Sergio Villalobos-Ruminott
En la formulación de Spivak entonces “el subalterno es necesariamente el límite absoluto del lugar donde la historia es narrativizada como lógica” (16). Para ella, la subalternidad no es solo el efecto material o social de las formas en las cuales la hegemonía garantiza la subordinación. También es, como nos dice, el fundamento para “una teoría de la lectura en el sentido más fuerte posible” (4). La subalternidad apunta hacia el sitio tanto en el campo social como en el campo filosófico/epistemológico en el cual puede producirse un desplazamiento del sistema de significación desde la posición hegemónica a la no hegemónica. Por lo tanto, para Spivak la categoría de subalternidad contiene la posibilidad de interrumpir la cadena de significación hegemónica y de rearticularla en formas no hegemónicas.
Gareth Williams, El otro lado de lo popular. Neoliberalismo y subalternidad en América Latina
Si se me permite un momento de parresía, más allá de cualquier intención polémica, diría que estas notas surgen como primera y franca reacción a dos intervenciones recientes en las que se enfatizaba la relación entre marxismo y subalternismo, y en las que, curiosamente, se intentaba enmendar el rumbo de los estudios subalternos para hacer de ellos un campo de discusión vinculado directamente con la situación política contemporánea. No debería extrañar entonces que la primera de estas intervenciones haya ocurrido durante el simposio de despedida y homenaje a la larga trayectoria de John Beverley (29 y 30 de marzo del 2018), un académico de la Universidad de Pittsburgh y autor de una considerable obra crítica vinculada sustancialmente con los procesos políticos latinoamericanos y con la formación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos. En dicho homenaje, Bruno Bosteels, actual académico de la Universidad de Columbia y autor de varios libros sobre el pensamiento de Alain Badiou y la política contemporánea, leyó una intervención titulada “Marxismo y subalternismo” donde recalcaba el hecho de que Beverley, muy alejado de la moda deconstructiva de cierto subalternismo trasnochado, había sido uno de los pocos y, ciertamente el más enfático, en señalar la indisoluble relación entre los estudios subalternos y el marxismo. Gracias a esto, el trabajo de Beverley funcionaba como un lugar de conexión con las preocupaciones actuales de una izquierda académica inconforme con el pacto neoliberal y lo eximía de casi todo pecado frente a la mirada inquisidora con la que Bosteels interrogaba algunos debates al interior del latinoamericanismo de los últimos años.
La segunda intervención se da gracias a la visita de Peter Thomas a la Universidad de Michigan, el 9 y 10 de abril del año en curso. Thomas es autor de un riguroso estudio titulado The Gramscian Moment (2009), que corresponde al número 24 de la colección de libros publicados bajo el sello de Historical Materialism en Inglaterra. En esta visita a Michigan, organizada por el Grupo de estudios marxista de dicha universidad, Thomas leyó un sugerente ensayo titulado “Refiguring the Subaltern” dedicado a mostrar la necesidad de volver a los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci, lugar donde, a diferencia de los énfasis del primer subalternismo indio, se encontraría una concepción de la subalternidad integrada al proceso político efectivo y, por lo tanto, partícipe de la teoría y de la lucha por la hegemonía. A partir de identificar al subalterno como aquel que sufre alguna forma de dominación más que de exclusión, Thomas enfatiza la necesidad de oponerse a las concepciones sublimes, anti-representacionales, místicas o impolíticas de la subalternidad, apuntando a la problemática del Estado integral y de la revolución pasiva como lugares que definirían un marco de politicidad que le restituiría al subalterno una cierta agencia política.
Lo que ambas presentaciones tienen en común, sin embargo, no es solo el intento por reterritorializar el subalternismo al interior de la ‘problemática marxista’ y desplazar las preocupaciones ‘deconstructivas’ como extraviadas, en el mejor de los casos, sino también el intento de restituirle al marxismo una cierta prioridad epistemológica y ontológica para entreverarnos, políticamente, con los procesos de dominación en el mundo contemporáneo, ya sea en términos de una lucha intra-universitaria por la hegemonía paradigmática y curricular, ya sea en los términos de una lucha extra-universitaria contra la clase dominante reconfigurada a partir del proceso de globalización y la debacle del marxismo histórico. En rigor, en ambas intervenciones se intenta retomar el vínculo entre subalternismo y marxismo para posibilitar una cierta respuesta a la demanda incumplida de politicidad, demanda que implica la redefinición de lo que sería hoy en día la izquierda en el contexto post-político producido por la facticidad neoliberal.
Dirigidas abnegadamente a responder a esa demanda de politicidad, ambas presentaciones coinciden entonces en señalar los vicios deconstructivos o místicos de un subalternismo que piensa al mismo subalterno como límite infranqueable de la política, como afuera constitutivo o, simplemente, como lugar donde la misma lógica hegemónica es puesta ya siempre en cuestión. Aunque no plenamente desarrollado, el intento de Bosteels pasaba por retomar la lectura de Beverley como antídoto contra el subalternismo deconstructivo, ejemplificado no solo en lo que fue llamado por entonces (años 2000) un subalternismo de ‘segundo orden’, sino ahora re-articulado en un horizonte de pensamiento asociado con las nociones de deconstrucción infrapolítica y post-hegemonía. Obviamente, los nombres implicados acá son, entre otros, los de Alberto Moreiras, Gareth Williams, culpables de haber escrito un par de libros a principios de esa década y donde se lee, en un caso (Moreiras, The Exhaustion of Difference, 2001), el agotamiento del horizonte cultural e identitario al interior de los estudios latinoamericanos, y en el otro (Williams, The Other Side of the Popular, 2002), el desajuste entre dichos paradigmas interpretativos y la compleja y dinámica realidad latinoamericana a partir del interregnum precipitado por la globalización.
En este sentido, sería el paso desde el subalternismo de segundo orden, culpable de una cierta despolitización del proyecto originario, a la deconstrucción infrapolítica, sostenida en una perseverante lectura de Heidegger y Derrida, lo que condena a sus practicantes a ser epígonos de una cierta jerga de la finitud, que correspondería a una manifestación tardía de lo que el viejo Theodor Adorno llamó, alrededor de 1965, jerga de la autenticidad, para caracterizar la problemática heideggeriana de la analítica existencial como una forma de arribismo generacional y conservador que buscaba refugiarse en la interioridad de la lengua alemana, para resistir el ataque de la moderna sociedad de masas y sus inauténticos murmullos (nótese el orteguismo de esta hipótesis).
El caso de Peter Thomas es más elocuente y preciso, si pensamos en la intencionalidad última del argumento: la restitución de una cierta politicidad que permita resistir el dominio incontestable del poder contemporáneo. En efecto, Thomas apunta a Spivak y a cierto giro anti-representacional en el subalternismo indio causante de una concepción sublime del subalterno que le restaría agencia política mientras le garantizaría una cierta agencia figurativa o catacrética. De ahí entonces la necesidad de volver a los Cuadernos, pues en ellos Gramsci elabora, ‘originariamente’, la noción de subalterno en tándem con la problemática del Estado nacional o integral (no es necesariamente lo mismo) y de la revolución pasiva. Si el subalternismo indio rompió con el marxismo convencional europeo y su teleología historicista, no por ello debería haber desechado la problemática de la agencia política, de la formación de los bloques y la articulación de lo social-popular en términos capaces de disputar la hegemonía de las clases o sectores dominantes. De ahí entonces que la conclusión de Thomas sea muy precisa y sin pedido de disculpas, hay que volver a Gramsci, y a un horizonte de lectura hegelianao, para problematizar la relación entre el subalterno y el Estado en términos efectivos y no dejarse seducir por la renuncia, finalmente nihilista, a la demanda de politicidad.
En este sentido, el argumento desplegado por Bosteels es más bien hostil frente a un grupo universitario, más o menos identificable, que representaría el mono de paja de la metafísica y su destrucción o deconstrucción infinita, mientras que el argumento de Thomas no solo descarta la problemática de lo que él mismo agrupa en términos muy gruesos como subalternismo indio y latinoamericano, sino que avanza en proponer una vuelta a Gramsci como centro-sujeto de una nueva articulación teórica y política capaz de problematizar la dominación contemporánea. Quizás por esto mismo, el verdadero homenaje a Beverley lo termina escribiendo Thomas, precisamente porque es Beverley quien, en el contexto de los debates al interior de subalternismo latinoamericano y del ascenso de los gobiernos de la llamada Marea Rosada latinoamericana, a comienzos de este siglo, hizo de manera más elocuente el paso desde la famosa pregunta de Gayatri Spivak ¿puede hablar el subalterno?, hacia una pregunta más operativa, y cercana a las preocupaciones de Thomas: ¿puede gobernar el subalterno de una manera tal que no sea la mera reproducción de la hegemonía tradicional? De ahí también que la “rehabilitación” de la relación entre marxismo y subalternismo presente en ambas ponencias, lleve implícita la hipótesis (hegeliana) del Estado como lugar en el que se jugaría la gradiente política de la subalternidad en el capitalismo contemporáneo. Gramsci y la hegemonía retornarían así incólumes a pesar de los ‘ataques’ esgrimidos desde la deconstrucción y sus derivas post-hegemónicas, y a pesar de la aparentemente fortuita posición intermedia ocupada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe quienes han re-elaborado la misma noción de hegemonía más allá de las limitaciones identitarias y economicistas del marxismo convencional (postmarxismo), para suplir precisamente la misma demanda de politicidad que se hace patente con la crisis histórica del modelo partisano propio de la Guerra Fría. Empero, habría que considerar que a pesar de que Laclau y Mouffe terminan por sacrificar su elaboración compleja de la política a la misma demanda moderna de politicidad, lo hacen, sin embargo, con una lectura más elaborada de la tradición marxista, lo que les permite evitar descubrir una vez más la pólvora marxista que sazona la producción industrial de papers universitarios políticamente correctos hoy en día.
Sin embargo, como indicaba al principio de estas notas, no me mueve un interés polémico sino analítico, por lo tanto, antes de criticar las hostilidades o generalidades presentes en estas intervenciones, quisiera proponer algunos puntos que parecen haber sido olvidados demasiado rápido, gracias a este revival y re-descubrimiento del marxismo y de Gramsci para pensar el presente. Por supuesto, no intento negar ni afirmar la relevancia de Gramsci o del marxismo en general, pues, parafraseando a Borges, no hay ideas ni libros definitivos, salvo para el cansancio o para la teología. Tampoco intento ‘defender’ las proposiciones de Spivak, o de cualquiera identificado con el subalternismo deconstructivo, no solo porque sus textos se defienden solos, sino porque mi interés acá es mostrar algunos puntos que, sin descontar las contribuciones de nadie, permitan una apreciación más ajustada a las dinámicas de un debate olvidado o tergiversado. Organizaré mi argumentos en una serie de afirmaciones que espero poder desarrollar en un momento posterior.
1) Mientras que el proyecto del subalternismo indio y latinoamericano no fue simplemente gramsciano, tampoco el Gramsci de ambos grupos subalternistas es el mismo de aquel configurado por el euro-comunismo ni menos de aquella versión usada por las sociologías transitológicas latinoamericanas en los años 1980. Con esto quiero simplemente advertir que existe acá un doble problema: por un lado, la posición ‘principial’ que adquiere Gramsci (y algunos clásicos del marxismo regional) para reelaborar lecturas críticas del presente (lecturas que no pasan, por ahora, de una variedad de ejercicios de interpretación literaria), no evade el problema más delicado de restituir una relación moderna, convencional o metafísica, entre teoría y práctica (relación, valga decirlo, que el mismo Gramsci había problematizado). De ahí se sigue también el carácter problemático de los llamados a re-leer el glorioso archivo del marxismo latinoamericano para enmendar el rumbo, o la crítica del subalternismo histórico por no ser suficientemente gramsciano, pues es en estos llamados se intenta una subordinación principial de las prácticas intelectuales a un conjunto de presupuestos nunca problematizados y asumidos como verdades políticas auto-evidentes. En tal caso, la consagración del Gramsci de los Cuadernos como centro-fetiche de una nueva articulación política, previene e incluso reprime otras lecturas del mismo italiano, que lo substraen de esta sedimentada serie de interpretaciones históricas y lo abren a nuevas posibilidades. No me interesa entonces desecharlo a él ni a nadie, sino abrir la posibilidad de una lectura “en el sentido mas fuerte posible”.
2) Pero incluso desde el mismo corpus gramsciano, habría que levantar una objeción contra su reducción hegeliana, sobre todo porque en esa hegelianización se positiviza al subalterno que es una forma de negatividad difícil de digerir e indiferenciar en el horizonte nacional-popular, y se lo convierte en agente político, esto es, en el agente de una política onto-teológica muy particular. Thomas es muy riguroso al señalar los momentos y los contextos en los que Gramsci habla de clases y sectores subalternos, para pensarlos como elementos integrantes e integrales a la lógica política y la disputa por el poder del Estado. Pero se le ‘escapan’ momentos, en los mismos Cuadernos, donde la narrativización lógica de la historia se interrumpe, ya sea para abrirse a la singularidad histórica de ciertas situaciones políticas (las organizaciones obreras precarias, la cuestión del Sur, la problemática de la traducción y la gramática, la imposibilidad misma de la cultura nacional, etc.), ya sea para apuntar a la brecha que separa la analítica propia de la crítica de la economía política de una política específica y efectiva, mostrando que en el marxismo clásico los intentos (totalizantes) por superar dicha brecha, tienden siempre a sobre-determinar la analítica desde una teoría de la política decisionista que ‘completa el sistema’.
3) Pero incluso, más allá de esta reterritorialización de Gramsci en la política y de la política en los Cuadernos, habría que interrogar esta positivización (hegelianización) del subalterno pues convierte al pensador sardo en un reverso del marxismo convencional que él mismo revisó críticamente (Plejanov, Bujarin, Togliatti, etc.). En otras palabras, esta operación de lectura se salta la crítica de Gramsci a la onto-teología marxista, convirtiéndolo de paso en el arché de una nueva política, que es siempre la misma. Recurrir a Gramsci para pensar una articulación de las clases populares y subalternas, según el formato del Estado nacional moderno, sin atender (cuestión básica de cualquier analítica marxista o materialista, no especulativa) a las trasformaciones del patrón de acumulación, del Estado y su función, de los procesos de intercambio y la financiarización, es afirmar casi dogmáticamente la pertinencia de Gramsci según un modelo de politización, como mínimo, desatento respecto de los procesos históricos y sus vertiginosas dinámicas. No me interesa argumentar conceptualmente sobre estas transformaciones, pero valga advertir que el subalternismo, en su versión india y latinoamericana, surgió en el contexto de una insuficiencia de las conceptualización y los marcos teóricos referenciales tradicionales. Y para esto no es necesario citar los libros de los sospechosos de siempre, basta con leer la declaración fundacional del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos para atender a los matices que están en juego.
4) Por eso mismo, no parece que se trate solo de una desafortunada coincidencia el hecho de que el desplazamiento de la problemática instalada por Spivak se haga en nombre de una crítica a un cierto misticismo impolítico que desactiva el compromiso necesario con la historia. Resuena en esta denuncia no solo el rechazo del viejo Jean Paul-Sartre a Bataille o Simone Weil, sino también el desdén de Jameson frente a las arremetidas del post-estructuralismo en la academia norteamericana. De hecho, habría que pensar ese post-estructuralismo como el efecto de una traducción, operada en América, de una multiplicidad de pensadores difícilmente agrupables bajo un rótulo común. Como sea, de lo que se trata en la obliteración de la interrogación de Spivak tiene que ver con el asunto central que parece oponer irreconciliablemente el llamado subalternismo deconstructivo y la rearticulación o re-figuración marxista. Esto porque la pregunta de Spivak no es retórica en un sentido vulgar, sino que apunta a la desactivación de la demanda de politicidad que interpela a los marxistas subalternistas de nuevo tipo. Al pensar la subalternidad como límite absoluto o infranqueable donde se desactiva la narrativización de la historia como lógica, lo que se está poniendo en cuestión es el estatuto de esa lógica, que no es otra que la lógica que alimenta a la gran política moderna, cuya expresión más elaborada la encontramos en la onto-teología hegeliana y su conversión del espíritu en estatalidad. Interrumpir dicha narrativización (dicha discursividad hegemónica) es poner en suspenso la demanda de politicidad que mueve y justifica el ánimo de tantos ‘compañeros’ bien intencionados en la actualidad. Pues esta demanda de politicidad, más que el llamado del ser y su poema, es la verdadera interpelación onto-teológica dirigida a la existencia.
5) Y es aquí donde habría que mostrar la continuidad entre el subalternismo de segundo orden y la constelación asociada con la deconstrucción infrapolítica y la post-hegemonía. Pues si la recepción del texto de Spivak permitió someter a cuestionamiento la lógica de la racionalidad hegemónica, sus dinámicas de articulación y traducción de la heterogeneidad social, desde una instancia que interrumpía dicha lógica (no necesariamente basada en una conversión del subalterno en multitud), los desarrollos posteriores de este pensamiento apuntan no a la destrucción de la metafísica y su organización onto-teológica de manera infinita (como se ha indicado de manera sardónica), sino a cuestionar la misma demanda de politicidad que trama el horizonte del pensamiento contemporáneo. ¿Porqué negar o reprimir esta interrogación en nombre de una urgencia para la cuál ya se tendrían las respuestas escondidas bajo la manga? ¿Por qué denunciar a la infrapolítica como neutralización o desactivación de la política sin atender a la misma problematización de la interpelación onto-teológica y su demanda de politicidad? ¿Porqué seguir argumentando desde el púlpito universitario y sus congresos auto-referentes contra las manifestaciones ‘desviacionistas’, jactándose de ocupar la posición correcta según un cálculo tuerto relativo al sentido de la historia?
Enfatizar la centralidad de Gramsci o del marxismo con tanta ‘fuerza’, sin atender a los cambios históricos y sus dinámicas, y negarse a confrontar las causas del las crisis anteriores, no alcanza para ocultar la falta de una caracterización analítica y empírico-conceptual del actual patrón de acumulación, su flexibilidad y su acoplamiento con el Estado. No alcanza para suplir la falta de una interrogación sostenida sobre la transformación del Estado nacional e integral moderno, y en particular, del tardío Estado latinoamericano en términos de forma y función en la actual reconfiguración planetaria y axiomática del capitalismo y sus procesos de acumulación. No sirve para ocultar la incapacidad de cuestionar la sobre-determinación moderna de la relación entre teoría y práctica, la que se expresa en la fetichización tendenciosa de la firma Gramsci, y en la recuperación hagiográfica de la tradición marxista latinoamericana, como fuente de energías críticas para una inteligencia universitaria divorciada del mundo. Se trata de la evidente incapacidad de suspender la interpelación onto-teológica, o la demanda de politicidad, que grava la existencia con la deuda de una historia narrada en clave sacrificial y que lleva a reducir al subalterno al modelo subjetivo de una agencia transformadora entendida según el concepto convencional de politicidad. Otra cosa, ciertamente, es lo que piensa la deconstrucción infrapolítica y post-hegemónica.
Ciudad de México, 13 de abril del 2018