Posdata a la discusión sobre Javier Cercas. Por Alberto Moreiras.

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De nuevo sin ánimo de rasparle las plumas a nadie, y ya no en referencia a la reseña de Sebastiaan comentada abajo, sino en referencia más bien a diversos comentarios en redes sociales, y a lo que se trasluce en ellos de una especie de funesto espíritu de época que empieza a diseñar un nuevo conformismo tan banal como cualquier otro, me parece hiperviolento, aunque también ridículo, considerar que a Javier Cercas convenga atacarle porque escribe en El País o porque ha jurado algún tipo de fidelidad a un ideario de PRISA.   Hasta ahí podíamos llegar: a condenar a una persona porque acepta seguir colaborando en un periódico de gran difusión y prestigio histórico donde lleva ya colaborando veinte años o por ahí, y a permitir que tal hecho, dado nuestro desagrado o rechazo por la línea editorial de tal periódico en el momento presente, afecte nuestro juicio sobre su capacidad literaria o su calidad como persona o lo determine directamente. La cosa clama particularmente al cielo porque resucita viejos vicios de la izquierda de siempre, que uno, quizá ilusamente, creía que habían quedado ya en la basura de la historia. Pero no, siempre hay recalcitrantes recicladores de basura ideológica. Así que Javier Cercas colabora frecuentemente en El País—y en lugar de pensar que eso significa que aun en El País se mantiene cierta pluralidad, aunque se mantenga solo nominalmente y dada la fama de alguien que le da prestigio a El País en lugar de recibirlo de él, se piensa que eso hace al colaborador no solo cómplice de lo peor sino monigote digno de emplumamiento y diana de todos los desprecios.

La gente tiene mala memoria, y de eso no hay que sorprenderse (yo también la tengo, cada vez peor: antes era buena). Pero bastaría releer un artículo publicado hace algunos años ni más ni menos que por Gregorio Marañón y Beltrán de Lys, miembro del consejo de administración de PRISA, y desde luego miembro influyente en la élite política y social española, para ver cómo es falso que el pensamiento político de Javier Cercas se atenga y se haya atenido siempre a la línea editorial del periódico. El artículo puede verse aquí: http://elpais.com/diario/2010/06/28/opinion/1277676011_850215.html. De todas formas, insisto en que no es una línea de indagación que a mí me convenza—no conviene descalificar a nadie por sus ideas políticas excepto en el mero terreno de las ideas políticas. Si usted es un fiero anarquista que hace música, más vale que cuando haga música le respeten la música al margen de su anarquismo, porque me imagino que es muy pobre alegría, y patética, que se la celebren por el anarquismo mismo.   Excepto que ya sabemos que hay muchos tan pobres de ideas que solo las tienen políticas, cuando son ideas, que ya es algo, en lugar de meras opiniones.

No es verdad, pura y simplemente, que Cercas sea un vendido a la línea editorial de El País, ni tampoco un vendido a la línea espiritual de ese otro centro de conspiradores llamado El Régimen del 78.   Esas son tonterías buenas quizá para elevar los niveles de audiencia de algún programa de televisión de cadena subalterna, pero no deberíamos tomarlas en serio.   Por otro lado todos sus lectores saben que Cercas tiene ideas políticas claramente de izquierdas, aunque no coincidan aquí o allá con la escrupulosa piedad del momento, y es injusto y vergonzoso decir que se acerca a la ultraderecha, que es contrarrevolucionario, o que es una especie de criptofascista al que le hubiera gustado poder afiliarse a la Falange de la primera época. Esto no es más que una cadena de injurias sin fundamento alguno—excepto en el poco vistoso odio de los que las enuncian.

Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con cualquier cosa que diga Cercas o cualquier otro, pero esa no es una buena razón para ninguna descalificación ni ataque ad hominem. Lo que importa de Cercas, lo que lo hace una persona importante para muchos, y también para mí, es su literatura.  Curioso que sean algunos de los mismos que hace pocos años abominaban de la calificación de cualquier cosa artística como buena o mala–elitismo burgués, decían, canonización del gusto de la élite, decían–los que ahora apelen a tales calificativos para insistir en que Cercas, uno de los escritores que más claramente han marcado la literatura española reciente, sea “malo.”

Pero esa es todavía una discusión perfectamente legítima al menos: si su literatura es buena o mala.  Yo pienso que es buena la literatura que me da ganas de escribir sobre ella.  La de Cercas siempre lo hace, desde el primero al último de sus libros.

 

 

La desvergüenza de Sebastiaan Faber. Sobre su reseña a El monarca de las sombras, de Javier Cercas. Por Alberto Moreiras.

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Tuve la desgracia de que cayera en mis manos el artículo de Sebastiaan Faber, “La vergüenza de Javier Cercas” (La marea.com, 21 de marzo 2017, 1-6) cuando no había hecho más que empezar a leer El monarca de las sombras. Y lo digo con todos mis respetos y cariño a Sebastiaan, pero no voy a negar una voluntad polémica con él, al menos un serio desacuerdo (que por supuesto espero que no llegue a enfado por su parte), porque el artículo contaminó totalmente el resto de mi lectura de Monarca, que me pasé deseando no haberlo leído. Uno se educó o lo educaron en la idea de que, en cuanto a libros, más vale juzgarlos por sí mismos, por lo que dicen y lo que cuentan y cómo lo hacen.   Y en la de que las buenas reseñas son las que ayudan a entender lo que el libro dice, y cómo podría haberlo dicho mejor, o peor, o haber dicho alguna otra cosa. Pero no es el caso para Faber. Lo que más le preocupa a Faber, quien, como algunos otros, supongo que siguiéndole la pista a gente como Gregorio Morán o Ignacio Sánchez-Cuenca, se ha hecho recientemente experto en el tema, es, literalmente, “el lugar que ocupa Cercas en la esfera pública española” (2). Resulta que hoy a los intelectuales o a los artistas o a los historiadores, por lo menos a los españoles, hay que interrogarlos en relación con el lugar que ocupan o quieren ocupar en la esfera pública española. Es una nueva—pero no tan nueva—modalidad de la crítica castiza. En realidad es la más castiza de las críticas.

Lo bueno es ser de Podemos y no ser de “la casta,” y todo lo demás es sospechoso, para el crítico au courant, o directamente malo.   Ser independentista no está mal tampoco. O uno puede ser un fiero partidario de la memoria histórica. Y parece ser que Cercas no es de Podemos y aun encima es de la casta, más o menos, no del todo tampoco, y ni independentista ni (por lo que se ve, aunque no me cuadre) demasiado aficionado a hurgar en ciertas cosas. Dice Faber, porque yo no sé, a mí no me consta (yo leo libros, pero no leo tantas entrevistas ni tantas columnas de periódicos, al menos no españolas, y tampoco veo la televisión de allí). Dice Faber: “llama la atención que Cercas, como intelectual público, se alinee menos con colegas de su propia quinta que con algunos destacados miembros de una generación mayor . . . Son los que, como él, defienden los principios que conformaron la Transición así como su plasmación práctica” y cometen algunas otras torpezas (2).   En fin, son estas cosas, supongo, las que, en el muro de facebook de Faber, llevaron a otros expertos a dedicarle a Cercas apelativos como el de “ultraderechista” o “contrarrevolucionario.”   Sin justicia.

Y supongo que entonces decidí yo, que resulta que también soy de Podemos, pero errejonista, y que no soy de la casta en la medida en que llevo treinta y tantos años fuera de España, aunque tampoco sea independentista, ni etcétera, escribir esta nota. Para tratar de restablecer mi propio entendimiento del libro de Cercas por encima de todo este ruido “político,” por llamarlo de alguna manera. (Y lo hago con dudas, porque la noción de “política” debería atenerse a otras cosas, o deberíamos preferir que lo hiciera).  Y para expresar mi desacuerdo con una forma de crítica que quizás tenga más que ver con facebook, es decir, con el facilismo de la acusación y la descalificación rápida, buscando complicidades inmediatas, que con el trabajo meditado de una práctica hermenéutica a la que todavía deberíamos atenernos cuando tratamos de dar cuenta de un texto.

El pobre Cercas es después acusado de ser hegemónico sin hegemonía, un mero aspirante, lo peor, alguacil alguacilado: “la voz de Cercas como intelectual público se hace eco de la hegemonía cultural representada por sus mayores” pero “en el campo más estrictamente literario su obra no llega a ser hegemónica del todo” (2).   Algunos se burlan y lo critican, dice Faber, aunque los hispanistas en general se esfuerzan por escribir sobre él.   Ello ha llevado a Cercas, dice Faber, a tener “conciencia” de su “deficiencia de capital cultural,” y a tratar de incorporarla “indirectamente” en sus libros.   De alguna forma esto debe ser mala cosa—incorporar en la propia escritura la traza de su inseguridad, de su incertidumbre, de su debilidad—o sin duda lo es para los que están muy ciertos y se sienten suficientemente seguros, con toda suficiencia, de su capital cultural y de su falta de carencias. Faber, cuya posición de enunciación es desde luego suficiente y auto-suficiente, no ve esta estrategia, a la que llama “retórica,” de ninguna manera como un aceptable mecanismo autocrítico o metaliterario, sino que prefiere entenderla como una trampa apotropaica cuyo sentido es solo rechazar preventivamente la crítica de otros. Pero ¿por qué? ¿Con qué derecho darle a todo, o a algo, su peor lectura posible?

La acusación que hace Faber es doble: como consecuencia, Cercas es ambiguo “en el sentido más estrictamente político” (3), no se sabe dónde anda, no se aclara, no hace profesión de fe, no dice ni señala, no habla con franqueza, más bien oculta, con sus juegos de espejos, sus inversiones narrativas y sus metacomentarios, y uno, confundido, no puede ya saber a qué carta quedarse. Y, para solucionar ese problema, Cercas se convierte en un moralista cuya escritura termina siempre por aleccionar al lector sobre “cuál es la postura apropiada que nos toca adoptar frente a un pasado complejo, conflictivo y traumático como es el pasado reciente español” (3).   Moralismo y ambigüedad son efectivamente mala cosa, recetas para ser una buena sabandija, aunque yo no puedo sino pensar que ambas acusaciones son de alguna manera contradictorias. Quizá, por lo tanto, por pura melancolía ante la contradicción, todo ello conduce a “una visión desencantada de España” (3), otra vez mala cosa en la medida en que no ayuda a la construcción del añorado sujeto nacional-popular que ansían las corrientes más románticas de Podemos. Pero es fácil darle la vuelta a esto. La ambigüedad responde a la ambigüedad del problema, y es la que destruye el moralismo.   Y el moralismo es solo estrategia salvaje para confundir al lector demasiado cierto de sí mismo, al lector sabelotodo que siempre de antemano ha apostado ya a la carta ganadora, con respecto de la cual, sin embargo, a otros nos cabe expresar ciertos reparos desencantados.

La crítica de Faber, que se ha atenido hasta ahora al llamado “lugar en la esfera pública,” aunque sin demasiadas precisiones, se hace rápidamente ad hominem sin vergüenza alguna. Cercas tiene, dice Faber, “un problema de filiación” (3). A Faber le parece mejor des-filiarse si uno tiene un pasado franquista, es decir, un pasado familiar franquista, para así poder tranquilamente a-filiarse a otras ideas y a otras propuestas de futuro.   Pero con El monarca de las sombras Cercas se vuelve a “colocar, voluntariamente, las esposas filiativas, movido por lo que siente como una imperiosa necesidad: reconciliarse de lleno, y en público, con su propia genealogía franquista” (4). El problema filiativo de Cercas sería que en esta “nueva novela” (pero no es una novela) no hay catarsis, sino vergüenza, la vergüenza de “los orígenes políticos de [su] familia” (4).   No hay catarsis, entonces, sino, dice descaradamente Faber, “una salida del armario” (4), es decir, insólito juicio, Cercas estaría asumiendo su propia filiación franquista con orgullo en El monarca de las sombras. Este problema de la filiación, que pesa, dice Faber, “como una losa,” es lo que vincularía a Cercas a los intelectuales de la Transición, obligándolos a todos a borrar el pasado o desprenderse de él, en lugar de imitar a los sanos individuos del “movimiento de la memoria,” que, “en vez de rechazar todo legado del pasado,” buscarían “reestablecer una relación afectiva con él, concretamente con la República y la memoria de las víctimas, que son vistas como fuente de inspiración cívica” (5).   Faber concluye su disquisición acusando a Cercas de estar en la misma onda de personajes como Geert Wilders o Frauke Petry, para quienes también la filiación nacional derechista es fuente de orgullo y lugar de enunciación cuasi-fascista. Y también es fácil darle la vuelta a esto: no es filiación sino exorcismo lo que está en juego, y radicalmente, por la derecha y por la izquierda. La izquierda debería darle la bienvenida a esto, para no convertirse en una mera versión invertida—contrahegemónica—de la derecha.   Viejo problema.

Hasta aquí Faber, a quien he dejado despacharse mucho quizá con mal criterio. Faber consigue insultar con condescendencia y admirable aplomo a Cercas a varios niveles: al nivel político y al nivel personal. Y de forma que a mí me parecería hiriente si fuera yo la diana de la crítica. No me he referido, sin embargo, al nivel literario, sobre el que Faber hace nada más que consideraciones sumarias, mediante resúmenes apresurados y citas elegidas que en realidad no se enteran de la novela (pero no es eso) ni ponen en juego en profundidad alguna lo que hay en ella.   No parece que le importe mucho.  Y a mí todo eso me parece francamente mal. Como no me gusta la moralina política—de la que hay una buena medida en Faber, como el lector habrá ya podido percibir—no voy a aleccionar a nadie y prefiero limitarme a expresar mi desacuerdo frontal con todo ello, y no porque tenga que llevar el agua a ningún molino personal mío: conozco a Cercas, pero poco, apenas he conversado con él algunas horas en mi vida. No sé de su política. La historia que cuenta El monarca de las sombras—al fin y al cabo, lo que debería importarle a un lector del libro que se tome el libro más en serio que su firma—apenas tiene algo que ver—solo superficialmente—con todo eso que dice Faber. Y llegado a este punto pienso ya que es mejor recomendarle al lector que lea el libro, y que no se fíe de estas letras, al fin y al cabo solo una entrada de blog, para poder por lo tanto recomendarle con la misma soltura que no lea tampoco las letras de Faber.   Solo distraerán su lectura, y la llevarán por mal camino. Y así yo concluyo rápido.

El monarca de las sombras cuenta la historia de un pariente que murió en la guerra, en el frente del Ebro, en 1938, luchando como alférez provisional con las tropas rebeldes.   El pariente, Manuel Mena, murió demasiado joven, a los diecinueve años, y no hay por lo tanto demasiado material ni de archivo ni de memoria para reconstruir su vida, ni siquiera para entender sus últimas peripecias—irse a la guerra como falangista voluntario, acabar como oficial en un tabor de Regulares de Ifni, ser herido cinco veces, morir en un hospital de campaña. El libro—no es novela, o llamarlo novela es perezoso—cuenta el esfuerzo por rastrear lo que queda, lo que es todavía averiguable.   Y eso se hace no por voluntad hegemónica, no por vergüenza ni orgullo, no por memoria ni olvido, no por ambigüedad ni moralismo, no por ultraderechismo, y desde luego tampoco por capricho sentimental.   Se trata más bien de entrar en relación con fantasmas familiares, y de enfrentar la relación con una madre anciana y cerca de su muerte. Se trata también de solucionar, literariamente, el trauma encriptado de la emigración. Y se trata de indagar, literariamente, en qué cosa sea una muerte en la flor de la vida, y si no es mejor vivir una vida larga y sencilla y poco heroica. Se trata, sobre todo, como siempre en la escritura, que es, en el mejor de los casos, interpretación de la vida en su facticidad, no en su idealidad, de solucionar problemas personales, muy al margen de su inscripción en la esfera pública, aunque por supuesto expuestos a ella.   Y es en última instancia esa voluntad de exposición autográfica–metida, necesariamente, en la historia de España, pues en ella nació Cercas–la que hace de este libro una obra admirable, y ciertamente única, excepto por alguna otra obra del mismo Cercas, como El impostor, en el panorama narrativo en español de los últimos muchos años. Dice Cercas: “Pensé que para contar la historia de Manuel Mena debía contar mi propia historia; o, dicho de otro modo, pensé que para escribir un libro sobre Manuel Mena debía desdoblarme: debía contar por un lado una historia, la historia de Manuel Mena, y contarla igual que la contaría un historiador, con el desapego y la distancia y el escrúpulo de veracidad de un historiador, ateniéndome a los hechos estrictos y desdeñando la leyenda y el fantaseo y la libertad del literato, como si yo no fuese quien soy sino otra persona; y, por otro lado, debía contar no una historia sino la historia de una historia, es decir, la historia de cómo y por qué llegué a contar la historia de Manuel Mena a pesar de que no quería contarla ni asumirla ni airearla, a pesar de que durante toda mi vida creí haberme hecho escritor precisamente para no escribir la historia de Manuel Mena” (Cercas, 273-74).   La extraordinaria pericia técnica con la que se hace todo eso no puede cegar los ojos a una verdad de escritura que ninguna (falsa) politización debería obviar: el que escribe para no escribir tiene que acabar escribiendo lo que lo elude a riesgo de perder su escritura.  Claro, es difícil, y quizá no todos entiendan. El precio puede tener que ser soportar lecturas como la de Faber. Dicho con todo cariño a Faber, que en su artículo no es solo que se equivocara: se pasó cuatro pueblos.