Me alegra seguir el ejemplo de Gerardo Muñoz y escribir unas palabras de reconocimiento al importante libro de José Luis Villacañas sobre populismo. Como Gerardo ya ha hecho (ver más abajo en el blog) un análisis temático del libro, eso me permite a mí aprovecharme de su trabajo y concentrarme sólo en algunos puntos especiales. Debo decir de entrada, para preparar mi propia reflexión, que, a pesar de que la elegancia intelectual y personal de José Luis le lleva en las primeras páginas a resaltar la complejidad práctico-teórica del populismo, y así su dignidad intelectual, como opción política para el presente, su ensayo es, a mi juicio, una demolición sistemática y total del fenómeno, sin concesiones de ninguna clase. Cada uno tiene sus preferencias personales, pero hay que notar que es difícil, tras la lectura, sustraerse a la idea de que el populismo es política para idiotas. Y todavía más difícil encontrar formas de articular un desacuerdo con tan severo dictamen.
Villacañas escribe su libro en un momento especialmente grave de la política española, cruzada, como él mismo expone, por un desgaste de carácter fundamental en tres niveles—crisis económica, crisis institucional y crisis de representación política—que amenaza con convertirse en crisis orgánica (“Un paso en falso, solo uno, y desde luego los éxitos históricos de la España contemporánea pueden verse comprometidos” [122]). No hace falta ser un lince para entender que el libro no se postula sólo como un acto académico ni meramente reflexivo, sino que tiene una intencionalidad política de primer orden, y quizá dominante. Pero el libro lo escribe no un cascarrabias del 78 sino alguien que ha apoyado en los últimos tiempos frecuente, grande y entusiastamente la posible renovación política española representada por Podemos. Muchos se rascarán el cácumen con perplejidad: ¿cómo este hombre se permite tan fieros denuestos contra el populismo si sus simpatías políticas están con el partido de Pablo Iglesias? ¿No es cierto acaso que la mayor parte de los defensores académicos de la línea política de Podemos lo hacen precisamente desde el populismo, desde posiciones pro-populistas, desde posiciones que apoyan sin renuencia alguna a los máximos teóricos del populismo, en el mejor de los casos a los buenos, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y a su escuela, y en otros casos también a los mediocres, que son los tantos citados y recitados en los artículos que uno va leyendo sobre la llamada “latinoamericanización” de la Europa del Sur (¡pero no es eso!), las decolonialidades pendientes en España (tampoco), los poderes duales, y las virtudes infinitas del comunitarismo universal, para no hablar de los identitarismos endémicos que son como el cola-cao de la joven izquierda descerebrada (y descerebrada históricamente, no vayan a pensar que este es un insulto caprichoso y trivial, por razones que Villacañas expone y analiza persuasivamente en su libro)?
Pero, cabalmente, esa es la intencionalidad política real de su libro: a favor de una renovación radical de la política española, a favor de una sucesión política efectiva, y sin embargo en guardia contra lo que en esa renovación y sucesión puede convertirse en catastrófico, puesto que no hay garantía de que no vaya a ser así. Hay que leer, por ejemplo, con cuidado el siguiente párrafo: “Las demandas de las mareas sociales en defensa de la educación, de la sanidad, de las mujeres, de los homosexuales, de los ecologistas, de los dependientes, de los desahuciados, de los afectados por la hepatitis, todas eran demandas sectoriales. No fueron equivalenciales. Tenían detrás colectivos de profesionales, intereses parciales, no reclamos populistas. Es verdad que había un denominador común: los unía un gobierno que se empeñaba en una agenda torpe e inviable, que desconocía la realidad social de un país que deseaba ofrecer a minorías instaladas en estilos e ideas muy atrasadas respecto a las clases medias españolas. Pero todas esas demandas no forjaron un reclamo populista. Todavía estaban guiadas por una aspiración moderna de dotarse de instituciones eficaces, públicas, funcionales, solidarias. Se veía todo el esquema neoliberal más bien como una regresión que conectaba con los profundos estados carenciales de las instituciones predemocráticas españolas” (118).
El uso dominante del imperfecto en la cita, sin duda escogido e intencionado, comunica implícitamente el temor de que ya no sea así, de que las demandas sectoriales del 15-M hayan evolucionado hoy, en manos del partido que se autodenomina su consecuencia política crucial, y de su máximo líder, hacia demandas equivalenciales características de un populismo en construcción, dedicado a la formación hegemónica y dedicado a la toma del poder por la vía más rápida posible. Si, como dice Bécquer Seguín en “Podemos and Its Critics” (Radical Philosophy 193 [2015]), Podemos es hoy un partido cuyo horizonte ideológico está repartido entre un neo-gramscianismo y un neo-leninismo, pero ambos vaciados de su sentido marxista y renovados en el sentido de una retorización dominantemente populista, la preocupación transparente en Villacañas es la de reforzar, dentro de tal partido, las tendencias abiertamente ni neo-gramscianas ni neo-leninistas. La opción favorecida por Villacañas es en realidad una opción presente en Podemos, en alguno de sus máximos dirigentes, y es todavía incierta su materialización efectiva: el republicanismo democrático, él mismo de vieja raigambre y que incluye desde luego a Karl Marx si no precisamente al marxismo histórico entre sus defensores.
Me permito un ejemplo entre tantos que, en su ambigüedad, justifica la alarma y la crítica. En el artículo publicado ayer por Pablo Iglesias en El País, que conviene entender como un esfuerzo mediático por deshacer cierta torpeza retórica cometida en el faux pas de su primera propuesta de un gobierno de coalición a Pedro Sánchez, “El gobierno del cambio” (26 de enero, 2016), dice Iglesias: “Sabemos . . . que la mejor vacuna contra la traición, las filtraciones falsas y el doble juego es hacer a los ciudadanos testigos de lo que se dice y se hace. Por eso hemos invitado a Sánchez a un diálogo público y abierto a la ciudadanía, sin perjuicio de las reuniones que deban tenerse. En las reuniones se fija el texto de los acuerdos que después deben hacerse públicos, pero en los diálogos públicos se contrastan propuestas y argumentos.” Así que las conversaciones políticas ya no son, según Iglesias, conversaciones, sino que asumen más bien la forma de gritos en el mercado, y esos gritos son los que salvan al lenguaje de caer arteramente bajo la traición y el doble juego. No creo que haya que darle a estas frases un papel demasiado ejemplar, en la misma medida en que son frases defensivas, pero tampoco hay que desoírlas: la espectacularización de la política, y del lenguaje político, es un rasgo tan ampliamente populista como abiertamente antirrepublicano. Estamos, en principio, servidos. “Nadie está en condiciones de saber cuáles serán los frutos de las políticas educativas, culturales, familiares y económicas que se han impulsado en los cuarenta primeros años de nuestra práctica democrática española ni los retos que podrá encarar la sociedad que el régimen democrático nacional-liberal español ha configurado. Pero ya es una mala señal que no tengamos garantía alguna de que un correcto republicanismo cívico pueda ganar la partida al cortocircuito de alianzas que el neoliberalismo teje con el populismo” (114). ¿Cómo es esto último?
Como el liberalismo, el populismo no reconoce contenidos vinculantes y es por lo tanto abiertamente contracomunitario. El populismo ha asumido desde ya su punto de partida nihilista, o nihílico en la palabra de Felipe Martínez Marzoa. El populismo no parte de contenidos sustanciales ni afirma la esencialidad de ningún pueblo. El populismo, más bien, se esfuerza permanentemente por construir un pueblo, por construir una noción de comunidad, y por rechazar por lo tanto la herencia nihílica a favor de su conjuración afectiva. Así, desde una situación de partida que comparte con el liberalismo, el populismo se ofrece como su precisa o imprecisa alternativa. El libro se concentra en definir apretadamente los rasgos fundamentales de la posición populista desde su mejor formulación teórica, que es la elaborada por Ernesto Laclau en La razón populista. Los rasgos mínimos que detecta Villacañas, y que permiten por lo tanto una definición inicialmente apropiada de populismo, pueden resumirse en la siguiente cita: “el pueblo es una comunidad construida mediante una operación hegemónica basada en el conflicto, que diferencia en el seno de una unidad nacional o estatal entre amigos/enemigos como salida a la anomia política y fundación de un nuevo orden” (22). Los rasgos fundamentales son pues no sólo los definidos por Yannis Stavrakakis y su grupo de Salónica: la creación de un antagonismo y la invocación tendencialmente inclusiva de un “nosotros;” sino que en Villacañas incluyen un tercer rasgo, a saber, la intención de construcción comunitaria en recurso hegemónico fundacional: “esto significa que el populismo trata de transformar la sociedad de masas en comunidad políticamente operativa. Su problema es cómo hacerlo” (36).
La voluntad de creación comunitaria, en recurso hegemónico por lo demás, significa que el populismo se articula como movilización permanente. “Es un proceso en movimiento,” dice Villacañas. El populismo es movilización, y en cuanto movilización es también movilización post-crisis: una vez arruinadas las bases operativas de algún sistema social, el populismo se instala en el vacío, como respuesta a él, y moviliza lo social a favor de una invención retórica: Villacañas cita a Laclau, “La construcción política del pueblo es esencialmente catacrética” (43), se instala en el lugar de un vacío. “Se trata de crear instituciones nuevas mediante un poder constituyente nuevo” (64). Para ello, el populismo necesita de otra función estructural que es para Villacañas sine qua non: la función del líder carismático, soporte afectivo de los procesos de identificación libidinal sin los cuales no podría consolidarse construcción retórica alguna. El líder es el representante sustancial, es decir, la encarnación simbólica de las demandas equivalenciales. Pero es un líder peculiar, pues su función consiste sólo en representar, y no en cumplir, tales demandas. Villacañas es rotundo: “El líder populista no atiende demandas insatisfechas, lo que Weber llamaba ‘intereses materiales de las masas.’ Eso haría del líder populista un constructor institucional, lo que llevaría a una disolución de la formación populista” (73-74). Con ello, el fin político del populismo lo predispone (o lo apresta) a una movilización permanente, incesante, ajena a cualquier normalización. Y esta es en el fondo la condena a mi parecer más dañina de la efectividad política del populismo en Villacañas: “lo decisivo es que el populismo asume como principal objetivo el mantener las condiciones de posibilidad de las que brotó” (79); “En lugar de usar el poder para superar la crisis y recomponer la atención a demandas parciales, usa el poder para perpetuar la crisis institucional, generando en la formación del pueblo el muro de contención del desorden que él mismo ayuda a mantener” (83). Pero esto significa que la desmovilización populista es necesariamente traición, y así en rigor que no puede darse la desmovilización populista. El populismo es un movimiento que no aspira a su cumplimiento, o más bien un movimiento cuyo cumplimiento es su misma permanencia efectiva como movimiento. Y es esto lo que lo hace política para idiotas (agitados).
No necesariamente de idiotas, claro, sino para idiotas. El papel del líder—por lo tanto, también de aquellos que amparan al líder en cuanto líder, la intelligentsia del partido que es en todo populismo soberana–es entender demasiado bien que no hay ya diferenciación institucional posible, que no hay por lo tanto complejidades sectoriales que abastecer. El papel del líder es buscar, en todo momento, la reducción y simplificación de la política a mecanismos de identificación imaginaria, que sostengan el deseo comunitario: “Todo lo que el populismo dice de la trama equivalencial tiene como supuesto el abandono de la tarea de singularización que suponemos prometida por la existencia de la inteligencia en nosotros” (94). ¿Cómo habríamos llegado a tal cosa, y llamarlo renovación? Villacañas dedica algunas de sus mejores páginas a explicitar por qué el populismo es consecuencia directa de la devastación orgánica a la que el neoliberalismo somete lo social: “Cuanto más triunfe el neoliberalismo como régimen social, más probabilidades tiene el populismo de triunfar como régimen político” (99). Si ambos son espejos mutuos, el populismo se convierte en una amenaza perpetua, de carácter siempre reactivo, a la sociedad neoliberal que facilita su alza.
La esperanza de que el republicanismo democrático se imponga en España contra la tentación populista—ya algo más que tentación en Cataluña—no queda enunciada más que como esperanza en este libro. No es este un libro optimista, aunque los que conocen la labor periodística de Villacañas no habrán dejado de percibir un optimismo real en sus artículos. Aquí, sin embargo, la denuncia del populismo, como posibilidad no ya implícita en el curso de los tiempos, sino semiconsumada o en ciernes de hacerlo (no hay que pensar sólo en el todavía indeciso Podemos, sino en tantos otros de los fenómenos criptopopulistas que se desatan todos los días en las periferias y márgenes de la política real en casi todos los ámbitos de la contestación política en España) encuentra su colofón en la siguiente frase: “Si bien la crisis española no es todavía orgánica, podría serlo. Y el populismo tiene puesta su mirada en este horizonte” (119). El populismo emerge en este libro como una maldición contingente, pero se trata de una contingencia frente a la que no es dado hacer mucho en el corto plazo. Sólo esperar que no se cumpla del todo, o, en todo caso, y esa puede ser la tarea política real de la generación presente, luchar por su desmovilización efectiva. Me pregunto si el republicanismo en España no capitalizará su verdadera promesa en el “día después” de alguna pesadilla populista generalizada de la que quizá sea ya demasiado tarde para librarse.