Paz en Cataluña.

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Dicen que la paz social no es sino olvido o disimulación de un conflicto siempre latente, y que el conflicto es primario. Dicen que la política es siempre anestésica de un conflicto o de muchos conflictos que, desatados, resultarían en violencia mayor, violencia abierta. Dicen que, por lo tanto, la política efectiva, en cuanto gestión de conflictos, solo debe entenderse como violencia menor, violencia vivible.   El problema surge cuando dos entendimientos directamente enfrentados de la acción política–no la acción política en general, sino la acción política concreta–llegan a tomar preponderancia. En ese caso, que es el caso actual en España, las condiciones para la violencia mayor están dadas y son quizá imparables. No debemos engañarnos: el estado actual del conflicto en Cataluña es anuncio de violencia mayor. El estado actual del conflicto en Cataluña es sin duda, como algunos han querido que fuera, el fin, simbólico de momento pero pronto real, del llamado régimen del 78 y marca el inicio de una incierta etapa de inestabilidad que puede llevarse por delante no sólo a España como país, desde luego también a Cataluña, o antes a Cataluña que a la totalidad de España, sino también al proyecto de unificación europeo.   Cabe recordar el letrero que el protagonista de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, el cónsul Geoffrey Firmin, ve para su horror profundo en un parque mexicano al final de la novela: “¿Le gusta este jardín? Es suyo. Evite que sus hijos lo destruyan.”   Se está haciendo estúpidamente tarde en España para tal evitamiento, y me temo que el lunes 16 de octubre, es decir, pasado mañana, solo abrevie el plazo que resta hasta el principio de la catástrofe real.

¿En qué nombre? Pongamos que hubo en algún momento legitimidad incontestable a la demanda de mayor autogobierno y de ventajas fiscales para Cataluña. Pero lo que está en juego ya hace mucho que dejó de vincularse a esa legitimidad posible. La avidez pseudorrevolucionaria de algunos (pseudorrevolucionaria porque no sabrían qué hacer, no tendrían ni idea, con una revolución entre las manos) pretende que un triunfo resonante del nacionalismo independentista (supongo que la pretensión de un independentismo no nacionalista ya está revelada como el cuento que siempre fue) consumaría en el despliegue histórico-práctico una especie de paraíso terrestre en el noreste español o ex-español, mientras que otros se limitan a afirmar su creencia objetivamente supremacista de que basta con librarse ya de los “españoles” para lograr la virtud, y es todo lo que quieren: eso les basta. Otros piensan, solo o además, que el mal real en Cataluña es una presencia impuesta por los malos españoles que lo controlan todo, y así la sustracción de todo ello dejará males muy menores con los que se podrá lidiar con facilidad desde una supuestamente nueva hegemonía social.   La gran ventaja, quizá también para ellos mismos, y así para todos, sería, por supuesto, que, de darse la improbable independencia, por lo menos uno quedaría a salvo de tanta monserga insufrible, que ya no habría que escuchar más.  ¿Cabe pensar que todo esto sea no más que un gigantesco malentendido, que los catalanes estén simplemente reaccionando a un supuesto desamor del que quieren librarse ya, igual que los otros españoles reaccionarían por despecho ante el visible rechazo?   Hay gente que piensa eso.  Yo no estoy entre ellos.

Me he pasado en Cataluña, concretamente en Barcelona, más años de los que he pasado en ninguna parte de España con la excepción de Galicia, donde nací. Allí estudié mi licenciatura y allí tuve mis primeros trabajos asalariados.  Allí me enamoré para siempre.  Estuve empadronado en Barcelona hasta que mi larga residencia en el extranjero me obligó a reempadronarme en el consulado de turno. Allí voté mis primeras veces.  Y no he cesado de volver, casi todos los años, a Barcelona, y ha habido veranos pasados en la Costa Brava, con mi familia, con mi mujer y mis hijos, con mi padre que vino a estar con nosotros.   Tengo muertos en Cataluña.  El catalán es una de las lenguas habituales en mi casa.  Por lo tanto llevo a Cataluña en mí, muy dentro, y lo que está pasando me produce un fuerte desgarro que, por supuesto, no puedo ni comparar a lo que les estará pasando a tantos que viven todavía en Cataluña y que no han querido ser embaucados por lo que ha venido a llamarse el “relato” independentista.

Ahora bien, esto del “relato” es en sí una trampa. ¿De qué relato se habla? ¿Del relato que hace de Cataluña una región irredenta y sometida a un estado español nunca querido desde hace más de quinientos años? Para no meternos en complicaciones imposibles, prefiero acotar el “relato” a lo que se relata en cuanto a la opresión y daño hecho por España a la Cataluña posterior a 1978. Y ese, no tengo reparo en decirlo, es un relato mentiroso y embaucador, tramposo, mírese por donde se mire.   Hay una situación fáctica, que es un Estado cuyos supuestos básicos están determinados por la Constitución aceptada por todos desde la facticidad misma, y no había otra. Ese Estado ha sido abierta y consensuadamente organizado en torno a una amplia división de poderes, aunque inevitablemente habrá siempre mayores o menores demandas y resistencias según los partidos de turno.  Más allá del Estado, y de la legalidad que no puede saltarse pero que se ha saltado, en Cataluña ha sido siempre muy claro, desde luego desde los años setenta, si no antes, que la hegemonía social era catalana y catalanista, y que el poder social no dependía en manera o modo alguno del Estado español o de sus supuestos largos dedos o arteras costumbres. La pretensión de una España opresora de una Cataluña sufriente, fuera del juego político habitual en democracias liberales, no puede en verdad sostenerse en relación con los últimos cuarenta años, y de relatos quiliásticos y victimistas en relación con la totalidad de los tiempos estamos más que hartos.  Cuando Mas le dijo a Rajoy que se atuviera a las consecuencias de una negativa a ampliar ventajas fiscales para Cataluña, clara amenaza, todo fue ya cuestión de sumar agravios para embarcarnos a todos en un camino altamente peligroso.  El movimiento resuelto hacia la independencia lo inicia el Gobierno catalán, y por eso él es el principal responsable, al margen de que ha habido graves torpezas políticas por todos lados en los últimos cinco años.

Pasé en Cataluña mis años de estudio universitario, los años de la llamada transición, del 74 al 81. Siempre supe, en aquellos años, que mi posición social real (dejaré al margen a mis amigos y a mi familia política, naturalmente) era la de un forastero solo más o menos bienvenido, así me lo hicieron notar, por ejemplo, mis profesores universitarios, y que, para conseguir una vida plausible en la sociedad catalana, había que pagar un peaje que excedía el aprendizaje de la lengua.   El contraste con lo que podía sentirse en Madrid o quizá en cualquier otra región española (con la excepción del País Vasco, me dicen, aunque yo no tengo experiencia directa), más francamente hospitalarias en un sentido primario y sencillo, era notable, pero era un contraste que uno aceptaba.   Ya se sabía: Cataluña era Cataluña y Barcelona era Barcelona, y amarlas, amar su lengua, su cultura, su tierra y su mar, su gente, su cocina, era apañarse con todo lo demás, con la diferencia catalana, grande, interesante, divertida, que tampoco hacía la vida cotidiana tan incómoda, se aguantaba, era un poco raro, se notaba a veces, podía tener consecuencias no del todo simpáticas (cuando, por ejemplo, el nieto de un famoso pintor mallorquín le preguntó a un amigo mío en un bar, hablando de mí, a quien acababa de ser presentado, ¿quién es este xarnego de mierda?), pero uno ya sabía.   Y quizá haya fuertes razones históricas para que esto sea y haya sido así, más allá del franquismo y más allá de la sospecha de que cualquiera que viniese en esos años de plomo del oeste de Lleida o del sur de Tarragona hablando en castellano era potencialmente un peligro para la herencia ancestral.   No lo dudo ni las juzgo. Había una particularidad catalana fuerte con la que había que pechar sin mayores reproches si uno no quería por otra parte tener que renunciar a su propia particularidad.  Esa particularidad catalana hacía demandas, demandas que eran personales pero también sociales, y eran demandas más rotundas y distintas a las que podía sentir un forastero en Galicia o en Madrid o en Sevilla o en Asturias.  Daban la oportunidad de elegir, o incluso conminaban a elegir después de un cierto tiempo.   Y uno elegía, qué remedio, y eso marcaba vidas, y a lo mejor no pasaba nada o a lo mejor sí, y muchos encontraron su felicidad en ello. Y nadie era directamente responsable, la historia quizá, y me atrevo a pensar que era así no solo para mí sino para tantos como yo, para todos y cada uno de los que eligieron Barcelona como lugar de residencia temporal durante todos esos años–justamente esos años que ahora, inevitablemente, mueren.

(Y en Cataluña aquel capullo de los años setenta me pudo llamar xarnego, y a lo mejor todavía les pasa hoy a otros, o a los niños en los colegios, crece el odio y el desprecio o crece el resentimiento, crece la estupidez, pero los no catalanes en España son también responsables: cuántos catalanes no han sido insultados y humillados en los últimos años en los taxis, bares, hoteles cuando viajan por España, en cuanto catalanes, por serlo.  Quizá les pasó a los vascos en otro tiempo.  Esa mezquindad torpe y palurda, la del desprecio al otro por ser diferente, española o catalana, no puede perdonarse, ni en un lugar ni en otro, ni de unos ni de otros.  No sería fácil, imagino, saber si hay más desprecio por lo español castizo en Cataluña o en España por lo catalanista en estos momentos, pero conviene decir, escribiendo en español, que los catalanes no son los que más insultan, y que no vale, en estas cuestiones, tirar la piedra, esconder la mano y luego dolerse de lo que otros hacen como resultado.  En qué medida el independentismo sea consecuencia de un desprecio percibido es algo que nunca sabremos, pero no debemos dudar de que sea un factor importante sobre el que siempre se puede hacer algo positivo, renunciando a ese desprecio.)

No me preocupa tanto la muerte de una época–el pasado pasa. Y no prejuzgo el futuro. Lo que me preocupa es lo que veo como el muy difícil acomodo de tantos como yo, de tantos que, queriendo vivir en Cataluña como ciudadanos iguales, con plenos derechos, y dispuestos a aceptar o incluso adoptar en lo que se pudiera una diferencia catalana, por incómoda que resultase (había que hablar la lengua, claro, pero había también que aceptar hasta cierto punto un relato problemático e incierto, había que cumplir ritos, decir cosas o callar otras, o no hacerlo y asumir la condición permanente de forastero), en la misma medida en que no estábamos dispuestos a renunciar a la nuestra propia–yo quería seguir siendo gallego y español tan clara o tenuemente como ya lo era, faltaba más, cuando vivía en Barcelona, y nadie me convenció nunca de que tal pretensión fuera vergonzosa–, ahora ya no tendrán a qué carta quedarse, las cosas se han complicado, ya no podrán reconciliarse fácilmente con una situación que los excluye como los conciudadanos reales que habían creído ser; una situación que crea una divisoria ideológica explícita y quizás insalvable en la sociedad catalana, entre los catalanes de verdad y los que Forcadell llamó súbditos y otros llaman traidores, quizás latente por muchos años, pero ahora demasiado dolorosamente patente.  Y el problema para ellos está abierto, y no hace falta esperar a que se declare y triunfe o fracase la independencia.  Ahora hay que asentir o callar, callar o doblarse, para que la igualdad no se tambalee, para que no haya bronca, o largarse y no volver, o esperar a que todo cambie, y aguantar, y esa es mala cosa.  Lo que en principio no era más que un conflicto político acaba envenenando condiciones fácticas de existencia. Claro, tenía que ser así, quizás, pues al fin y al cabo la política no es más que la disimulación del conflicto, y cuando la política falla–en Cataluña ha fallado la política, catastróficamente, y ninguno de los mediocres que hoy están a su cargo, incluyendo al patético Pablo Iglesias, tiene la más remota idea de qué hacer al respecto–la infrapolítica entra en su verdad.

Ahí está mi problema. Personalmente creo en la necesidad de una Constitución vinculante y no soy partidario de pasársela por el forro cuando a uno le conviene, como han querido hacer el Gobierno catalán y sus aliados.   Sé dónde está mi lealtad política, a pesar de mi amor por Cataluña.   Pero, más allá de mi lealtad política, está la otra lealtad, esa lealtad vital o existencial que está hoy desgarrada. Y me duele pensar en tanta gente como yo que no podrá resolver este conflicto en sus propias vidas excepto quizá invocando pasiones tristes que no le van a hacer favor alguno a nadie.  Pero a tantos de los valientes indepes esto parece traerles sin cuidado. No sé si hay entre ellos algunos que todavía se preocupen, o si más bien lo buscan.

Si todos o casi todos los residentes de Cataluña apoyaran la independencia, no habría que pedirles razones.  La independencia sería razonable y legítima.  Pero no es el caso.  Y a esos que no la apoyan y que tienen no solo a la Constitución–la ley del Estado–sino también quinientos años de historia y tradición a sus espaldas–la mitad del electorado, la mitad o más, pero poco importaría que fuese la mitad o menos–, en última instancia no se les puede dejar solos.   Por mucho que nadie que piense eso quiera violencia alguna.  Esa es para mí la verdad de lo que pase el lunes.