Comentario a Freedom to Fail, de Peter Trawny. Por Alberto Moreiras.

Este es un libro complicado, cuya complicación no escapa a su autor. Peter Trawny, editor de los Cuadernos negros de Heidegger, trata de explicarse o explicar por qué Heidegger autoriza su publicación póstuma a partir de temas de su pensamiento. Naturalmente se fija en el ensayo de 1930 “Sobre la esencia de la verdad,” en todo caso un ensayo capital para el heideggerianismo, y su noción de errancia. El acercamiento de Trawny es elusivo o alusivo. La errancia, que es constitutiva del acaecer de la verdad, que es por lo tanto no eludible en el claro, marca cualquier posible entendimiento del pensamiento heideggeriano en los años treinta y sucesivos. Así, si no hay verdad sin errancia, si errar, en su doble sentido, es parte de cualquier acaecimiento de verdad, errar estructura el claro, y el claro es el lugar, no de recuperación de ninguna estabilidad revelada o revelación estable, sino el lugar donde la desestabilización misma, así la sombra de cualquier revelación, puede pensarse.   Trawny concluye: “los errores de Heidegger, sus aberraciones, son un momento de su filosofía.”   Clarifico que lo que sigue busca seguir la estructura del libro de Trawny, pero que también incurre en riesgos interpretativos del libro, a partir de mi propia lectura de Heidegger, quizá injustificables. Debo decir, en cualquier caso, que estas notas no están interesadas en explicar el antisemitismo heideggeriano, con el que Trawny trata de lidiar diciendo que es un error o aberración de un pensamiento en libertad, y que Heidegger precisaba ser antisemita para dejar de serlo, le fue necesario atravesarlo. Yo suspendo mi opinión en esto, no quiero incurrir en exculpaciones o racionalizaciones, pues otros erramos grandemente sin servirle pretextos al genocidio. Está claro que, para Trawny, el antisemitismo es aberrante, y la cuestión es si eso convierte en aberrante todo el pensamiento heideggeriano.

“Pensar es una vida,” dice Trawny, para el pensador la vida está esencialmente explicada en la correspondencia con el sentido del ser, y en todos los trastornos derivables de esa relación. La noción de “grandeza” en el pensamiento captura tanto la posibilidad de una relación “inceptual,” esto es, en el fondo, auténtica, con el ser como, en su esencia distorsionada o in-auténtica, “el endurecimiento más extremo de algo que ya ha corrido su curso” y está por lo tanto agotado. Estos son los dos lados de la grandeza en el pensamiento, entendida por lo tanto como una grandeza que conlleva necesariamente grandes errores, aberraciones, cegueras igual que despertares, Heráclito y Nietzsche, Nietzsche y Heráclito.

Pero ¿qué regula tales posibilidades? Precisamente, no hay regulaciones, no hay regulación en este ámbito.   Pensar es sólo pensar en libertad, algo que quizá sólo algún traumatismo explica. (Trawny dice que Heidegger no es un “idealista,” es decir, que para él no basta la voluntad de pensar para pensar, que no todo sale del espíritu.)

Ese pensar en libertad como único nombre posible del pensamiento, ¿qué implica? Trawny propone que, por oposición a la noción kantiana de la acción moral, que implicaría una libertad para . . . , la libertad que opera en Heidegger es una libertad de . . .   Y esto puede reformularse: la libertad kantiana es libertad principial, basada en principios; la libertad heideggeriana es libertad an-árquica, libertad de todo principio, esto es, abismo de libertad, apertura a lo abierto mismo, en la que la sola obligación ata a la ausencia misma radical de toda obligación: el Dasein no tiene principios.

Lo abierto an-árquico—no hay ley moral, por lo tanto no hay filosofía ética. Los que la aducen siguen no más que sustitutos técnicos de la libertad, prótesis que favorecen la ausencia adormecedora y así esclavizadora de pensamiento. Por eso poder pensar despiertos (despiertos también para el error, pues el que está despierto está lejos de morar en la verdad) es hoy la única posible experiencia de libertad.

Por eso hay vocaciones, y luego hay vidas. El filósofo abjura de cualquier vocación, porque la libertad las excede todas. Pero esa vida en libertad sin garantías sólo puede ser contada, si de contarla se trata, mediante una narrativización necesariamente trágica.   La tragedia es la “ética originaria” o parte de una ética originaria que ya no es la ética principial. Ethos está en Sófocles, no en Aristóteles.

Ejercer la libertad que la vida (filosófica, pero no hay otra vida, lo demás es sólo vocación) requiere es dejar-ser. Acción libre o pensamiento libre es dejarse estar en lo abierto y dejar que lo que es esté en lo abierto. Y en lo abierto hay errancia—lo oculto y lo desoculto, el claro en el que aparecen, nada es inequívoco, en todo hay riesgo.   Esa errancia, y ese riesgo, marcan la topografía de una libertad que ahora aparece como la reformulación de la inicial pregunta por el sentido del ser. No hay sentido del ser, sino topografía de la libertad incondicional de una vida.

Pensar en y desde esa libertad significa que pensar no mantiene una relación historiográfica con el archivo.  Pensar en y desde esa libertad suscita la pregunta de si la institución, y en primer lugar la institución universitaria, puede acoger pensamiento—ese pensamiento cuya posibilidad misma arroja la institución universitaria a su crisis, y que no es por lo tanto ni síntoma ni derivación de tal crisis.

La institución administra vocaciones y organiza la verdad de los conocimientos, pero la vida excede la institución porque entiende que la verdad ex-pone y no administra.   En cuanto ex-posición al acaecer de una verdad contingente, topológica, siempre mezclada de errancia, “se manifiesta como despoderamiento del sujeto.” Es onto-trágica al insistir, y ex-istir, en una libertad an-árquica opuesta a la rutina de la historia, en finitud radical y radicalmente asumida. (Dice Nancy, citado por Trawny, que entender la finitud heideggeriana no como falta es “lo único que importa lograr” en la lectura.)

Pero lo terrible o siniestro en la condición onto-trágica de la libertad de una vida es que no puede ser evaluada.   El criterio de evaluación, y así lo que puede distinguir verdad de error o mejor de peor, sólo puede ser desarrollado por el pensar vocacional, el pensar principial, que es siempre ya técnico y prostético, siempre ya compensatorio.   La an-arquía no es benévola, y compromete. Y en primer lugar compromete esa misma vida libre, pues el que la vive es “catástrofe,” es decir, sólo el que la vive tiene la capacidad de revertirse lejos de su propio ser, abandonarse.   La vida libre es catástrofe, pues la catástrofe es concurrente a la libertad misma. Pero una vida fija en la catástrofe—en el mal, por ejemplo—no es ya una vida libre, sino una vida que ha abandonado su libertad.

¿O podemos perder la catástrofe misma? La vida es hoy, tendencialmente, o desnuda y desechable, o meramente vocacional y técnica. La catástrofe no tendrá ya lugar donde no hay sino catástrofe.   El difícil diálogo con Celan—nunca sabremos qué pasó allí—hace alusión a la despoematización del mundo—un mundo sin poema, sin historia, es un mundo sin catástrofe, fijo en la imposibilidad de la catástrofe, que es también, no sólo la generalización de la catástrofe, sino la imposibilidad de la vida libre y de la libertad an-árquica. A ello atiende el pensamiento no vocacional, el pensamiento no universitario.

Comentario a Stasis de Giorgio Agamben. Por Alberto Moreiras.

En la nota preliminar a Stasis Agamben dice que dio los dos seminarios en los que consiste el libro en Princeton en 2001, avanzando la tesis de que “el vestíbulo fundamental de politización en Occidente” es “la guerra civil” y el elemento constitutivo del estado moderno es la “ademia,” esto es, la ausencia del demos.   Se pregunta si eso es, hoy, todavía así, o si más bien “el pasaje hacia la dimensión de guerra civil global ha alterado” el sentido de esas dos determinaciones “de una forma esencial.” Esto es un poco pítico, cada uno tendrá que interpretarlo a su manera. Supongo que Agamben querría que todos pensáramos que ambas opciones son correctas–así guarda su interpretación de la historia y encuentra en ella el fundamento de la situación presente.

Al comienzo del primero de los dos seminarios se indica, como de paso, que hoy una “estasiología,” o teoría de la guerra civil, debería sustituir la teoría de las revoluciones.   Esto es consistente con el subtítulo del libro: “La guerra civil como paradigma político.”   Pero aceptarlo es mucho aceptar.   Lo que sigue es un intento de lectura al albur de mis marcas y énfasis. No sé si hago o no justicia a Agamben, y por lo tanto la discusión y los desacuerdos son particularmente bienvenidos.

Basado en Nicole Loraux, indica entonces que lo que está en juego no es ni ha sido nunca superar lo privado en lo público, lo particular en lo general, la familia en la ciudad, sino que la relación es harto más complicada. De hecho, dado que, para una ciudad constituida por familias, la familia siempre será el origen de la división, lo interesante es pensar que por lo tanto la familia es también la posibilidad de reconciliación. (La familia aparece así como pharmakos político–veneno y remedio.)

La familia, oikos, es por lo tanto representante de zoe y la política de bios. La relación zoe-bios es una relación de exclusión inclusiva, por lo tanto también la relación oikos-polis. La stasis viene a ser el nombre de la “zona de indiferencia,” esto es, de indiferenciación, entre oikos y polis, entre parentesco y ciudadanía; en otras palabras, el trastorno potencialmente incesante de la relación de exclusión inclusiva. Pero esto significa que la stasis, o guerra civil, “funciona como vestíbulo de politicización y despolitización, a través del cual la casa es excedida en la ciudad y la ciudad es despolitizada en la familia.” Que los que rehúsan tomar partido en cualquier guerra civil sean condenados a quedar privados de derechos significa que su “reducción a la casa” como despolitización efectiva constituye a la stasis como vestíbulo de politicización.

Lo que va emergiendo en relación con la “guerra civil” como vestíbulo de politización es la dinámica entre zoe y bios, entre oikos y polis, como, en su conflicto mismo, una parte inerradicable de la concepción política de Occidente. Su contrario, es decir, el principio de conciliación, es la amnistía–así como no participar en stasis es políticamente culpable, “olvidar,” en el estricto sentido de no hacer mal uso de la memoria de, la guerra civil es un deber político.

La conclusión de ese primer seminario: si la política es un campo de fuerzas cuyos extremos son la oikos y la polis, la stasis marca el vestíbulo de indiferenciación oikos-polis. Así, mayor tensión hacia la polis es movilización, mayor tensión hacia la casa es desmovilización. La stasis, en cuanto siempre de antemano posible, modula esas relaciones. Aquí parece que el seminario cobra todo su sentido–y por lo tanto, en mi opinión, más que un seminario sobre “la guerra civil como paradigma político,” se trata de un seminario sobre la función reguladora de la stasis (del conflicto, por lo tanto, y además del conflicto que puede también ser equilibrio de fuerzas, pues stasis en griego también es equilibrio, y esto es algo que Agamben no se molesta en mencionar) en las relaciones oikos-polis. Esto sería consistente con la teoría de la biopolítica de Agamben, o al menos de la genealogía de la biopolítica moderna, y no habría nada que objetar en particular.

Sin embargo, Agamben añade en la última página una apostilla. Dice que, dado que la forma de la política en la modernidad es la biopolítica, y que la biopolítica constituye una concepción de la política con fuerte tensión hacia la oikos, con fuerte, por lo tanto, despolitización-desmovilización, la stasis contemporánea es el terrorismo, entendible como amenaza indiscriminada hacia la vida. Así, el terrorismo es la “guerra civil global.” Uno puede estar agradecido en cuanto al análisis de stasis, pero no sé si convence ese último movimiento, según el cual el terrorismo, como forma de amenazar azarosamente, es decir, totalmente la vida misma en un contexto de desmovilización general, es el nombre mismo de la política contemporánea entendida como “guerra civil global.” En todo caso, es una posición muy September-11, pero me parece que hoy, casi quince años después, ya no se aguanta.

El segundo seminario se centra en Hobbes. Trato de anotar sólo las que me parecen tesis decisivas desde el punto de vista de la interpretación de Agamben. En primer lugar, está la “paradoja” según la cual “en el mismo instante en que el pueblo elige al soberano se disuelve en una multitud confusa.” Multitudo dissoluta: el pueblo es sólo en su sublación en poder.

Pero la multitudo dissoluta no es la multitud desunida previa a su constitución en pueblo. Así, habría tres momentos: multitud desunida-populus rex-multitudo dissoluta. Aquí aparece por primera vez en este ensayo el concepto de “guerra civil” en la frase “el intento de volver al estado inicial coincide con la guerra civil.” Según esto, la guerra civil es la apuesta por un retorno al estado de naturaleza.

“La multitud no tiene significación política: es el elemento impolítico sobre cuya exclusión se funda la ciudad. Y sin embargo, en la ciudad, sólo hay multitud, pues el pueblo ya ha desaparecido en el soberano.”

Una tesis subsidiaria que introduce Agamben en este punto: la multitudo dissoluta es el lugar de formación de la biopolítica, pues es sólo en cuanto es “objeto de obligaciones y preocupaciones de los que ejercen la soberanía.” (En un doble sentido: por un lado, cuidado pastoral, por otro lado, cuidado policiaco, contra toda anomia o metabole [o licenciosidad y revolución].)

Entonces vuelve Agamben a lo que ya había establecido en Medios sin fin, a saber, la noción de que el concepto fundamental de la tradición política de Occidente es el concepto de pueblo, y ese es el concepto cuya fisura interna Hobbes establece de una vez por todas. Por lo dicho antes, el pueblo no es sino en cuanto sublatado en poder. Por lo tanto, el pueblo es lo absolutamente presente y absolutamente ausente.   Dice Agamben: así, el estado hobbesiano vive en una condición de “ademia perenne.”

Vuelta a la guerra civil: la guerra civil no es el estado de naturaleza, pues en la medida en que hay guerra civil la lucha entre la multitud y el soberano no está decidida.   Pero esto significa que “la guerra civil, la Commonwealth y el estado de naturaleza no coinciden, pero están vinculados entre sí de forma complicada.”

Y la única forma posible de entender tal complicada vinculación es escatológica. Pues esa es la perspectiva hobbesiana real, que los lectores modernos prefieren ignorar. Hasta que advenga el Reino de Dios en el fin de los tiempos, en otras palabras, “no es posible ninguna unidad real, ningún cuerpo político.” El cuerpo político del Reino profano, de nuestro mundo, es una ilusión óptica, pues sólo puede disolverse en multitud, está siempre tendencialmente disolviéndose en multitud y por lo tanto tendiendo hacia la guerra civil: “el Leviatán sólo puede vivir hasta el final con Behemoth, con la posibilidad de guerra civil.”

Se equivoca Schmitt cuando atribuye a Hobbes una intención katechóntica en su teoría del Estado. Hobbes piensa en realidad lo contrario: “el fin de los tiempos puede tener lugar en cualquier instante y el Estado no sólo no actúa como katechon, sino de hecho coincide con la bestia escatológica que debe ser aniquilada en el fin de los tiempos.”

“El reino del Leviatán y el reino de Dios son dos realidades políticamente autónomas que nunca deben ser confundidas; pero están conectadas escatológicamente, en el sentido de que el primero tiene que desaparecer necesariamente cuando el segundo advenga.”

Esto significa, el Estado-Leviatán no sólo no contiene o retiene o previene la llegada del fin de los tiempos, sino que, al contrario, “precipita el fin del tiempo.”

Y, en última instancia, me parece, es aquí que Agamben justifica, sin ser demasiado claro, su apelación a la guerra civil como paradigma político de nuestro tiempo. La guerra civil es también, en cuanto disolución del Estado-Leviatán, en cuanto voluntad de retorno a una multitud desunida-estado de naturaleza, una parte esencial del advenimiento escatológico.   Sin triunfo del Behemoth, no habrá Reino de Dios. Así, quizás deberíamos animar el triunfo del Behemoth, se implica.

El texto concluye: “Lo cierto es que la filosofía política de la modernidad no será capaz de emerger de sus contradicciones excepto haciéndose consciente de sus raíces teológicas.”

No sé si es persuasivo Agamben, pero es ciertamente inesperado para mí entender que la nueva teoría de la guerra civil es la consecuencia del retorno a las raíces escatológicas de la filosofía política moderna. Por lo tanto, que apelar a la guerra civil como paradigma de la política contemporánea nos acerca al advenimiento del Reino de Dios. La teoría de la guerra civil como paradigma político es claramente una teoría de la práctica mesiánica de la política. Tiene algo de performativo denegado.