La suspensión de la filosofía de la historia: sobre Spartakus, de Furio Jesi. (Gerardo Muñoz)

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En el apéndice que da cierre a la nueva edición de Spartakus: the symbology of revolt (Seagull Books, 2014), a cargo de Andrea Cavalletti y Alberto Toscano, Furio Jesi advierte que este manuscrito no intenta reconstruir los sucesos de la revuelta espartaquista alemana de 1919, sino ofrecer una documentación dialéctica de los sucesos a partir de figuras que explicitan la divergencia entre el tiempo del historicismo y el ascenso de la posibilidad figurativa del mito. En efecto, Spartakus es mucho más que un argumento sobre una terrible masacre de la Spartakusbund; es también una forma de intervención intelectual luego de la euforia del 68 francés, y más específicamente para Furio Jesi, se trataba de hacerse cargo del pensamiento en torno al mito y la política de su mentor Karoly Kerenyi.

Pero no se puede afirmar que la intervención de Spartakus quede restringida meramente a una polémica entre dos estudiosos de la función social del mito en el interior del “evento 68” y su posibilidad en el horizonte democrático. Este valioso ensayo, pensando y escrito a partir de inflexiones visibles con la metodología en Walter Benjamin (el montaje y la constelación) o Aby Warburg (la nachleben y la imagen en la secularización), ofrece para nosotros un importante lugar donde es posible pensar un modo de suspender el historicismo y la filosofía de la historia en diversos registros metafóricos; que incluye (aunque no se limita) a la teoría marxista aun a servicio de principios como la ‘lucha de clases’ o la ‘revolución habilitada a partir de la base economicista del valor social’. Por otro lado, Jesi confronta el principio de equivalencia del mundo ético burgués al cual define como aquel sometido a la “ley eterno del retorno” (sic), que hace posible la relativización como eje del universo intelectual burgués.

Para Jesi, la revolución como concepto fáctico de la teoría marxista se debía a ese productivismo valorativo social (espejismo de la lógica capitalista en cuanto equivalencia), y que además reproducía su misma estructura temporal; a saber, la revolución es posible en la medida en que es llevada a cabo por quienes (léase la vanguardia) son capaces de capturar y reducir una serie de principios en el presente y llevarla hacia adelante, tal y como se produce en los términos leninistas de la dictadura del proletariado.

Es imposible no ver aquí una forma consumada de la heliopolitica del historicismo, plenamente restituida al tiempo desarrollista del progreso de la historia y a la matriz del cálculo político por excelencia. En cambio, la revuelta para Jesi ofrece no otro tiempo histórico posible, sino la suspensión misma del principio de la historia en cuanto tal; siempre en retirada hacia una indeterminación espacial de una política nocturna o de la oscuridad (figura recurrente en la mitologizacion de la revuelta a lo largo de Spartakus):

“Cada revuelta puede ser descrita como una suspensión del tiempo histórico. Gran parte de aquellos que han sido parte de una revuelta comprometen su individualidad a una acción cuyas consecuencias no pueden saber o predecir. En el momento del enfrentamiento solo pocos están concientes de la concatenación de causas y efectos…en el sueño antes de la revuelta – y presumimos que la revuelta comienza en la aurora! – puede ser tan plácido como la experiencia del Príncipe Conde, sin poseer el momento paradójicamente tranquilo del enfrentamiento. En el mejor de los casos, pudiera parecer un momento de tregua para aquellos quienes han ido a dominar sin sentirse como individuos” [1].

Luego Jesi pasa a una descripción bellísima sobre la co-habitación de la ciudad que, por momentos recordando las reflexiones de Simone Weil, logra dejar atrás los efectos de la alineación moderna en el momento en que irrumpe la revuelta, puesto que aparece allí otro tiempo de relación interna. Así, la ciudad emerge no como espacio de identificación colectiva horizontal (lo cual seria una antropología de la multitud o del pueblo), sino como negatividad: una salida de la soledad hacia la entrada de un retiro hacia una noche de un Dios oculto. En este punto, para Jesi, el pensamiento político tiene su fundamento en el mito y su forma moderna de propaganda (una convergencia simbólica inaceptable para Kerenyi y que interrumpió el diálogo Jesi-Kerenyi tras el 68), y que solo puede entenderse a contrapelo de la instrumentalización de la sociedad de consumo y el espectáculo moderno.

Tendríamos que matizar también la diferencia entre el mito en el pensamiento de Jesi, y el que Schmitt abogaba en la década del treinta mientras glosaba la tesis de Sorel junto al fascismo italiano. Según Schmitt, Sorel había penetrado el momento de la nihilziacion mundial a partir de un nuevo mito de la violencia que podía, en efecto, hacerle frente al economicismo de la clase burguesa, así como al parlamentarismo democrático. Por lo que para Schmitt, el mito era el dispositivo político para la concreción de una principio de legitimidad contra la legalidad positivista.

En esa línea, Schmitt evocaba a Mussolini como forma de una nueva posibilidad de mito, por encima de la gran maquinaria del Estado moderno liberal partícipe de la distribución del valor y la neutralización de lo político [2]. Para Jesi, en cambio, la necesidad del mito nace de un exceso con lo político, así como lo político es el vacío mismo en su instanciación con el mito. Si tanto Schmitt como Jesi comparten cierto desfundamento de la ontología y representación política, la diferencia irremediable radica no en la ideología, sino en la potencia de destrucción y retirada de lo político que el segundo extrae de la lección de la revuelta como “forma pura” del poder destituyente o de la destrucción.

Es así que Jesi argumenta que la revuelta es la forma hiperbólica del mundo burgués, pero en tanto tal también la excede, ya que no busca el poder ni tampoco la aurora del mañana como consagración de la victoria. La revuelta solo puede concebirse como una interrupción de la hegemonía, o para pensarlo en términos de Sergio Villalobos-Ruminott, como una soberanía en suspenso capaz de arruinar la filosofía de la historia y su eje que sostiene la ontología del capital [3].

Es importante ver cómo, tanto Jesi como Villalobos ponen en el centro de sus proyectos el concepto de ‘suspensión’ más allá de la obvia entonación benjaminiana, para desmovilizar la filosofía de la historia como otro de los nombres corrientes de la metaforización de la máquina historicista. Y al igual que Villalobos-Ruminott en Soberanías en suspenso (La Cebra, 2014), para Jesi ese movimiento interno del pensamiento solo es posible a través del estatuto del poema, la imagen, y la literaturas como zonas donde se articula la potencia de la imaginación. Aunque lo que lo que la revuelta espartaquista es en la adjudicación de Jesi al historicismo; el Golpe de Estado de 1973 es para Villalobos en cuanto la destitución de la soberanía como principio de lo político.

Pero también es fundamental que el sentido que Furio Jesi le otorga a la revuelta no queda atrapado por las lógicas del evento – formas de soberanía invertida, como ha argumentado recientemente Villalobos-Ruminott – en donde el movimiento entre lo nominal y lo genérico estructura lo que pudiéramos llamar una antropología del nombre bajo la condición de una equivalencia dualista – entre el realismo y nominalismo – que dota las luchas de sentido en la secuencia de la Historia [4]. En el Spartakus de Jesi no trata de recomponer una “invariante de la revuelta”, sino de hilvanar algunas imágenes en la oscuridad de los sucesos sin la restitución fetichista del nombre propio del líder o de la inscripción del sitio como permanencia en la memoria. Incluso, se pudiera decir que la crítica a la memoria que aparece en los dos últimos capítulos del libro dan cuenta del desinterés de Jesi por trazar una historia general de la revueltas, así como su distancia por atender una estructura genérica del evento. En su reverso, la revuelta espartaquista es la figura que excede la política porque destruye todo historicismo (sic) , y cuyo mito solo puede encontrarse en su uso singular más allá del tiempo vulgar de todo principio de equivalencia general.

De esta manera, Jesi postula la definición de la revuelta espartaquista no solo como un exceso al mando de la forma partido, sino como una mitología a medio camino entre el eterno retorno y el de una vez por todas. La dialéctica que co-pertenece al mito y al tiempo histórico, no es la que ocurrirá con la certeza del mañana, sino la que deviene sin cálculo alguno hacia el día después de mañana. Glosando al Nietzsche de Más allá del bien y el mal, Jesi sugiere:

“Lo que tengo en mente cuando defino la revuelta espartaquista a medio camino entre el de una vez por todas y el eterno retorno – no la superposición del tiempo histórico por encima del tiempo mítico, como en el pensamiento de Mircea Eliade – sino el día antes de ayer y el día después de mañana….en lugar de asegurar la libertad como decisiva en la justificación del a estrategia de victoria, identificamos la libertad como aquello que ocurre después del día de mañana” [5].

Habría que pensar, sin buscar homologar o establecer una equivalencia, hasta que punto la indeterminación entre eterno retorno / de una vez por todas, pudiera ser contraída a la formula de el ya-siempre y no todavía que busca pensar infrapolitica como solicitación de un abandono imposible de la metaforización de la historia, tal y como ha sugerido Moreiras en una lectura reciente del seminario de Jacques Derrida sobre Heidegger y la Historia de 1964 [6].

Y no es casual que, en el momento en que aparece esta formulación en Spartakus, Jesi distinga entre mito y metafísica. Corriengiendo una rápida y equivocada yuxtaposición entre mito y metafísica, Jesi apuesta a definir la instanciacion mítica como aquella que no participa de la metasifica tal cual, sino aquella vinculada a un Dios oscuro (deus absconditus) que, antecediendo la antropología del sujeto moderno y el cogito, encuentra una morada apotropaica más allá de la separación entre muerte y vida, abriéndose hacia la supervivencia en retiro existencial irreducible a la ética o la política [7].

Si el historicismo capitalista es otro nombre para la metafísica en tanto participación de un continuo proceso de metaforizacion de la esencial transcendental del valor; entonces, solo atendiendo al mito como instancia de sobrevivencia singular puede devolver el estatuto de la finitud a la vida fuera del aura sacrificial de la militancia política, o de la promesa iluminista de la revolución comunista. Lo que esta en juego para Jesi no solo es pensar fuera de la equivalencia de la “ley del retorno” que articula el mundo burgués, sino pensar en el nachleben de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht sin subscribir las tesis del sacrificio heroico de una voluntad consumada por el “ideal político”.

De modo que si el activismo político de Luxemberg & Liebknect no es reducible a la militancia política ni al evento, ¿cómo explicar que hayan decido permanecer en Berlín sabiendo las consecuencias nefastas para sus vidas? La respuesta que desarrolla Jesi aparece en uno de los momentos más decisivos del libro, donde la escritura ha derivado hacia lúcidas glosas sobre Goethe, la novela Immensee de Theodor Storm, y el concepto de la renuncia en Kierkegaard. Conviene citar este fragmento en su integridad:

“Cuando Reinhard renuncia a la luz y espera en las sombras de la tarde, el ignora que pasará; y sin embargo una fuerza que coincide con su voluntad lo lleva a actos rituales que preceden esa invitación – la oscuridad y la soledad. Un rayo de luz de la luna se hace presente y se deja oír el eco del nombre: ‘Elizabeth!’. Voluntad y destino ya son inseparables. Es aquí donde aparece el sentido pleno de Immensee…pero, ¿qué significa renunciar? Renunciar es un gesto y en tanto tal – como diría Kierkegaard – es la realidad en términos de la forma de vida; de vida como absoluto y verdad. Esto significa que allí se abre, ante quien renuncia, el laberinto del ser. Y esto ocurre porque los que ejecutan un gesto están destinado a confrontar las ilumiacones y terrores de las epifanías de lo verdadero. El ha conseguido la verdad, pero que en tanto verdad solo puede ser como un abismo, y a su frente yace solo la nada, la oscuridad” [8].

Este momento de Immensee es hiperbólico a la renuncia de vida ante la lucha de Luxemburgo y Liebknecht. El gran gesto de la revuelta no solo aparece abstraído, entonces, al principio de la suspensión de la historia, sino en distancia próxima de un gesto singular intuido hacia la forma misma de la vida. Este gesto impolítico no solo busca su retirada en la sombra abismal de una libertad sin valor, sino que se sostiene a partir de ese estado del despertar que supone vivir en lo común de la singularidad, tal y como Jesi sugiere citando uno de los fragmentos de Heráclito hacia el final del ensayo. De esta manera, vemos que para Jesi la radicalización del mito contra la metaforizacion de la metasifica no pasa por un vórtice transcendental – tal como sucede en el pensamiento de Schmitt o en el pensamiento contemporáneo de Alain Badiou – sino en el movimiento de la vida como supervivencia, esto es, mas allá de la equivalencia en nombre de una comunidad o en su relación jurídica con la esfera del derecho.

Si decíamos que Spartakus fue un ensayo que intenta pensar la condición de posibilidad de un suceso como el 68, en diálogo cruzado con La verdad de la democracia de J.L. Nancy, Jesi pareciera sugerirnos que lo que yace en el espíritu de la revuelta es la estructura incalculable y singular de una democracia por venir. Aunque, a diferencia de Nancy, pensar la salida de la trampa de la metafísica exige que también nos detengamos en la supervivencia de los mitos en su co-pertenencia con las singularidades de la existencia.

 

 

Notas

  1. Furio Jesi. Spartakus: the symbology of revolt. New York: Seagull Books, 2014. p.52-54. Todas las traducciones al castellano de Jesi son mías.
  1. Refiero aquí al ensayo de Schmitt, “Irrational theories of the direct use of force” publicado en The crisis of parliamentary democracy (MIT, 1988).
  1. Sergio Villalobos-Ruminott. Soberanías en suspenso: imaginación y violencia en América Latina. Buenos Aires: La Cebra, 2014.
  1. Alain Badiou en “La idea del comunismo” restituye un principio equivalencia de la historia a partir de lo que Sylvain Lazarus llama una “antropología del nombre”. Por ejemplo, Badiou escribe: “¿Por qué Espartaco, Thomas Münzer, Robespierre, Toussaint-Louverture, Blanqui, Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo, Mao, Che Guevara, y tantos otros? Porque todos estos nombres simbolizan históricamente, en la forma de un individuo, de una pura singularidad del cuerpo y del pensamiento, la red a la vez rara y preciosa de las secuencias fugitivas de la política como verdad”. Lo que está en juego en el pensamiento de Badiou es la multiplicación de metáforas como nombres “alternos” (nominales) a la “Idea” del Comunismo (realismo). Le agradezco a Sam Steinberg algunas conversaciones que sostuvimos recientemente sobre Badiou y esta problemática de la lógica del nombre.
  1. Furio Jesi, Spartakus, 139.
  1. Aunque el actual trabajo de Moreiras busca pensar el problema de la “desmetaforizacion de la Historia”, ya se pueden encontrar algunas elaboraciones preliminares en su ensayo “Infrapolitical Derrida” (inédito), y en las notas en este mismo espacio tituladas “Notes on Derrida’s Heidegger: la question de L’etre et l’Historie “(June, 2014).
  1. Furio Jesi indica en otro importante pasaje del último capítulo: “…the time of myth can be said to be the house of death inasmuch as it represents the eternity with which human being is comingled. It is the deep shelter, the secret room in which the spirit draws on its reality and comes to know the archetypes, the perennial forms capable harmony between the objective and the subjective. He who suffers and finds no justification for his suffering is obviously incapable of discovering the deep and authentic face of death; he comes to a stop before the mask of pain with which despair counterfeits the reality of death” (153).
  1. Ibid., 129.

Jean-Luc Nancy’s Critique of General Equivalence: After Fukushima. (Alberto Moreiras)

The critique of general equivalence has long been a tenet of the infrapolitical project.   See below “Infrapolitical Action,” for instance. We also had a working group on “Kapital y Equivalencia” in early days, about a year ago.   It is perhaps our more explicit connection to the later work of Karl Marx, and certainly also our theoretical bid for a critique of exploitation.   But it is more than that. Jean-Luc Nancy’s recent After Fukushima. The Equivalence of Catastrophes (Fordham UP, 2015) brings the point home.

In the “Preamble” Nancy says “Marx called money a ‘general equivalent.’ It is this equivalence that is being discussed here. Not to think about it by itself, but to reflect that the regime of general equivalence henceforth virtually absorbs, well beyond the monetary or financial sphere but thanks to it and with regard to it, all the spheres of existence of humans, and along with them all things that exist” (5).   The implication is clear: if general equivalence is today the totalizing principle of life administration, a subtraction from it destroys the totality.   Hence the importance of its thematization, even if it is just a conceptual and not practical thematization. But all conceptuality is practical too, as its elaboration belongs necessarily to infrapolitical life.

Nancy wants to situate equivalence today within a catastrophic horizon. Or rather, “it is . . . equivalence that is catastrophic” (6). Not all catastrophes are the same, and we cannot compare Auschwitz to Fukushima, or global climate change to the 2008 financial crisis. However, there is a comparison to be made, since equivalence is the catastrophe. General equivalence preempts the possibility of non-comparison.

This small book, originally a lecture, is powerfully premised on the later Heidegger’s critique of the technological gigantic.   The gigantic, which takes globality as inception, is interconnectedness. But it is the interconnectedness of that which has crossed a limit: “What is common to both these names, Auschwitz and Hiroshima, is a crossing of limits—not the limits of morality, or of politics, or of humanity in the sense of a feeling for human dignity, but the limits of existence and of a world where humanity exists, that is, where it can risk sketching out, giving shape to meaning. The significance of these enterprises that overflow from war and crime is in fact every time a significance wholly included within a sphere independent of the existence of the world: the sphere of a projection of possibilities at once fantastical and technological that have their own ends, or more precisely whose ends are openly for their own proliferation, in the exponential growth of figures and powers that have value for and by themselves, indifferent to the existence of the world and of all its beings” (12).  The indifference across the limit marks a threshold.   Within the catastrophic gigantic names do not pass beyond but rather “fall below all signification. They signify an annihilation of meaning” (13).

Not all catastrophes are the same, but the inevitability of catastrophic comparison based on equivalence turns the principle of equivalence into the principle of the annihilation of meaning.   Within the principle of general equivalence all words and all bodies fall below signification.   Calculability fights the incommensurable, which alone grants meaning. “Forces fight each other and compensate for each other, substitute for each other. Once we have replaced the given, nonproduced forces (the ones we used to call ‘natural,’ like wind and muscle) with produced forces (steam, electricity, the atom), we have entered into a general configuration where the forces of production of other forces and the other forces of production or action share a close symbiosis, a generalized interconnection that seems to make inevitable an unlimited development of all forces and all their interactions, retroactions, excitations, attractions, and repulsions that, finally, act as incessant recursions of the same to the same. From action to reaction, there is no rapport or relation: There is connection, concord and discord, going and coming, but no relation if what we call ‘relation’ always involves the incommensurable, that which makes one in the relationship absolutely not equivalent to the other” (26).

Not just Auschwitz and Hiroshima calculate, not just Fukushima and the 2008 financial crisis are the results of catastrophic calculation. We live our entire lives, increasingly, with little margin, within a horizon of exhaustive calculability.   Even hegemony theory is little more than a methodology for political calculability at the service of an administration of the republic.   Even research today, at the university, is nothing but accumulation and quantification. Even our facebook posts are produced, or not, according to the number of projected “likes.”   Could we change our lives in favor of the incommensurable? “[The incommensurable] opens onto the absolute distance and difference of what is other—not only the other human person but also what is other than human: animal, vegetable, mineral, divine” (27).

For Marx of course the pure technology of calculation is money. “By designating money as general equivalence, Marx uttered more than the principle of mercantile exchange: He uttered the principle of a general reabsorption of all possible values into this value that defines equivalence, exchangeability, or convertibility of all products and all forces of production” (31).   So we calculate the incalculable.   If my post has less ‘likes’ than yours, we calculate respective values on the basis of the principle of equivalence. If your book sells more than mine, I calculate as well, and my resentment is based on a calculus that throws a deficit that happens to be mine.   “The incalculable is calculated as general equivalence. This also means that the incalculable is the calculation itself, that of money and at the same time, by a profound solidarity, that of ends and means, that of ends without end, that of producers and products, that of technologies and profits, that of profits and creations, and so on” (32).

But—and this marks our difference from Marx and any marxism—breaking away from general equivalence means abandoning the calculations of production.   There was no production at the beginning, and there can be no production at the end. There can be no demystification of production for the sake of a proper communist production—production is always necessarily its own mystification.   The real movement of things may be a movement of production, yet that is the movement that infrapolitics brackets and refuses. “The possibility of representing a ‘total’ human, free from alienation, emancipated from all natural, economic, and ideological subjection, has faded away in the very progress of general equivalence becoming the equivalence and interconnection of all goals and possibilities” (33). “This condition imposed on our thinking surpasses greatly what we sometimes call ‘a crisis of civilization.’ This is not a crisis we can cure by means of this same civilization. This condition algo goes beyond what is sometimes called a ‘change of civilization’: We do not decide on such a change; we cannot aim for it since we cannot outline the goal to be reached” (35).

So what is there to do?   Short of giving ourselves over to thoroughly accomplished general equivalence since there does not seem to be any other thing to do? What is there to do in order to suspend the sway of general equivalence, in order to subtract from the totalizing principle of civilizational life?

We call it infrapolitics, Nancy doesn’t.   But he says something we can use: “I can . . . assert that no option will make us emerge from the endless equivalence of ends and means if we do not emerge from finality itself—from aiming, from planning, and projectins a future in general” (37).   The difference between general equivalence and its critique emerges here as the very difference between politics and infrapolitics.

Infrapolitics would then be “the care for the approach of singular presence” (40).   Nancy refers to persons and moments, places, gestures, times, words, clouds, plants.   When they come, they come incommensurably.

Nancy’s “communism of nonequivalence” is our infrapolitics, where “democracy should be thought of starting only from the equality of incommensurables: absolute and irreducible singulars that are not individuals or social groups but sudden appearances, arrivals and departures, voices, tones—here and now, every instant” (41).

Like my encounter today in the aisle of the supermarket.   Moving, unforgettable, secret, and absolutely nonequivalent.

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“Infrapolitical Action: The Truth of Democracy at the End of General Equivalence”

I. Extroduction

Jean-Luc Nancy refers to general equivalence, in his short book La communauté affrontée (2001), a bit counterintuitively: “What arrives to us is an exhaustion of the thought of the One and of a unique destination of the world: it exhausts itself in a unique absence of destination, in an unlimited expansion of the principle of general equivalence, or rather, by counterblow, in the violent convulsions that reaffirm the all-powerfulness and all-presentiality of a One that has become, or has again become, its own monstrosity” (12). Only a few pages later he speaks about the increasing “inequality of the world to itself,” which produces a growing impossibility for it to endow itself with “sense, value, or truth.” The world thus precipitously drops into “a general equivalence that progressively becomes civilization as a work of death;” “And there is no other form in the horizon, either new or old” (15). If the loss of value organizes general equivalence, it is the general equivalence of the nothing. Nancy is talking about nihilism in a way that resonates with the end of Martin Heidegger’s essay “The Age of the World Picture,” where Heidegger discusses “the gigantic” as the culmination of modern civilization in order to say that quantitative-representational technology can also produce its own form of greatness. It is at the extreme point of the gigantic that general calculability, or general equivalence, projects an “invisible shadow” of incalculability (“This incalculability becomes the invisible shadow cast over all things when man has become the subiectum and world has become picture” [Heidegger 72)]). Heidegger’s invisible shadow could be compared with Nancy’s hint of “an obscure sense, not a darkened sense but a sense whose element is the obscure” (20). Let me risk the thought that this obscure sense, as the invisible shadow of an undestined world, is for Nancy the wager of a radical abandonment of the neoliberal world-image, a notion that has become commonplace in political discourse today. But we do not know towards what yet—the invisible shadow within nihilism that projects an obscure sense out of nihilism is a political alogon whose function remains subversive, but whose sense remains elusive.

In The Truth of Democracy (2008) Nancy says that, in 1968, “something in history was about to overcome, overflow, or derail” the principal course of the political struggles of the period (15). This statement is probably not meant to be understood as springing from any kind of empirical analysis. Rather, the book makes clear that “something in history” is precisely the truth of history, understood as the epochal truth of history along classically Heideggerian lines (“Metaphysics grounds an age in that, through a particular interpretation of beings and through a particular comprehension of truth, it provides that age with the ground of its essential shape. This ground comprehensively governs all decisions distinctive of the age” [Heidegger, “Age” 57). There was a truth that the Europeans, for instance, could only obscurely perceive under the veil of a “deception,” and such a truth is, for Nancy, the truth of democracy that titles his book. My contention is that Nancy’s insistence on that truth of history, or truth of democracy, preserves a Hegelian-Kojèvian position that Nancy proceeds to overdetermine from a critique of nihilism. In other words, for Nancy, a truth of history was about to overcome and derail the main course of political struggles from the left in 1968, and it was the event of true democracy, only accessible on the basis of an opening to an epochal mutation of thought whose necessary condition would have been, would be, the renunciation of the principle of the general equivalence of things, infrastructurally represented by the Marxian Gemeinwesen, money, as the unity of value and as generic unity of valuation. The truth withdrawn under the veil of disappointment is the possibility of overcoming the nihilism of equivalence. Such is the modification Nancy imposes on the Kojévian thematics of the end of history, which now becomes understandable as the history of nihilism. Against it Nancy wants to offer a new metaphysics of democracy. Nancy’s understanding of democracy coincides with his “obscure sense” of the incalculable. In this essay, I will try to explain it, first, and then raise a question at the end.

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