El no héroe sin encrucijada. Comentario a El impostor, de Javier Cercas. Por Alberto Moreiras.

En su texto de presentación al Premio Cervantes, “Carácter y destino,” que es un texto que Javier Cercas cita y usa en su novela El vientre de la ballena, Rafael Sánchez Ferlosio, después de glosar textos de Heráclito, Nietzsche y Walter Benjamin, cita un párrafo de la Filosofía de la historia de Hegel: “También al contemplar la Historia se puede tomar la felicidad como punto de vista; pero la Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco. Cierto que en la historia universal se da también la satisfacción, pero ésta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la historia universal, que han perseguido esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad” (5). A Sánchez Ferlosio le interesa contraponer lo que él entiende como “manifestación” y lo que él entiende como “sentido,” apelando a otras categorías de su pensamiento como las de “tiempo consuntivo” y “tiempo adquisitivo.”   La manifestación atiende al placer y a la felicidad, o bien al disgusto y a la desesperación del tiempo consuntivo, mientras que el tiempo adquisitivo es el tiempo del sentido, o del sinsentido vivido como fracaso y desastre, como desventura catastrófica en la vida humana.

Suponemos que Marco, el personaje de El impostor, de Cercas, más que buscar satisfacción, quería solamente ser feliz. O suponemos que Marco, hombre de destino y no de carácter por lo tanto, buscaba la satisfacción y sacrificó a ella su felicidad. Ambas suposiciones o hipótesis, como dice Hegel y repite Sánchez Ferlosio, son irreconciliables. Que lo sean, que no puedan conciliarse en síntesis alguna contra toda apariencia (puesto que el que busca satisfacción lo hace sobre la base de algún deseo de felicidad, mientras que el que busca felicidad espera derivar de ella satisfacción), que no puedan conciliarse satisfacción y felicidad es una tercera hipótesis que Javier Cercas encuadra silenciosamente en su novela y que, a mi juicio, es la base de su reflexión infrapolítica, de la reflexión infrapolítica que El impostor ofrece.

Por descontado Marco es un impostor. Marco modificó, por ejemplo, como cuenta la última página del libro de Cercas, el nombre de Enric Moné, uno de los prisioneros en el campo de concentración de Flüssenburg, y lo convirtió en Enric Marco para poder entregar una fotocopia, obviamente falsificada, en la Amical de Mauthausen y obtener por lo tanto la credencial sine qua non para hacerse miembro de la entidad. Marcos es un impostor, cuenta el libro de Cercas, por muchos otros motivos. Y sin embargo, descartada la moralina, en última instancia importa poco que sea un impostor. ¿Quién que es algo no lo es, aunque no todos crucen la línea de la falsificación material, o aunque no todos sean investigados por un historiador impenitente? Lo que importa es otra cosa, y esa otra cosa me atrevería a decir que es lo que busca Cercas. Me gustaría nombrarla, o intentar hacerlo. Lo que busca Cercas en El impostor no es decidir si Marco se salva o se condena, no es si Marco se redime o se arrepiente, no es si Marco es, como piensa o pretende el director de cine Santi Fillol, él mismo autor de un reportaje sobre Marco y también personaje de la novela de Cercas, un mentiroso impenitente que “no se quita nunca la máscara. Siempre está actuando, siempre está haciendo el discurso que en cada momento le interesa” (409), de modo que, incluso cuando dice la verdad, miente con la verdad.   Vamos a suponer que sea posible evitar mentir con la verdad—Kant sería el primero en decir, como mera consecuencia de su ley moral, que tal cosa, sólo hipotéticamente posible, sería en realidad casi milagrosa, improbable, rara, aunque no deje de ser obligatoria. Pero eliminemos de esta ecuación la culpa. A Cercas no le interesa ni encontrar culpa en Marco ni tampoco limpiarle la culpa. Lo que Cercas busca es precisamente el residuo posible, lo que queda en pie, cuando se eliminan todas las mentiras. Ese es su ejercicio técnico en la novela: ¿cómo escribir un libro en el que no haya mentiras, y qué queda?

El impostor es un texto importante, si no una obra maestra, a mi modo de ver, porque se ocupa, toma a su cargo, y lo hace bien, dos cosas muy poco habituales: la presentación de lo que podemos llamar una narrativa desnarrativizante, y una voluntad de deconstrucción testimonial que es la otra cara, y así indistinguible, de una testimonización deconstruida. A mí me interesan ambas cosas—narrativa desnarrativizante, por oposición a la narrativa mitográfica o mitómana, y testimonio en deconstrucción, por oposición a la pretensión de verdad identitaria que ha plagado el discurso político, no sólo en España, durante los últimos treinta años. Cierto que ambos procedimientos, en los que Cercas basa en realidad su texto, son necesariamente escandalosos y duros, y exponen al autor a todo tipo de recriminaciones. ¿Cómo pretender una narrativa desnarrativizante? ¿No es eso contradictio in terminis, empresa imposible? Y ¿cómo pretender deconstrucción del testimonio sin dejarnos a todos en la más puñetera intemperie, en la medida en que se nos niega el último refugio, que es el de pedir que otros confíen en nuestra verdad personal, enunciada siempre como petición de respeto y amor? Si les quitas a los humanos la doble posibilidad del mito y del testimonio—ambos, mito y testimonio, pueden encuadrarse negativamente bajo la palabra “mitomanía”—entonces no queda nada, no sabemos ya a qué podríamos atenernos, dónde agarrarnos. Se acaba, de alguna manera, mucho más que la política, en la necesaria asunción de un nihilismo sin horizonte. Sabemos que el intertexto fundamental de El impostor es Don Quijote. Y Don Quijote ya es ambas cosas: narrativa desnarrativizante y testimonio en deconstrucción, y es ambas cosas en la precisa y terrible conclusión de la obra, que es la de la muerte de Alonso Quijano una vez renuncia, por oficio de ese imperdonable idiota llamado Sansón Carrasco, uno de nosotros, a ser Don Quijote. La realidad no salva a Alonso Quijano, y tampoco, lamentablemente, y en última instancia, lo hace la ficción. Nada salva. Es lo que hay, en Don Quijote y en El impostor.

La impostura de Marco, ¿falsifica un carácter o un destino?   ¿No será que esa impostura es un medio hacia un destino buscado? ¿O será más bien que la impostura es el mecanismo de consolidación, el ancla necesaria, de un carácter por lo pronto ausente? El drama de Marco puede muy bien ser haberse hecho incapaz, por sí mismo, de contestar a esas preguntas: haberse perdido en la impostura, y haberlo hecho desde la constatación inicial, fundamental, de que Marco sólo buscaba, sin tener, o bien carácter o bien destino, una de dos, desesperadamente.   Desde su ausencia. Cuando, en una de las páginas fundamentales del libro, Cercas intenta una descripción de Marco como un hombre común y corriente, un español o catalán más de la época histórica que le tocó vivir, y así de todas las épocas, como un hombre sin atributos, un tipo entre otros, lo que indica sin decirlo es que puede ser muy bien que Marco no tuviera ni carácter ni destino. Esta es, aunque sólo parcialmente, la página de Cercas:

De modo que el enigma final de Marco es su absoluta normalidad; también su excepcionalidad absoluta: Marco es lo que todos los hombres somos, sólo que de una forma exagerada, más grande, más intensa y más visible, o quizás es todos los hombres, o quizá no es nadie, un gran contenedor, un conjunto vacío, una cebolla a la que se le han quitado todas las capas de piel y ya no es nada, un lugar donde confluyen todos los significados, un punto ciego a través del cual se ve todo, una oscuridad que todo lo ilumina, un gran silencio elocuente, un vidrio que refleja el universo, un hueco que posee nuestra forma, un enigma cuya solución última es que no tiene solución, un misterio transparente que sin embargo es imposible descifrar, y que quizá es mejor no descifrar. (412)

Cuando a un hombre o a una mujer se le quitan carácter y destino, cuando ni uno ni otro son accesibles, es lógico que el intento de readquirirlos sea desesperado y no pare en barras. El problema está, quizá, en ir a por ambos, sin reparar en que también hay que elegir en la ausencia. A la desnarrativización, a la curiosa destestimonización que Cercas investiga le correspondería otra imagen contraclásica: no Hércules en la encrucijada, sino alguien que no es, precisamente, un héroe teniendo que decidir en la ausencia de encrucijada alguna. La decisión de Marco—proyectar la imagen de un hombre de destino como medio de hacerse con un carácter, o proyectarse como hombre de carácter para lograr echarle mano a un destino—en cuanto tal decisión, lo deshizo. Como nos deshace a todos, sin que para todos sea tan fácil encontrar al historiador impenitente que pruebe o haga público nuestro drama.   Por eso tiene razón Sánchez Ferlosio y lo único inteligente, si pudiéramos, es resolverse sólo a la felicidad, y nunca apostar a destino alguno. Ese es el secreto inconfesable y siempre malentendido del carácter destructivo.

Tres tesis sobre populismo y política. Contra el identitarismo y el verticalismo. Hacia un populismo marrano.   Presentación en la Universidad Iberoamericana, México DF, agosto 2015. Coloquio internacional Crítica de la cultura, violencia y política.  Borrador. Por Alberto Moreiras.

Cuando Angel Octavio Alvarez Solís tuvo la amabilidad de invitarme a esta reunión hace unos meses, le propuse presentar aquí una lectura política del libro del filósofo chileno Alejandro Vallega, que acababa por esos días de publicarse en Estados Unidos, y que se llama Latin American Philosophy: From Identity to Radical Exteriority.   Pero entre hace unos meses y hoy han pasado varias cosas, y debo ser franco y admitir que una de las cosas que pasaron fue que comencé a leer el libro de Vallega y me pareció que escribir sobre él, dada su fuerte toma de posición identitaria, dejaba de ser para mí una opción por razones en las que no quiero entrar ahora.   No estoy seguro de que esa suerte de indigestión no esté íntimamente relacionada con las otras cosas que han pasado y que han venido pasando, y que voy a tratar no de exponer sino simplemente de mencionar como forma de establecer un contexto para lo que sigue. La primera es quizás la caída cada vez más a tumba abierta, como se dice en el ciclismo, de la llamada marea rosa latinoamericana, o de los gobiernos de la marea rosa: dejando aparte la situación ya casi consensualmente catastrófica de Venezuela, vemos nuevas grietas y fisuras en Ecuador, en Argentina, ciertamente en Brasil, y estamos empezando a verlas crecer en Bolivia.   Y esto es extremadamente lamentable. Muchos de nosotros hemos sabido siempre que los gobiernos de la marea rosa no empezaron sus itinerarios de forma perfecta o irreprochable, pero habíamos confiado, o esperado, en correcciones y rectificaciones que los hicieran viables como opción democrática y antineoliberal para América Latina. Y hoy empezamos a ver que, si bien esas correcciones y rectificaciones siguen siendo necesarias, no van a ser estos gobiernos los que las hagan, sino que habrá que esperar a un nuevo ciclo histórico en el mejor de los casos.   Pero puede decirse que ya hace unos meses esto estaba claro, y que sólo se ha intensificado recientemente. ¿Qué más ha pasado? Para mí, tres cosas: la crisis de la deuda en Grecia, que se ha resuelto con la disolución del gobierno de Syriza y la victoria resuelta del bloque capitalista-financiero que rige los destinos de la Unión Europea hoy; la caída relativa de Podemos en España, que cada vez más aparece como un espejismo cuya potencialidad de dejar de serlo va a quedar sepultada por los acontecimientos, en los que no sólo el asunto griego sino también el soberanismo catalán, que probablemente resulte victorioso en las urnas este mes que viene, juegan un papel importante; y la tercera es, simplemente, el hecho de que Donald Trump esté por el momento a la cabeza de las proyecciones hacia la presidencia norteamericana en 2017.   Trump es, pienso, un populista clásico de los malos, es decir, un populista verticalista e identitario que se aprovecha de un malestar general desde su propia estupidez, y capitalizando intencionalmente la estupidez general de la población.   Y todo ello junto es lo que motiva no sólo las reflexiones que les voy a ofrecer, sino también mi decisión de presentar aquí estas reflexiones y no otras. Me interesarán mucho sus reacciones, así que también quiero dejar amplio tiempo para la discusión y trataré de ser bastante breve.

No sé si hay ya traducción al castellano de la segunda gran novela de Dan Winslow sobre el narco mexicano, The Cartel, que se publicó hace apenas unos meses en inglés. Es una novela que, en mi opinión, apoya las tesis que voy a exponer a continuación por muchas razones, pero no voy a entrar particularmente en su análisis. La invoco aquí para remitirme a ese problema del narco como un ejemplo más, aunque no sea cualquier ejemplo, de la situación contemporánea. Pero también para citar una frase que, en la novela, aparece hacia su principio, aparentemente remitida al personaje de Adán Barrera, jefe de jefes, trasunto de El Señor de los Cielos y de Joaquín “El Chapo” Guzmán, quizá también de algún otro capo histórico del narco mexicano. La cita es: “To someone with a price on his head, no man is innocent.” Es decir, “nadie es inocente para alguien con un precio a su cabeza.”   No hará falta referirse al famoso Principio general de equivalencia, todos tenemos precio, todos somos precio, aunque también se puede, ni tampoco convertir la historia contemporánea en traza o manifestación de una gigantesca conspiración secreta, todos somos objeto de la ira del otro, aunque también se pueda, para advertir que esa cita no alcanza sólo al Chapo Guzmán ni al Señor de los Cielos ni a Adán Barrera, ni siquiera a México o a Honduras o a Guatemala, sino que más bien nos alcanza a todos en general.

Personalmente hace tiempo que lo sé, que hay o había un precio a mi cabeza, ser paranoide por vocación íntima no excluye que alguien efectivamente te persiga, y así para mí nadie ha sido inocente en los últimos años, pero lo que me interesa es decir que también hay un precio a vuestra cabeza y a la de todos hoy, que esa es la situación específicamente contemporánea, que por lo tanto para ninguno de nosotros hay nadie inocente, y mucho menos dado que, como muestra la crisis griega, y para parodiar a Jorge Luis Borges, el hecho político más obvio de nuestro presente es el constituido por la inminencia de esa revelación que en cualquier momento puede llegar a producirse: alguien cobrará el precio. De tu cabeza. Alguien se apresta a ello. Ahora. Nos han convertido el mundo en un campo de caza, y hay cazadores y cazados, presas y predadores, y nadie es inocente. Creo que eso fuerza la necesidad de tratar de llegar a algunas conclusiones. Saber quién es el cazador, para la presa, es esencial, es la única forma de defenderse, y no lo digo sólo por vivir en Texas, con sus resabios del Viejo Oeste.

Entonces, voy a mi tesis: La reciente crisis griega, que aún está dando coletazos y seguirá haciéndolo en Europa por mucho tiempo, muestra de forma cada vez más clara que la división política fundamental de nuestro tiempo no es entre izquierda y derecha sino más bien entre populismo y lo que, a falta de mejor nombre, voy a llamar el estalinismo neoliberal.   Quiero por supuesto elaborar esta tesis, aunque me gustaría también que resonara por sí sola, sin mayores excusas, y voy a explicarla apelando a ciertas cosas que aprendí a principios de este verano en Grecia, en Salónica, en la reunión llamada “Populism and Democracy,” organizada por Yannis Stavrakakis y su equipo de investigación en torno al proyecto “Populismus,” sufragado por la Unión Europea y otros fondos griegos.   Antes de entrar en ello me permito, sin embargo, citar un artículo de Pablo Iglesias, “La izquierda,” publicado hace unas semanas en El País, en un momento en el que Podemos estaba quizá en mejor situación relativa en las encuestas de lo que está ahora. Realmente me parece muy difícil que Podemos consiga remontar el profundo obstáculo que le plantea el soberanismo catalán. En cualquier caso Iglesias dice:

La geografía que separa los campos políticos entre izquierda y derecha hacía que el cambio, en un sentido progresista, no fuera posible. En el terreno simbólico izquierda-derecha los que defendemos una política de defensa de los derechos humanos, la soberanía, los derechos sociales y las políticas redistributivas no tenemos ninguna posibilidad de ganar electoralmente. Cuando el adversario, sea el PP o el PSOE, nos llama izquierda radical y nos identifica con sus símbolos, nos lleva al terreno en el que su victoria es más fácil. En política, quien elige el terreno de disputa condiciona el resultado y eso es lo que hemos tratado de hacer nosotros. Cuando insistimos en hablar de desahucios, corrupción y desigualdad y nos resistimos a entrar en el debate Monarquía-República, por ejemplo, no significa que nos hayamos moderado o que abandonemos principios, sino que asumimos que el tablero político no lo definimos nosotros. (29 de junio, 2015, 15)

Es obvio que Iglesias, por razones sin duda políticas, no va suficientemente lejos.   Apela a unos “principios” que al mismo tiempo denuncia como políticamente muertos, y que pertenecerían a una izquierda que ya sólo sirve para perder elecciones.   Iglesias renuncia, aunque no del todo, no claramente, al maximalismo de los principios (yo considero eso, que no lo haga claramente, y así que no lo haga, un error político grave) para asumir un “tablero político” que impone, imaginamos, la gente, o “la gente,” los votantes, o los potenciales votantes.   En ese sentido, plantea indirectamente una política de principios en la que estos últimos aparecerían sólo en calidad de reserva espiritual o fondo de pensiones, a los que por lo tanto siempre se puede recurrir en situaciones oportunas, cuando llegue el tiempo, cuando cambie el tablero político y se amplíe el margen de aplicación principial. El kairós, más allá del resultado electoral, define aquí de forma precisa un oportunismo sin oportunidad, pero un oportunismo a la expectativa de la oportunidad. No se trata de tomar el poder. Iglesias es claro al respecto: “Los cambios políticos profundos (que implican siempre ganar el poder institucional) sólo son posibles en momentos excepcionales como el que atravesamos” (15).   El poder hay que tomarlo si se puede, y eso va por descontado. Se trata quizá de tomar el poder para poder seguir tomándolo desde unos “principios” que no se abandonan. A mí me importa poco el carácter concreto o contenido de esos principios—tiendo a considerarlos efectivamente muertos e improductivos—, pero me importa la en mi opinión desafortunada invocación, aunque más o menos ostensiblemente residual, al carácter principial de los principios en cuanto tales.

Falta claridad. ¿Se apuesta por una política de principios o se apuesta por una política de adaptación democrática a lo que la gente quiere?   ¿Es esto último fundamentalmente un paso para llegar a lo primero, en la confianza más o menos ingenua en que la gente va a entrar por sí sola al corral o al cercado de los viejos principios de izquierdas hoy más o menos lamentablemente muertos?   ¿Hasta cuándo vamos a seguir invocando, en democracia, el carácter principial del movimiento político? ¿Hasta cuándo persistirá la piedad patética de pensar que es con principios como se combate una situación en la que el adversario ha siempre de antemano renunciado a ellos, habiendo entendido, como entienden los fuertes, que los principios no son sino racionalizaciones de la debilidad y así basura histórica en tiempo nihilista?   Y no hay ya otro tiempo. Las posiciones maximalistas—anticapitalismo, decimos, comunismo, decimos, comunitarismo u horizontalismo radical, decimos—le hacen el juego a los ladrones del tiempo, a los cazadores, a los que buscan cobrar el precio de tu cabeza: abren su tiempo, les dan tiempo, crean su kairós, cercan el campo de caza. Es hora de renunciar a la política de principios, es hora de renunciar a la pretensión de que la tradición de izquierdas es todavía una tradición rescatable, reocupable, vindicable para la democracia real de otra forma que nostálgica para quien padezca esa nostalgia (como podría ser el caso de Iglesias).   Es hora de que los muertos entierren a sus muertos y liberen el tiempo de la vida, que, hoy, sólo puede sostenerse, para todos los que somos potencialmente presa, y todos lo somos, en democracia. (No siempre ha sido así, mal que nos pese—sostengo que la democracia es una necesidad viva del presente en mayor medida que lo ha sido en otras épocas históricas, pero no tengo tiempo para entrar en ello. Quizá podamos discutirlo en su momento.)

Yo entiendo que estas son píldoras duras de tragar para algunos, quizá para muchos entre ustedes, pero por eso quiero hablar de ellas. Al pedir la renuncia al principialismo de izquierdas, y a todo principialismo, no estoy apoyando una práctica política de derechas, sino una práctica política democrática que ese mismo principialismo de izquierdas ha hecho históricamente y sigue en alguna medida haciendo tanto por traicionar. ¿Cómo se gestiona? La respuesta es a mi juicio ya clara, aunque implique vencer una serie considerable de prejuicios e implique también la necesidad de un pensamiento cada vez más comprometido (pero no comprometido con principios sino con la posibilidad aprincipial, an-árquica, de la democracia.) La respuesta política es inevitablemente populismo. Pero no cualquier populismo ni el populismo de cualquiera. Quizás tampoco el populismo de Podemos, no necesariamente, no de momento o hasta ahora. Sé que esto motivará inmediatamente fuerte resistencia, y les pido que me hagan el favor de suspender su incredulidad durante unos minutos, y que no dejen que la antipatía que puedan sentir por la palabra “populismo” y su justificada mala prensa les cierre los oídos prematuramente.

Por lo tanto, segunda tesis, podría decirse que la batalla por la definición e implementación de un populismo democrático que nos devuelva el tiempo de la vida es el horizonte político real de nuestra historia. ¿Cómo empezar a pensarlo? La reciente reunión de Salónica fue convocada parcialmente como discusión entorno a un texto preparado por Stavrakakis en nombre de su equipo de investigación, sintetizando el trabajo colectivo de los últimos años. Aunque no tengo tiempo de hacer justicia a la totalidad del documento, quiero referirme a algunos de sus planteamientos como punto de partida de mi propia posición. El documento, llamado “Background Paper. International Conference ‘Populism and Democracy,’ 26-28 June 2015,’” establece dos, y sólo dos, “criterios mínimos” para el populismo que marcan, por otro lado, la existencia de dos campos políticos e intelectuales—a partir de la definición mínima del populismo, se constata la presencia de su otro, el anti-populismo.   Uno debe decidir, por lo tanto, respecto del populismo y del anti-populismo, situarse no necesariamente a favor o en contra del uno o del otro, sino situarse en relación con las opciones políticas que ofrece la versión mínima del populismo y por lo tanto, por implicación, la del anti-populismo.   Yo, por ejemplo, me encuentro resueltamente del lado populista si y sólo si el populismo se atiene a sus dos condiciones mínimas, que son, respectivamente, una referencia prominente al pueblo, o a la gente, o a la subalternidad, o a cualquier otra variación referencial, y que incluye por lo tanto cierta partisanía a favor de una democratización siempre expansiva del proceso político, a favor de la inclusión; y también, segundo criterio, un antagonismo explícito hacia los enemigos de la democracia inclusiva y de la democratización, y esos enemigos pueden llamarse la casta, o la élite, o el capitalismo financiero, o cualquiera de sus vicarios, incluyendo por supuesto sus varios cómplices en la sociedad civil, los medios, las instituciones, las universidades. Esas son las dos condiciones o criterios mínimos: compromiso con una democratización inclusiva del proceso político a favor de la gente, y presencia de un antagonismo explícito. Por poner un ejemplo fácil, vemos que Donald Trump plantea claramente su antagonismo con respecto de la casta política, y se define como un “non-politician,” un “no-político,” pero vemos también que su cantinela estridente contra la inmigración mexicana en particular es de carácter excluyente. Este carácter de exclusión en su proyecto político, ¿lo liquida como populista? No, puesto que su exclusión es constitutiva—la inclusión es lo que está primariamente afirmado de forma identitaria, de modo que “la gente” es sólo la gente norteamericana o legalmente en Estados Unidos.   Con ello Trump introduce un suplemento a su condición populista, que hace que su populismo abandone las condiciones mínimas.   Pero estar contra ese suplemento no implica necesariamente estar contra el populismo, y eso hay que entenderlo.

Hay dos elementos que no pertenecen a la definición mínima, y que sin embargo tienden a estar presentes en el populismo histórico, que son la verticalización carismática y la identitarización del campo político.   No se trata, por supuesto, de si verticalización carismática, es decir, el amor más o menos incondicional por el líder y sus representantes en la tierra, o identitarización, es decir, la constitución de una comunidad fantasmática a través de la sentimentalización de una cadena de equivalencias, en la formulación de Ernesto Laclau, son de nuestro gusto o no. Desde luego no lo son del mío. Se trata más bien de saber si esos dos elementos, o al menos uno de ellos, resultan esenciales a la definición de la dimensión populista en la política o en el proceso político.   O incluso de saber si la presencia fuerte, o su contrario la relativa ausencia, de al menos uno de esos dos elementos inclina ya la balanza hacia lo que podemos llamar populismos buenos o malos, que no coinciden ni mucho menos con la otra distinción clásica entre populismos de derecha o populismos de izquierda. Diríamos que todo populismo de derecha, como el de Trump, caracterizado en cada caso por la exclusión de un segmento de la gente a partir de la identitarización comunitaria, es ya malo, puesto que no cumple la primera condición mínima de forma satisfactoria, pero diríamos también que hay malos populismos de izquierda, o bien desde la verticalización excesiva, o bien desde la identitarización. En todo caso conviene advertir que la identitarización va con mucha frecuencia de la mano de la verticalización, y que por lo tanto el populismo de Trump no es sólo identitario, sino también potencialmente verticalista, y claramente basado en el carisma.

¿Qué significa, entonces, “malo” en la expresión “mal populismo”? Si el primer criterio mínimo es la democratización del campo político, es claro que el populismo de derecha no es incluyente, pero puede también haber populismos de izquierda que se conviertan en una amenaza a la democratización incluyente del campo político, y que traicionen por lo tanto aquello que originalmente pretendían vindicar. La verticalización carismática del proceso político y la identitarización del campo político son a mi juicio también los dos elementos centrales del mal populismo de izquierdas, y por lo tanto la amenaza interna de todo populismo—es decir, del populismo democratizador y movilizante, del buen populismo—a partir de sus dos condiciones mínimas.   Es obvio, por ejemplo, que han afectado, aunque quizás de forma todavía no terminal en todos los casos (o sí: quizá poco pueda hacerse ya para rescatar los presentes regímenes venezolano y ecuatoriano de sí mismos), a varios de los regímenes populistas latinoamericanos del momento.   Todavía no ha pasado así en Grecia, no del todo, aunque pueda estar a punto de pasar, y lo que pase en España con su populismo emergente, fuera del catalán (cuya identitarización excesiva es un elemento difícil de evitar), está por verse.

Así que la tarea crítica es urgente y no renunciable. Si la democratización expansiva del campo político es no sólo la meta sino la condición mínima, o una de ellas, del populismo (lo cual implica también una forma específica de lidiar políticamente con el antagonismo, desde la democratización), es necesario criticar las tendencias o desviaciones que llevan hacia la verticalización y/o la identitarización, incluso cuando esos dos procesos son llevados a cabo por populismos de izquierda, presumiblemente en nombre de acentuar y profundizar las dos primeras características o condiciones o procedimientos mínimos de su constitución.   Para decirlo claramente, si el populismo ha de incluir verticalización e identitarización, entonces yo mismo soy antipopulista. Si el populismo no tiene necesariamente que incluirlas, sino que puede y debe excluirlas en la medida de lo posible como forma de profundizar en sus dos criterios mínimos en el sentido de la democratización, entonces soy populista.   Este es el problema político fundamental en el campo populista, pero no lo es en el sentido meramente empírico, sino que lo es ante todo en el sentido de su conceptualización y definición. No se trata de enfrentarse ingenuamente a promesas rotas.   Si el populismo, para tener éxito una vez en el poder, debe avanzar hacia la verticalización y el identitarismo, entonces debe ser rechazado de entrada, no sólo cuando se convierte inevitablemente en la promesa rota y traicionada de la democracia inclusiva y radical.

Es justo aquí que me voy a permitir hacer un breve análisis de la identitarización populista en el caso concreto de Bolivia, que es quizá, dados ciertos indicadores macroeconómicos, el caso más potencialmente exitoso de populismo de izquierda en la contemporaneidad latinoamericana.   Y lo voy a hacer a partir de un texto del Vicepresidente del Estado Boliviano, Alvaro García Linera, de hace nada más que un año y medio: su libro llamado Identidad boliviana. Nación, mestizaje y plurinacionalidad (2014). Se trata de un libro que puede ser entendido como un acto político coyuntural, por lo tanto parecido a otros libros de la secuencia reciente que incluyen El “oenegismo,” enfermedad infantil del derechismo (2011), Geopolítica de la Amazonia: Poder hacendal-patrimonial y acumulación capitalista (2012) y, en menor medida, Socialismo comunitario. Un horizonte de época (2013). Ostensiblemente, Identidad boliviana es una reacción al libro del político derechista Carlos Mesa Gisbert La sirena y el charango. Ensayo sobre el mestizaje (2013). A este último le dedica García Linera una larga nota que es también una defensa de lo que Identidad llamará la hegemónica y exitosa “indianización del Estado boliviano,” contra cualquier noción sustantiva de mestizaje. Aunque yo estoy de acuerdo con García Linera en que la vieja ideología del mestizaje reproducida por Mesa Gisbert para apoyar su propio proyecto político está ya en bancarrota, hay ciertos aspectos del apoyo que le da García Linera a la constitución radicalmente identitaria del estado boliviano–ahora un “estado integral” por oposición al “estado aparente” del pasado—que merecen examen crítico.

Hay un momento crucial en el que García Linera habla del hecho de que fueron las mismas organizaciones sociales indígenas las que liquidaron la posibilidad de autodeterminación para las naciones indígenas.   La atribución de agencia a las organizaciones sociales indígenas juega para GL un papel esencial en la construcción de algo así como un “sentido común” nacional. Dice GL que es bien sabido que las naciones con mayor vitalidad histórica tienden a su autoconstitución como naciones-estado, y que las organizaciones indígenas podrían muy bien haber elegido su propio camino mediante declaraciones unilaterales de independencia, pero que la historia siguió otro curso (53):

Las construcciones de hegemonía cultural, de habilidad articuladora de los movimientos indígenas tomaron–para decirlo de algún modo—un rumbo más gramsciano que leninista, en relación a la consolidación estatal de las identidades indígenas; de tal forma que en vez de optar por la autodeterminación nacional indígena (que hubiera supuesto la separación de la identidad boliviana), las luchas discurrieron por la opción de la indianización de la identidad boliviana, como el lugar de unificación de las diversas identidades indígenas y no indígenas, paralelamente al reforzamiento cultural de la propia identidad indígena. (53)

La indianización junta identidades indígenas y no indígenas al tiempo que refuerza la identidad indígena. Es claro que este es un modelo gramsciano. Las identidades se suman en articulación sin fisura para constituir una constelación identitaria superior en la que domina la identidad genéricamente indígena. Tal logro se presenta como paliativo político a pesar de que, en la constitución identitaria, lo que se constituye como referente es una nueva identidad, previamente ausente, por lo tanto una identidad fantasmática e imaginada: el Estado Plurinacional Boliviano, inexistente antes de 2009.   Esto no es una propuesta, sino la afirmación de la indianización triunfante del Estado boliviano mediante la acción propiamente política. Dice GL: “Lo boliviano deviene real sólo en el momento en que se indianiza” (58). Y la indianización es explícitamente constitución identitaria. Pero ¿qué significa tal cosa?

El último párrafo del libro incorpora una especie de lapso freudiano. Dice GL:

En sociedades con una diversidad nacional en su interior, lo que diferencia la historia profunda de sus estados respecto a la de los otros que las rodean, es la manera en que se unen, articulan o subordinan el resto de las naciones interiores en torno a la identidad dirigente y dominante. Cuando las clases y la identidad dominante desconocen y homogenizan a las restantes naciones dentro del estado, el mestizaje es un etnocidio y el resultado es un estado monocultural confrontado con el resto de la sociedad pluri-nacional. En cambio, si la identidad y las clases sociales dirigentes reconocen a esas otras identidades nacionales y estas últimas inscriben sus prácticas materiales en el ordenamiento estatal, estamos ante una ecuación de isomorfismo entre estado, sociedad y territorio que caracteriza a los estados plurinacionales. Y eso es lo que Bolivia es hoy. (75)

Es decir, dice GL que el supuesto isomorfismo es todavía una función del reconocimiento desde la identidad y las clases sociales dirigentes, lo cual parece indicar o bien que la identidad indígena y las clases sociales indígenas no son dominantes todavía en el Estado plurinacional, y que es por lo tanto el Estado el que reconoce, o bien que esas clases se autoconstituyen como dominantes mediante un acto de reconocimiento que ahora es simplemente autorreconocimiento.   Lo importante es que se trata de un curioso isomorfismo basado en el reconocimiento desde lo dominante—cuando el isomorfismo por definición sólo puede darse entre iguales.   La crítica no es que el Estado plurinacional haya estafado a nadie, sino más bien que no puede haber isomorfismo en un estado formado sobre la noción explícita de hegemonía cultural. La hegemonía cultural jerarquiza identidades y no puede dejar de subordinar unas a otras.   El isomorfismo, entendido como isomorfismo identitario, es una mentira y una trampa hegemónica; es decir, es sólo discurso estatal.   Y cabe por lo tanto preguntarse si la llamada indianización del estado tiene el mismo estátus retórico.

GL sostiene que la indianización se ha vuelto o se está volviendo hegemónica en el Estado plurinacional, pero no sólo retóricamente sino sustantivamente hegemónica; GL sostiene que la indianización es la verdad del Estado plurinacional boliviano en cuanto tal. Esto es por supuesto esencial al proyecto de estado nacional-popular que el MAS promueve, y GL lo hace claro: “el nuevo sentido común transcendente (la concepción fundamental del mundo dirigente y organizador de la sociedad) irradia desde el movimiento indígena campesino” (50). Se habría consumado, por lo tanto, una revolución política, y sólo quedaría por ver si ha de ser acompañada por una revolución social, por un cambio real en la economía política, y por un cambio real en el control de los medios de producción.   Pero incluso si esta revolución social todavía no ha tenido lugar, desde un punto de vista político la democracia no haría ya falta—la democracia ya habría tenido lugar, al menos como democracia mayoritaria o popular, como democracia identitaria.   Pero el hecho de que todo esto esté predicado desde el triunfo real o supuesto de las reivindicaciones de identidad cultural levanta la sospecha.

Para GL el triunfo de la identidad cultural en cuanto indianización del Estado Plurinacional Boliviano es el advenimiento mismo de la nación a sí misma. Es así porque, según él, la identidad es “el punto de partida de la conciencia de sí de cualquier ser humano” (9); “una afirmación categórica del ser en el mundo” cuya contingencia misma define lo humano: “un ser humano es una construcción permanente de identidades y diferencias constitutivas de su ser” (12). Si la identidad es la forma básica de lo humano, entonces “la densidad identitaria” y “la consistencia identitaria” (15,16) son rasgos ontológicos de una “identidad primordial” (16) que no sólo ancla sino que define lo humano como tal. Lo humano es su identidad, y así, si la verdad de lo humano es su identidad primordial, entonces la verdad política es necesariamente identitaria. El Estado integral de identidad, el Estado identitario es, por lo tanto, en ese caso, la más alta forma de estado, el pináculo mismo de la gloria estatal.   Todo esto, que a mí por cierto me produce no sólo desasosiego filosófico profundo (es obvio que la “verdad” de GL no es filosófica, sino en todo caso política) sino también pánico y revulsión existencial, puesto que yo no quiero vivir ni que me hagan vivir en tal mundo, llega a su formulación más sucinta en las siguientes palabras: “La identidad nacional mueve pues las convicciones más profundas y vitales de los seres porque delimita espacios de certidumbre territorial trascendente, reales o imaginarios, donde se desarrollan sus sistema de vida, de ellos y de su entorno vital” (19). La nación es, en otras palabras, “hegemonía primordial” (25). De la identidad primordial de lo humano a la hegemonía primordial del Estado-nación: ¿es ese el secreto y la verdad de la política democrática como tal? ¿Es el nacionalismo, y el cierre nacionalista, como pretende GL, la configuración última de lo político? ¿O estamos una vez más ante un grave escándalo en el que la incompetencia y mediocridad de pensamiento dan por buenas soluciones políticamente catastróficas—en nombre de la izquierda?

El asunto ya no es la indigeneidad, ni siquiera la identidad indígena, sino más bien su substancialización en identidad nacional. Hay que preguntarse cuál va a ser el destino de ese ser humano particular o singular, supuesto que lo haya, que por cualquier razón rechace su caída en tan primordial hegemonía identitaria, o que rechace su reificación en ella—sea indígena o deje de serlo. No es una pregunta marginal. La identidad es una categoría siempre potencialmente totalitaria. El mismo GL lo da por sentado: “Identificarse es una manera de valorarse a sí mismo y al mismo tiempo—sin necesidad de desearlo—de valorar y desvalorar a otros. Las identidades, en mayor o menor grado, tienen un efecto de permanente jerarquización y disputa en el espacio social” (14). La indianización nacional-popular jerarquiza, valora y desvalora, y define, y reifica, lo humano en términos de su grado plausible de identificación con la identidad nacional políticamente establecida (hegemónicamente establecida, aunque por arte de magia ese establecimiento aparezca ahora presentado como primordial, es decir, no como establecimiento sino como revelación de lo hasta ahora oculto).   Hay que preguntarse si GL se entrega con esto a un giro identitario radical, o si este giro identitario no es más que mera retórica política al servicio de la consolidación de su proyecto nacional-popular, o incluso si ambas cosas vienen a lo mismo.   El discurso identitario de GL puede tener como función primaria la consolidación de una coyuntura política: la sutura de su proyecto nacional-popular como horizonte final de la democracia política en Bolivia. Toda hegemonía, siempre lo hemos sabido, busca eternidad.

Antes notaba que no puede haber identitarización del campo político sin su verticalización: toda identidad valora y desvalora, jerarquiza, y contribuye a la división de poderes en la sociedad. Cabe insistir en que la verticalización y el identitarismo no son elementos ajenos a la politización populista, y que rechazarlos absolutamente sería antipolítico: esto está implícito ya en los criterios mínimos de la constitución populista. Si el populismo es representación, a partir de su misma opción de poder inclusiva por la generalidad de la gente, no es posible eludir cierta verticalización. Si el populismo se constituye antagónicamente, a partir del desvelamiento de un enemigo antidemocrático, no es posible eludir cierta identitarización del campo político. Se trata más bien de contenerlos y de controlar sus énfasis. ¿Cómo puede gestionarse tal tarea? Laclau es claro: sin constitución de un eje vertical de mando y representación no se da la emergencia de la lógica social populista, cuya otra cara es quitarle el poder a quienes lo detenten. Constitución de eje vertical y toma del poder no son condiciones del populismo, sino más bien condiciones de su práctica política. Pero esto significa que hay una condición práctica que subyace a las dos condiciones mínimas internas a la definición del populismo—una precondición, podría decirse, que abre la posibilidad misma del populismo como práctica social. Llamémosle movilización. Sin movilización puede haber política, pero no hay política populista. Sin movilización puede haber populismo, pero no hay política populista. Todo depende entonces de hasta qué punto determinado movimiento populista, determinado populismo, administra sus énfasis identitario-verticalistas—y sobre todo, todo depende de si un régimen particular busca contenerlos o intensificarlos, si busca controlarlos o desatarlos.

En una de las cenas posteriores a las reuniones de Salónica yo le pregunté a mi compañera de mesa, Ioanna, una estudiante de doctorado en Gran Bretaña, si trabajaba mucho, si trabajaba todo el tiempo. Su contestación fue rápida: “!Por supuesto que no! Tengo mi vida.”   Imagino que a cualquiera, a cualquier sujeto populista, podríamos preguntarle si hace política todo el día, y ese cualquiera inmediatamente contestaría: “!Por supuesto que no! Tengo mi vida.”   El populismo se moviliza siempre como demanda de vida, como excepción al régimen de trabajo, como excepción al régimen político que marca el estado de cosas existente.   La movilización populista es siempre excepcional, y constituye y se constituye esencialmente como demanda infrapolítica de suspensión del secuestro de la existencia por la política, en nuestro tiempo por la totalización biopolítica de la vida, por la supuesta normalidad de un estado de cosas basado en una economía del tiempo percibida y sentida como intolerable. En otras palabras, para retomar otro elemento importante de la teorización de Stavrakakis y el grupo de Salónica, el populismo es política en tiempos de crisis.   La movilización populista es producción temporal de unidad, como sostenía en Salónica Emilia Palonen, decisión que no sigue precedente ni crea precedente, acto político que interrumpe, en irrupción demótica, la economía habitual del tiempo. Ahora bien, si el populismo movilizado es siempre una excepción crítica al estado de cosas, entonces la irrupción populista, e incluso la producción de la llamada hegemonía populista, es siempre poshegemónica: se trata de una movilización excepcional que puede producir sólo una hegemonía fantasma, por más que efectiva.   En cuanto movilización, y en condiciones de movilización, la hegemonía no puede estabilizarse. A mi juicio hablar de las condiciones mínimas del populismo como condición práctica de un populismo democrático, y hablar de su suplementación efectiva en términos de control y desenfatización de sus elementos verticalista-identitarios, es hablar de un posible o imposible, en cualquier caso de un necesario populismo poshegemónico sin el cual ninguna marea rosa o de cualquier otra tonalidad de luz puede abocar a otra cosa que su eventual catástrofe.

Ya Daniel James, en su viejo libro sobre peronismo, insistía en que no hay movilización sin desmovilización. La movilización está siempre acechada por una desmovilización que es su sombra, y es la desmovilización la que permite el alza tanto de la verticalización carismática como de su contrapartida la identitarización. En el momento de la desmovilización el carácter fantasmático de la hegemonía populista se manifiesta—cuando una hegemonía ahora convertida en ideológica quiere hacerse eterna. Pero esto significa, y esta sería mi tercera tesis, que la desmovilización populista marca el tiempo, la oportunidad, el kairós de la infrapolítica poshegemónica, el momento en el que la democratización real de la existencia encuentra su potencia de materialización. Es el momento en el que el desmovilizado, la gente, se siente como la parte que no puede ser el todo, y que no será el todo, en el que la gente, tú o yo o ellos, renuncian a la unificación como parte de la cadena de equivalencia: el momento sobrio, ajeno al entusiasmo, que pasa siempre por la renuncia a cualquier mediación mesiánica: el momento democrático.

Pero el momento democrático, fuera de nociones plebiscitarias o mayoritarias de democracia popular que constituyen en el fondo la trampa fundamental del populismo de izquierdas, es estrictamente incompatible, en mi opinión, con la movilización verticalista-identitaria. Por eso conviene ahora referirse a un ensayo publicado hace unos años por Pablo Iglesias, líder de Podemos, que fue republicado por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional Boliviano en septiembre de 2014, es decir, muy poco tiempo después de la irrupción efectiva de Podemos en el panorama de la política española y europea.   Igual que Iglesias buscó con su primera publicación apoyar el proceso boliviano, GL trata con la republicación de celebrar y apoyar la opción de Podemos.   En su artículo, Iglesias adopta claramente un esquema teórico laclauiano, por lo tanto la teoría de la hegemonía de corte finalmente gramsciano como instrumento último de acceso político para agentes contrasistémicos.   Promueve por lo tanto una política basada en programas identitarios nacional-populares.   Lo que está en juego para un Iglesias comprometido con una apuesta política no meramente española, dice, es crear “una gramática de la resistencia global” a través de, dice, “la indianización de la izquierda europea radical” (11).   Para Iglesias, que se está refiriendo a la noción garcía-lineriana de la indianización del estado boliviano, la llamada indianización de la izquierda europea es esencial para la constitución misma de una gramática global anticapitalista o antineoliberal basada en una “cooperación política trans-zonal” (10).   Conviene, para Iglesias, establecer vínculos fuertes entre “nuevos movimientos en la periferia” y “nuevas subjetividades invisibilizadas en los países centrales” (11).

El proyecto político es por lo tanto desde el comienzo, o inicialmente, un proyecto basado en el reconocimiento identitario, que Iglesias modula como visibilización de subjetividades.   Esto responde, en la explicación de Iglesias, a un punto ciego del análisis de clase marxista tradicional, históricamente incapaz de entenderse con identidades antagonistas no definidas por su inserción en la llamada “trinidad de la subalternidad,” esto es, proletarios, campesinos y lumpen (12).   Ahora, como corrección o abandono del marxismo, no se trata ya de aceptar la indigeneidad como un legítimo sujeto de insurgencia, sino que debe irse más allá: debe indianizarse la izquierda global. Pero ¿qué significa tal cosa?

Se nos dice que es una necesidad política desde un punto de vista estratégico. El potencial movilizador de la clase, dice Iglesias, hoy sólo puede desilusionar, puesto que la acumulación flexible debilita el poder de las organizaciones de clase y lleva a una redefinición de la precariedad subalterna (19). En otras palabras, “identidad” es la nueva “clase,” y “el aparato de lucha social y política se articula generalmente en el plano de las identidades” aunque este sea un plano difícil de manejar y siempre manipulable conservadoramente (17).   Iglesias afirma sin sombra de duda que hoy la identidad es “la condición de posibilidad de la transformación social en una dirección emancipadora” (17).   De ahí que el proceso boliviano tenga un papel ejemplar.   Debemos entender la afirmación fuerte que está detrás de todo esto, y que a mí me parece un error de órdago: la indianización global de la izquierda significa que la política de emancipación debe plantearse y configurarse sobre la base de reivindicaciones identitarias subalternas de reconocimiento. Esto, que podría parecer simplemente una culturalización de la política de izquierdas, es también más que eso: es la reducción última de la política a cultura, y el planteamiento de la emancipación, por tanto de la libertad, como mera cuestión de reconocimiento y consolidación identitaria.

Iglesias es sólo consistente cuando continua su tren de pensamiento aludiendo al hecho de que la identidad por sí sola no es suficiente, puesto que si lo fuera el MIP de Felipe Quispe, por ejemplo, se habría llevado el gato al agua en 2006. Fue el MAS, dado que tuvo la astucia de conciliar su propuesta identitaria con una política hegemónica que le permitió conciliar los movimientos campesinos y suburbanos indígenas con ciertos sectores de las clases medias.   Es la hegemonía, por lo tanto, la que precisa y usa de la identidad para lograr la constitución de una gramática política efectiva, sin la cual la identidad sería patentemente ineficaz. La identidad étnica sirvió en el caso boliviano como cola para aglutinar la posibilidad lateral de alianzas antisistémicas, y por lo tanto es la identidad étnica la que hoy sirve como modelo, modulable en Europa como subjetividades invisibles, para salir del impasse que es obvio en la izquierda radical europea, paralizada en un “queremos pero no somos capaces” (23).   Así, la noción de indianización global es la posibilidad misma de una identidad primordial pero metafórica que funcione como el significante vacío o el “point de capiton” para una nueva cadena de equivalencias capaz de crear una nueva hegemonía.   Pero esto significa: en realidad, la identidad ya no tiene contenido real, se ha convertido en un tropo cuya función es estrictamente política y cuyo referente es absolutamente contingente y así subordinado al poder político. Nada puede ser a la vez primordial y metafórico.

En la propuesta de Iglesias, la indianización global asume un papel metonímico o sinecdóquico que desplaza la cuestión de la identidad hacia la cuestión de la alianza contrahegemónica entre “clases peligrosas” o subjetividades diferentes (25).   La indianización es ahora la posibilidad misma de una articulación hegemónica real basada en la producción de cadenas identitarias subalternas en las que, sin embargo, el concepto mismo de identidad, ahora gramatizado, formalizado, vaciado, viene a significar sólo el posicionamiento subjetivo antisistémico desde la perspectiva de un antagonismo fundamental.   Estamos lejos de la noción de GL según la cual la indianización significa el devenir-real de Bolivia. Si para Iglesias lo antisistémico se hace capaz de optar al poder cuando la gente se mueve colectivamente a través de cadenas de equivalencias subjetivas, a Iglesias le falta la sinécdoque misma (para GL, recordemos, la sinécdoque era la identidad nacional previamente inexistente), le falta una identificación sustantiva que pueda ocupar la posición de significante vacío, es decir, que pueda ocupar el todo como parte, subordinando al resto de las partes.   La indianización global ha venido a significar el deseo de un significante vacío ausente capaz de establecer hegemonía en la generación de alianzas estratégicas.   Pero el significante vacío permanece ausente fuera de su reificación nacional o nacionalista.

Eso significa, la incorporación de demandas identitarias indígenas en una red de alianzas subalternas global o trans-zonal no organizará ni ahora ni nunca hegemonía identitaria mundial.   De hecho, esas demandas identitarias de reconocimiento sólo pueden adquirir, fuera del cierre hegemónico particular o nacional, eficacia política de forma posthegemónica, en su misma diferencia y disidencia, en su misma postulación de singularidad intransferible resistente a toda manipulación metonímica.   En otro de los ensayos de gente vinculada a Podemos republicados por la Vicepresidencia boliviana, el de Jesús Espasandín, Espasandín nos recuerda que el viejo marxismo sólo podía considerar lo indígena “una clase burocrática dependiente, osificada en la conquista democrático-burguesa de la tierra” (56).   De otra forma, las demandas indígenas eran consideradas “prepolíticas o infrapolíticas” (56).   Y quizás esto último no sea tan grave. Quizás lo que debería ocurrir, para salir del impasse en el que cae Iglesias al tratar de solucionar otro impasse, pero también para salir del impasse de la identidad nacional que pide GL, es, precisamente, no indianizar a la izquierda, sino posthegemonizar la identidad subalterna, y liberarla de su falso horizonte nacional e internacional, e infrapolitizarla, y liberarla de la política misma. Podemos imaginarnos a ese tipo, el ciudadano renuente a que le prescriban densidad y consistencia primordial identitaria como ciudadano, es decir, renuente a que lo conviertan en una caricatura de sí mismo, diciéndole a García Linera, y a Iglesias, y a Trump: “Hagas lo que hagas en política, déjame en paz, esto es, deja lo que yo soy o sea fuera de tu cálculo, no me uses y no me abuses, no me cooptes y no me apropies en nombre de tu libertad, que no es la mía.”

Debo concluir, y lo haré proponiendo un populismo marrano contra todo populismo mesiánico-comunitario, es decir, verticalista-identitario. Es el populismo que, ateniéndose a sus condiciones mínimas, sin rehuir la movilización política, apostando por la democratización inclusiva contra el robo del tiempo de la vida, puede resistir la hegemonización verticalista que inevitablemente resulta en la promesa rota para la que la identitarización de lo público no es más que compensación patética.   Es el momento en el que cierta política de la pasión se contrapone a la política de la acción a favor de un dejar-ser contra toda cooptación despótica; en el que el rechazo a la biopolitización del tiempo pide la no-exclusión de lo singular; el momento de una política de lo abierto, de una política del no-todo o de la renuncia a la totalización del campo social. Es la política que la democratización europea puede y debería prometer al mismo tiempo desde y contra su historia. Para no hablar de América Latina, donde la posibilidad que emergió parece hoy estar recediendo.

Pero hoy es más claro, justo después de la crisis griega, y en la incógnita respecto del espacio comunitario europeo y de su futuro, de lo que ha sido en muchos años, quizás en varias generaciones, justo aquí y ahora, que tal política, es decir, que el marranismo democrático, sólo puede ser él mismo posible como pliegue crítico, como resaca, como día-después, pero siempre dentro de una estructuración populista, de una irrupción demótica sin la cual la democracia no es más que administración antipopulista del estado de cosas. Al fin y al cabo, antes de poder respirar entre inocentes, antes de poder vivir con soltura, es necesario que hagamos retirar el precio que pesa sobre nuestras cabezas, y eso sólo puede hacerse quitándoles el poder a quienes hoy lo tienen.

Alberto Moreiras

Texas A&M University

Introducción al dossier de Debats de Infrapolítica y Posthegemonía. Por Alberto Moreiras.

(Lamentablemente, por un accidente de impresión, la última página de la introducción al dossier en la revista, por lo tanto en el PDF colgado más abajo, deja fuera unas primeras líneas en las dos columnas de la página, lo que hace imposible entender los párrafos pertinentes.  Así que cuelgo aquí el texto original, completo.)

Los cuatro ensayos de nuestro dossier buscan abrir en España una discusión que, si bien ha tenido alguna circulación en otros lugares, está lejos de ser lo suficientemente conocida en ninguna parte. Buscan, por lo tanto, invitar a un cierto conocimiento, que es antes el conocimiento de un proyecto que el conocimiento que el proyecto pretende producir. Son ensayos introductorios, pero con una particularidad que otros preferirían quizá llamar síntoma: se introducen a sí mismos, dado que introducen no un conocimiento sino un proyecto de conocimiento en el que participan.   Y eso me pone a mí en una situación un tanto espinosa, a pesar de la amable invitación de Rosa María Rodríguez Magda (a cuya insistencia se debe la existencia misma del dossier, con nuestra gratitud): introducir a los autointroductores, entre los cuales, encima, me cuento, no puede hacerse de forma demasiado digna ni por un lado (invertir el juego, doblar el signo y autointroducir a los introductores) ni por el otro (radicalizarlo y entregarse a una especie de autointroducción generalizada en el que toda traza narcisista sea volada en exposición abyecta.)

Tales son, me temo, las derivaciones estructurales de lo que el ensayo de Jorge Alvarez Yágüez, por ejemplo, mienta cuando dice “no habrá otra forma de trato con el mundo mientras no aparezca otro modo de pensamiento.” Sería mentiroso negar que nuestra pretensión es buscar otro modo de pensamiento y otra forma de trato con el mundo, y sería presuntuoso arriesgar que estamos en ello.   ¿Es esa frase de Alvarez Yágüez ya parte de ese otro modo de pensamiento? No podría en rigor no serlo, pues algo se anuncia en la frase que necesariamente nace en ella (aunque pueda también morir por dejadez o descuido). Tampoco podría serlo, pues la frase anuncia un mero subjuntivo que sólo comparece en cuanto tal. Quizás invocar el futuro perfecto—introducir estos ensayos diciendo que su modo es el futuro perfecto, lo que no apuesta gran cosa, pues lo peor que puede pasar es que no sean leídos en el futuro, si se han hecho irrelevantes, y entonces no importe ya—sea la única posibilidad restante, aunque ella misma quede a su vez, imposiblemente, demasiado osada y demasiado tímida. Y no hay por lo tanto más que apelar a la benevolencia de lectoras y lectores para que no juzguen con demasiada intemperancia.

En El hombre unidimensional preguntaba Herbert Marcuse cómo sería posible que la gente que es objeto incesante de dominación productiva y eficaz creara las condiciones de su libertad.   Para él la respuesta tenía un posible rango dialéctico, en el sentido de que serían las condiciones maquínicas de la sociedad contemporánea las que guardaran en sí, no sólo su maldición evidente, sino también la posibilidad misma de salvación en algún futuro próximo.   Pero la infrapolítica no es tan optimista, o lo es de otro modo.   Supone que no hay fines ni metas de la historia, ningún futuro que responda a racionalidad alguna, que los medios son todo lo que podemos entender, lo que está exclusivamente a nuestra disposición intelectiva, que los presuntos fines no son más que medios camuflados y denegados en cuanto tales.   Así que hay que lidiar con ellos, con los medios, y encontrar una inscripción en su mundo.   Infrapolítica, poshegemonía, incluso infrapolítica poshegemónica o poshegemonía infrapolítica (estas dos últimas, y la diferencia entre ellas, categorías en juego en el ensayo de Jaime Rodríguez Matos), son formas específicas de buscar esa inscripción desde un estado de ánimo que afirma antes que nada ni maldición ni salvación, sino, no precisamente voluntad, ni deseo, ni intención de goce, pues el goce es también endiablado, sino más bien apertura a un goce otro, disponibilidad para ello.

Si los ensayos que siguen descreen de toda solución dialéctica, de todo tiempo futuro, del juego heliopolítico que lo postula como infinitamente vivible o bien como infinitamente no vivible, es porque, en el fondo, descreen de toda solución política.   Pero lo hacen desde cierta experiencia de la demanda incondicional de tal solución—el enigma, que es que tal demanda se presente sin presencia, se indique sin indicación, simplemente sea y esté por todas partes aunque nunca sea ni haya sido saciada, no queda revelado, sabemos, en la mera apelación guardada a ese goce otro que es el goce del me pantes, del no todo contra toda totalidad y cierre despótico.   Sin su posibilidad, sin embargo, no habría siquiera enigma.

Esa posibilidad es también, y por lo pronto, al margen de ser quizá otras muchas cosas, lo que Sergio Villalobos nombra al final de su texto “una posibilidad de pensamiento.”   Ha sido arduo llegar a ella, pero vivir es arduo, y lleva en el mejor de los casos muchos años (en el peor, o ninguno o pocos o más años todavía).   A mí me gustaría decir aquí, por mí y por otros, que esa posibilidad de pensamiento es ya de antemano goce otro, goce sintómico, o no es nada, pero no sé si estoy autorizado por mis amigos a decirlo.   En todo caso, me parece que sólo ello justifica no sólo lo arduo de la empresa sino sobre todo estas propuestas, que no son ni osadas ni tímidas, en realidad, sino todo lo contrario, a favor de un proyecto de vida infrapolítica y poshegemónica, necesariamente posuniversitaria, y sin compromiso con nada que no sea la cosa misma, la cosa de un pensamiento que es también la cosa de la vida, y que disuelva en su enunciación ya la vieja alternativa entre teoría y práctica que, en su exacerbación contemporánea, contribuye más que ningún otro ideologema tanto a la ruina de la política como a la ruina del pensamiento en cuanto tal. Quiero notar también que, a pesar de que un cierto azar convoque en estas páginas a cuatro nombres masculinos, el goce (otro, femenino) que se propone y explora en ellas no tiene tal signo—o al menos invita a su destrucción si lo tuviera.

Los trabajos que siguen no sólo son introductorios. Intentan también ofrecer una cierta genealogía, y desde ella intentan proyectar un curso o un camino, y cabalmente no un programa.   Hablan por sí mismos, y no es mi intención ofrecer resumen alguno, todavía menos una clave de lectura. Pero se publican en España en medio de una coyuntura política cuya apelación fuerte, por activa o por pasiva, a la noción de hegemonía, y así a la noción de articulación contrahegemónica, sería remiso dejar de mencionar. Las ideas de los grandes teóricos de la hegemonía, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, son para nosotros, como se hará obvio en la lectura, lugar inevitable de conversación.   Han sido instrumentales y explícitamente invocadas en el proceso político en Venezuela, Argentina, Bolivia, Grecia, y otros lugares, y lo son ahora en España.   La teoría de la hegemonía, en la expresión inicial de Laclau y Mouffe y en el consiguiente desarrollo sostenido por parte de Laclau, es una herramienta muy eficaz para entender e implementar un proyecto político hegemónico, y quizás particularmente desde una posición contrahegemónica.   La pregunta que la infrapolítica le hace a todo implementador hegemónico con voluntad democrática es siempre a propósito de lo que podríamos llamar el momento de consolidación—el “día después,” con su necesidad sostenida de invención libre.

En un artículo reciente, Yannis Stavrakakis, también miembro de nuestro grupo, insiste en que Syriza y Podemos son movimientos fundamentalmente populistas en el sentido preciso de Laclau y Mouffe, a través de su doble apelación a una noción inclusiva de pueblo y de la erección políticamente constitutiva de un antagonismo (la Europa de la troika, o la casta). Stavrakakis comenta que, si las instituciones europeas se muestran incapaces de lidiar con ello, entonces el fin de la democracia europea, largamente anunciado, se habrá revelado con claridad ominosa. En cualquier caso, quizá un punto crucial de debate consista en rechazar como forma política toda articulación carismática del poder a medio o largo plazo.   Una relación carismática, incluso si, como hace Stavrakakis, busca invertir sus términos convencionales y definirse como una relación social recíproca entre gente y dirigentes, puede abrir el camino a una invención democrática, pero a duras penas sostenerla.[1]

Si postuláramos, en la inmediatez política, la necesidad de abandono o suspensión del carisma militante y por lo tanto también de la militancia carismática, no habría en ello renuncia a politicidad alguna, sino algo así como una politicidad de segundo orden, que en cuanto tal pertenecería o podría derivarse de la constelación o ejercicio infrapolítico.   Atrapada la democracia contemporánea entre su suspensión o secuestro técnico y la tentación comunitaria en luz carismática, estamos a favor de su renovación y de las fuerzas sociales que la promueven, pero en desistencia contracomunitaria y contra todo nuevo rapto del tiempo; y, en el conflicto, del lado de aquellos que prefieren no comulgar, no responder, y no pertenecer, con los que se juegan su vida, siempre infrapolíticamente, en ello.

Pero justo en la medida en que la infrapolítica no es política, sino que sólo toca la política, en la medida en que la infrapolítica no es otra forma de política aunque sea quizás otra forma de pensar la política, en esa misma medida se abre también a un afuera no domable ni reducible por la angustiada pretensión de que todo es político.   Y es pensar ese afuera, que es por supuesto también una forma del adentro, lo que buscamos sin saber si su cercanía se hará accesible: ankhibasie.[2] Habrá sido una forma de goce (otro) en el futuro perfecto.

Alberto Moreiras

Texas A&M University

[1]  Ver Yannis Stavrakakis, “Populism in Power: Syriza’s Challenge to Europe.” Juncture 21.4 (2015): 273-80.

[2] Heráclito, fragmento 122.   Ver Kirk, Geoffrey Stephen, John Earle Raven y Malcolm Scofield eds., The Presocratic Philosophers: A Critical History with a Selection of Texts. Cambridge: Cambridge UP, 2983, 206.