Otra nota intempestiva

DSC03236Anima ver que un crítico español como Jordi Gracia lea y reseñe un libro de Alberto Moreiras, un colega que, aunque español de nacimiento, ha hecho su carrera como pensador latinoamericanista en Estados Unidos. Llama la atención porque, con excepciones, el ninguneo mutuo sigue siendo la norma entre las comunidades académicas española y norteamericana que se dedican a producir conocimiento sobre las culturas y literaturas hispanas. Tanto Gracia como Moreiras son quizás poco representativos de sus respectivos mundos (contrarians los dos, pensadores independientes que a pesar de cierta falta de adaptación a sus propios entornos institucionales han alcanzado un nivel importante de influencia y capital cultural). Aun así, y quizá por ello, un diálogo entre ambos tiene un interés indudable.

El abismo que mide entre los mundos —y lo que, a pesar de todo, pueden tener en común— es precisamente uno de los temas que aborda Gracia en su reseña (que no es exacta o solamente tal, como indica su título: “Notas intempestivas sobre humanidades y universidad”). Según Gracia, esa distancia se manifiesta de varias formas diferentes. Para empezar, en el hecho de que no siempre le pilla el hilo a Moreiras. (“No oculto”, escribe, “que muchos de los planteamientos y algunos de los debates sobre los que pivota el libro se me escapan por incompetencia profesional. A veces no entiendo lo que escribe Moreiras y a veces no entiendo ni las preguntas que los interlocutores, en un par de capítulos, le hacen en relación con su trayectoria”.) Otra manifestación de la distancia que mide entre el hispanismo norteamericano y la filología, o crítica literaria, practicadas en el Estado español es, según Gracia, que el primero lleva medio siglo obsesionado con la teoría. Para Gracia, el auge de la teoría en términos de prestigio, o la asociación casi total entre prestigio académico y orientación téorica (sobre todo en Estados Unidos) produjo, como contrapartida, “un descrédito abrumador sobre métodos y enfoques de la historia crítica de la literatura y la cultura y su fundamento positivista” tal y como se practicaban, y siguen practicando, en España.

El abismo es profundo pero no es invencible. Lo demuestra el flujo considerable de talento universitario español que ha venido corriendo de España hacia Norteamérica desde hace un siglo. También lo demuestra el propio Gracia con esta reseña, que no deja de ser un generoso gesto de apertura y comprensión de un lado para otro. Al mismo tiempo, me parece que el texto de Gracia también pinta una imagen extraña, desvirtuada por exagerada, del hispanismo norteamericano y de las españolas y los españoles que deciden entrar a él. Moreiras ya ha hecho algunos apuntes importantes en su carta a Gracia; aquí van algunas reflexiones más, escritas a vuelapluma, desde mi posición de emigrado europeo en Estados Unidos.

La distorsión de la imagen que pinta Gracia del hispanismo norteamericano se debe, creo, a dos cosas: cierta ceguera ante la motivación positiva, y los efectos benéficos, de la migración académica a Estados Unidos; y una falta de comprensión de la diversidad, y la realidad cotidiana, del mundo académico norteamericano. Para empezar con el último punto: de las 2.600 universidades que hay en Estados Unidos, entre públicas y privadas, son relativamente pocas las que seleccionan a sus candidatos según su orientación teórica. Para la gran mayoría, por ejemplo, son mucho más importantes la capacidad didáctica de la solicitante y el interés que puedan suscitar sus temas de investigación entre el estudiantado.

La imagen que pinta Gracia de la emigración de académicos humanistas españoles a Estados Unidos tiene un tinte dramático. Según Gracia, las y los pobres estudiantes peninsulares que se pasan de España al mundo universitario de Estados Unidos, lo hacen sobre todo para sobrevivir; y como parte del proceso se ven obligadas a adaptarse al sistema norteamericano, sobre todo en lo que respecta a la orientación teórica. “Saben”, escribe, “que pueden pagar un precio alto en términos de enclaustramiento o incluso en términos de falsas convicciones oportunistas para integrarse en un mercado profesional tan diferente del español. Pero lo hacen y se prestan a ello por necesidad y a menudo como emergencia vital, y por supuesto, miden muy bien, de cara a un casi forzoso futuro profesional en Estados Unidos, el uso de determinadas novedades teóricas que funcionan como claves de acceso y contraseñas de complicidad tácita con la nueva hegemonía, sea la que sea: es un rito de paso que se aprende con la práctica”. 

En esta descripción del proceso migratorio, Gracia parece descartar por completo lo que el ingreso en un sistema universitario como el norteamericano puede tener de aprendizaje, de apertura de perspectiva y desarrollo intelectual. Pero me parece que esta es, en realidad, la experiencia biográfica mayoritaria de las y los que hemos realizado una emigración académica de Europa a EE.UU.

Claro que, en gran parte, el “brain drain” actual es, en la práctica, una expulsión de parte de la universidad española (donde, como escribe Gracia, “las condiciones laborales de los jóvenes profesores … están siendo vapuleadas”) y, por tanto, trágica. Pero la tragedia no es que las emigradas tengan que traicionar su natural intuición intelectual española para adoptar, en un ejercicio de “camaleonismo”, “falsas convicciones oportunistas” y “novedades teóricas”. No, la tragedia es que la universidad española pierda el talento colectivo que representan: talento pedagógico, investigador y administrativo: es decir, un enorme potencial innovador y regenerador.

Es verdad que la migración intelectual e institucional implica sacrificios, algunos dolorosos: de calidad de vida; de inserción cultural; de entorno familiar. Implica una pérdida de contacto diario con el entorno social y político del propio país y, por tanto, una pérdida de posibilidad de intervención pública (aunque, gracias a la tecnología, esa pérdida es cada vez menor). También implica una posible pérdida de prestigio; como apunta Moreiras en su carta, en la univeridad norteamericana ni la lengua española ni el estudio de las culturas que se expresan en ella gozan del prestigio que tienen (naturalmente) el inglés y la cultura estadounidense, pero tampoco (menos naturalmente) el que tienen otras lenguas y culturas occidentales.

Y finalmente, la emigración intelectual implica a veces concesiones más directamente ligadas a la producción académica: la presión para escribir en inglés, por ejemplo. Es verdad que (aprender a) escribir en otro idioma puede abrir avenidas de intercambio con otros campos dentro de la universidad, aunque en la práctica estas avenidas suelen quedar poco transitadas. Pero escribir en una lengua no ibérica sin duda implica excluir a una parte del potencial público peninsular o latinoamericano.

Para terminar: lo que le permite a Gracia leer lo que ocurre en Estados Unidos como oportunismo, exclusivismo o “camaleonismo” es una determinada visión de la práctica crítica en España. En este sentido, es (teóricamente) interesante, y sintomático, que Gracia parezca asociar lo que hacen los críticos literarios españoles con una noción de naturalidad intuitiva (contrapuesta a lo artificial de la práctica forzosa y modosamente teórica que predomina en EE.UU.), una sana “pluralidad mestiza” reacia a los dogmatismos, practicada además desde siempre. (“Maestros de esa lectura los hay en el hispanismo en España y fuera de España –a menudo sin haber necesitado cursar sus noviciados en sucesivas escuelas teóricas– desde tiempo inmemorial.”) También es interesante que lea el libro de Moreiras, y sus propuestas teóricas, como una especie de regreso a esa práctica de pensamiento libre de escuelas o consignas. La trayectoria de Moreiras puede leerse de muchas formas diferentes, pero de ninguna manera, creo, como un regreso en este sentido.

Sobre el vicio de la polémica

IMG_5254En sus entradas inspiradas por esta discusión sobre el libro de Cercas, Alberto ha tocado sobre varios temas que son todos dignos de discusión pero que, creo, cabe distinguir entre sí:

  1. Elección de autores (sobre quién escribir). Citando a Deleuze, Alberto formula una especie de mandamiento o principio intelectual: no pierdas el tiempo en leer —ni mucho menos en escribir sobre— quien no te guste, con quien no sientas sintonía. En otras palabras: evita escribir en contra. Es más divertido y digno escribir a favor. No vale la pena entrar voluntariamente en la negatividad.
  2. Elección de textos. Es mejor evitar el ruido. Es mejor dedicarse a escribir sobre libros (duraderos) que artículos o columnas (efímeros).
  3. Es mejor acercarse a los textos con la mente abierta, dispuest@ a ceder el beneficio de la duda.
  4. Hay que evitar medir un texto según criterios impuestos, ajenos o preconcebidos. Por ejemplo: no tenemos por qué leer un texto literario (o autógrafo, como este de Cercas) según criterios políticos.
  5. A la hora de escribir sobre los textos de otr@s, es mejor evitar la agresividad, los argumentos ad hominem, el castigo cruel (“dar caña”).

A mí me pasa algo curioso. En principio —y creo que incluso temperamentalmente— estoy completamente de acuerdo con que estos consejos intelectuales o principios vitales son dignos de acatar: ¿quién se puede oponer a su combinación de generosidad, modestia, buenos modales y actitud zen? Y sin embargo me dejo tentar una y otra vez a escribir sobre autores cuyos textos me chirrían o sublevan; me veo compelido a someterlos a un juicio analítico y desapasionado pero desde la desconfianza y sin dorar la píldora (más bien haciéndola menos tragable).

¿Por qué? Creo que este vicio mío responde a una serie de motivos, algunos defendibles y otros menos defendibles. Entre los los motivos defendibles, se me ocurren cuatro:

  1. La polémica —el debate intenso mantenido en público— puede ser un género productivo, entretenido e instructivo. Obliga a sus participantes a expresarse con más claridad. Incrementa la Y permite que el público comprenda qué es lo que está en juego.
  2. Estética: una pelea intensa, como un partido de fútbol o esgrima, tiene su propio encanto. Aunque se pierda.
  3. Si hay textos y autores que defienden ideas discutibles o cuestionables, es bueno que se discutan y cuestionen públicamente. Sobre todo si esas ideas sirven para legitimar prácticas y estructuras nocivas o injustas.
  4. Si los autores en cuestión no sólo son poderosos (es decir: premiados, celebrados, con pleno o monopólico acceso a espacios de publicación masivos o de prestigio), sino que su comodidad en el poder les tienta a comportarse de forma cuestionable, irresponsable, poco exigente o crítico consigo mismos, entonces se justifica una aproximación más despiadada, menos dispuesta a ceder el beneficio de la duda. Sobre todo si su presencia excluye (pasiva o activamente) a otras voces más interesantes, dignas, rigurosas, jóvenes, disidentes o creativas.

Entre los motivos menos defendibles estarían los siguientes:

  1. Efectismo: voluntad de chocar, de épater, de provocar a los carcas y de impresionar positivamente a un público afín.
  2. Arrogancia: confirmar la creencia de ser más listo que el contrincante.
  3. Instinto competitivo: querer ganarle la batalla al oponente, porque sí.
  4. Tentación de riesgo: un elemento poco común en la vida profesional del académico con puesto fijo.

Estoy de acuerdo con Alberto con que hay que evitar en lo posible la condena de antemano y porque sí; es decir, la lógica amigo-enemigo, la lógica de lealtades personales o políticas a prueba de bombas; es decir, la gratuidad y la pereza intelectual. En lo que no estoy de acuerdo con Alberto es en su idea —que parece sugerir en un comentario en Facebook— de que la popularidad de un autor debería incitarnos (quizás sobre todo a los que nos colocamos a la izquierda) a darle mayor beneficio de la duda. (“¿Podemos, desde una izquierda al menos profesada si no real, decir que es “mala” una novela que recibe cientos de miles de lectores? Eso es que consideramos idiotas a sus lectores. Y eso no es tan de izquierdas.”) A decir verdad, y con todo respeto, me parece un argumento un poco ad hoc que no sé si el propio Alberto suscribiría si se tratara de otro autor que le guste menos que Cercas.

Sobre El monarca de las sombras: respuesta a Alberto Moreiras

IMG_5254Antes que nada, quiero agradecer a Alberto Moreiras que haya expuesto sus discrepancias con mi reflexión sobre El monarca de las sombras, el último libro de Javier Cercas, públicamente, para así permitir un intercambio también público de pareceres.

Si le entiendo bien, a Alberto le chocan varias cosas diferentes en mi argumento. Le parece que he leído mal el libro de Cercas (“una obra admirable”), sin apreciar su móvil central ni su calidad literaria; que he aplicado criterios simplistas (criterios demasiado políticos, prejuiciados y esquemáticos) para entender y juzgarlo; y que en mi texto no empleo el tono apropiado: que me expreso de forma demasiado personal, hiriente y autosuficiente. De hecho, mi texto le parece directamente nocivo y acaba por desaconsejar su lectura.

Debo confesar que la cuestión del tono es la que más zozobra me produce. Me consta que no siempre soy capaz de resistir la tentación de la hipérbole efectista o de la ironía quizás excesivamente punzante. Que ese gusto por la agudeza polémica se lea como autosuficiencia o arrogancia es algo que lamento de verdad, más aún si así acabo por socavar mi propia credibilidad. Me preocupa que pueda dar la impresión de no tener ningún reparo en cuestionar la legitimidad o autoridad de otros al mismo tiempo que asumo la mía propia como dada. Es verdad que intento siempre expresarme de forma clara, directa y entretenida, una voluntad de estilo que puede tener, como efecto colateral, el acabar siendo insufrible. Pero la autosuficiencia es otra cosa: implica no admitir crítica o visiones alternativas porque uno se basta a sí mismo. Y mi concepto del trabajo intelectual es el contrario: para mí, el conocimiento y la comprensión nacen de, y sobreviven gracias al diálogo. Siempre veo mis lecturas y reflexiones como tentativas, en espera de contestación; una jugada nada más de un esperado juego dialéctico.

En ese espíritu, vayan un par de apuntes en respuesta a las críticas que el texto de Alberto desarrolla, que de hecho son similares a las críticas que el propio Cercas anticipa a su obra en las entrevistas.

Al comienzo de mi texto sobre El monarca, hago un intento por ubicar a Cercas en el paisaje intelectual en el que opera, con el fin de intentar establecer hasta qué punto este nuevo libro afecta esa ubicación. Esto a Alberto le sorprende. “Resulta que hoy”, nota, molesto, “a los intelectuales o a los artistas o a los historiadores, por lo menos a los españoles, hay que interrogarlos en relación con el lugar que ocupan o quieren ocupar en la esfera pública española. Es una nueva —pero no tan nueva— modalidad de la crítica castiza. En realidad es la más castiza de las críticas”.

No entiendo muy bien la objeción. Publicar un libro es un acto de intervención en la esfera pública. Publicar un libro sobre un tema que ha sido objeto de intenso debate durante unos veinte años lo es todavía más. Cercas tiene una presencia en la esfera pública: como novelista y como intelectual (o articulista). En su calidad de comentarista de la actualidad se dirige al público en general todos los domingos. Ocupa una posición institucional e ideológica. Si sale con un texto nuevo, cabe preguntarse cómo ese nuevo texto se relaciona con esa posición. ¿Qué hay de “castizo” en ello? Me parece un ejercicio crítico habitual, aplicable a todos los contextos. Alberto ocupa un lugar determinado en el paisaje académico norteamericano, en su campo y en la esfera pública española. Yo también. Alberto, parece, lee la frase “qué lugar ocupa” como síntoma de una voluntad reduccionista, un intento por encasillar a Cercas de antemano, y para siempre, en un burdo esquema partidista, algo que de hecho no tiene que ver con mi premisa. Así, quizá el reduccionismo está en declarar, como hace Alberto: “Lo bueno es ser de Podemos y no ser de ‘la casta’, y todo lo demás es sospechoso, para el crítico au courant, o directamente malo”. Creo que eso sí que implica encasillarme a mí como militante dogmático.

Es verdad que mi recepción del texto está —cómo no— condicionada por la producción de Cercas hasta la fecha; su producción literaria tanto como periodística, dos géneros que, en su caso particular, funcionan como vasos comunicantes. De hecho, sus textos muchas veces tratan de los mismos temas y es común que Cercas cite sus propios columnas y artículos en sus libros. También es verdad que, junto con autores como Morán o Sánchez-Cuenca, creo que la esfera pública española ha sido un espacio en que se ha venido librando una lucha de relatos sobre el pasado, el presente y el futuro de España; y que Cercas ha sido un participante activo en esa lucha. ¿Es posible leer este libro sin tomar en cuenta la actividad pública del autor, todo aquello que para Moreiras es mero “ruido”? Claro que sí, pero a mí esa lectura no me parece que sea necesariamente más legítima, o menos “contaminada”, que la que lee el libro en el contexto en que fue escrito y publicado.

Con respecto al propio libro, Alberto no está de acuerdo en que uno de sus temas principales sea la dinámica entre vergüenza y orgullo en torno a la filiación: la tensión entre, por un lado, el genuino afecto familiar (el amor de la madre a su tío; el amor del narrador a su madre) y, por otro, la cuestionable posición política del tío abuelo y, por extensión, la de su familia. Pero el Cercas narrador deja bastante claro que esa posición política de su familia fue durante muchos años una fuente de vergüenza. (Habla de un “territorio íntimo, opaco y vergonzante”.) Mi argumento es que lo que el libro relata es la resolución de esa tensión y la superación de esa vergüenza. Así resume Alberto mi lectura:

El problema filiativo de Cercas sería que en esta “nueva novela” (pero no es una novela) no hay catarsis, sino vergüenza, la vergüenza de “los orígenes políticos de [su] familia” (4).  No hay catarsis, entonces, sino, dice descaradamente Faber, “una salida del armario” (4), es decir, insólito juicio, Cercas estaría asumiendo su propia filiación franquista con orgullo en El monarca de las sombras.

Para precisar, no dije que no hubiera catarsis, sino que la catarsis en este libro consiste en la resolución de la tensión entre filiación y vergüenza. Esa resolución se produce cuando Cercas por fin se da cuenta de que va a ser capaz de relatar la historia del tío, y de su familia, de forma que le permita sentir otra cosa que no sea vergüenza. La resolución la logra Cercas de varias maneras. Investiga todo lo que puede sobre su tío abuelo y, en los capítulos pares, usa los resultados de esa investigación para narrar la historia de su vida a modo de historiador “objetivo”. También interpreta el destino de su tío abuelo a la luz de ejemplos literarios e históricos, en particular la épica homérica (en la cual el tío Manuel se convierte en un trasunto de Aquiles). En la apoteosis del libro, que se produce cuando el narrador y su madre entran a la casa donde murió el tío abuelo, el narrador, “eufórico”, acaba por asumir su filiación como una parte inevitable de su identidad. Esa asunción de su herencia también incluye la oportunidad —si no el deber— de narrar la historia del tío abuelo, de forma que, en lugar de sólo vergüenza, también pueda ser una fuente de orgullo. La cita es larga pero me parece mejor ponerla entera:

… por fin iba a contar la historia que llevaba media vida sin contar, iba a contarla para contarle a mi madre la verdad de Manuel Mena, la verdad que no podía o no me atrevía a contarle de otra forma, no sólo la verdad de la memoria y la leyenda y el fantaseo, que era la que ella había creado o había contribuido a crear y la que yo llevaba escuchando desde niño, sino también la verdad de la historia, la áspera verdad de los hechos, iba a contar esa doble verdad porque contenía una verdad más completa que las otras dos por separado y porque sólo yo podía contarla, nadie más podía hacerlo, iba a contar la historia de Manuel Mena para que existiera del todo, dado que sólo existen del todo las historias si alguien las escribe, pensé, pensando en mi tío Alejandro, por eso iba a contarla, para que Manuel Mena, que no podía vivir para siempre en la volátil memoria de los hombres igual que el Aquiles heroico de la Ilíada, viviera al menos en un libro olvidado como sobrevive el Aquiles arrepentido y melancólico de la Odisea en un rincón olvidado de la Odisea, contaría la historia de Manuel Mena para que su historia desdichada de triple perdedor de la guerra (de perdedor secreto, de perdedor disfrazado de ganador) no se perdiera del todo, iba a contar esa historia, pensé, para contar que en ella había vergüenza pero también orgullo, deshonor pero también rectitud, miseria pero también coraje, suciedad pero también nobleza, espanto pero también alegría, y porque en esa historia había lo que había en mi familia y tal vez en todas las familias —derrotas y pasión y lágrimas y culpa y sacrificio—, comprendí que la historia de Manuel Mena era mi herencia o la parte fúnebre y violenta e hiriente y onerosa de mi herencia, y que no podía seguir rechazándola, que era imposible rechazarla porque de todos modos tenía que cargar con ella, porque la historia de Manuel Mena formaba parte de mi historia y por lo tanto era mejor entenderla que no entenderla, asumirla que no asumirla, airearla que dejar que se corrompiera dentro de mí como se corrompen dentro de quien tiene que contarlas las historias fúnebres y violentas que se quedan sin contar, escribir a mi modo el libro sobre Manuel Mena era, pensé en fin, lo que siempre había pensado que era, hacerme cargo de la historia de Manuel Mena y de la historia de mi familia, pero también pensé, pensando en Hannah Arendt, que ésa era la única forma de responsabilizarme de ambas, la única forma también de aliviarme y emanciparme de ambas, la única forma de usar el destino de escritor con el que mi madre me había escrito o en el que me había confinado para que ni siquiera mi madre me escribiese, para escribirme a mí mismo.

Asumir públicamente, con un punto de orgullo, lo que uno ve como parte esencial de su identidad aunque hasta ese momento haya sido motivo de vergüenza: ¿no es afín al proceso que llamamos salir del armario? Además llama la atención el paralelismo entre este pasaje sobre el tío abuelo (figura filiativa) y el final de Soldados de Salamina, donde el narrador, también eufórico, en el tren de regreso después de conocer a Miralles (figura afiliativa), decide contar su historia (“allí vi de golpe mi libro, … supe que, aunque en ningún lugar de ninguna ciudad de ninguna mierda de país fuera a haber nunca una calle que llevara el nombre de Miralles, mientras yo contase su historia Miralles seguiría de algún modo viviendo …”).

Para Alberto, en cambio, El monarca no se trata de política, o al menos no es su enfoque central. Escribe:

El libro —no es novela, o llamarlo novela es perezoso— cuenta el esfuerzo por rastrear lo que queda, lo que es todavía averiguable.  …  Se trata … de entrar en relación con fantasmas familiares, y de enfrentar la relación con una madre anciana y cerca de su muerte. Se trata también de solucionar, literariamente, el trauma encriptado de la emigración. Y se trata de indagar, literariamente, en qué cosa sea una muerte en la flor de la vida, y si no es mejor vivir una vida larga y sencilla y poco heroica. Se trata, sobre todo, como siempre en la escritura, que es, en el mejor de los casos, interpretación de la vida en su facticidad, no en su idealidad, de solucionar problemas personales, muy al margen de su inscripción en la esfera pública, aunque por supuesto expuestos a ella.

Todo esto, me parece, es verdad; el libro, en efecto, se enfrenta a fantasmas familiares; reflexiona sobre la relación con la anciana madre; recuenta los efectos de la emigración a Catalunya y reflexiona sobre el significado de la vida a la luz de una muerte joven en batalla. Pero lo que les da peso a estos cuatro elementos, lo que hace que sean tan difíciles (y al mismo tiempo tan necesarios) de enfrentar para el narrador, no es un marco que sea pura o limpia o abstractamente personal o existencial: es la intersección de esa historia personal con un marco colectivo, histórico y político. Un marco en que las consecuencias de las decisiones y actuaciones políticas de los últimos 80 años siguen reverberando de forma muy tangible en la España actual: política, social y económicamente. Es lo que quise decir cuando decía que el problema de la filiación “pesa como una losa” sobre Cercas: el libro parece sugerir que, para avanzar en la vida individual y colectiva, nos toca asumir nuestras herencias para poder liberarnos de ellas.

En el caso de Cercas, este proceso pasa por narrar la historia de su familia, y de su tío abuelo, de forma que le permita rescatarlos como políticamente equivocados pero moralmente admirables. Pero esta distinción entre moral y política le permite no sólo narrar las peripecias de Manuel Mena en clave épica, sino, en última instancia, librarle del todo de la responsabilidad moral de su decisión política: “le engañaron haciéndole creer que defendía sus intereses cuando en realidad defendía los intereses de otros y que estaba jugándose la vida por los suyos cuando en realidad sólo estaba jugándosela por otros. Que murió por culpa de una panda de hijos de puta que envenenaban el cerebro de los niños y los mandaban al matadero”. Aquí, me parece, hay un escamoteo: en Cercas, la afectividad o sentimentalidad de la filiación asumida acaba por impedir una relación crítica (y más difícil y dolorosa) con el pasado.

Así nos topamos con la valoración más subjetiva o estética del libro, que para Alberto es “admirable” y para mí no tanto. El problema lo constituye la forma (literaria) en que Cercas se enfrenta en este libro a sus desafíos como hijo de emigrantes, como hijo de su madre, sobrino nieto de un soldado falangista y descendiente de familia franquista. Aunque esos desafíos sin duda son genuinos, no creo que la obra les haga justicia en toda su complejidad. Aquí el problema es de estilo y de encuadre. Para mí, el filtro melodramático que colorea todo el texto le quita profundidad a lo que cuenta. Literariamente, en otras palabras, el libro me suena a falso. Y en la medida en que este relato incorpora la historia, también la deja de cartón piedra.

En cierto sentido, con su texto Alberto me ofrece lo que en holandés llamamos “una galleta de mi propia masa” (een koekje van eigen deeg). Yo le di caña a Cercas; Alberto me la da a mí. Me pone “en mi lugar”, señalando a mi autosuficiencia, y censurando mi tono. Más aún, advierte que si alguna pericia tengo, es de poco fuste puesto que al fin y al cabo, me he “hecho recientemente experto en el tema”. Le agradezco que lo haga con cariño, y me lo tomo en serio. Eso sí, creo que si algo coincidimos es precisamente en un modelo crítico que apuesta por la censura pública; el “dar caña” es un tipo de argumento que inevitablemente parece resbalar hacia la crítica o el apoyo personal (se denuncia “con cariño”). Destaca, por su ausencia, otro tipo de práctica crítica, menos agresiva y competitiva o quizá menos masculina: literalmente, menos “ad hominem”.

Por lo demás —y hablando de autoridad y legitimidad: quién tiene el derecho de pronunciarse sobre un libro, un autor, un país— me parece indispensable lo que hace Moreiras: cuestionar el papel de los supuestos expertos. Es verdad que la historia del hispanismo tiene sus claroscuros, y que ciertos hispanistas todavía desempeñan un papel curioso, anacrónico, como emisores de discurso legitimador o deslegitimador en la España actual. Eso sí: es una desfachatez desvergonzada afirmar, como lo ha hecho Cercas no una sino dos veces, que “hay más de un hispanista norteamericano que hubiera preferido que nos matásemos para luego venir aquí y escribir sus libros”.