Equivalencia, idiomaticidad, y regionalismo: sobre Nationalism and the imagination de Gayatri Spivak. (Gerardo Muñoz)

Spivak imagination 2015En su reciente ensayo Nacionalismo y la imaginación (Seagull Books, 2015), Spivak vuelve a un tema espinoso: repensar el nacionalismo. No caben dudas que es un debate que se palpa en la política global como una de las opciones críticas ante la consumación globalizadora que pone a prueba los índices clásicos de la soberanía moderna desde los flujos del capital financiero transnacional. Del referéndum escoces a Syriza, de Podemos a la ola soberanista en España, o incluso en las retóricas teleológicas latinoamericanas han recolocado (con recortes bruscos y arabescos precarios) la pregunta por una suerte de nacionalismo de las diferencias. Claro está, ya no puede tratarse de la monumentalización del primer nacional-republicanismo decimonónico, ni tampoco de un nacionalismo ‘liberacionista’ identitario, como aquel que emergió con la fuerza de la descolonización del Tercer Mundo en la partición mundial entre Norte y Sur en plena posguerra. Todo aquello es anecdótico, y está muy bien para los libros de historia.

Este es un tema a la orden del día que se encuentra solo en los bordes del ensayo de Spivak, ya que no aparece tematizado como necesidad política, ni como intervención directa en la crisis del horizonte de la imaginación (de izquierda) contemporánea. Spivak reconoce que el nacionalismo se encuentra agotado. Pero no agotado debido a la finalización de un ciclo histórico, a una arquitectónica social específica, o un proceso acelerado de la temporalidad homogénea de la filosofía de la historia (la necesidad subalternista en cuanto límite de la extensión de la subsunción del capital sigue estando como una labor actual). Spivak es mucho más tajante con el nacionalismo soberanista, situándolo en una escena primordial de la catástrofe de violencia fundadora. A saber, una imagen de la memoria:

“Como dije, nací en Kolkata, ciudad que fue evacuado en el momento de mi nacimiento…tenía cuatro años y estas fueron mis primeras memorias. Había sangre en las calles y no digo esto en un sentido metafórico. Esas son mis primeras memorias [de la Independencia en la India]: hambruna y sangre en las calles” (Spivak 8-9) [1].

Es una temprana imagen, pero que en su singularidad textual sintomatiza la escena del nacionalismo; su violencia y despojo, su territorialidad y esquizofrénica modernización por dotar el territorio de una lengua y un pueblo, de una religión contra los “barbaros” (la expulsión codificada de los muslámenes en el diseño mismo de la partición constitucional), de un Estado de derecho como operación legalista sobre el tejido sensible de la vida y de los vivos, de quienes son reconocidos y tienen (o no) el derecho de integrar la nación.

El nacionalismo es biopolítico, si bien la biopolítica no necesita del nacionalismo (es en torno a este terreno de la pregunta por la natalidad y la ciudadanía donde el ensayo de Spivak encuentra un límite, así como un filo productivo que extiende la discusión con Arendt, Balibar, o Habermas). El nacionalismo es biopolítico también en otro sentido, quizás aún más fundamental: mientras que la democracia trabaja sobre el terreno de la vida pública (la igualdad republicano de los todos iguales ante la ley), el nacionalismo explota el lugar de los afectos de lo privado. Es ahí donde se gesta la capacidad de su seducción, así como la amalgama entre civilidad (la persona) y el pastoreo de la población, de forma que extenderíamos la analítica de los seminarios de M. Foucault a la crítica cristológica del personalismo (identitarismo).

De ahí la co-pertenencia entre nacionalismo e imaginación, ya que la primera tiene como condición la producción y retroalimentación de la segunda. El nacionalismo es el aparato ideológico de la imaginación, o recuperando el conocido dictum de ‘Can the subaltern speak?’, el dispositivo que narrativiza la historia en lógica. En un sentido biopolítico fuerte, el nacionalismo diagrama el sentido de la vida y de la muerte, porque es el suplemento de la metamorfosis de una soberanía que es pre-nacionalista (pro patria mori) [2].

Si el nacionalismo es todo esto, ¿por qué volver a él? Sin dudas no puede ser por un esencialismo estratégico geopolítico al interior de la coyuntura actual. Esto abriría un espacio aun mayor para la reproducción del identitarismo, y por extensión, de la reificación de la imaginación. La apuesta de Spivak radica en que el nacionalismo al situarse en las filigranas más íntimas de la experiencia privada, en la retirada de lo íntimo, se entra a un espacio donde la imaginación puede entenderse de otra forma. Y lo literario recoge esa experiencia que para Spivak tiene la fuerza de ‘de-transcedentalizar’ al nacionalismo. Es la forma que, a contrapelo de la literatura (o la cultura letrada), Spivak llama la “oral-formulaic”; que en lugar de estar atravesada por la secuencia temporal, tiene su lógica en la equivalencia.

Pero, ¿qué equivalencia? Spivak hace notar inmediatamente que no se trata de una equivalencia en el sentido que consagra el principio general de equivalencia de la forma-dinero y valor en Marx. El principio general de equivalencia es el fundamento del dinero como forma de intercambio (traducibilidad), y que como ha notado recientemente Jorge Dotti, la morfología que estructura la cadena equivalencial de la construcción populista en Laclau [3]. La equivalencia presupone una maquinación integral a lo familiar y a lo propio, a la homologación de las partes iguales, dejando a un lado a la diferencia (es en este preciso sentido que la transculturación, matriz del nacionalismo, no es más que el “rostro culturalista” si se quiere, de la equivalencia). La equivalencia de la oralidad formulaica, según Spivak, sería el momento del reconocimiento de las lenguas subalternas al interior del nacionalismo; una potencia interna sin traducibilidad de la transculturación como condición de la imaginación.

Esta equivalencia es una equivalencia de lo poético, entendido a la manera de Jakobson, esto es, la equivalencia de la sonoridad del poema que libera de la carga de la significación (Spivak 23). Luego Spivak da un ejemplo que demuestra que esta acepción no se organiza a partir de una ampliación por vía de la acumulación de las lenguas subalternas, como si al dotarlas de un nuevo espacio presbeico, se hiciera el trabajo de la democratización absoluta en tiempos de la mundialatinización planetaria.

Digamos que nos encontramos en un aeropuerto y escuchamos un acento autóctono sureño (digamos que de Alabama), y que estamos acompañados de una persona que no sabe la lengua (el inglés). Reconocer la equivalencia por parte de quien no sabe el inglés (quien no reconoce el sentido) sería afirmar que aquello hablado no es simplemente el “inglés”, sino una “primera lengua” a la cual yo también tengo acceso (en mi primera lengua). Es una ardua e imposible tarea. Ese reconocimiento no es un reconocimiento en la lengua maestra, ni pasa por la articulación de la transculturación, sino por una extranjería a-locacional, complemente inestable ante la producción de sentido, aunque abierta a la singularidad de mundo. A la apertura de mi mundo, solo que ahora conocido en la singularidad irreducible del otro.

La equivalencia solo puede ser entendida como equivalencia de la idiomaticidad, en la medida en que lo idiomático siempre se encuentra más allá de lo calculable y la reducción al culturalismo. No parece que Spivak esté al tanto de la crítica reciente de J.L. Nancy al ‘principio general de equivalencia’ en ensayos como La verdad de la democracia o Después de Fukushima, pero lo cierto es que la “inequivalencia del comunismo” en Nancy reaparece en Spivak bajo lo que llamo aquí la equivalencia de la idiomaticidad de una singularidad radical tras la ruina del nacionalismo y sus máquinas transculturadoras.

Pero habrían al menos dos diferencias en el ensayo de Spivak en cuanto a la organización de una crítica de todos los aparatos de la maquinación equivalencial, y que se explicitan en la última parte de su ensayo. En primer lugar, estaría una deriva de la equivalencia idiomática a una propuesta disciplinaria, en específico para el campo de Comparative Literature en su diseño específico de los estudios literarios norteamericanos (una tarea ya comenzada en Death of a discipline):

“Lo que sugiero es que el principio de equivalencia debe estar al centro del impulso comparativista. La equivalencia haría posible otra forma de medir los términos por afuera de los nacionalismos de Occidente” (Spivak 30).

En el paso a la propuesta del campo de literaturas comparadas, hay cierto gesto entregado a la pedagogía – y no en cualquier pedagogía, sino en la pedagogía de la universidad moderna y sus registros categoriales contemporáneos – que destila poder y agenciamiento de transformación por parte del Maestro iluminado por composiciones de la luz (la iluminación de las elites de Columbia, pero también la luz negra o las sombras del trabajo de Spivak con los subalternos en la India. Esta dualidad la indica la propia Spivak).

Calladamente hay una praxis que inmiscuye en las condiciones de la argumentación. Es cierto que Spivak no sustancializa una transformación a partir de esta condición pedagógica, pero al programáticamente reafirmar la equivalencia al interior de un aparato institucional del comparativismo, tomando la “creolización de las literaturas” como horizonte histórico contemporáneo, pareciera apuntar a la propia crisis interna a la universidad; ya no entre lengua escritura y oralidad, sino entre la capacidad categorial y la crisis de los relatos transculturadores en la era de la globalización financiera (Spivak 58). No es difícil percibir en la apuesta de una nueva creolizacion, el gesto de una inscripción categorial que no da cuenta, y que no puede dar cuenta, de eso que Alberto Moreiras ha llamado recientemente la maquinación universitaria, en donde se produce la repetición del concepto sin mundo, e internamente, del saber sin disciplina (o lo que es lo mismo, la intensificación de lo ya disciplinado) [4].

La segunda diferencia estaría justamente en la apuesta política de Spivak, o sea en su llamado a una nueva reconfiguración del mundo a partir de un “regionalismo crítico” que supondría la “reinvención de Estado” (Spivak 48). Pero a su vez no hay Estado aunque no esté fijado sobre el territorio y que necesite, como estudió detenidamente James C. Scott en Seeing like a State, una legibilidad locacional. (Un regionalismo crítico entendido como “atopismo sucio”, tal y como lo habría propuesto Moreiras hace ya más de una década, es inconsistente con una articulación estatal. En un segundo término, porque el neoliberalismo contemporáneo pareciera tener hoy una articulación de la forma estado para cada desplazamiento en el patrón de acumulación del capital transnacional) [5]. Por esto y más es que innegablemente la cuestión del Estado es el tema central en tensión entre movimientos sociales, comunistarismo, y Estado en América Latina desde el renewal de la Marea Rosada. Escribe Spivak:

“La reinvención de un estado cívico en el llamado Sur Global, libre de todo identitarismo nacionalista, y más cercano al regionalismo crítico, es lo que hoy aparece estar en nuestra agenda….De ahí unas breves palabras sobre que supone reinventar el Estado; palabras que pudieran orientarnos hacia un espacio fuera de las humanidades. La reestructuración económica, como la conocemos, elimina las barreras entre el espacio nacional y el capital transnacional para que un sistema de intercambio pueda ejercer circulación globalmente. Dicho en términos más simples, no debería haber ningún problema con esto. En efecto, este fue el horizonte de aquel viejo espejismo, el socialismo internacionalista” (Spivak 52).

Esta es una gran apuesta de corte geopolítico en la deriva de la matriz equivalencial de la idiomaticidad hacia un “desarrollo nómico regional”. Una gran apuesta geopolítica que vuelve a reafirmar un regionalismo crítico con el fin de recuperar las viejas alianzas del internacionalismo tercermundista, e incluso como vuelta a una escena primordial alternativa del orden global: ya no la de la sangre y los muertos del nacionalismo de la India, sino un primer momento del Bretton-Woods de Dexter-White como nomos-económico contra-hegemónico. No me parecería excesivo llamar a la apuesta de Spivak un ‘katechon transnacional, salvo que pareciera que esa apuesta la sostiene hoy mejor que nadie el Papa Francisco desde eso que Vattimo ha llamado la Iglesia como nueva Internacional Comunista. Esta nueva internacional tiene sentido hoy como agenda gestional de la pobreza, menos ligada a la distribución real de los modos de producción o a la redistribución material de la riqueza. Quizás el fin del regionalismo crítico se deba a la transformación de los grandes espacios a partir de nuevos patrones de acumulación que ha vuelto improbable instalar límites de contención y demarcaciones soberanas fuera de una lógica heterocrónica de la violencia.

Si nuestro tiempo está marcado por el post-katechon, retomando el concepto de Gareth Williams, el regionalismo crítico (como la opción geopolítica del Sur, tipo BRICS, o el Franciscanismo internacionalista) estaría muy por debajo del redistribucionismo clásico del Estado benefactor, cuya recomposición estatal regional Spivak busca instalar en la escena de una nueva equivalencia post-nacional [6]. Y convendría preguntar hasta qué punto en tiempos post-katechonticos, el principio de redistribución coincide con una forma del pastoreo neoliberal para un nuevo “pobretariado mundial”. Si bien Spivak se distancia de los movimientos de “alter-globalización” a los que llama quizás de una manera un poco intempestiva “vendedores teatrales y filántropos de la contra-globalización” (ya que no ofrecen seguridad de principio distributivo real), no menos seguro es que la apuesta de un nuevo regionalismo de las equivalencias pueda forjar un “freno” a la imparable configuración des-enfrenada del capitalismo financiero.

Atadas a ambas, hay una temporalidad y espacialización de modernización que opera tanto en la restitución de un regionalismo crítico, como en el inmanentismo contra-hegemónico de la multitud. Fuera de estas dos opciones, por momentos dispares y simétricas (que requeriría pensar más detenidamente la opción ‘des-transcedentalizar’ junto a la inmanentización), habría que afirmar otro orden de politicidad al margen de la locación, así como del privilegio afinado en la lengua como nuevo pluralismo epistémico. Dotar a la imaginación de una potencia sin configuración de orden nómico, hacia una desistencia (idiomaticidad) que, acotada al efecto equivalencial globalizador, mantiene bajo llaves ese otro lado de lo singular e indecible del mundo.

Notas.

  1. Todas las citas de Spivak son del libro Nationalism and the imagination (Seagull Books, 2015). Las traducciones al castellano son mías.
  1. Ernst Kantorowicz. “Pro Patria Mori in Medieval Political Thought”. The American Historical Review 56, No. 3 (Apr., 1951).
  1. Según Dotti, el populismo de Laclau mimetiza para la construcción política la equivalencia de la forma dinero en Marx. Ver la entrevista a Jorge Dotti en el programa Odisea Argentina: https://www.youtube.com/watch?v=boLYV9S_Hcw
  1. Alberto Moreiras. “Maquinación. Ex Universitate”.(Position Paper for University of Minnesota Workshop on Socio-Historical Approaches, In Honor of Nick Spadaccini, November 2015.)
  1. Alberto Moreiras. “Irruption and Conservation: Some conditions of Latin Americanist Critique”. The Latin American Cultural Studies Reader. Duke University Press, 2004.

6.Gareth Williams. “Decontainment: the collapse of the katechon and the end of hegemony”. The Anomie of the Earth. Duke University Press, 2015.

Maquinación. Ex Universitate. Por Alberto Moreiras.

Maquinación. Ex Universitate. (Position Paper for University of Minnesota Workshop on Socio-Historical Approaches, In Honor of Nick Spadaccini, November 2015.)

Maquinación: Renuncio a explicar el título por falta de tiempo. Pero, para anticipar lo no dicho, en la medida en que hoy ya todo es tendencialmente, con tendencia creciente, maquinación en nuestra realidad profesional, no merece la pena intentar contramaquinación alguna—no hay espacio. Lo único posible es por lo tanto, para no maquinar tontamente, como Wile E. Coyote, hacer éxodo de la maquinación.

Javier Marías cita, en su prólogo a la edición más o menos definitiva de Herrumbrosas Lanzas, de Juan Benet (Alfaguara, 1999), una carta que Benet le habría escrito el 25 de diciembre de 1986. Me gustaría que lo que sigue se oyera como transcodificable al campo intelectual del hispanismo o latinoamericanismo. La carta de Benet dice: “cada día creo menos en la estética del todo o, por decirlo de una manera muy tradicional, en la armonía del conjunto . . . ‘El asunto—o el argumento o el tema—es siempre un pretexto y si no creo en él como primera pieza jerárquica dentro de la composición narrativa es porque, cualquiera que sea, carece de expresión literaria y se formulará siempre en la modalidad del resumen . . . Pienso a veces que todas las teorías sobre el arte de la novela se tambalean cuando se considera que lo mejor de ellas son, pura y simplemente, algunos fragmentos’ . . . Los fragmentos configuran el non plus ultra del pensamiento, una especie de ionosfera con un límite constante, con todo lo mejor de la mente humana situado a la misma cota.” “Por eso te hablaba antes,” continua diciéndole Benet a Marías, “del magnetismo que ejerce esa cota y que sólo el propio autor puede saber si la ha alcanzado o no, siempre que se lo haya propuesto, pues es evidente que hay gente que aspira, sin más ni más, a conseguir la armonía del conjunto” (20-21).  La “armonía del conjunto:”  antes llamada campo profesional, hispanismo o latinoamericanismo, por ejemplo, o incluso, humanidades.

Leyendo esto hace unos días, y habiendo empezado a pensar qué convendría decir en esta reunión, en mis diez minutos, y habiéndome dado cuenta hace unos meses de todo lo que personalmente he llegado a odiar los testimonios, las confesiones, y los intentos por dar cuenta de la propia vida, se me ocurrió sin embargo que el día 25 de diciembre de 1986 yo estaba a punto de conocer por primera vez a Nick Spadaccini, en la reunión de MLA de Nueva York de ese año. No llegué en aquel momento a tener una oferta de trabajo de Minnesota, creo, o eso fue lo que se me dijo en aquel momento, porque me apresuré demasiado a aceptar una oferta de Wisconsin. Pero caí, por lo tanto, lo suficientemente cerca de Nick y del departamento de español de Minneapolis para tener una relación bastante intensa con ellos en los siguientes cinco años, desde 1987 a 1992, cuando me fui al sur y dejé de asistir a las magníficas reuniones del Midwest Modern Language Association, que fueron para mí no sólo formativas sino también momentos de intenso placer y diversión entre amigos. Nick se acordará de aquello, también Jenaro, también, por supuesto, Teresa. No sé si Nick y Jenaro saben que para entonces ya todo el mundo en MMLA estaba muy impresionado con lo que parecía una cultura institucional, en Minneapolis, mucho más cosmopolita y sofisticada de la que parecía haber en lugares como Madison o Milwaukee, Saint Louis o Iowa City. Nick y Jenaro y sus amigos—Wlad Godzich, por ejemplo, también Tom y Verena Conley—creo que inventaron el término de “turboprof:” viajes continuos, posiciones en varias universidades, y contactos con, digamos, la esfera internacional más alta del trabajo en humanidades en general nos daban a los demás la esperanza de que no teníamos que continuar hundidos en la mediocridad intelectual o la mezquindad política que suele acompañarla, lo que era, como todavía es hoy, más bien dominante en nuestro campo de estudios.

Dominante pero, aprendimos de ellos, no consustancial a él, había otra manera de vivirlo, y parece una tontería, pero creo que la gente de mi generación, los que entonces éramos jóvenes assistant professors o estudiantes, puede testificar, maldita palabra, de lo importante que fue para nosotros simplemente saber que esa posibilidad existía y podía implementarse, si no colectivamente, al menos quizá a nivel personal. Y este fue su ejemplo. Las cosas cambiaron para mí cuando me fui al sur, sin duda para mejor, porque la universidad que me contrató por entonces tenía también ese espíritu que yo conocía de Minneapolis o de la gente de Minneapolis. Madison, en cambio, no lo tenía, y recuerdo una mañana de domingo en febrero, febrero de 1991, cuando Teresa me mandó a paseo con el perro, y me llevé al perro al lago, y había nieve, y hielo, y niebla infinita, y el perro dio un tirón a su cadena y se escapó adentrándose en el lago, persiguiendo alguna liebre o zorro o vaya usted a saber. Fue entonces cuando pensé, y me vino como una epifanía en el Lago Mendota, rodeado por un blancor lechoso y frío, por un universo sin promesa, como un fragmento desnarrativizante o interruptor de la narrativa como los que menciona Benet, una especie de non-plus-ultra del pensamiento, o así vivido, que no merecía la pena vivir la propia vida queriendo otra, y estuve a punto de abandonar la profesión, hablarlo con Teresa, meter a nuestros hijos en un avión o un barco o lo que fuera, y al perro, y volvernos a España a ver qué pasaba.

Pero al poco tiempo apareció la oportunidad de regreso al sur, y supongo que olvidé mi propia intuición más bien fulgurante pero desde luego poderosa. En el sur lo importante—importante porque era o se hizo posible, por razones coyunturales, pero coyunturales quizá en un sentido fuerte, histórico—fue normalizar la capacidad de nuestros estudiantes, y la nuestra misma, para equipararla a la capacidad discursiva de otros estudiantes y colegas en otros ámbitos de las humanidades. Era por supuesto la era de la teoría, del triunfo del postestructuralismo, y la sensación de ghetto profesional en el hispanismo, endémica como todos sabemos, podía intensificarse o disminuirse, y esa alternativa pareció, en aquel momento, depender de nuestro trabajo, de la configuración misma de nuestro trabajo, no hablo de escritura o investigación, sino de nuestro trabajo institucional. ¿Iban los años noventa a ser una época de normalización discursiva para el hispanismo en el contexto interdisciplinario general? ¿O iban a constituir otra década perdida a partir de los mecanismos habituales de inercia departamental y mera atención a la autorreproducción colegiada, tendencias consueditunarias en nuestra lengua, o en el campo profesional relacionado con nuestra lengua? En la institución en la que yo estaba, rica en recursos, generosa con ellos (no es la misma cosa), y lo suficientemente abierta y flexible a nivel de estructuras como para que tanto estudiantes como colegas estuvieran siempre expuestos a la comparación, a la competencia, hacerse cargo del problema, tomar esa responsabilidad, parecía necesario y urgente.

Yo siempre supe que teníamos los días contados. Había que asumir el riesgo de muchos conflictos, departamental y extradepartamentalmente. Había que cambiar la estrategia de reclutamiento y formación de nuestros estudiantes, y eso implicaba cambiar horizontes, cambiar programas, modos de trabajo, en fin, cambios radicales de expectativa, con la consiguiente profunda alteración de lo que podemos llamar la hegemonía departamental, y desde ella la función de estudios hispánicos en la universidad misma. Todo eso, para alguien como yo, todavía un assistant professor por entonces, implicó muchas cosas, y también implicó muchos sacrificios personales, y sobre todo un enorme sacrificio de tiempo. Retrospectivamente, pero quizá siempre lo supimos, se hizo claro que nadie iba a apreciar tal cosa en la institución misma, y que incluso iba a resultar abierta y venenosamente contraproducente. Alguien tiene que ser el último de la fila en la universidad, y cuando el último se mueve de lugar eso expone a otros y los deja con el culito al aire.

(. . .)

Y ahora, y termino, es otra época. La crisis financiera de 2008 determinó un cambio en la universidad de carácter profundo, cuyas consecuencias estamos sólo empezando a notar, pero son posiblemente irreversibles. Para mí, para alguien como yo, sin prejuzgar en absoluto lo que la gente más joven puede o debe querer hacer, se ha hecho claro que sólo queda ya lo más serio, lo que quizá siempre fue lo más serio o incluso lo único serio, lo que lo explica todo, lo que explica por qué estamos aquí, aunque a veces lo olvidemos: que hay, para cada quien, un non-plus-ultra del pensamiento que es de su absoluta incumbencia y de su incondicional responsabilidad, y que hay que dedicarse a él. Aunque sea tardíamente, aunque se juegue sólo en fragmentos, y aunque nadie sino el propio autor, como dice Benet, llegue a saber si hay, en esa tarea, triunfo secreto. El público es cada vez menos importante. Por razones quizá también coyunturales, pero coyunturales en un sentido fuerte, histórico. Pensar hoy en la “armonía del conjunto,” en el hispanismo o en el latinoamericanismo, en una narrativa para el campo profesional en su conjunto, es, me parece, por lo pronto improductivo, si no terminalmente ingenuo. No puede haber ya maquinación en ese sentido, porque todo es maquinación. (No hay memoria cuando todo es memoria, no hay olvido cuando todo es olvido.)

En Country Path Conversations Heidegger habla de “la devastación” como, entre otras cosas, el robo de lo innecesario. Refiere a un diálogo chino sobre lo necesario y lo innecesario para la vida. Lo único necesario sería un palmo de tierra para plantar los pies. Pero si alguien viene y remueve toda la tierra innecesaria que rodea el necesario palmo ya no podrás nunca más dar un paso sin caerte al abismo. Esa es la universidad tendencialmente hoy, para los profesores y para los estudiantes. Veremos si esa tendencia devastadora culmina en total éxito o hay reacción contra ella. En todo caso, conviene pensar desde ahí. Ese es el lugar del pensamiento hoy, incluido el pensamiento “universitario.”  No querido, pero obligado.

Y lo que queda es refigurar nuestra vida innecesaria, nuestra vida intelectual, postuniversitariamente. La universidad ha dejado de ser, tendencialmente, es decir, es hoy imperfectamente, un espacio productivo, en la medida en que casi todo lo que es interesante, para estudiantes y profesores, debe hacerse o vivirse ex universitate, desde la universidad fuera de la universidad, al margen de la universidad. Se lo debemos a nuestros administradores, que se lo deben a nuestros políticos. ¿A quién se lo deben ellos? No a la gente.