y de la melancolía. “Ni duelo ni melancolía”, escribirá dos años más tarde Moreiras en su postfacio al volumen colectivo Pensar en/la postdictadura[33]. A partir de una lectura de El maestro de esgrima (1988), de Arturo Pérez Reverte, el sintagma “ni duelo ni melancolía” da lugar a una noción de la historicidad constituida mediante un pensamiento de la pérdida de la pérdida. Moreiras advierte en el argumento de la novela la alegoría de una doble pérdida y la posibilidad de su cancelación. Alegoría que sosteniéndose en la anfibología de la palabra duelo reenvía la problemática de la pérdida y de la melancolía a una escena originaria dónde el duelo es ante todo combate, enfrentamiento, lucha. En esta escena de duelo, en este campo de duelo, un sujeto masculino ve rechazada y confirmada su posición subjetiva en una práctica de duelo que es ante todo duelo de sí mismo. Por intermediación de la figura de la mujer, donde la mujer cumple el rol de mediador evanescente del deseo masculino, la posición del sujeto es reafirmada en una escena de desafío y muerte donde la pérdida de la mujer, del deseo de la mujer, no viene sino a sostener la figura maestra del sujeto. Esta confirmación no se da, sin embargo, sin la propia pérdida del sujeto, quién para sostenerse en la maestría de su posición, debe ser capaz de llevar dicha posición a la “pérdida de ser, al abandono de su posición de sujeto”[34].

El abandono del espejo materno, la afirmación del sintagma “ni duelo ni melancolía”, y el propio deseo de la escritura como “escritura de futuro”, no debe ser aprehendido, sin embargo, como una vuelta a la ley del padre, en tanto condición necesaria de una práctica de duelo, de liquidación de la pérdida desde la pérdida. No al menos en un primer momento. No al menos si se ha de seguir las huellas que las nociones de historia e  historicidad dejan en la andadura del trabajo de Moreiras.

Si este trabajo se ha identificado en el último tiempo con el proyecto de la infrapolítica, si la propia posición de Moreiras en ese proyecto es una posición axial, es porque en su trabajo es posible reconocer una elaboración sostenida de posiciones que, de un modo u otro, ya se encuentran presentes en Tercer espacio. Esta es al menos la hipótesis de lectura aquí ensayada. Según ella, la discusión sobre la existencia de trayectorias divergentes en el pensamiento de Moreiras, trayectorias capaces de identificar y reconocer, por ejemplo, fracturas, giros o desplazamientos que den lugar a un primer y un segundo Moreiras —a un Moreiras político o infrapolítico que siempre cabría diferenciar acaso de un Moreiras latinoamericanista o subalternista—, debe ser aplazada en vistas a examinar con detenimiento aquellos elementos de continuidad presentes en el pensamiento moreirasiano. Si la infrapolítica puede ser definida como “la diferencia absoluta entre vida y política”, “entre ser y pensar”[35], si es dable considerar la infrapolítica a partir del sublime de esta definición, es porque la discusión sobre lo sublime y la historia está de algún modo anticipada en libros como Tercer espacio (1999), The Exhaustion of Difference (2001), Línea de sombra (2006) o Marranismo e inscripción (2016). Esta discusión se organiza a partir de una retórica de la pérdida de la pérdida, del abandono y de la separación. Retórica que a su vez se apoya en la unicidad y singularidad de sus enunciados, en una necesidad obsesiva de contar las pérdidas, de contar con la pérdida, así como en una idea de futuro concebida a partir de “una posibilidad abierta por la historia misma”[36]. Este trabajo de duelo, de un duelo que se vive bajo la ley del sintagma ni duelo ni melancolía, es también una vigilia, un wake, un despertar: “Querer despertar, exponerse al traumatismo del despertar, abandonar la metaforización onírica, desmetaforizar el sueño de la razón, no en nombre de ninguna imposible lengua plena o literal, sino más bien en nombre de un futuro y de la preparación de un futuro que no conocemos pero que tendría que desactivar o que funcionar desde la desactivación de toda metáfora viva (¿y no es eso, ya, lo que está pasando?) —ese podría ser el proyecto de una nueva historicidad”[37].

[1] Alberto Moreiras, “Circulus vitiosus deus: El agotamiento teórico de la ontoteología en Borges”, Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, Santiago de Chile, Lom ediciones/Universidad Arcis, 1999, pp. 125-158.

[2] Sobre la historia de vocablo, David Wellbery, “Stimmung”, New Formations, vol. 93, London, 2018, pp. 6-45.

[3] Alberto Moreiras, “Circulus vitiosus deus: El agotamiento teórico de la ontoteología en Borges”, Tercer espacio, op. cit., p. 126. Cursivas en el original.

[4] Ibíd., p. 128.

[5] Ibíd., p. 128.

[6] Ibíd., p. 129. He editado parcialmente la cita.

[7] Ibíd., p. 130.

[8] Ibíd., p. 130.

[9] Ibíd., p. 148.

[10] Ibíd., p. 130.

[11] Ibíd., p 147.

[12] Ibíd., p. 175 [“Lugares privados en ‘El Aleph’”]. Cito libremente.

[13] Ibíd., p. 147.

[14] Ibíd., p. 127.

[15] Ibíd., p. 145.

[16] Ibíd., pp. 144-145. La cita está tomada de Jean-François Lyotard, “Appendix: Answering the Question: What Is Postmodernism?”, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge, trad. Geoffrey Bennington y Brian Massumi, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1984, pp. 79-80 [la traducción del apéndice es de Régis Duran].

[17] Ibíd., p. 145.

[18] Ibíd., p. 145.

[19] Ibíd., p. 145.

[20] Jean-François Lyotard, “Glose sur la résistance”, Le Postmoderne expliqué aux enfants. Correspondance 1982-1985, Paris, Galilée, 1988, pp. 129-143 [p. 135].

[21] Alberto Moreiras, “Postdictadura y reforma del pensamiento”, Revista de Crítica Cultural, núm. 7, Santiago de Chile, 1993, pp. 26-35.

[22] La sentencia presupone la pregunta de Zaratustra, la presupone como aquello que no debe ser olvidado, pero que se olvida en la Stimmung, en la entonación, en el acento o el ritmo de las palabras y sonidos. ¡Qué agradable es olvidar esto!, exclama Zaratustra. ¡Qué agradable sería olvidar el abismo de la separación, esa imposibilidad de identificarse con otro fuera-de-mí! La mimesis se desplaza a una escena interior, a una mímica que anticipa la ruina de un soliloquio, de una ventriloquia de lectura y escritura. Sobre esta ventriloquia se organiza un duelo, un duelo del sentido que es duelo de mimesis, movimiento de salida de sí, de interrupción de la escena en donde se escenifica ese trabajo de escritura que es ya siempre trabajo de duelo del sentido. El exergo del capítulo está tomado del siguiente pasaje de Nietzsche: “Für mich – wie gäbe es ein Ausser-mir? Es giebt kein Aussen! Aber das vergessen wir bei allen Tönen; wie lieblich ist es, dass wir vergessen!”. Véase, Friedrich Nietzsche, Also sprach Zarathustra, Berlin, Deutscher Taschenbuch Verlag, 1999, p. 272, § 20. [“Para mí – ¿cómo podría haber un fuera-de-mí? ¡No existe ningún fuera! Mas esto lo olvidamos tan pronto como vibran los sonidos; ¡qué agradable es olvidar esto!”. Cf. Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, traducción Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2001, p. 304].

[23] Fredric Jameson, “Foreword”, Jean-François Lyotard, The Postmodern Condition, op. cit., pp. vii-xxiii [especialmente pp. xii-xiv].

[24] Alberto Moreiras, “Exergo: al margen”, Tercer espacio, op. cit., p. 33.

[25] Ibíd., p. 34.

[26] Roland Barthes, Le chambre claire. Note sur la photographic, Paris, Seuil, 1980, p. 127.

[27] Alberto Moreiras, “Hybridity and Double Consciousness”, Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies, Durham, Duke University Press, 2001, pp. 264-300 [pp. 289-297].

[28] Alberto Moreiras, “Infrapolítica –el proyecto”, Papel Máquina, núm. 10, Santiago de Chile, 2016, pp. 53-64.

[29] Alberto Moreiras, “Autografía: pensador firmado (Nietzsche y Derrida), Tercer espacio, op. cit., p. 239.

[30] Ibíd.,pp. 239-240.

[31] Ibíd., p. 240.

[32] Ibíd., p. 396 [cap. catorce: “La traza teórica en Tununa Mercado”].

[33] Alberto Moreiras, “El otro duelo: a punta desnuda”, Nelly Richard y Alberto Moreiras (eds.), Pensar en/la postdictadura, Santiago de Chile, Cuarto propio, 2001, pp. 315-329. [p. 318].

[34] Ibíd., p. 329.

[35] Alberto Moreiras, “Impolítica e infrapolítica”, Infrapolítica. La diferencia absoluta (entre vida y política) de la que ningún experto puede hablar, Santiago de Chile, Palinodia, 2019, pp. 13-76 [p. 16].

[36] Alberto Moreiras, “Derrida infrapolítico”, Pablo Lazo Briones (coordinador), Jacques Derrida: ética y política, Ciudad de México, Universidad Iberoamericana, 2017, pp. 91-115 [p. 94].

[37] Alberto Moreiras, “El segundo giro de la deconstrucción”, Marranismo e inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada, Salamanca, Escolar y mayo, 2016, pp. 117-135 [p. 133].

Notas de seminario sobre el pensamiento de Emanuele Coccia (I). Por Gerardo Muñoz

 

Gracias a la generosidad del profesor y pensador político Rodrigo Karmy, hemos estado hoy participando del seminario en torno al pensamiento de Emanuele Coccia con los estudiantes de la UMCE. Lo cierto es que el hecho de que cursos de este tipo puedan seguir siendo posibles – y más en estos tiempos que corren – es algo que nos nutre. Desde hace años que venimos conversando, pensando, y escribiendo junto a Rodrigo sobre el paradigma imaginal de Coccia, de modo que esta es una magnifica oportunidad para saldar algunas cuentas y lanzar otras hipótesis relativas a su proyecto. En realidad, no interesa Coccia como nuevo “dispositivo crítico”, sino justamente como oportunidad de hacer éxodo de esta máquina. En esto el mismo Coccia ha estado de acuerdo, como lo evidencia una conversación que tuve la oportunidad de tener con él hace algunos años (puede leerse aquí). Quiero organizar estas notas de la primera sesión para darle alguna continuación a las conversaciones.

En los últimos días le había dicho a Rodrigo que la actualidad de Coccia regresa en tiempos del confinamiento de manera mordaz; pues es como si hubiéramos devenido plantas. La existencia interior ahora se reduce a la contemplación, abierta a la exterioridad atmosférica del hogar y por momentos del mundo. Que el coronavirus se propague a través de la respiración añade otra mistérica correspondencia a este registro. El pensamiento de Coccia es siempre extático con respecto al mundo, y su medio es la imaginación. Todo esto lo informa sus investigaciones tempranas sobre Averroes y el averroísmo, algo que posteriormente lo ha llevado a postular una cosmología de la ‘mixtura de las formas’ que rompe contra el equilibrio hilemórfico de la materia y del antropocentrismo. Esta fue una tesis fuerte de Rodrigo, a la cual yo solo agregué una coletilla de sus derivas económicas: si el “equilibrio” ha sido el presupuesto de las teorías del orden, digamos de Santo Tomás al “Scottish Enlightenment” del comercio, entonces lo que está en juego es justamente la posibilidad de repensar los propios principios de esa oscura teología que llamamos “economía” y que hoy gobierna cada cosa y cada ente en el planeta. Coccia no tiene que generar una “crítica de la economía política”, sino tan solo aplazar la equivalencia hilemórfica en todas sus derivas del “viviente”.

Hay algo más. Rodrigo en un momento subrayó que la imaginación más que “individualizar” supone un proceso de “individuación”. En esta irreductibilidad absoluta entre los cuerpos, el pueblo es lo que falta o lo que es un mero aparecer. La apariencia no tiene cortes. Por eso desde Coccia no se puede ser populista, ni puede haber ninguna “hegemonía” capaz de organizar una máquina de aglutinación de diferencias, ya caídas al régimen de la persona y la demanda. Y es que el pueblo (de haberlo) en el registro de Coccia es siempre informe y extraterritorial, en lugar de sustancia telúrica. Me pregunté aquí cómo entender las oscilaciones entre cosmos y mundo en el sistema Coccia. A mi en particular solo me interesa el cosmos como regreso al mundo y apertura a la cuaternidad (el paisaje). ¿Pero es lo mismo que diría Coccia? El cosmos abierto es también concepción de legitimización de toda antropología política, como queda constatado en la revolución copernicana que teoriza Hans Blumenberg. Es algo que me gustaría dejar abierto.

El pasaje de Coccia a la moral en la ciudad es importante. El bien en las cosas es una teorización que trastoca los lugares comunes de la teoría critica y del espectáculo, de la gloria y la liturgia, de la crítica de la metrópoli y de marxismo vulgar del fetichismo de la mercancía. Pero yo tengo mis problemas con todo esto. Y aquí solo puedo agradecer a algunas conversaciones muy importantes en estos años con los pensadores François Loiret, Ángel Octavio Álvarez Solís, Mårten Björk, y José Miguel Burgos Mazas. Valdría la pena enumerarlas:

  • El paso al espacio “intramuros” de la metrópoli indica una sustitución de las “cosas” por “objetos”. Al final, ¿no es la metrópoli el reino de la objetualidad? Y un objeto no es una cosa. Una cosa se le encuentra, el objeto nos estremece solo desde la domesticación (Camatte). La objetualidad – si bien medial, dada a la metaxy –siempre requiere una dimensión teatral, como supo ver Fried.
  • Por eso a Coccia en realidad no le interesan las “cosas”, sino su dimensión iconológica. Ante la crítica de la objetualdiad, él respondería con el “ícono”. Un ícono es el vacío del poder, pero también es el “ex-“ de todas las formas. Y, sin embargo, ¿no es la iconología un paradigma de la economía teológica? No me interesa llevar a cabo ninguna “operación de deconstrucción de la teología”, sino más bien preguntar por el estatuto de la iconología de Coccia en el paso de la cosa al objeto.
  • En tercer lugar, ¿qué es una metrópolis? Obviamente que hay un sentido banal en que es una forma opuesta a su afuera, al campo, al mundo rural. Pero es más que eso: la metrópoli es el diseño espacial de la reducción del mundo a la equivalencia en función destructiva de todo habitar. ¿Realmente estamos en condiciones de pensar una forma de metrópolis que deje atrás la equivalencia y la fuerza de la hipótesis cibernética (control de flujos, exposición de cada ente, destrucción del paisaje, etc.)? En nuestro tiempo no hace falta evitar arcanos, o no solamente; es importante reparar en el hecho de que el poder mismo es ya anárquico: controlar flujos, producir variaciones, coordinar infraestructuras, desarrollar semióticas y discursos de la subjetivación. Una conversación con Coccia sobre esto pudiera ser productiva.
  • Finalmente, si la metrópolis es reducción (de las formas vidas con las cosas), el lujo de las apariencias es su compensación necesaria para la existencia. Así es que leo su ensayo El museo transitorio (2018). Aquí se juega la cuestión antropológica del lujo. Quizás la pregunta no es tanto por la “universalidad del acceso al lujo”, sino más bien, sobre si ese dispositivo de producción de lujo metropolitano, al final, está o no en condiciones de producir una nueva aristocracia. Pero es cierto que tal vez Coccia diría que ya no hace falta producir élite política alguna, y que, como dice en la conversación, el pensamiento es irreductible a la política, y por lo tanto, ya siempre infrapolítico. Sin lugar a duda, esta es una cuestión irresuelta en Coccia, a la que habría que preguntarle si en sus últimos trabajos (La vida de las plantas o Metamorfosis) es un gesto por abandonar esta cuestión, y hacer éxodo radical de la metrópoli, buscando morada allí donde el cuerpo (para decirlo con José Miguel Burgos) ya no brilla. Pero el lujo entroniza con la exigencia corpórea; no así la cosmología cuyo medio atmosférico habilita la physis de la mezcolanza de las formas.

Al final de esta primera sesión, la estudiante Nicel Mellado dejó caer una pregunta importante: ¿Dónde queda la traza de experiencia en Coccia? Lo que yo traduciría así: ¿hay posibilidad experiencial en la metrópoli y en las capacidades icónicas del lujo? ¿No es lo primero lo que hay que transfigurar para llegar a algún tipo de experiencia para así encontrar las cosas “ya fuera de toda civilización”?  Foelicitas speculativa.

 

*imagen: Emanuele Coccia tapándose del sol, abril de 2016, Princeton. Foto de mi colección.