Antes que nada, quiero agradecer a Alberto Moreiras que haya expuesto sus discrepancias con mi reflexión sobre El monarca de las sombras, el último libro de Javier Cercas, públicamente, para así permitir un intercambio también público de pareceres.
Si le entiendo bien, a Alberto le chocan varias cosas diferentes en mi argumento. Le parece que he leído mal el libro de Cercas (“una obra admirable”), sin apreciar su móvil central ni su calidad literaria; que he aplicado criterios simplistas (criterios demasiado políticos, prejuiciados y esquemáticos) para entender y juzgarlo; y que en mi texto no empleo el tono apropiado: que me expreso de forma demasiado personal, hiriente y autosuficiente. De hecho, mi texto le parece directamente nocivo y acaba por desaconsejar su lectura.
Debo confesar que la cuestión del tono es la que más zozobra me produce. Me consta que no siempre soy capaz de resistir la tentación de la hipérbole efectista o de la ironía quizás excesivamente punzante. Que ese gusto por la agudeza polémica se lea como autosuficiencia o arrogancia es algo que lamento de verdad, más aún si así acabo por socavar mi propia credibilidad. Me preocupa que pueda dar la impresión de no tener ningún reparo en cuestionar la legitimidad o autoridad de otros al mismo tiempo que asumo la mía propia como dada. Es verdad que intento siempre expresarme de forma clara, directa y entretenida, una voluntad de estilo que puede tener, como efecto colateral, el acabar siendo insufrible. Pero la autosuficiencia es otra cosa: implica no admitir crítica o visiones alternativas porque uno se basta a sí mismo. Y mi concepto del trabajo intelectual es el contrario: para mí, el conocimiento y la comprensión nacen de, y sobreviven gracias al diálogo. Siempre veo mis lecturas y reflexiones como tentativas, en espera de contestación; una jugada nada más de un esperado juego dialéctico.
En ese espíritu, vayan un par de apuntes en respuesta a las críticas que el texto de Alberto desarrolla, que de hecho son similares a las críticas que el propio Cercas anticipa a su obra en las entrevistas.
Al comienzo de mi texto sobre El monarca, hago un intento por ubicar a Cercas en el paisaje intelectual en el que opera, con el fin de intentar establecer hasta qué punto este nuevo libro afecta esa ubicación. Esto a Alberto le sorprende. “Resulta que hoy”, nota, molesto, “a los intelectuales o a los artistas o a los historiadores, por lo menos a los españoles, hay que interrogarlos en relación con el lugar que ocupan o quieren ocupar en la esfera pública española. Es una nueva —pero no tan nueva— modalidad de la crítica castiza. En realidad es la más castiza de las críticas”.
No entiendo muy bien la objeción. Publicar un libro es un acto de intervención en la esfera pública. Publicar un libro sobre un tema que ha sido objeto de intenso debate durante unos veinte años lo es todavía más. Cercas tiene una presencia en la esfera pública: como novelista y como intelectual (o articulista). En su calidad de comentarista de la actualidad se dirige al público en general todos los domingos. Ocupa una posición institucional e ideológica. Si sale con un texto nuevo, cabe preguntarse cómo ese nuevo texto se relaciona con esa posición. ¿Qué hay de “castizo” en ello? Me parece un ejercicio crítico habitual, aplicable a todos los contextos. Alberto ocupa un lugar determinado en el paisaje académico norteamericano, en su campo y en la esfera pública española. Yo también. Alberto, parece, lee la frase “qué lugar ocupa” como síntoma de una voluntad reduccionista, un intento por encasillar a Cercas de antemano, y para siempre, en un burdo esquema partidista, algo que de hecho no tiene que ver con mi premisa. Así, quizá el reduccionismo está en declarar, como hace Alberto: “Lo bueno es ser de Podemos y no ser de ‘la casta’, y todo lo demás es sospechoso, para el crítico au courant, o directamente malo”. Creo que eso sí que implica encasillarme a mí como militante dogmático.
Es verdad que mi recepción del texto está —cómo no— condicionada por la producción de Cercas hasta la fecha; su producción literaria tanto como periodística, dos géneros que, en su caso particular, funcionan como vasos comunicantes. De hecho, sus textos muchas veces tratan de los mismos temas y es común que Cercas cite sus propios columnas y artículos en sus libros. También es verdad que, junto con autores como Morán o Sánchez-Cuenca, creo que la esfera pública española ha sido un espacio en que se ha venido librando una lucha de relatos sobre el pasado, el presente y el futuro de España; y que Cercas ha sido un participante activo en esa lucha. ¿Es posible leer este libro sin tomar en cuenta la actividad pública del autor, todo aquello que para Moreiras es mero “ruido”? Claro que sí, pero a mí esa lectura no me parece que sea necesariamente más legítima, o menos “contaminada”, que la que lee el libro en el contexto en que fue escrito y publicado.
Con respecto al propio libro, Alberto no está de acuerdo en que uno de sus temas principales sea la dinámica entre vergüenza y orgullo en torno a la filiación: la tensión entre, por un lado, el genuino afecto familiar (el amor de la madre a su tío; el amor del narrador a su madre) y, por otro, la cuestionable posición política del tío abuelo y, por extensión, la de su familia. Pero el Cercas narrador deja bastante claro que esa posición política de su familia fue durante muchos años una fuente de vergüenza. (Habla de un “territorio íntimo, opaco y vergonzante”.) Mi argumento es que lo que el libro relata es la resolución de esa tensión y la superación de esa vergüenza. Así resume Alberto mi lectura:
El problema filiativo de Cercas sería que en esta “nueva novela” (pero no es una novela) no hay catarsis, sino vergüenza, la vergüenza de “los orígenes políticos de [su] familia” (4). No hay catarsis, entonces, sino, dice descaradamente Faber, “una salida del armario” (4), es decir, insólito juicio, Cercas estaría asumiendo su propia filiación franquista con orgullo en El monarca de las sombras.
Para precisar, no dije que no hubiera catarsis, sino que la catarsis en este libro consiste en la resolución de la tensión entre filiación y vergüenza. Esa resolución se produce cuando Cercas por fin se da cuenta de que va a ser capaz de relatar la historia del tío, y de su familia, de forma que le permita sentir otra cosa que no sea vergüenza. La resolución la logra Cercas de varias maneras. Investiga todo lo que puede sobre su tío abuelo y, en los capítulos pares, usa los resultados de esa investigación para narrar la historia de su vida a modo de historiador “objetivo”. También interpreta el destino de su tío abuelo a la luz de ejemplos literarios e históricos, en particular la épica homérica (en la cual el tío Manuel se convierte en un trasunto de Aquiles). En la apoteosis del libro, que se produce cuando el narrador y su madre entran a la casa donde murió el tío abuelo, el narrador, “eufórico”, acaba por asumir su filiación como una parte inevitable de su identidad. Esa asunción de su herencia también incluye la oportunidad —si no el deber— de narrar la historia del tío abuelo, de forma que, en lugar de sólo vergüenza, también pueda ser una fuente de orgullo. La cita es larga pero me parece mejor ponerla entera:
… por fin iba a contar la historia que llevaba media vida sin contar, iba a contarla para contarle a mi madre la verdad de Manuel Mena, la verdad que no podía o no me atrevía a contarle de otra forma, no sólo la verdad de la memoria y la leyenda y el fantaseo, que era la que ella había creado o había contribuido a crear y la que yo llevaba escuchando desde niño, sino también la verdad de la historia, la áspera verdad de los hechos, iba a contar esa doble verdad porque contenía una verdad más completa que las otras dos por separado y porque sólo yo podía contarla, nadie más podía hacerlo, iba a contar la historia de Manuel Mena para que existiera del todo, dado que sólo existen del todo las historias si alguien las escribe, pensé, pensando en mi tío Alejandro, por eso iba a contarla, para que Manuel Mena, que no podía vivir para siempre en la volátil memoria de los hombres igual que el Aquiles heroico de la Ilíada, viviera al menos en un libro olvidado como sobrevive el Aquiles arrepentido y melancólico de la Odisea en un rincón olvidado de la Odisea, contaría la historia de Manuel Mena para que su historia desdichada de triple perdedor de la guerra (de perdedor secreto, de perdedor disfrazado de ganador) no se perdiera del todo, iba a contar esa historia, pensé, para contar que en ella había vergüenza pero también orgullo, deshonor pero también rectitud, miseria pero también coraje, suciedad pero también nobleza, espanto pero también alegría, y porque en esa historia había lo que había en mi familia y tal vez en todas las familias —derrotas y pasión y lágrimas y culpa y sacrificio—, comprendí que la historia de Manuel Mena era mi herencia o la parte fúnebre y violenta e hiriente y onerosa de mi herencia, y que no podía seguir rechazándola, que era imposible rechazarla porque de todos modos tenía que cargar con ella, porque la historia de Manuel Mena formaba parte de mi historia y por lo tanto era mejor entenderla que no entenderla, asumirla que no asumirla, airearla que dejar que se corrompiera dentro de mí como se corrompen dentro de quien tiene que contarlas las historias fúnebres y violentas que se quedan sin contar, escribir a mi modo el libro sobre Manuel Mena era, pensé en fin, lo que siempre había pensado que era, hacerme cargo de la historia de Manuel Mena y de la historia de mi familia, pero también pensé, pensando en Hannah Arendt, que ésa era la única forma de responsabilizarme de ambas, la única forma también de aliviarme y emanciparme de ambas, la única forma de usar el destino de escritor con el que mi madre me había escrito o en el que me había confinado para que ni siquiera mi madre me escribiese, para escribirme a mí mismo.
Asumir públicamente, con un punto de orgullo, lo que uno ve como parte esencial de su identidad aunque hasta ese momento haya sido motivo de vergüenza: ¿no es afín al proceso que llamamos salir del armario? Además llama la atención el paralelismo entre este pasaje sobre el tío abuelo (figura filiativa) y el final de Soldados de Salamina, donde el narrador, también eufórico, en el tren de regreso después de conocer a Miralles (figura afiliativa), decide contar su historia (“allí vi de golpe mi libro, … supe que, aunque en ningún lugar de ninguna ciudad de ninguna mierda de país fuera a haber nunca una calle que llevara el nombre de Miralles, mientras yo contase su historia Miralles seguiría de algún modo viviendo …”).
Para Alberto, en cambio, El monarca no se trata de política, o al menos no es su enfoque central. Escribe:
El libro —no es novela, o llamarlo novela es perezoso— cuenta el esfuerzo por rastrear lo que queda, lo que es todavía averiguable. … Se trata … de entrar en relación con fantasmas familiares, y de enfrentar la relación con una madre anciana y cerca de su muerte. Se trata también de solucionar, literariamente, el trauma encriptado de la emigración. Y se trata de indagar, literariamente, en qué cosa sea una muerte en la flor de la vida, y si no es mejor vivir una vida larga y sencilla y poco heroica. Se trata, sobre todo, como siempre en la escritura, que es, en el mejor de los casos, interpretación de la vida en su facticidad, no en su idealidad, de solucionar problemas personales, muy al margen de su inscripción en la esfera pública, aunque por supuesto expuestos a ella.
Todo esto, me parece, es verdad; el libro, en efecto, se enfrenta a fantasmas familiares; reflexiona sobre la relación con la anciana madre; recuenta los efectos de la emigración a Catalunya y reflexiona sobre el significado de la vida a la luz de una muerte joven en batalla. Pero lo que les da peso a estos cuatro elementos, lo que hace que sean tan difíciles (y al mismo tiempo tan necesarios) de enfrentar para el narrador, no es un marco que sea pura o limpia o abstractamente personal o existencial: es la intersección de esa historia personal con un marco colectivo, histórico y político. Un marco en que las consecuencias de las decisiones y actuaciones políticas de los últimos 80 años siguen reverberando de forma muy tangible en la España actual: política, social y económicamente. Es lo que quise decir cuando decía que el problema de la filiación “pesa como una losa” sobre Cercas: el libro parece sugerir que, para avanzar en la vida individual y colectiva, nos toca asumir nuestras herencias para poder liberarnos de ellas.
En el caso de Cercas, este proceso pasa por narrar la historia de su familia, y de su tío abuelo, de forma que le permita rescatarlos como políticamente equivocados pero moralmente admirables. Pero esta distinción entre moral y política le permite no sólo narrar las peripecias de Manuel Mena en clave épica, sino, en última instancia, librarle del todo de la responsabilidad moral de su decisión política: “le engañaron haciéndole creer que defendía sus intereses cuando en realidad defendía los intereses de otros y que estaba jugándose la vida por los suyos cuando en realidad sólo estaba jugándosela por otros. Que murió por culpa de una panda de hijos de puta que envenenaban el cerebro de los niños y los mandaban al matadero”. Aquí, me parece, hay un escamoteo: en Cercas, la afectividad o sentimentalidad de la filiación asumida acaba por impedir una relación crítica (y más difícil y dolorosa) con el pasado.
Así nos topamos con la valoración más subjetiva o estética del libro, que para Alberto es “admirable” y para mí no tanto. El problema lo constituye la forma (literaria) en que Cercas se enfrenta en este libro a sus desafíos como hijo de emigrantes, como hijo de su madre, sobrino nieto de un soldado falangista y descendiente de familia franquista. Aunque esos desafíos sin duda son genuinos, no creo que la obra les haga justicia en toda su complejidad. Aquí el problema es de estilo y de encuadre. Para mí, el filtro melodramático que colorea todo el texto le quita profundidad a lo que cuenta. Literariamente, en otras palabras, el libro me suena a falso. Y en la medida en que este relato incorpora la historia, también la deja de cartón piedra.
En cierto sentido, con su texto Alberto me ofrece lo que en holandés llamamos “una galleta de mi propia masa” (een koekje van eigen deeg). Yo le di caña a Cercas; Alberto me la da a mí. Me pone “en mi lugar”, señalando a mi autosuficiencia, y censurando mi tono. Más aún, advierte que si alguna pericia tengo, es de poco fuste puesto que al fin y al cabo, me he “hecho recientemente experto en el tema”. Le agradezco que lo haga con cariño, y me lo tomo en serio. Eso sí, creo que si algo coincidimos es precisamente en un modelo crítico que apuesta por la censura pública; el “dar caña” es un tipo de argumento que inevitablemente parece resbalar hacia la crítica o el apoyo personal (se denuncia “con cariño”). Destaca, por su ausencia, otro tipo de práctica crítica, menos agresiva y competitiva o quizá menos masculina: literalmente, menos “ad hominem”.
Por lo demás —y hablando de autoridad y legitimidad: quién tiene el derecho de pronunciarse sobre un libro, un autor, un país— me parece indispensable lo que hace Moreiras: cuestionar el papel de los supuestos expertos. Es verdad que la historia del hispanismo tiene sus claroscuros, y que ciertos hispanistas todavía desempeñan un papel curioso, anacrónico, como emisores de discurso legitimador o deslegitimador en la España actual. Eso sí: es una desfachatez desvergonzada afirmar, como lo ha hecho Cercas no una sino dos veces, que “hay más de un hispanista norteamericano que hubiera preferido que nos matásemos para luego venir aquí y escribir sus libros”.
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