¿Comunismo o infrapolítica? Comentario a La vraie vie de Alain Badiou (París: Fayard, 2016). Por Alberto Moreiras.

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“et, en compagnie de l´humanité tout entière, inventer les étapes de la symbolisation égalitaire” (54)

En el primer ensayo, el filósofo tiene setenta y nueve años, se siente viejo, y quiere hablarles a los jóvenes. Son dos errancias, la errancia de los que tienen delante de sí un destino confuso, cruzado de pulsión de muerte, habitado sólo por la proliferación de placeres sin sentido, consumista, vacío, “suspendido en lo inmediato del tiempo” (16) (cuya alternativa sólo para un cierto porcentaje es “encontrar un buen lugar en el orden social existente” [17]), y la errancia sin errancia de los viejos sin autoridad, condenados a esperar su segunda muerte (pues la primera muerte es la de la vejez sin más) en morideros medicalizados.   De la conjunción de ambas errancias sale, dice Badiou, una “idea militante” (34): una alianza, “contra los adultos de hoy” (34), a favor de la verdadera vida, una alianza propiamente filosófica, pues “la filosofía, su tema, es la verdadera vida” (14).

La crisis hoy no es la crisis del capitalismo financiero, sino la gran crisis simbólica, preparada desde el Renacimiento, que consuma la salida de la modernidad, y que se consuma en un principio general de equivalencia a cargo del dinero. Esta “crisis gigantesca de la organización simbólica de la humanidad” (43) no tiene precedente, aunque esté muy precisamente anunciada por Marx y Engels en su Manifiesto comunista.   Nuestro mundo es el mundo de las aguas heladas del cálculo egoísta, con respecto del cual hay tres reacciones: la “apología ilimitada del capitalismo” (45), “el deseo reactivo de un retorno a la simbolización tradicional, jerárquica” (46), o el deseo comunista, que postula la invención de una nueva “simbolización igualitaria” (47).   El conflicto real—por oposición a las falsas contradicciones, o contradicciones secundarias, entre partidarios del capitalismo o reaccionarios arcádicos, o entre opciones de gestión del capitalismo ilimitado dentro de una democracia liberal en sí desbordada por la muerte de la simbolización–es el conflicto entre el deseo comunista—la simbolización igualitaria—y “la visión a-simbólica del capitalismo occidental, que crea desigualdades monstruosas y errancias patógenas” (47). Para el viejo filósofo, ahí, en la invención de eso que se puede o podrá hacer, la construcción de una “nueva idea de la vida colectiva” (51), está “la verdadera vida, situada más allá de la neutralidad mercantil, y más allá de las viejas lunas jerárquicas” (52)—también más allá de la línea de encuentro entre los que no tienen nada que perder, pues han perdido ya su tiempo, y los que lo tienen todo que perder, puesto que tienen todavía tiempo. El comunismo, es decir, la simbolización igualitaria (el comunismo no tiene otra marca en este texto que la simbolización igualitaria de la humanidad entera), es la salida positiva del nihilismo planetario impuesto por el dinero como principio general de equivalencia y único referente universal: un desideratum.

Pero ¿cómo se trama o tramaría tal simbolización igualitaria? ¿Por dónde empezar a pensar una situación que, desde nuestro presente, no encuentra de sí más que la traza de una idea, ni siquiera un enunciado? No es cuestión de política, dice Badiou sin decirlo, en los dos ensayos que siguen al primero, sino que cabe antes concebir la verdadera vida, y eso no puede hacerse de cualquier manera, sino que se hace desde al menos dos posiciones, “según lo que sea una muchacha o un muchacho” (117).

El segundo ensayo se ocupa con cierta rudeza de los muchachos.   Los muchachos, destinados en la sociedad tradicional a ser hombres en el cumplimiento de ciertos rituales iniciáticos cuya función es la asunción del Nombre del Padre siguiendo la estructura dialéctica explicitada por Freud (en Totem y tabú y Moisés y el monoteísmo), tienen hoy mala estrella, como no podría ser menos desde la hipótesis de que la muerte de la simbolización tradicional, del orden de la Ley, impone “un pensamiento de la verdad desgajado de toda trascendencia. El Dios está realmente muerto. Y como el Dios está muerto, el Uno absoluto del cierre masculino no puede ya regir la organización total del pensamiento simbólico y filosófico” (114). Queda a lo sumo un “cristianismo sin Dios. Cristianismo porque es el hijo el que es promovido como nuevo héroe de la aventura que, en la modernidad mercantil, no es sino moda, consumo y representación, todos atributos nativos de la juventud. Pero sin Dios, lo que quiere decir sin orden simbólico verdadero, porque si los hijos reinan, es sólo sobre lo aparente” (64).   El mito freudiano se liquida en una escansión sin fundación, “abocada a la repetición, y así gobernada en definitiva por la pulsión de muerte” (66).   Ya no hay ascensión del hijo, hay sólo caída del padre.

La iniciación del muchacho es sólo una iniciación al mercado, “a la circulación de los objetos y a la vana comunicación de signos e imágenes” (68).   Es una iniciación sin iniciación, una iniciación vacía que no logra la entrada del muchacho en la hombría sino que lo reduce a la adolescencia perpetua. Para ella detecta Badiou tres posibilidades: el “cuerpo pervertido,” que es un cuerpo sin sujeto, un cuerpo sostenido en la repetición inerte, un cuerpo sin idea (69-70); el “cuerpo sacrificado,” que es el cuerpo que busca con desespero un retorno a la tradición, que busca librarse del cuerpo pervertido en el abrazo mortífero de la Ley y que encuentra su única subjetivación imposible en el martirio (70); y el “cuerpo merecedor,” el cuerpo medio del que tiene mérito o hace méritos, el cuerpo que abraza la equivalencia general como su única ley posible, vendiéndose en el mercado al precio adecuado (71). Estas tres figuras o tipos de cuerpos marcan lo que llama Badiou “el hijo desiniciado” (73).   El muchacho confrontado con su desiniciación terminal sólo podría acogerse a una nueva práctica de verdad, según las modalidades badiouanas: el cuerpo pervertido encontraría su rescate en el amor, como el cuerpo sacrificado podría optar por una política del no-poder, como el cuerpo merecedor podría salir de sí mismo en la invención intelectual, en la ciencia o en el arte.   Pero no sabemos cómo: sólo queremos creerlo, o le damos fe en la justa medida en que la filosofía no puede aspirar a otra función que la de ayudar a la verdadera vida, y eso implica postular que la filosofía puede “ayudar a que la cuestión del hijo, sustraída a la tipología de los tres cuerpos, sea restituida a las verdades” (80-81). No me parece un estado de cosas particularmente prometedor, a pesar de que la alternativa es la resignación a que los muchachos no puedan en el futuro hacer otra cosa que ocuparse del “servicio de los bienes,” en la expresión lacaniana, sin poder acceder por ello a subjetividad alguna.

Las muchachas son tratadas, interesantemente, con mayor simpatía a la larga. Pero no sin un nuevo ejercicio de destrucción previa: si para los muchachos el fin de la iniciación entrañaba la inmovilidad de la adolescencia infinita, para las muchachas “la ausencia de separación exterior [en el pasado función de la mediación masculina en el matrimonio] entre hija y mujer, entre hija joven y mujer madre, entraña la construcción inmanente de una feminidad que llamaremos prematura” (90). La muchacha es hoy siempre de antemano mujer, prematuramente.   Recordemos que el fin de la simbolización condena a la vida a ser vida sin idea (el imperativo del capitalismo contemporáneo es para Badiou: “!Vive sin idea!” [96]): los jóvenes machos están entregados a una vida estúpida, cifrable en la “adolescencia consumista y competitiva eterna” (94). A las mujeres la estupidez les adviene de otro modo: “por la imposibilidad de ser muchachas, de estar en la gloria de ser muchachas, y por un hacerse-mujer prematuro que orienta el cinismo del devenir social” (94-5). En estas circunstancias cabe exagerar un poco y presentar al mundo como “una tropa de adolescentes estúpidos dirigidos por mujeres carreristas y hábiles” (96).   Pero las cosas no terminan ahí en el análisis de Badiou.

Sobre la mujer se opera hoy una extraordinaria presión: “El capitalismo contemporáneo demanda, y terminará por exigir, que las mujeres tomen sobre sí la forma nueva del Uno que este capitalismo busca para sustituir al Uno del poder simbólico, para sustituir al poder legítimo y religioso del Nombre del Padre” (107).   Ese nuevo Uno es el Uno del capitalismo competitivo y consumista, para el que los muchachos-hombres, es decir, los hombres-muchachos, sólo pueden ofrecer un ansia precaria y lúdica. La demanda a las mujeres es que ofrezcan, que tomen sobre sí ofrecer, “una versión dura, madura, seria, legal y punitiva” de tal nuevo Uno: “Por eso existe todo un feminismo burgués y dominador,” dice Badiou, cuya reivindicación no es crear un mundo nuevo, “sino librar el mundo tal como es al poder de las mujeres” (107).   En frase provocativa dice Badiou que es en ese sentido que las mujeres constituyen hoy “el ejército de reserva del capitalismo triunfante” (108).

En esas circunstancias, con mujeres cuyo Uno es infinita y crecientemente más sólido que el de los hombres, ¿por qué no empezar a prever la desaparición del sexo masculino? ¿Para qué serviría concebiblemente este último—sólo función de zángano o de su equivalente hormiguero, en un mundo técnico que puede suplirla con creces?   Pero Badiou piensa que también en el caso de las mujeres es posible a la vez aceptar su destrucción como entidades tradicionales sin aceptar necesariamente su nueva función como ejército de reserva del capital (112). También aquí es posible imaginar una interrupción de la pulsión de muerte. Para ello hay que ligar también lo femenino, “por primera vez,” dice Badiou (113), a un “gesto filosófico,” en la medida en que no podría ser un mero gesto “ni biológico ni social ni jurídico” (113).   Badiou dice que él “les [da su] confianza, absolutamente” (115) para “devenir la nueva mujer” (115) que pueda entregarse, en su abrazo de las cuatro verdades (amorosa, política, científica, artística), a una nueva producción simbólica, a una “nueva simbolización universal” que tendría que ser comunista, pues aquí concluye el tercer ensayo, y con él el librito.

Y no nos deja mucho más sabios, a pesar del brillo indudable de sus especulaciones. En el primer ensayo, Badiou propone un compromiso militante a favor de la idea de una nueva simbolización igualitaria sin especificarla en modo alguno; en el segundo, una destrucción de la diferencia sexual tradicional, que continua en el tercero, y que se resuelve en una cuestión de fe optimista sobre la capacidad de todos los jóvenes, de uno u otro sexo, para abrazar una nueva dispensación de verdades.   Sólo podemos suponer que tal nueva dispensación, regulada por una perspectiva anti-tradicional, así antijerárquica, sólo puede ser igualitaria. Pero ni siquiera sabemos si la nueva simbolización universal sería todavía una inversión del principio general de equivalencia en cuanto dinero hacia un principio general de equivalencia en cuanto verdad.   El comunismo de Badiou, basado en la producción de una Idea, es todavía un comunismo de la equivalencia, y su simbolización igualitaria reduce la diferencia, empezando por la diferencia sexual, hacia su disolución en lo común.   Quizá la destrucción de Badiou no llega lo suficientemente lejos.  Quizá él también cae en la pulsión de muerte.

Para Badiou la filosofía es, o busca, la vida verdadera. Uno no puede dejar de pensar en la definición que el joven Heidegger propone de la filosofía en su ensayo sobre Aristóteles de 1922. Allí Heidegger dice que la filosofía es “fundamentalmente atea” (367) en la precisa medida en que se ocupa de la vida fáctica, y que trata de buscar su destrucción a favor de un concepto de existencia (367).[1]   La filosofía es “simplemente la interpretación explícita de la vida fáctica” (369), pero es una interpretación orientada: “La existencia se hace inteligible sólo en el hacerse cuestionable la facticidad, esto es, en la destrucción concreta de la facticidad con respecto a sus motivos para el movimiento, con respecto a sus direcciones, y con respecto a sus disponibilidades deliberadas” (366). También ahí busca Heidegger entender la filosofía como vida verdadera, como iniciación a la vida verdadera. La destrucción concreta de la facticidad desde el intento de analizar, en cada caso, las condiciones concretas del tiempo de cada uno, del tiempo histórico de cada uno, sólo puede hacerse a partir del existente singular, pues la vida fáctica es en cada caso la vida fáctica del individuo. La hermenéutica filosófica de Heidegger, como la de Badiou, se aparta de Dios y abandona el Nombre del Padre como ser arcóntico y garante del edificio simbólico.   Y también remite fundamentalmente a la historia y a la historia del presente sobre la base de abrir otra historia: “la idea misma de facticidad implica que sólo la facticidad eigentlich—entendida en el sentido literal de la palabra: la facticidad de cada uno–, esto es, la facticidad del tiempo de uno y de la generación de uno, es el objeto genuino de la indagación” (369). Pero, para Heidegger, “la hermenéutica sólo puede llevar a cabo su tarea en el sendero de la destrucción” (371). Quizás aquí está la diferencia fundamental entre los dos proyectos.  Quizá sólo parezca que la diferencia podría estar en la apelación universal de Badiou contra la apelación al existente singular en Heidegger.

La destrucción abre el camino hacia una metaforización alternativa, hacia una nueva simbolización del mundo, y radical y necesariamente igualitaria, en la medida en que toda existencia es siempre en cada caso la propia, y nadie tiene el derecho de intervenir en la de otro.   Se trata, sin embargo, de una igualdad no equivalencial a la que nadie podría darle de antemano el nombre de comunismo sin someter previamente el comunismo mismo a su destrucción necesaria. No puede haber vida verdadera sin destrucción infrapolítica, no puede haber destrucción infrapolítica desde la postulación ideática de un comunismo universal de la equivalencia.   Aunque, si el comunismo es sólo una nueva simbolización igualitaria, contra el agotamiento del mundo tradicional en la salida de la modernidad y el cierre técnico del mundo, entonces comunismo, infrapolítica, e incluso hermenéutica existencial coinciden. Habría que verlo, en el sendero de la necesaria destrucción de las palabras cargadas de historia, y tratando de evitar toda pulsión de muerte, o de mantenerla a distancia.

PS: Se me dice que el texto de arriba no establece con claridad que el comunismo de Badiou haya de ser forzosamente un “comunismo equivalencial.” Es verdad, pero en ausencia de una especificación clara por parte de Badiou, no podemos sino dejarlo estar. Esa derivación no es arbitraria: es consecuencia necesaria de la ausencia de toda relación crítica (destructiva) explícita con la herencia comunista. Badiou, que en cierto sentido no para de hablar de comunismo, no se molesta en realidad en hablar de comunismo, lo da por supuesto, naturalizándolo como la cosa más obvia del mundo. Esa piedad no puede menos que vincular el comunismo de Badiou, y cualquier otro comunismo que no pase por la destrucción de la ontología heredada, al principio de equivalencia, en el que ser es producción, y la producción garantiza cambiabilidad y sustitutabilidad. Por eso digo que el problema de Badiou es que su destrucción–en este texto sintomatizada en el análisis de la diferencia sexual, pero también confiada a “creer” en la “fuerza natural” y el buen espíritu de los chicos y las chicas del futuro–está muy lejos de ir lo suficientemente lejos.

La ontología produccionista no caracteriza solamente a Badiou, en ausencia de su destrucción explícita, sino a toda la modernidad, incluyendo a Marx (basta ver la primera línea de los Grundrisse, si no todo lo demás.) Tantos años después, sin destrucción de la ontología cualquier apelación al comunismo como idea platónica permanece ciega y vacía—de nuevo, no es caprichosa esta afirmación, sólo consistente con la historia de la reflexión filosófica, y política, del siglo XX. De la misma forma no podríamos sin más tomarnos en serio una apelación a Dios sin comprometer en ella toda la historia del cristianismo. Los mantras no funcionan bien, aunque puedan tener una función propagandística, etc.

Si “comunismo,” en su acepción estrecha (esta sí, arbitraria o caprichosa o demasiado política), sólo remitiera a la simbolización igualitaria, podemos empezar a hablar. Pero para mí no está en absoluto claro que Badiou no sea un pensador del principio de equivalencia–no lo acuso de ello, digo que si no se aclara no podemos sino pensarlo. En el texto sobre Deleuze, Clamor, dice enfáticamente que su intento es continuar la ontología metafísica en su versión platónica, saltándose explícitamente la destrucción heideggeriana. Esas cosas tienen sus implicaciones.

La mathesis universalis es un momento central en la construcción del produccionismo metafísico, por ende en la equivalencia funcional de todos los objetos respecto del sujeto, y de todos los sujetos desde el acontecimiento arcóntico de verdad. Eso no se lo salta un mustang texano.

La verdad, como ha dicho Badiou cientos de veces, es producción de verdad. Y el sujeto es sometimiento al proceso productivo. De ahí, todos los sujetos son equivalentes, excepto los sujetos oscuros, mal subjetivados, que son el enemigo necesario.

No podemos cifrar la tarea del pensamiento en la ingeniería produccionista que afirma la necesidad de “construcción,” es decir, de producción, de un “sujeto,” es decir, de un individuo subjetivado en su verdad militante, “comunista,” es decir, igualitario en general, sin más precisiones. La discusión en todo caso empieza y no termina ahí.

(Para mí lo que está realmente en juego no es la idea del comunismo, tan largo me lo fiáis, sino la determinación de qué puede ser el pensamiento hoy: Badiou dice, “es la vida verdadera.” Sí, pero en qué términos? Coincide la vida verdadera con la producción de un nuevo sujeto afincado en la subjetivación comunista? Yo no lo puedo creer. Tampoco desecharlo del todo, porque a la infrapolítica sí que le interesa fundamentalmente la “simbolización igualitaria.” Pero hay mucho más en juego, que la palabra “comunismo” usada como martillo oculta y desfigura.)

 

[1] Martin Heidegger, “Phenomenological Interpretations with Respect to Aristotle: Indication of the Hermeneutical Situation.” Man and World 25 (1992): 355-93.