Comentario a la segunda sesión de “¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” en diálogo con Álvarez Solís, Björk, y Karmy en el 17/Instituto. por Gerardo Muñoz

La segunda sesión de la serie ¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” trajo excelentes intervenciones de Mårten Björk, Ángel O. Álvarez Solís, y Rodrigo Karmy. No necesito resumir aquí los argumentos expuestos que pueden leerse en el cuaderno de la Editorial 17. Lo que me gustaría hacer, en cambio, es diagramar lo que considero que fueron los tres acuerdos transversales desde los tres estilos. Estos tres acuerdos me parecen que fueron algo así como la fuerza diagonal de la sesión, y de momento creo que solo falta hilarlo con lo discutido en la primera sesión de Moreiras y Alemán. Sin más dejo los tres acuerdos y termino con un breve decálogo de las tesis que me parecieron las más fecundas para un futuro desarrollo.

i) Ya no estamos en una época organizada desde un principio hegemónico. Esta tesis creo que atravesó las tres ponencias desde diferentes ángulos: para Rodrigo Karmy se trata de la crisis de la forma entre exterioridad e interioridad que la nueva técnica cibernética produce en sus operaciones capilares de administración en tanto que nueva fase de control. Para Mårten Bjork, el fin de la hegemonía coincide con la crisis del motor de la “producción” de la civilización occidental tal y como la hemos conocido a lo largo de la modernidad política y la “historia de la lucha obrera”. Finalmente, para Álvarez Solís, el fin de la hegemonía signa la imposibilidad de un principio de conducción en la polis, que ahora es incapaz de responder de la stasis del mundo. Como me gustaría señalar en mi intervención de próximo lunes, lo que falta aquí es lo que “viene después”. Pero no en un sentido temporal. Pero si el fin de la hegemonía como “principio presencial” está en ruina, entonces debemos pasar a una impronta posthegemónica que asuma la crisis de los principios y de lo que Alemán llamó en la primera sesión el “fin de las demandas”.

ii) La crítica de la economía política es insuficiente, necesitamos una destitución de la metrópoli. En esta tesis creo que se produce un paso importante de las posturas convencionales de la izquierda contemporánea; una izquierda que sigue subscribiendo el produccionismo propio de la economía política y de las “formas”. En realidad, como dijo una vez Lytoard, lo importante no es hacer una “crítica” de la economía política, sino pensar como salir de ella. Como subrayó Bjork, la hegemonía del siglo veinte siempre estuvo atada a un mecanismo de identificación del proletariado con la producción. Si esto fue asi, ¿qué sentido tiene seguir hablando de un horizonte hegemónico o de una ‘crítica de la acumulación’? Esto paraliza. ¿Por qué, entonces, la metrópoli? No se trata de una mera polémica entre la corte y la aldea, o entre el “campo y la ciudad”, como lo ha traducido cierto zapatismo comunitario; la crítica de la metrópoli tiene que venir acompañada de una destitución de los aparatos. En realidad, la metrópoli es la topología cibernética de la reducción del mundo. Pero como subrayó Álvarez Solís, este problema es el dilema mismo de la filosofía, puesto que ningún pensador jamás ha sido amigo de la ciudad. El polemos siempre ha consistido en una verdad contra la ciudad. Rodrigo Karmy se ha referido a la destitución de la metrópoli como un problema que debe atender a los “marcadores rítmicos”. Al final, el nuevo ciclo de revueltas experienciales (no revueltas de la multitud y de la ocupación, esto es, de las revueltas télicas) es que ponen la medialidad de las imágenes antes que el cálculo de los fines. Esto ya prepara otra ciudad, o bien, lo que yo referí como una kallipolis, puesto que la belleza es una fuerza más destructiva (archi-destructiva) que los fuegos callejeros contra la “moral de los bienes”. El lugar de los poetas ahora indica una enmienda al platonismo.

iii) La existencia es más fuerte que el sujeto. Abandonar el sujeto es dejar atrás una de las falsas puertas de escape del humanismo metafísico. Ya sea la proliferación de la imaginación (Karmy), la liberación de las apariencias hacia su afuera (Álvarez Solís), o la vida de las entidades no-existentes (Björk), en las tres intervenciones vimos un claro esfuerzo por ir más allá del embudo del sujeto, lo cual implica abrir una plano de transformación del orden mismo de lo político. O tal vez ir más alla del límite de lo político, y pensar otra cosa que política. A ese umbral le podemos llamar infrapolítica o una política poética. En la conversación echamos de menos una tematización directa sobre qué implicaría esto, sobre todo a partir de algo que Karmy enfatizó: “La revuelta es siempre, en cada caso, una revuelta en el pensamiento”. ¿Es esto algo asimilable a lo que Heidegger llamaba un giro en el pensamiento, o lo que Dionys Mascolo llamó una vez un “comunismo del pensamiento”? Aquí se juega la pregunta por el “afuera” que, desde luego, no puede ser reducida a las determinaciones espaciotemporales. Tal vez todo esto se conecta con la región “existencial” a la que aludía Moreiras en la primera sesión.

Estos tres nervios me parece que explicitan las apuestas de la conversación, así como el trabajo futuro de la reflexión existencial. Obviamente que lo que interesa no es generar un nuevo consenso, lo cual supondría caer una vez más en el cierre hegemónico, sino abrir a formas nuevas de pensamiento desde sus respectivos estilos. En este sentido las siguientes tesis me parecieron las más productivas en cuanto a un desarrollo mucho más pormenorizado que el que tuvo en la sesión:

  1. El fin de la hegemonía no solo significa que ya no podemos ordenar el mundo en un principio de legitimidad (un “fantasma hegemónico”, diría Schürmann), sino que también implica ir más allá del régimen de “supervivencia” del vitalismo contemporáneo, como el que representa la “this life” de Martin Hagglünd.
  2. La cuestión del ‘afuera’ reaparece como vórtice o “punto omega” contra la tecnificación metropolitana. Es lo que el filósofo argentino Fabián Ludueña llama el “eón de lo póstumo” de lo no-numérico. Si queremos pensar contra el laboratorio Silicon Valley, tenemos que pensar el fin del número y de la probabilidad como nueva ciencia del gobierno.
  3. Junto a la “soledad: común” necesitamos el suplemento de la “felicidad: común” (Álvarez Solís); una felicidad que ya no es felix culpa como mal menor, sino un orden de lo bello y nuevo encantamiento. Tal vez sólo desde ahí podríamos hablar de una ciudad transfigurada.
  4. El regreso de la teología indica una turbulencia para el pensamiento. Ya no interesa la tan predecible estrategia de la “deconstrucción del cristianismo” que no lleva a ningún lado, sino extraer las consecuencias de una teología que pone en jaque el régimen de la reducción de la existencia en la “mera vida”.
  5. Necesitamos pensar la amistad por fuera de una “política de la amistad”. Y necesariamente contra la crisis de la democracia liberal.

 

Cuaderno de apuntes sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Séptima Parte. Por Gerardo Muñoz

La pregunta por el estilo no se limita a una práctica de escritura. Es por esto que decíamos antes que su naturaleza es siempre experiencial, en la medida en que es un sobrevenido en la vida más allá de la vida, o de la vida fuera de la vida como lo ha elaborado el filósofo Mårten Björk. Esa es la marca de la verdadera vida que irrumpe en la historia de los “argumentos”. Ferlosio tematiza las consecuencias decisivas de su ars stilus en el decisivo “Carácter y Destino”, un texto relativamente breve, trabajado en varias partes de su obra, y finalmente recogido como apéndice de God & Gun (2008). Como lo mencionábamos anteriormente, el punto de partida es una escena experiencial con su hija en el Retiro donde ambos encuentran un retablo de guiñol. Así lo describe Ferlosio:

“Hemos llegado con la obra ya empezado  o avanzada , y ella [la hija] se está riendo con cada paso – o frase – como una unidad que se bastase  sí mismo sin un contexto de sentido del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Lo que no echaba de menos era justamente esa estructura de concatenación y consecuencia….un fin que los adultos llamamos un argumento. Por eso no comparará para ella ninguna deficiencia o insuficiencia, sino, por el contrario, una autosuficiencia de la significación, del puro decir en sí, emancipado de cualquier impresión en un campo de sentido” (p.632).

Este teatro de marionetas le revela a Ferlosio una instancia del sin porqué: un tiempo sin causas (dia tade) y sin las secuencias y justificaciones que demanda la Historia. ¿Qué tiene lugar realmente en ese momento? Pues un vínculo con la esencia de lo real más allá de las formas sin “sacrificar la particularidad y la contingencia, que es literalmente que dejarla vacía de vivientes” (p.634). En esa devolución de la contingencia fuera del tiempo del humano, donde encontraremos la posibilidad del ethos (ya volveremos sobre esto luego). Otra vez Ferlosio:

“Esa mañana se me reveló que la pura manifestación era una función independiente, autónoma, autosuficiente de la lengua, y que, en aquella pieza de reír, el argumento no era más que un soporte prextextual destinado a dar pie para los personajes se manifestarán” (p.636).

¿Qué significa manifestarse? Obviamente que la manifestación no tiene que ver con una actuación impostada en la persona, una especie de máscara que encubriría la verdadera esencia del sujeto. La manifestación de los personajes es la liberación del estilo de su carácter; el brillo más intimo de su constancia en la plenitud de su gestualidad y sus movimientos. En el momento de la manifestación se explicita lo invariante del carácter. Por eso dice Ferlosio: “La manifestación del carácter en su plenitud, que es igual que decir “en su gratuidad” es privilegio emite de la comedia…la proyección de intenciones, los trabajos racionalmente dirigidos al logro de los fines lo que constituye un “argumento” en el sentido fuerte, y no pertecer por lo tanto al orden carácter, sino al orden del destino” (p.638). El verdadero carácter, por lo tanto, no tiene destino. O sí lo tiene, pero ese destino siempre ya ha acontecido, puesto que nunca ha podido acontecer. Carácter: la zona de lo invivido en la vida.

Hay una vacilación en Ferlosio entre “comedia” y “drama”, entre humor y tragedia. En efecto, Ferlosio distingue correctamente entre ambos polos. El primero es la manifestación, mientras que el segundo se encuentra ligado al dominio de la proyección de destino. Como ha visto Giorgio Agamben en su libro Pulcinella, ovvero divertimento per li regazzi (2016), mientras que en la tragedia los actos son decisivos (una Tragedia sin acción es imposible, según Aristóteles); la comida depone constantemente la acción en función del carácter, ya que el carácter “remite a una misma experiencia que siempre puede volverse a vivir, mas nunca ser vivida. Etimológicamente ethos (carácter) y ethōs (forma de vida) es una y la misma palabra que quieren decir “individualidad” (seità). La individualidad siempre se expresa en un carácter o en un hábito. En cada caso, se trata de la imposibilidad de vivirla” (p.110). El secreto del carácter (como en el guiñol para Ferlosio o como para Pulcinella de la Comedia del Arte napolitana) es que no hay secreto, sino solo éxodo de los principios burocráticos que rigen la vida “en un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio” (p.639).

La comedia es así la forma en que el carácter entra en contacto con su estilo, mas no con sus acciones. No podríamos pensar una versión más opuesta a la filosofía de la historia y sus dramas esotéricos que dotan un sentido pleno a la forma de la salvación cristiana. Esto explica porqué Carl Schmitt contempló con tanto detenimiento el elemento trágico en la historia de la salvación desde el mito de Hamlet. Los errores, las vacilaciones, el aturdimiento de un monarca caído en la ilegitimidad aparecen redimidos desde el drama de la filosofía de la salvación cristiana y desde el dispositivo del pecado original.

En realidad, ese nivel de abstracción de la filosofía de la salvación cristiana no le interesa a Ferlosio. Aquí se juega una via de salida: ubi fracassorium, ibi fuggitorium (donde hay una catástrofe, hay un derrotero de fuga). ¿Cuál es la catástrofe? Ferlosio lo resume citando un importante momento de Filosofía de la Historia de Hegel y que es importante reproducir en su totalidad:

“Precisamente en Hegel nos hemos de apoyar para poner un ejemplo inmediatamente accesible a cualquier experiencia que ilustra la oposición entre el orden del carácter y el orden del destino. En uno de los pasajes mass celebres y que mass han preocupado a toda suerte de lectores de la Filosofia de la Historia dice Hegel así: “También al contemplar la Historia se puede tomar la felicidad como punto de visto; pero la Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices en ella son páginas en blanco. Cierto que en la Historia universal se da también la satisfacción, pero esta no es lo qu se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la Historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la Historia universal, que han perseguid o esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad”. (p.641).

Como vemos, una vez que se ha renunciado a la felicidad también se ha renunciado al carácter, y, por lo tanto, a la vida verdadera que nos consagra el estilo. Por esta razón es que la felicidad se reemplaza por la “satisfacción” (satisfacción es acción + efectividad) en tanto que forma finalista por la cual el goce se transfiere como búsqueda de lo necesario y lo inmediato en nuestra época expresionista. Y es que la satisfacción no solo es lo inmediato y la realización y la proyección de una acción, sino también lo que cuenta como narrable y contable. En cambio, la felicidad, como dice Ferlosio unas páginas después, “carece de cualquier posible contenido histórico, porque, literalmente, no tiene nada que contar. Salvo que hoy parece que el estigma de lo historico ha penetrado tan profundamente el mundo de la vida que se ha apoderado de casi todas las cosas y hechos de los hombres” (p.645). En realidad, no vivimos en el fin de la Historia, sino en la espuma infinita de su acumulación sin trascendencia y sin transmisión de una tradición que esté en condiciones de liberar los gestos que potencien la felicidad.

No es que un momento de felicidad no pueda ser narrado, sino que la felicidad como momento epifánico y milagroso prescinde de todo relato. ¿Cuándo fue la última vez que has estado feliz o que has experimentado la felicidad? En nuestra época esta pregunta se vuelve esquizofrénica, o abiertamente cínica; siempre vinculada al aparato de la satisfacción. Yo recuerdo un momento específico: era niño, debí tener unos 5 o 6 años, y mi padre me había enviado el primer Nintendo, aunque no le había dicho cual videojuego quería. Finalmente un día llegó y ese dia vi, junto al aparato, uno de los juegos más conocidos (creo que se llamaba Contra) de esos años. (Jugar videojuegos o ajedrez, paradójicamente,  no deja experiencia: es la experiencia). La felicidad fue indescriptible porque se trataba de un encuentro con lo inesperable.

El juego como relación de carácter con el tiempo en el tiempo, con el lenguaje en el lenguaje, con las imaginación desde las formas, no es algo que pueda ser fácilmente narrado. En efecto, la narración es siempre secundaria. Tal vez esta sea la diferencia más importante: mientras que la satisfacción tiene lugar gracias a una estructura clara de narración y causalidad, la felicidad puede ser narrada a posteriori a cambio de que pierda la efervescencia de su aparición. Por eso es que la felicidad no puede ser un destino de lo humano, sino siempre instancia de carácter; forma del cómo que vincula al singular con el tiempo, con el mundo, con las cosas.

Pero, ¿le podemos llamar a esto “libertad”? ¿Es la felicidad el momento supremo de la libertad? Como es sabido, uno de los Founding Fathers del constitucionalismo norteamericano, Thomas Jefferson, se permitió hablar del “pursuit of happiness” como finalidad de la existencia ciudadana en la nueva república. Pero lo cierto es que Jefferson, aunque entendía la felicidad como el propósito de la vida, jamás ofreció una definición de la felicidad. La felicidad no puede ser la promesa realizada por la política (este es el error del Tomismo), sino el sobrevenido en el carácter de una vida. Sin embargo, podemos intuir que para Jefferson la felicidad – la “Gran Felicidad en Democracia” – era del orden de los fines, y por lo tanto, el argumento caía en el plano de lo individual.

En el “Query XIV”, comentando la educación de una nueva ciudadanía ilustrada, Jefferson escribe que estos saberes humanísticos (la Historia, las lenguas clásicas, el derecho): “may teach them how to work out their greatest happiness, by shewing them that it dies not depend on the condition of life in which chance has placed them, but is always a result of good health, occupation, and freedom in all just pursuits” (p.389).

Esto contrasta con la felicidad que le sobreviene al brillo de carácter, ya que esta no puede ser buscada, y jamás puede ser entendida como un “pursuit”. El misterio de una “libertad” ya siempre decida para el sujeto moral de la democracia solo tiene lugar como administración distributiva que, a su vez, encubre la existencia. De ahí que la felicidad no pueda ser búsqueda, como tampoco scopo de lo político. Aquí Ferlosio es iluminador: “cuando el argumento se rompe sobreviene la felicidad” (p.651). A la luz de Jefferson, podemos decir que este es el momento en que el misterio de la libertad es depuesto a la zona de nuestro estilo.

 

Sexta entrega

Quinta entrega

Cuarta entrega

Tercera entrega

Segunda Entrada

Primera entrega

 

Cuaderno de apuntes sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Sexta Parte. Por Gerardo Muñoz

En un número de la revista Archipiélago en 1998, Sánchez Ferlosio escribió un texto autográfico titulado “La forja de un plumífero”. Este ensayo de vejez nos pone delante de su ars stilus. Es un texto particularmente importante por dos razones: en primer lugar, porque muestra cómo en el cosmos de Ferlosio no hay programa ni constricción estética cerrada. En segundo lugar, este texto nos ayuda a tematizar una región infrapolítica, ya no como mero registro negativo o pasión de escritura, sino como otra cosa. A esta otra cosa quisiera llamarle voluntad de estilo. En su temprano El alma y las formas (1911), Georg Lukacs preguntaba: “¿No es el estilo lo que concierna a la totalidad de la vida del escritor?” En efecto, el estilo es siempre la disonancia que destapa los accidentes previos a la conversión de las formas. Por eso en aquel ensayo, Lukacs distinguió entre el poeta y el platonista, esto es, entre la cesura de la errancia y la Idea, entre la voz y la prosa. Las declinaciones tratadas por Ferlosio sintonizan con las intuiciones del pensador húngaro.

Una primera impresión: “La forja del plumífero” recoge una serie de epifanías experienciales. La epifanía de un diálogo con el padre falangista; la epifanía de encerrar en un cuarto para estudiar Teoría del lenguaje de Karl Bühler a base de tinta y anfetaminas; la epifanía sobre el destino mientras andaba con su hija por el Retiro. Toda la reflexión sobre la existencia – y específicamente sobre la existencia de la escritura – depende de estos momentos experienciales. No hay otros fundamentos. Esto es lo que siempre acompaña a Ferlosio: contra el mundo de la Abstracción (y de la Alta Alegoría), una mirada discreta sobre los fenómenos. Y contra la translucidez del concepto, la capacidad reflexiva de la hipotaxis. O bien, contra la gramática, el brillo de un estilo que le devuelve a la vida la dimensión de sus accidentes.

Ferlosio carece de un fetichismo por la escritura: la gramática es índice de una pulsión de muerte que suprime el accidente des-subjetivizante de la ilegibilidad: “….el resto del tiempo seguía escribiendo como un loco, aunque la caligrafía empieza a írseme yendo de las manos, disparándose hasta desconocerse casi por completo” (p.565). Como ya en la antigüedad había visto Aristóteles, la inserción de la gramma en el lenguaje supone la domesticación de lo decible en la lengua, ya que desde ahí origina el orden entre los hombres y las cosas, y entre el lenguaje y el mundo. Por eso es que la “Historia” es el relato de un sacrificio que intenta generar “una gramática” (p.567). La vida incorporada a la letra ya no puede ser vivida. Ferlosio recuerda que el propio Stalin quiso construir una “gramática de clase”, algo completamente consistente con la teoría del comunismo real como teoría de la lingúistificación de lo Social (Groys).

La gramática evaporiza al lenguaje en la medida en que lo vuelve refractario de un sistema de esquematismos, de representaciones, de mentalidades, de proyecciones, de intenciones, de equivalencias, de metáforas…pudiéramos seguir. En un momento importante del “plumífero”, escribe Ferlosio glosando a Dostoievski:

El alma es muda, y lo que se pretende que dice de sí misma ya no es anímico, sino mental” representaciones, interpretaciones o versiones hechas con palabras – y con los tópicos verbales disponibles en la lengua común – que, sin duda, pueden mediar y reactuar las afecciones puramente anímicas, pero no son esas mismas afecciones (p.569).

La gramma silencia la voz en su potencia indecible. La gramática destruye ese espacio de lo incorruptible en lo Humano. En realidad, la historia del liberalismo también puede ser entendida como el intento por asegurar un “derecho narrativo” contra lo que hubiese sido el “derecho de las almas” (tomo prestada la expresion de mi amigo Ángel Octavio Álvarez Solís). El alma informe es la sombra que se acecha a la Modernidad en su caída a la técnica. Por derecho narrativo, Ferlosio entiende “convenciones además de ser ideológicas ya en cuanto formas o más bien formulas en sí, se han convertido también en eficaz instrumento pedagógico, potenciador de ideologías” (p.571).

El derecho a la narrativa es la antesala al mandato una vez que te has aceptado la demanda de la subjetividad, tal y como ocurre en el “Informe para una academia” de Kafka. Una vez que contamos la vida, nos ponemos una máscara para tapar el brillo que que emana del estilo de la existencia.  En el temprano ensayo “Crítica de la violencia (1921), Benjamin habló, en efecto, de “una violencia que no atenta contra el alma de los seres vivientes”. Ferlosio: atravesar el armazón de la gramática para llegar al estilo de las almas.

Solo una vida que cuide de los “derechos de las almas” puede ser entendida más allá de la biopolítica y del derecho, de la administración de los entes y del gramma. La ratio imperii en la imaginación de Ferlosio es el nombre por el cual se obstruye una relación apropiativa y des-apropiativa con el alma (singularidad). ¿Cómo ha sido taponeado? Ferlosio ofrece una hipótesis, que según él es su gran descubrimiento ligado a la historia de la lengua castellana; la misma lengua en la cual Ferlosio quiere dejar una huella. Vale citarle de manera extensa:

“Cuando dejé toda lectura de obras literarias y empecé a dedicar mis ocios a la historia y a los documentos del ayer…creí poder sacar la conclusiones que el enorme desarrollo de la hipotaxis en el castellano se fue formando especialmente a partir del lenguaje administrativo y sobre todo el de la administración de las Indias, que acabó coronando en lo que yo llamo “la gran prosa barroca”. […] El pensamiento barroco – decía Antonio Machado – pintura virutas de fuego / hincha  y complica el decoro / sin embargo…oh sin embargo! / siempre hay un ascua de veras / en su encendido de teatro, donde se evidencie que estaba pensando en el barroco literario o artístico; pero si vamos a buscarlo en la documentación administrativa de las relaciones, alegatos, etcétera, siempre obligado por la escrupulosa precisión de su funcionalidad en los complejos asuntos administrativos con sus intersecciones e interferencias simultaneas entre lo factico, lo técnico, lo económico, lo jurídico, y lo político, toda esa aparente gratuidad declamatoria que se le atribuye se verá justificada, en máxima medida, por la exigencia de rigor en sus necesidades funcionales” (p.572-73).

Habría que resaltar al menos tres aspectos de esta hipótesis. En primer lugar, que lo que Ferlosio llama “prosa barroca” es un dispositivo desde el cual fluyen en todas las operaciones efectivas sobre la realidad. La gramática es el mecanismo que logra cartografiar el mundo desde una legibilidad funcional y finalista. En segundo lugar, lo barroco emerge como una teoría flexible de la letra, y no como un concepto límite de época. En  efecto, lo barroco es el vínculo expresivo entre los bienes del mundo y las relaciones entre los hombres. En tercer lugar, algo que Ferlosio no llega a tematizar: ¿qué significa que un lenguaje tenga un origen administrativo? Obviamente, para Ferlosio ‘origen’ no es un punto arcaico en el pasado, sino un vórtice que no cesa de aparecer en su surgimiento, al decir de Franz Overbeck. Esto es consistente con la misión velada de Ferlosio: atravesar el castellano desde el castellano; contraponer un estilo a la administración de la prosa barroca contra la dominación hegemónica de la historia hispana.

¿A dónde llegamos? Al estilo. Pero la noción de estilo nunca puede ser administrativa ni política, sino existencial. El estilo es lo que dibuja y concede “manera” al carácter. No hay carácter sin maneras e inclinaciones. Este es el “asunto principal” en Ferlosio: la relación entre carácter y destino mediante el estilo. En realidad, este es su end game. Dice Ferlosio en el momento epifanico de su hija: “Por eso la primera referencia en que se plasmo para mí la dualidad de destino y carácter fue la de “personajes de existencia” y “personajes de manifestación”; estos segundos eran inmóviles, constante, no tenían acontecer, y ella logró alcanzarlos, aceptarlo y celebrar en su ahora, por que ella no veía razón alguna para que tuviere que haber un “argumento” (p.572).

Cada instante era la emanación de una necesidad sin porqué que “expresa toda la esencia del hombre, íntegramente y sin residuo – donde todo deviene simbólico, y donde todo, como en la música, sólo significa lo que es” (p.39). Así escribía Lukacs en otro momento de El alma y las formas (1911). Aunque, ¿no es el mundo de las marionetas un actuar que desactiva toda noción de destino como intromisión de lo trágico sobre aquello que no ha tenido lugar en la prosa de la vida? Dicho de otra manera, ¿puede lo trágico interrumpir la administración de la Gran Prosa Barroca, o es más bien su astucia final? El postrado ejercicio de estilo en Ferlosio es uno de los mayores esfuerzos por atravesar las ruinas de nuestra des-civilización en el lenguaje más allá de la lenguaje; desde la vida más allá de la vida; y en el carácter en cuanto informe de lo no-vivido. Como dice Giorgio Agamben sobre Hölderlin y Walser en Autorretrato en el estudio (2017):

“La torre en la casa del carpintero en Tubiga y el pequeño cuarto en la clínica de Herisau: he aquí dos lugares sobre los que no se debe dejar de meditar. Lo que se realizó entre esas dos paredes – el rechazo de la razón por parte de dos poetas sin par – es la más fuerte objeción a nuestra civilización. Y, una vez más, en palabras de Simone Weil: sólo quien ha aceptado el estado más extremo de la degradación social puede decir la verdad…En nuestra sociedad, todo lo que se permite que sucede es poco interesante, y una autentica autobiografía debería ocuparse más bien de los hechos no acontecidos” (p.114).

La existencia del plumífero también habita en ese retiro. Ahí donde brilla la ex-centricidad de un estilo.

Potencia y deconstrucción. (Gerardo Muñoz)

Attell Agamben 2014Sobre Kevin Attell. Giorgio Agamben, beyond the threshold of deconstruction. New York: Fordham, 2014.

Kevin Attell, quien es también traductor al inglés de varios libros de Giorgio Agamben (The Open 2004, State of Exception 2005, The Signature of all things 2010), ha realizado un gran esfuerzo en su reciente Giorgio Agamben: Beyond the Threshold of Deconstruction (Fordham, 2014) por pensar la obra del italiano a la mano de la llamada “deconstrucción”. De hecho, en las primeras páginas del libro Attell lanza una premisa que articula y organiza el argumento: a saber, que desde su comienzo en la década del sesenta, Agamben no ha hecho otra cosa que medirse en relación con el trabajo de Derrida [1]. Esto pudiera ser más o menos obvio para los trabajan con la obra del italiano, aunque menos obvia es la forma en que Attell desplegará un vínculo – casi pudiéramos llamarlo un “dossier esotérico”, que atraviesa toda la obra filosófica antes y después de Homo Sacer – y muy sensible al desarrollo analítico de la deconstrucción, en donde está en juego no solo la disputa por el nombre de “Heidegger”, sino también una querella por terrenos comunes como la semiología, el judaísmo, o el marxismo.

Pero Attell no se detiene en un movimiento unilateral, sino que lo combina con la operación en reverso, mostrando cómo una vez que la obra de Agamben va generando una relevancia central en su intervención, Derrida va tomando en cuenta preguntas en torno a la biopolitica, la animalidad, o la soberanía como se hace manifiesto en los últimos seminarios sobre la bestia o la pena de muerte. De ahí que donde mayor “efectividad” concentra el plan analítico de Attell, es también el lugar donde encontramos su límite. En la medida en que el pensamiento de Agamben queda atravesado por una “polémica esotérica” con la deconstrucción, esta operación se ve obligada a reducir la analítica a una continua oposición de ambos lados; un pliegue dual de tópicos y conceptos fundamentales del pensamiento de Agamben que quizás no encuentran ensalzarse con “efectividad” en la querella de la deconstrucción (es así que Attell descuida por completo Il regno e la gloria, así como la pregunta por el método tan central en Agamben desde la publicación de Estancias).

Pero sobre estos límites y otros, volveremos hacia la última parte de nuestro comentario. Basta con decir, de entrada, que el libro de Attell, muy a diferencia de otras introducciones tales como Giorgio Agamben: A Critical Introduction (de la Durantaye, 2009), o Agamben and politics: a critical Introduction (Prozorov, 2014), es mucho más que una repaso introductorio a un aparato de pensamiento. Ni tampoco se asume como una “reconstrucción de un debate intelectual”, a la manera de la escuela de la historia de las ideas, sino que muestra los núcleos centrales de la que quizás siga siendo la disputa más importante en los últimos años, y cuya consecuencia para el campo de la política y el pensamiento no son menores.

Los dos primeros capítulos “Agamben and Derrida Read Saussure” y “The Human Voice” trazan el desacuerdo entre ambas parte por el estatuto del logos y la naturaleza general de la significación como presencia y principio general de la metafísica occidental. Hay varios elementos en juego, de los cuales no nos podríamos ocupar en el espacio de esta reflexión y que Attell reconstruye en una minuciosa lectura de Saussure de ambos pensadores. Lo central se ubica en torno a la significación general y su aporia en el interior del proyecto de la deconstrucción relativo a desmontar la jerarquía entre escritura y palabra que modula la matriz metafísica de la presencia. Citando varios momentos del temprano Estancias y del tardío Il tempo che resta, Attell explicita la coherencia de la crítica de Agamben en cuanto a la deconstrucción: al intentar “destruir” o “deconstruir” la metafísica epocal, Derrida mantiene una postura de defferal indefinido que si bien ha logrado explicitar el problema central, es incapaz de traspasar ese impasse.

A partir de una relectura de los cuadernos de Saussure- y aquí estaría en juego también la pregunta por la “filología” que Agamben eleva a un nivel de exigencia filosófica – el autor de Estado de excepción argumenta que la deconstrucción asume la saturación irreducible del signo (o del texto), ignorando la propia inestabilidad al interior de la armadura conceptual del lingüista. Por otro lado, para Agamben tampoco se trata de una cuestión meramente filológica en cuanto a los cuadernos últimos de Saussure (que meramente apuntaría a una ignorancia vulgar por parte de Derrida), sino más bien de una asimilación más profunda en cuanto al problema de la significación. Mientras que el modelo lingüístico de la deconstrucción asume una “codificación edipal del lenguaje”, Agamben se posiciona en la fractura del propio “experimento del lenguaje” en tanto problema topológico más allá de la división dicotómica entre significado y significante. Como explica Attell:

“For Agamben, the disjuncture between “S” and “s” is not itself the nonorgionary origin, or the “producer” of signification, but the index of that originary “topological” problem of signification , which remains to be thought – and thought precisely on terrain other than of the semiotic logic of the signifier and the trace….Thus, in response to Derrida deconstruction of the metaphysical logic of the sign, Agamben claims that “To isolate the notion of the sign, understood as positive unity of signans and signatum, form the original and problem Saussurian position on the linguistic fact as a ‘plexus of eternally negative different’ is to push the science of signs back into metaphysics” [3].

Aquí se enuncian varios problemas centrales, que luego derivan en la morfología topológica de la inclusión-exclusión propia de la categoría de excepción soberana, pero también la posibilidad de pensar la metafísica como un problema que excede la matriz semiológica para la cual la deconstrucción sería insuficiente. De ahí, entonces la recopilación de figuras como el “gesto” o la “infancia”, el “silencio” o el “poema”, como lugares que sitúan catacreticamente una archi-escritura en la dicotomía estructural de la presencia, y abriéndose hacia una laguna o caída del lenguaje en el hombre y del hombre en la lengua. Dicho de otra forma más acotada: mientras que la deconstrucción entiende el problema del Ser como presencia que se asume obliterando la condición de ausencia, para Agamben el problema principial de la metafísica es la falta constitutiva signada en la Voz en el devenir de lo humano.

Como sugiere Attell, aquí la discrepancia entre ambos filósofos no podría ser mayor, puesto que si para Derrida la metafísica es reducible a la presencia (“fonocentrismo”) para Agamben es la negatividad entendida como Voz; sitio donde la metafísica estructura no solo su antropología (el pasaje de la animalitas a la humanitas), sino la producción del lenguaje como aparato de subjetivización y división de “vida” en tanto negatividad. En un momento clave Attell resume la aporia que la deconstrucción no pudo asumir al situarse en la gramma como oposición al phone:

“To identify the horizon of metaphysics simply in that supremacy of the phone and then to believe in one’s power to overcome this horizon through the gramma, is to connive of metaphysics without its coexistent negativity. Metaphysics is already grammatology and this is fundamentology in the sense that the gramma (or the Voice) functions as the negative ontological foundation]…In this passage Agamben recasts the Derridean critique of phonocentraism by reading the phone of metaphysics….The Voice thus emerge not as a presence, but precisely as the original negative foundation of metaphysics. It is not the negative breach within the hegemonic metaphysics of presence, but rather the very ground of the hegemonic metaphysics of negativity” [4].

El trabajo posterior de Agamben desarrolla una respuesta al problema de la negatividad como fundamentación ontológica de la metafísica. En este sentido, el concepto de potencia (dunamis / adunamis) pasa a ser central en todo el desenvolvimiento del pensamiento de que descoloca la oposición phone / gramma del territorio de la semiología, y devuelve la saturación metafísica hacia un problema primario de la filosofía desde Aristóteles hasta Heidegger. De esta manera, Agamben construye lo que Attell se aventura a llamar una “potenciologia“, donde la cuestión obviamente no es dicotomizar una vez más dunamis vs. energeia, sino mostrar como en el libro Theta de la Metafísica de Aristóteles encontramos algo así como una valencia en donde la dunamis (potencia) no solo no conlleva a la energeia (la realización o actualización), sino que escapa la negatividad al inscribirse como modalidad de “impotencia” (potencia). Este segundo registro es realmente lo que signa el “gesto” fundamental de Agamben, puesto que de esta manera pareciera afirmarse una forma que no opera a partir de la negatividad (dunamis no es energeia, pero la adunamia es dunamis sin realización, esto es, como puro acto que acontece). En uno de los momentos de mayor claridad expositiva del capítulo 3, Attell nos dice:

“At stake in Agamben’s impotential reading is his broader critique of the primacy of actuality in the philosophical tradition, which we already saw an element of his more or less heideggerian affirmation of potentiality over actuality….for Agamben, in energeia, it is not only potentiality but also and above all impotentiality that as such passes wholly over into act, and if this the case, then actuality must be seen not as the condition of impotential and the fulfillment of potentiality, but rather as the precipitate of the self-suspension of impotentiality, which produces he act in the far more obscure mode of privation or steresis. It produces the at not in the fusion of a positive or negative ground, but in a paradoxical structure of privation that is not negation” [5].

La adunamis como impotencia no es una mera negación de la potencia, sino algo así como su devenir en donde forma y acto coinciden sin la negación de una estructura principial (en el sentido en que Reiner Schurmann discute arche y telos en función del cálculo y la exploración de la causalidad y la praxis desde Aristóteles) [6]. La [im]potencia es, como lo ejemplifica el ensayo sobre “el contemporáneo”, la im-potencia-de-no-ver en la oscuridad, donde no es que estemos no viendo (privados de la luz), sino que vemos al ver la oscuridad [7].

Esta apuesta que pareciera meramente filológica en lo que respecta a la obra de Aristóteles, le permite a Agamben hacer varios movimientos a la vez, de los cuales podríamos enumerar sin querer ser exhaustivos al menos cuatro:

  1. encontrar una salida de la “máquina semiológica” mostrando que la “represión cuasi-originaria” de la metafísica no es la supresión de la gramma, sino de la potencia que es también des-obra inoperante de la ontología. Este espacio es determinado por una lectura de Aristóteles a contrapelo de la deconstrucción, y volviendo al Heidegger de la dunamis y la pregunta por lo “animal”. Aquí pudiéramos decir que Agamben insemina la filosofía desde dentro (y no desde la lengua o la literatura, aunque como bien señala Attell esto desde ya genera la pregunta por el “apego filosófico” de Agamben. Este debate en torno a la “anti-filosofía” requeriría muchísima más atención).
  1. Al ampliar el campo general de referencia de la crítica de la metafísica (de un modo análogo como lo hizo con la “Voz”) ahora sitúa la gramma en subordinación a la potencia. Es aquí que cobra sentido la frase que Agamben recoge de Cassiodorus, quien nos dice: “Aristóteles mojó su pluma en el pensamiento”. El acontecer de la (im)potencia como intelecto es condición de inscribir de la gramma. De modo que el gesto de Agamben es ampliar el marco de problematización, y ver que el problema de la escritura en Derrida no es negado, sino recogido al interior del espacio de la potencia.
  1. Agamben de esta manea sitúa la imaginación al centro de un debate por “salvar la razón” (pregunta que también es central para el último Derrida). De ahí la importancia del averroísmo, así como cierto interés en la teoría de la imagen que recorre la virtualidad y el montaje en los libros de cine de Deleuze, centrales para el desarrollo de la teoría del mesianismo de Agamben en el libro de San Pablo.
  1. Pudiéramos decir que la potencia es lo clave en virtud de que abre una zona topológica para comprender el movimiento inclusivo-exclusivo de la soberanía, dejando atrás la dicotomía “poder constituido / poder constituyente” de Negri que, vista de esta forma, no sería más que la reificación onto-teologica que reproduce la metafísica de una nueva soberanía política.

Los próximos dos capítulos en torno a la lógica de la soberanía y la animalidad, Attell recorre el intercambio y desencuentro entre ambos pensadores. Por un lado, la pobre distinción que Derrida atiende entre zoe y bios en el pensamiento de Agamben, pero también el poco cuidado que Agamben le otorga la espectralidad como forma potencial de la naturaleza policial de una democracia arruinada por la estructura principial de autoridad. Asimismo, es sumamente productivo notar una serie de matices que introduce Attell para comenzar a pensar la crucial división del homo sacer en Agamben: primero que la zoe no está plegada a una “zona natural” de la vida “animal”, sino que conforma un duplo, junto a la bios, de una misma máquina biopolitica. Segundo, que no hay anfibología alguna entre biopolitica y política, sino toda una biopolitica estructural que recorre las épocas de la historia de la metafísica desde Aristóteles como arcanum de la consumación nihilista de la política. Y finalmente, la inserción de la “máquina antropológica” en cuanto a la división taxonómica de la vida animal y la vida humana que explicitan, quizás mejor que cualquier otro aparato de la metafísica, la estructura del aban-donamiento continuo de la vida ante un cierto principio aleatorio epocal.

Todo esto complica y problematiza la propia noción de “potencia”, ya que podemos ver de esta manera que el funcionamiento de la soberanía no es, en modo alguna, el poder de decisión a la manera del soberano schmittiano, sino más bien el lugar en donde se explota la negatividad (o la potencia) que ha sido asumida desde siempre en función de la actualización, o sea como realización de un orden establecido fáctico de la esfera del derecho. El pasaje se establece de la soberanía política estatal de Hobbes a la indecisión barroca de Shakespeare y el teatro barroco alemán que estudiase Walter Benjamin.

Aunque varios son los ejemplos que podrían aclarar la diferencia entre Agamben y Derrida en cuanto a la naturaleza del derecho, el ejemplo de la alegoría de “Ante la ley” de Kafka es quizás central, ya que si para el autor de Gramatología, estar ante la ley demuestra la asimetría diferida que explicita el no-origen o el juego de la différance de la ley, para el autor de Estado de excepción, la parábola de Kafka es el ejemplo de la estructura misma del “abandono” (ban, siguiendo el término de Jean Luc Nancy que Attell señala) en su función topológica de exclusión-inclusiva. Esa es la forma en que la potencia de la soberanía ejecuta su decisión, aun cuando sea en modalidad pasiva, aunque regulada dentro del aparato de la jurisdicción. Es así que, como bien señala Attell, mientras que para la deconstrucción se trata de mostrar una serie de aporías de un mecanismo “ilegitimo” de la Ley en su continua contaminación; para Agamben quien sigue muy de cerca la lección de Schmitt, todo principio rector de legitimidad tiene como estructura una forma de exacerbada división interna. Pero es quizás en la lectura sobre Walter Benjamin y su “Crítica de la violencia”, donde Attell mejor inscribe el desacuerdo de Agamben y Derrida en cuanto a la naturaleza dual de la soberanía. Ya que el método de Derrida es mostrar la promiscuidad entre violencia “fundadora de derecho” y violencia “conservadora de derecho”, y la noción de “violencia pura” o “divina” como una violencia sin fin capaz de desarticular la operación fáctica de la esfera del derecho (a la que interpreta bajo el signo de “origen”). Para Agamben la violencia pura de Benjamin es una zona que asegura una salida entre las dicotomías de poder constituyente y constituido, entre legalidad y legitimidad, entre energeia y dunamis. La “violencia divina” es aquí otro nombre para la impotencia (adunamis).

La tensión en el diferendo “potencia / deconstrucción” encuentra su grado de mayor tensión en el último capítulo sobre el mesianismo, donde Attell muestra cómo para Agamben el proyecto de Derrida no solo ha quedado límite en sus autolimitaciones metafísicas ya aludidas, sino que también encarna un falso mesías que apenas ha sustituido la noción schmittiana de katechon por différance. La lógica es la siguiente: si el katechon para Schmitt es aquello que frena y difiere el tiempo del fin; la différance en su postergación a venir no es posibilidad “mesiánica” real (del tiempo del ahora, ya ocurriendo, para decirlo en términos de la modalidad del tiempo operacional), sino un “falso profeta” en la culminación de la metafísica. En uno de los pasajes más duros de Agamben contra Derrida, Attell escribe:

“Agamben’s virtual charge here is the harshest that can be leveled: that Derrida, or rather deconstruction (there is nothing personal in any of this), is the false Messiah. The “elsewhere” to which Thurschwell refers here is the 1992 essay “The Messiah and the Sovereign: The Problem of Law in Walter Benjamin,” where Agamben characterizes deconstruction as a “petrified or paralyzed messianism that, like all messianism, nullifies the law, but then maintains it as the Nothing of Revelation in a perpetual and interminable state of exception, ‘the “state of exception” in which we live…[…] Schmitt’s katechonitic time is a thwarted messianism: but is thwarted messianism shows itself to be the theological paradigm of the time in which we live, the structure of which is none other than the Derridean différance. Christian eschatology had introduced sense and a direction in time: katechon and différance, suspension delaying this sense, render it undecidable” [8].

Aunque injustamente agresiva, queda claro que la movida conceptual de Agamben es mostrar como tanto Schmitt como Derrida no superan la negatividad de la anomie, puesto que han quedado ajenos a la adunamia, y por lo tanto capturados en una movimiento de desplazamiento cohabitados por la zona de indeterminación de la indexación del acto traducible al movimiento mismo de dunamis y energeia [9]. Desde luego, los pasos que Agamben se toma para desarrollar esta proximidad entre Schmitt y Derrida son inmensos, y pasan justamente por toda una lectura minuciosa a varios niveles del “mesianismo apostólico” de Pablo contra las interpretaciones vulgares del mesianismo como futurología (para Agamben basadas en una sustitución de apóstol por profeta), o la homologación con la escatología que apuntan a una crítica implícita, aunque sin nombrarlos, a Jacob Taubes y a toda la tradición marxista atrapada en una homogeneidad del tiempo vulgar del desarrollo.

Si el mesianismo sin Mesías de Derrida solo acontece en una postulación diferida de momentos en el tiempo de interrupción; para Agamben no se trata de un tiempo futuro ni del fin del tiempo, sino de un tiempo de fin que marca el ya constituido devenir entre lo que podemos concebir ese tiempo basado en nuestra concepción de la representación de esa temporalidad final. La concepción del mesianismo como “temporalidad operacional” del ahora-aconteciendo se distancia de manera fundamental de posiciones como la John Caputo (Paul and the philosophers), Michael Theodore Jennings Jr. (Reading Derrida / Thinking Paul), o Harold Coward (Derrida and Negative Theology), quienes en su momento intentaron homologar la lógica de la democracia a venir con el “tiempo mesiánico” de Pablo de Tarso.

Las diferencias son ahora muy claras: si Derrida ofrece la “trace” como catacresis de un origen, Agamben insiste que esa posición asume una concepción semiológica de la metafísica, y que ahora se inscribe en el suspenso de la negatividad (que ahora se ha insertado en la modernidad bajo la aufhebung hegeliana), pero sin posibilidad de pleroma [9]. La trace es escatológica, al igual que en su reverso el katechon, en la medida en que apunta a una anomie de primer grado – llamémosle una excepción 1 – que no logra suspender la lógica inclusiva-exclusiva del mismo movimiento de la excepcionalidad. Aunque nunca dicho en estos términos, Agamben para Attell sería quien hace posible una excepción 2 (una excepción a la excepción de la anomia via la dunamis), en donde se hace posible no una postergación del tiempo cronológico, sino una katargesis (des-obra, inoperancia) haciendo posible un vínculo existencial de representación del tiempo “operacional” mesiánico como algo que ocurrirá o que ha ocurrido , sino como algo que va ocurriendo. La noción de tiempo “operacional”, como el énfasis en los deícticos como índice del lenguaje-que-tiene-lugar, es retomado por Agamben de la escuela de Benveniste, y en este caso especifico de Gustave Guillaume para pensar la temporalidad no como chronos, sino como duración que antecede a la significación y que marca el tiempo de la formacion de una imagen-en-el-tiempo [10]. Esta maniobra le permite a Agamben seguir tomando distancia del signo y moverse hacia una significación general escapando el paradigma de la semiología y de la lengua como división residual que ahora ocurre a partir de imágenes via Aby Warburg, W. Benjamin, o Gilles Deleuze [11].

La katargesis es también la desvinculación radical en nombre de un mesianismo sin ergon, en disposición del fin de la ‘actividad como trabajo’, esto es, dada a la plenitud de la adunamia. Escribe Attell en lo que podríamos llamar una tematización de la “suspensión de la excepción 1” en cuanto a derecho:

“For Agamben, who has his critique of the Derridean katechon very much in mind here, the point of Kafka (and Benjamin) imagery of a defunct, idling, operative law is not a matter of a “transitional phase that sever archives its end, nor of a process of infinite deconstruction that, in maintaining the law in a spectral life, can no longer get to the the bottom of it. The decisive point here that the law – no longer practiced, but studied – is not justice, only the gate that leads to it…another use of the law” [12].

La diferencia sustancial entre la excepción 1 y la 2 es que mientras la 1 mantiene una “negociación perpetua” con la Ley, la 2 imagina una posibilidad del fin de excepcionalidad soberana del derecho sin remitirá al nihilismo, es decir, a su suspensión fáctica absoluta. La noción de “uso” como “juego” que introduce a Attell en su “Coda” queda limitada a desentenderse del más reciente L’uso dei corpi (Neri Pozza, 2014), donde la cuestión del uso ya no queda cifrada en una práctica ni a un dispositivo tal cual, sino más bien a una forma aleatoria de existencia – el “ritmo” o la “rima” serían incluso mejores figuras para describirla – que tematizan la irreducible distancia entre la vida y el derecho, o entre la forma-de-vida y el fin de la soberanía. Todo esto pareciera ser sospechoso, y hasta cierto punto de vista una resolución clarividente. Pero Agamben es consciente que la superación de la soberanía o del arche es una tarea en curso, y no implica que llegue a su culminación en su pensamiento. Lo que parece ocurrir es un abandono de la matriz de significación de la crítica-onto-teologica (la deconstrucción) hacia una “modalidad” que, sin vitalismo ni humanismo alguno, busca pensar la porosidad de la vida como forma an-arquica en vía de una distinta concepción de la política.

Pero habría que notar que el pensamiento de Agamben no comienza ni termina en el mesianismo, como lo demuestra ahora el reciente L’uso dei corpi, donde Agamben pareciera repetir la misma modulación de su argumento filológico sobre San Pablo, pero esta vez a través de un conjunto de “ejemplos” que incluyen la pregunta por el estilo, la ontología modal, el paisaje, el mito de Er, el concepto de virtud, o el poder destituyente en Walter Benjamin. En cualquier caso, una futura investigación crítica sobre el corpus Agamben tendría que reparar no solo en la tematización del mesianismo como un “punto de culminación de un pensamiento”, sino más bien pensar lo que yo me aventuraría a llamar la indiferenciación modular del estatuto de la glosa o del ejemplum [13]. En la forma de la glosa, así como en el ejemplo, donde pudiéramos a comenzar a pensar el desplazamiento que estructura la misma “forma de vida” en cuanto propuesta conceptual de obra que compartimentaría via ‘ejemplos singulares’ (como en La comunidad que viene) sin inscribirlos en una teoría general de pensamiento o mucho menos “teoría”. Este registro es completamente ignorado por Attell.

En efecto, una de las tensiones que solapan el libro de Attell es la poca problematización sobre el orden de la “política” o lo “político” a partir de la katargesis o de la potencia. ¿Por qué sostener una “política que viene” sin más? ¿No es eso, acaso, una forma de falso mesianismo katechontico? Es cierto que Attell alude en varios momentos a la “estructuración metafísica” de la política moderna, pero su libro, y quizás el pensamiento mismo de Agamben, nos deja una tarea para lo que aquí llamamos infrapolítica, y que de manera similar podemos pensar como una fractura de la politización con la vida más allá de una temporalidad vulgar asumida de la filosofía de la historia del capital (Villalobos-Ruminott), o como proceso continuo de metaforización (Moreiras) [14]. Es ahí donde el libro de Attell, más allá del diferendo deconstrucción-potencia, puede ser productivo para seguir pensando tras la ruina categorial de la política moderna. Tal y como dice Agamben en Homo Sacer, y que Attell es incapaz de tematizar sus consecuencias estrictamente políticas: “Politics therefore appears as the truly fundamental structure of Western metaphysics insofar as it occupies the threshold on which the relation between the living being and the logos is realized” [15].

La política es inescapable a la labor de la negatividad de la actualización nihilista. Por lo que la pregunta central en torno al uso que coloca Agamben como tarea a sus contemporáneos es, en buena medida, también la pregunta por los usos que le demos a Agamben. Usos que, más allá de estar marcados por conceptos o el circunloquio viciosos de una exigencia retórica, pregunta por la creación de una multiplicación de estilos, una capacidad de habitar sin regla ni condición al interior del intersticio entre la imaginación y el lenguaje.

 

 

Notas

  1. Kevin Attell. Giorgio Agamben: beyond the threshold of deconstruction. New York: Fordham University Press, 2014. p.3
  1. Refiero aquí “Persecución y el arte de la escritura” de Leo Strauss. Habría que pensar en que medida muchos libros de reconstrucción intelectual o “pensamiento” plantean un esquema similar asumiendo de esta manera la “crisis del pensamiento”.
  1. Kevin Attell. p.37
  1. Ibid. p.82
  1. Attell. p.97
  1. Ver la discussion sobre el arche de Reiner Schurmann en Heidegger: on being and acting: from principles to anarchy (Indiana, 1990). p.97-105.
  1. Giorgio Agamben. “What is the contemporary?”. What is an apparatus and other essays. Stanford University Press, 2009.
  1. Kevin Attell. p.215.
  1. Quizás esto ahora hace legible lo que parecía un insulto infantil en Introduction to civil war de Tiqqun: “57. The only thought compatible with Empire—when it is not sanctioned as its official thought—is deconstruction“.
  1. Si tomamos la metafísica más allá del problema del Ser, ¿no se abre otra historia que ya no pasa por el anclaje epocal que sugiere la tradición de la destrucción de la metafísica? ¿No es el “averroísmo”, una tradición de pensamiento que, al ser sepultada, queda fuera de los límites de la máquina onto-teologica de la metafísica? Para una excelente reconstrucción del averroísmo y su actualidad, ver “La Potencia de Averroes: Para una Genealogía del Pensamiento de lo Común en la Modernidad”, Revista Pleyade, N.12, 2013, de Rodrigo Karmy.
  1. Como en el capítulo sobre la “ontología modal” en L’uso dei corpi, habría que detenerse en un futuro en el nexo entre la noción de “tiempo operacional” a partir de imágenes que constituye el “tiempo del fin” en San Pablo via Guillaume, y lo que Deleuze llamó “la imagen-tiempo“. En efecto, Deleuze reconocería la centralidad de Guillaume en Time-Image: “…habría en las imágenes otro contenido, de otra naturaleza. Esto sería lo que Hjelmslev llama lo non-lingüístico…o bien, lo primero signado, anterior al sentido (significante), que Gustave Guillaume lo doto de condición de la lingüística” (262).
  1. Kevin Attell. p.253.
  1. Para pensar la noción de “ejemplo” como modalidad del método en Agamben, ver La comunidad que viene. Habría que pensar hasta que punto la oposición ejemplo y paradigma, establecen una singularización del método que no se restituya a una teoría general de lo político. Esto estaría también muy cercano de la “hacceity” que Gilles Deleuze adopta de John Duns Scotus. Le agradezco a Sergio Villalobos-Ruminott un breve intercambio sobre este tema.
  1. Ver Soberanías en suspenso: imaginación y violencia en América Latina (La Cebra, 2013), de Sergio Villalobos-Ruminott. Sobre des-metaforizacion, véase los apuntes de Moreiras al seminario de Derrida de 1964 en http://www.infrapolitica.wordpress.com.
  1. Giorgio Agamben. Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford University Press, 1998. p.7-8.

¿A quién se dirige la poesía?* (Giorgio Agamben)

Agamben Radure 1967

(“Radure”, un temprano poema de Giorgio Agamben publicado en Tempo presente, N.12 (6), 1967.)

Traducción de Gerardo Muñoz & Pablo Domínguez Galbraith

¿A quién se dirige la poesía? Solo es posible responder esta pregunta si se entiende que el destinatario del poema no es una persona real sino una exigencia.

Una exigencia nunca coincide con las categorías modales con las que estamos familiarizados. El objeto de la exigencia no es ni necesario ni contingente, no es posible o imposible.

Se puede decir, en cambio, que una cosa ‘exige’ (‘exacts’) o demanda otra, cuando sucede que, si la primera cosa es, la otra también tiene que ser, sin que necesariamente la primera esté implicando lógicamente a la segunda o forzándola a existir en el ámbito de los hechos. Una exigencia es simplemente algo más allá de toda necesidad y toda posibilidad. Es similar a una promesa que solo puede ser cumplida por aquel que la recibe.

Benjamin escribió alguna vez que la vida del Príncipe Myshkin exige permanecer inolvidable, aun cuando todos la olviden. De la misma forma, el poema exige ser leído, aun cuando nadie lo lea.

Esto mismo puede expresarse diciendo que en la medida en que la poesía demanda ser leída, debe permanecer ilegible. Estrictamente hablando, no hay un lector de poesía.

Es esto quizás lo que Cesar Vallejo tenía en mente cuando, al definir la intención última y la dedicatoria de casi toda su poesía, no encontró otras palabras más que decir por el analfabeto a quien escribo. Es importante detenernos en la formulación aparentemente redundante “por el analfabeto a quien escribo”. Aquí “por” significa menos “para” que en “lugar de”; tal como Primo Levi dijo que él daba testimonio por –esto es, “en el lugar de”– aquellos llamados Muselmanner que, en la jerga de Auschwitz, nunca pudieron dar testimonio.

El verdadero destinatario de la poesía es aquel que no está habilitado para leerla. Pero esto también significa que el libro, que es destinado a quien nunca lo leerá –el iletrado– ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe leer y que es, por lo tanto, una mano iletrada. La poesía es aquello que regresa la escritura hacia el lugar de ilegibilidad de donde proviene, a donde ella sigue dirigiéndose.

 

[*Este ensayo fue publicado originalmente en la revista New Observations, N.130, 2015. Originalmente traducido al inglés por Daniel Heller-Roazen. Traducido al castellano específicamente para Infrapolitical-Deconstruction Collective. No reproducir sin incluir la fuente.]