
Más allá del cómputo mundial, de la dialéctica de los cálculos estratégicos y económicos, más allá de las instancias estatales, nacionales o internacionales, más allá del discurso jurídico-político o teológico-político que no alimenta más que la buena conciencia o la denegación, era necesario, sería necesario, es necesario apelar incondicionalmente al por-venir de otro derecho y de otra fuerza, más allá de la totalidad de este presente.
Jacques Derrida, La última palabra del racismo
La deconstrucción infrapolítica revisitada
Sergio Villalobos-Ruminott
Se está haciendo cada vez más tarde. No quería dejar pasar la oportunidad, antes de que se acabe este mes de mayo para lanzar, como se lanza una piedra al lago, unas cuantas notas sobre la cuestión de la deconstrucción en el trabajo infrapolítico que, como trabajo de pensamiento en proceso, no puede conformarse ni con conclusiones policiales ni con dicotomías peregrinas. Todo lo que digo está sujeto a discusión y, por lo tanto, estas notas no tienen un carácter ni correctivo ni normativo, son solo elaboraciones de una posición personal, esto es, de lo que podríamos llamar mi énfasis en el horizonte infrapolítico.
Para mi, siempre ha sido importante la conjunción de ambas palabras, deconstrucción e infrapolítica, porque ella devela una cierta continuidad, un cierto tener que ver con el trabajo de Jacques Derrida, en primer lugar, y con el trabajo de una serie de colegas, en distintas partes del mundo, que se inscriben bajo su nombre. Por supuesto, esto no significó ni significa asumir nada acríticamente, sino más bien dice relación con la dieta de lecturas, el estilo y la forma de confrontar problemas que, sin ser los mismos, apuntan a una misma matriz, la de un mundo en transformación que desarticula los esquemas conceptuales y analíticos tradicionales, poniendo en cuestión no solo los saberes y las prácticas académicas o intelectuales modernas, sino el rol de las disciplinas, de la misma Universidad y de lo que entendemos por política, su historia y su tradición. Esto, claro, en el entendido de que la deconstrucción, asociada primero con el trabajo de Derrida, y luego con el trabajo crítico de un sector amplio de intelectuales contemporáneos, pareciera orientarse por las mismas intensidades y operaciones de lectura. Incluso, y esto es lo que realmente interesa acá, si decidiéramos remitir la deconstrucción única y exclusivamente al nombre y al trabajo de Jacques Derrida, ésta no constituiría lo que, comúnmente, reconocemos como una teoría en sentido universitario, un paradigma o una perspectiva epistemológica que uno pudiese ‘aplicar’ o desde la cual se pudiesen determinar ciertas conclusiones específicas, ciertas normativas o indicaciones académicas, prácticas o políticas. En este sentido, por ejemplo, pensar la deconstrucción como una teoría de la democracia no sería sino volver a inscribirla en el esquema metafísico moderno, bajo la postulación de una síntesis armónica de teoría y práctica.
La deconstrucción no es una teoría de la democracia, y esto último no es menor, pues equivale a decir que no hay una teoría política de la deconstrucción, cuestión que parecía y aún parece delatar una cierta debilidad o falta. En efecto, esa falta ha sido el objetivo habitual de muchas críticas, ataques y descalificaciones, ya desde antes de este siglo. Todos hemos escuchado estás inflexiones y juicios sumarios: “La deconstrucción es una práctica meramente textual”; “un formalismo lingüístico”; “carece de aterrizaje histórico y político”; “queda presa del giro lingüístico”, y, por lo tanto, “es una forma postmoderna de reflexión que debilita el pensamiento de ‘gran estilo’, asociado a los universales de la razón y del proceso histórico”; “es una ironía privada, sin consecuencias públicas”; hasta otros más radicales: “es el correlato epistemológico de una nueva forma laxa de imperio”; “una expresión ideológica de la autoconsciencia decadente de la Universidad moderna”; “el último estertor del régimen humanista del trazo y la escritura”. Estos juicios e inflexiones, que ya eran habituales en los últimos años del siglo pasado, pertenecían y aún pertenecen al repertorio discursivo de muchos intelectuales deseosos de dejar de lado la complicación deconstructiva y poder abrazar procesos históricos que parecen estallar ad portas de la Universidad, haciendo ver a la misma Universidad como una máquina reaccionaria y neutralizadora, cuando no, como una más de las terminales descentradas del neoliberalismo y sus procesos de producción flexibilizados. Pero también eran y son parte del repertorio más elaborado de muchos practicantes de las ciencias sociales y de las humanidades que, incapaces o desinteresados en entreverarse con la cuestión misma de la deconstrucción, se conforman o satisfacen con dichos lugares comunes, para seguir desarrollando sus agendas de trabajo intelectual, debidamente acreditadas por el orden del discurso institucional de la universidad neoliberal. La crítica y la denuncia de la deconstrucción ha sido y aún es parte de una habilitación facultativa, aquella que determina la gravedad, la responsabilidad y el compromiso con lo que realmente importa en el mundo, es decir, permite dividir las aguas entre los indolentes practicantes de la deconstrucción y aquellos que están facultados para hablar en serio, más allá de la Universidad, siempre que la misma deconstrucción pareciera haber adquirido carta de residencia e, incluso, de hegemonía al interior de la Universidad, olvidándose de pensar la política, el poder, el mundo. Sin embargo, reducir el trabajo de Derrida a una defensa de la universidad sin condiciones, sin haber esclarecido qué significa todo esto, es una adjudicación igualmente gratuita y errónea. ¿Qué significa esa universidad sin condiciones, qué nos depara en términos del pensamiento y la escritura, de su relación con el poder, el Estado y su potencial afuera?, ¿cómo se diferencia de la universidad telemática actual, la que como un panóptico diseminado en cada terminal computacional, se instala potencialmente, con su historia y sus currículos, en la morada de cada uno de nosotros?, ¿qué lengua habla esa universidad sin condiciones, como pensarla en relación con lengua universal del saber, del capital y su circulación universalizante, y en relación con la lengua local, lengua madre del ruido y del fin de la equivalencia?
Como se ve, las críticas y denuncias contra la deconstrucción no son nuevas, y no son fáciles de descartar, porque no responden a una lógica argumentativa simple, sino a una profunda estructura afectiva relacionada con la cuestión freudiana de la denegación. Sin embargo, a pesar de toda esta buena voluntad, el verdadero rendimiento de estas demarcaciones y denuncias es muy vago, sobre todo cuando esta denegación naturalizada habilita una forma de la intelligentsia universitaria contemporánea, la del “faculty”, que puede hablar universitariamente contra la Universidad, y que llega incluso a redefinir el rol del crítico tradicional bajo la forma de un nuevo tipo de publicista teórico (experto en reseñas y entrevistas), sin dejar de abastecer, con su encomiable trabajo, el nihilismo de un mundo caído a la lógica universitaria del discurso, pero de un discurso que se pretende a sí mismo más allá de la misma Universidad y, por tanto, de la deconstrucción.
Se me perdonará el tono auto-referencial acá, pero no puedo evitar mencionar cómo para el horizonte de trabajo relacionado con la infrapolítica, la deconstrucción, nunca de manera acrítica o dogmática, aparece como inevitable en la medida en que identificamos su trabajo (o al menos yo identifico su trabajo) con una necesaria y sostenida interrogación de los presupuestos logocéntricos que alimentan la tradición del pensamiento y de la práctica política occidental. Ya antes, cuando los debates que conformaban mi entorno inmediato se daban al interior del pensamiento postcolonial y del subalternismo, era frecuente escuchar las denuncias de la deconstrucción como una forma de “humanismo occidental que repetía el elitismo académico y sus preocupaciones, sin atender a la verdad misma (y los sufrimientos) del subalterno, de carne y hueso”. No exagero: antes de la infrapolítica, cuando los paradigmas latinoamericanistas vacilaban dramáticamente gracias a la transformación material del mundo producida por la globalización, la pacificación y la democratización neoliberal, aquellos intelectuales que se aventuraban más allá de la mera repetición de las estrategias y claves teóricas y políticas asociadas con la formación del Estado nacional, los frentes populares, o la misma cuestión de la identidad y las formaciones hegemónicas, eran tachados de deconstruccionistas, lo que, de suyo, era ya una ofensa, o al menos, una advertencia. Recuerdo a más del algún profesor diciéndome, con buenas intenciones, “cuidado ahí que es un camino sin salida”, más de algún artículo rechazado, pidiéndome que “no hablara de la deconstrucción, que estaba pasada de moda”.
Todo ese trabajo ‘deconstructivo’ de los años 1990 y 2000, que fue constitutivo de un suelo de pensamiento, dio paso a la reflexión infrapolítica, y aunque yo mismo participé activamente de los debates del subalternismo y del post-colonialismo desde el año 2000 (traduciendo tres libros, escribiendo varios artículos, y dictando clases al respecto), lo cierto es que el momento que marca una cierta definición y una cierta coherencia en mi propio trabajo está relacionado con la configuración del horizonte y del grupo de trabajo relacionado con la deconstrucción infrapolítica. Para nosotros, o tal vez solo para mi, esto suponía hacerse cargo de todas las críticas y descalificaciones que la deconstrucción había sufrido al interior de lo que ya entonces aparecía como un campo intelectual en decadencia. Nunca el interés fue el de habilitar o excusar a la deconstrucción contra sus críticos, sino el de pensar dichas críticas en su condición sintomática, es decir, como indicaciones de una transformación general del pensamiento y de sus soportes materiales, universitarios, que requería y aun requiere posicionarnos más allá de los Area Studies y sus auto-limitantes fijaciones identitarias y locacionistas.
La infrapolítica, que sigue despertando tanto dudas como reacciones advenedizas, por supuesto tampoco constituye una teoría convencional o un nuevo paradigma político, un paradigma que uno podría poner en relación con el pensamiento impolítico, la biopolítica o cualquier otro invento contemporáneo. La infrapolítica es un giro existencial pero no existencialista (el ego no cumple ninguna función existencial o trascendental en la infrapolítica), que pone en suspenso la demanda propia de la onto-política occidental, y, por tanto, suspende la estructuración subjetiva del sentido, lo que le permite afirmar una diferencia entre política y existencia, diferencia enormemente problemática, sobre todo para la definición metafísica del hombre. Es decir, en la medida en que la política sigue siendo pensada como estructuración subjetiva de la acción, la infrapolítica no puede ser otra cosa que una interrogación frente a dicha estructuración subjetiva, lo que abre la cuestión de la existencia más allá de las demandas, archeo-teleológicas, de la historia, entendida sacrificialmente según una determinada racionalidad, destinalidad o futuro.
Todo esto que he dicho casi apodícticamente, ha sido discutido y elaborado en otros lugares, pero lo traigo a colación, porque tampoco es correcto reducir la infrapolítica a una cuestión de énfasis al interior de la deconstrucción, entendiendo que la deconstrucción ha llegado a ser un nombre universitario bajo el que circulan demasiadas cosas heterogéneas entre sí. Sin embargo, lo que sigue siendo relevante de la deconstrucción en mi lectura infrapolítica, tiene que ver con la forma en que el trabajo de Derrida no solo va más allá de la filosofía o teoría política (sin que esto reprima o prohíba usos de la deconstrucción en tales disciplinas), sino que puede leerse como una solicitación sostenida de los presupuestos carno-falo-filo-logocéntricos que estructuran la imaginación y las prácticas políticas convencionales. Y, por tanto, reducir la deconstrucción a una defensa de la universidad o de la democracia liberal, como parecen hacerlo varios autores contemporáneos (véase, por ejemplo, la serie de textos compilados por Pheng Cheah y Suzanne Guerlac en Derrida and the Time of the Political, en especial los textos de Wendy Brown y Jacques Rancière), no resulta muy acertado.
La relación entre deconstrucción y democracia implica, entonces, una complejidad mayor, siempre que hemos depuesto la posibilidad de poner a la deconstrucción como el fundamento de la democracia, es decir, siempre que hemos cuestionado la lógica fundacional que sutura deconstrucción y política de esta manera. Si la deconstrucción habla de una democracia por venir, de una democracia que no ha tenido lugar, no lo hace en nombre de una política democrática, ni siquiera en nombre de una nueva política, sino que poniendo en cuestión la misma conjugación política de la democracia, en la medida en que la estructura temporal de ese por venir, de ese à venir, ya no se corresponde con la estructuración sacrificial del tiempo de la política o de la historia. Pensar esa democracia, que él mismo Derrida vacila en definir como un fenómeno meramente político (Canallas), no equivale a pensar en un proyecto político, algo que, ¡por fin!, le daría a la deconstrucción una carta de residencia cívica en el mundo progresista universitario. Por el contrario, pensar esa democracia à venir, esa democracia que no ha tenido lugar, equivale a seguir sosteniendo la interrogación de las limitaciones logocéntricas del pensamiento y la práctica política contemporánea, incluyendo el rumor público sostenido por los publicistas teóricos que siguen desechando la deconstrucción como un pensamiento inoperante, cuando no, como un pensamiento operativo pero puramente universitario.
En efecto, para entreverarse con esa democracia à venir, sin abstraerla de su contexto y presentarla como una simple robinsonada del viejo Jacques, pareciera necesario entender el trabajo sistemático y riguroso de Derrida y su sostenida interrogación de los presupuestos logocéntricos del pensamiento occidental, desde su cuestionamiento de la estructura del signo en la lingüística contemporánea, la problemática del origen contaminado en la fenomenología husserliana, la cuestión de la co-implicación de violencia y metafísica en el pensamiento levinasiano, hasta la cuestión de la autarquía como forma decisionista de la soberanía en la formulación de la analítica existencial del Dasein, para seguir con la interrogación de los presupuestos lógicos (ontológicos) en las ciencias de la vida, pasando por una sostenida interrogación de la función del derecho en su tensión con la problemática de la justicia, para abrir la cuestión de la soberanía y de su indivisibilidad, hacia la pregunta por la différance y por la historicidad. Lejos entonces de aquellos que intentan dividir su trabajo en periodos (joven-maduro) o énfasis (textual-político), para mí y desde el horizonte infrapolítico, el trabajo de Derrida es irrenunciable por su interrogación y por su corrosión de la tradición filosófica y política, y sus economías epocales, principiales y nómicas.
Se esta haciendo cada vez más tarde, y en estos días de revuelta y pandemia, cuando el corazón de la justicia vuelve a ser desgarrado por la policía y su fuerza de ley, y cuando las protestas sociales son criminalizadas en nombre del estado de derecho, el racismo y su nunca realmente agotada última palabra, siguen determinando el que-hacer cotidiano de nuestras sociedades. En medio de toda esta violencia, surgen las revueltas, movilizadas no solo por un concepto equivalencial de justicia, por la venganza y el resentimiento, sino también por la posibilidad y como posibilidad de una democracia à venir, la que solo podrá acaecer más allá de la estructuración sacrificial de la política.
En última instancia, si la infrapolítica no puede ni debe ser reducida a un énfasis al interior de la deconstrucción, tampoco me parece atinado descalificar a Derrida y su sostenido cuestionamiento del logocentrismo, apelando a la utilidad o pertinencia de un nuevo autor, paradigma o corriente universitaria. El mismo Derrida mostró en su relación con Hegel o con Marx, que lejos de la lógica mercantil que nos induce a elegir entre Pepsi-Cola y Coca-Cola, la importancia de un autor, de un pensamiento, está más allá del anecdótico gusto personal y nuestras pretensiones. Además, Derrida hubiese preferido la cicuta.