Posthegemonía y derrideanismo.

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Esta nota proviene de una discusión en facebook, pero me interesa dejar constancia de ella en el archivo de este blog, mis disculpas.   A ninguno de los interesados se les ha ocurrido nunca decir que la idea posthegemónica proviene de Heidegger.  A mí me parece que proviene de Derrida, es decir, de la ruptura, que conviene ya empezar a tematizar como tal, que la totalidad de la obra de Derrida opera en la obra de Heidegger a partir de su crítica de lo que Derrida entiende como una tendencia a la unificación en el pensamiento de Heidegger.  La crítica al Versammlung heideggeriano traza o retraza, en realidad, bien mirada, casi todas las posiciones que Derrida tomó respecto de la obra heideggeriana en cincuenta años de reflexión a partir de “Ousía et grammé.”   Si es posible decir que, en la historia del pensamiento, es Heidegger el que autoriza, explícitamente desde 1942, un pensamiento sobre infrapolítica que, a partir de él, emerge como necesario también retrospectivamente, la posthegemonía a mi juicio, queda autorizada en la destrucción postestructuralista del pensamiento anterior, desde su crítica al marxismo, pasando por o incluyendo a Sartre, a su crítica a Heidegger, cuyo principal autor fue innegablemente Derrida.

“Marx es esencial porque invierte la lógica hegeliana en cuanto filosofía de la historia como filosofía total, es decir, como pensamiento capaz de dar cuenta de la totalidad del mundo desde la perspectiva de lo humano. Hay una ambigüedad residual en Marx sobre la importancia de la política en cuanto tal para lograr lo que la historia por su cuenta ha de lograr, por eso no estoy seguro de que la “filosofía marxiana,” vuelta quizás “pensamiento económico-político,” pueda dar un programa de “intervención total,” aunque sin duda muchos marxistas lo tomaron así–su famosa “praxis”–desde cierta confusión originaria (que el libro de Jameson sobre Leer El Capital señala). Freud es esencial porque también él produce un marco total para el entendimiento de lo humano con su teoría sobre la sexualidad y el difícil añadido de la pulsión de muerte, que introduce una excepción irredimible y en ese sentido abre el camino a pensamiento posterior. Está además Nietzsche, que radicaliza en su genealogía del sujeto moderno todos los temas que la historia de la metafísica había precipitado y ofrece también por lo tanto una perspectiva crítica total (por eso Deleuze decía que Nietzsche era sobre todo el autor de la cuarta crítica kantiana), que sin embargo depende todavía del sujeto moderno, ahora entendido como voluntad de poder más o menos activa, más o menos reactiva. Esos problemas–filosofía de la historia, pulsión de muerte, voluntad de poder, para decirlo abreviadamente–son agujeros en los que se insinúa la necesidad del post-: es decir, son lugares de insatisfacción respecto de los cuales uno no puede sino dejar atrás el pensamiento que los posibilitó en cuanto tal y moverse, si puede, hacia otra cosa. A mi juicio todavía no es posible afirmar un postheideggerianismo cabal, porque a Heidegger todavía no se le ha entendido (lo decía Derrida en una entrevista con Dominique Janicaud al final de su vida, en el 99: la filosofía del futuro tendrá que lidiar con el desconocido Heidegger tardío, algo así. En todo caso, desde mi perspectiva, eso es lo que significa “post-” en filosofía contemporánea y esos son los autores con respecto de los cuales puede pensarse un “post-.” Mi uso de “post-” en “posthegemonía” no es de ninguna manera independiente de eso.

Pero hay una posibilidad de que haya un postheideggerianismo en la radicalización de la posición anti-Versammlung de Derrida. En realidad toda la polémica, sostenida durante cincuenta años, de Derrida con Heidegger remite al asunto del recoger o congregar–esto es esencial para mí justo en la medida en que la posthegemonía indica una interrupción permanente del principio congregante, y promueve en cambio la dispersión infinita. Es decir, que no haya postheideggerianismo es una posición modesta y cauta–en realidad pienso que lo hay, en la radicalización posthegemónica del diferendo derrideano.

Para decirlo de forma más provocadora: ningún derrideanismo puede ser otra cosa que posthegemónico, y la posthegemonía encuentra su punto de partida en la “democracia hiperbólica” derrideana.

El “aparato postal” de la soberanía es siempre la fijación en un destino uno y unificante–la hospitalidad es la ruptura con esa noción de constitución “hegemónica” de lo social, más propia de cierto Heidegger (aunque Heidegger hace en el Parménides su propia crítica de la hegemonía) que de un Derrida que ha hecho desde siempre clara su apuesta política por todo lo contrario a una “cadena de equivalencias” como horizonte de constitución. La hospitalidad política, en la precisa medida en que no es una hospitalidad caritativa, desde el adentro, desde el poder, sino que es apertura al encuentro en igualdad, es posthegemónica.”

 

 

Hegemonía imposible. (Borrador.)

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Estas breves notas (debo limitarme a veinte minutos) no quieren ser la expresión de un desacuerdo con Jorge Alemán, sino que son más bien resultado de mi fascinación con su trabajo, con su articulación especial de postmarxismo, heideggerianismo y freudo-lacanismo.  Espero que lo que sigue pueda escucharse como un homenaje crítico, aunque breve, en el que lo que está en juego para mí es establecer la posibilidad de un diálogo revisable y sostenido.  Como se sabe, Jorge Alemán es un importante intelectual kirschnerista que también tiene un papel significativo en la teorización del momento de Podemos en España.  Su importancia es para mí muy precisa: su uso concreto de las tres grandes tradiciones intelectuales ya mencionadas supone potencialmente una gran renovación de la izquierda.  En ese sentido busco indagar con él, y no contra él. 

Hacia el final de En la frontera.  Sujeto y capitalismo (2014), Alemán ofrece una descripción abreviada de su proyecto intelectual y existencial: “el discurso analítico puede contribuir destacando qué aspectos estructurales en la constitución de la existencia hablante, sexuada y mortal no son susceptibles, por razones ontológicas, de ser absorbidos por el movimiento circular e ilimitado del Capital” (124-25).  Eso que escapa al discurso capitalista, y que en la clínica lacaniana puede referir a la misteriosa instancia conocida como “el sujeto del inconsciente,” es por supuesto la promesa de un comienzo otro, una vez abandonada la creencia en una lógica de la historia que llevaría al capitalismo a su propia disolución inmanente.  Alemán revisa postulados hegeliano-marxistas tradicionales, con los que rompe a favor de una articulación postmarxista generalmente laclauiana.  Su apuesta por el discurso analítico contra el discurso capitalista es una apuesta en el límite, una apuesta radical a favor de otro comienzo histórico (aunque creo que Laclau no le hubiera acompañado en esa dirección).  Muchos querrán cuestionar esto como meramente ilusorio—querrán cuestionar la noción de que es factible implementar políticamente un comienzo otro que rompa con coordenadas históricas a las que no es fácil de entrada verles salida alguna.  Alemán relee la plusvalía marxiana desde el plus-de-goce lacaniano y el inconsciente freudiano desde la subversión del sujeto en Heidegger y en Lacan para establecer una apuesta política que pide la suspensión del principio de equivalencia, que es el principio desde el cual el capital produce subjetividad.  En esa suspensión de la lógica principial equivalencial Alemán puede permitirse la pre-dicción de una salida que es al mismo tiempo una salida del capitalismo y también una salida de la metafísica.  Son palabras mayores.

Alemán dice que esa salida, ese comienzo de salida, esa extrema posibilidad en nuestro mundo, tendría que ser entendido como “otro discurso del amo” (121), en donde el amo sería el inconsciente o bien la filosofía misma, ahora homologadas ambas instancias.  Ahora bien, ¿quién ancla este nuevo discurso del amo que ya no es el discurso del mercado?  ¿En qué cuerpos se manifiesta?  Para Alemán la respuesta es rotundamente clara: la hegemonía, en su versión laclauiana, o más bien en la versión que da Alemàn de la versión laclauiana.  Esto es crucial.  La hegemonía es para Alemán la configuración aporética e imposible de una soledad y de una comunalidad que, al articularse, subvierten al sujeto de la voluntad de poder, al sujeto moderno, al sujeto cartesiano-hegeliano-nietzscheano que se sienta en el centro del discurso capitalista o que más bien constituye al discurso capitalista en cuanto tal.   Dice Alemán: “el discurso del amo puede ser interpretado como el concepto de hegemonía de Laclau.  Y ello porque si . . . no existe una voluntad colectiva a priori, ni un pueblo que ya esté constituido en su campo y en su ser, solamente la hegemonía, cuando aparece, permite la traducción, retroactivamente, a una voluntad colectiva” (En la frontera 121).

Prestemos atención a eso.  La hegemonía es solo lo que queda, es el resto de una enorme conflagración histórica, es el precipitado ruinoso de los grandes edificios metafísicos de la modernidad.  La hegemonía no es sino la articulación precaria y contingente de un conjunto de demandas singulares o particulares que se vinculan en cadena de equivalencias—la cosa no es muy prometedora, pero, piensa Alemán, es lo único que todavía guarda promesa.  Del colapso de las categorías modernas solo nos queda—es nuestra herencia civilizacional—la hegemonía en toda su inestabilidad precaria y cambiante.  La hegemonía tiene la capacidad de oponerse a la dominación porque articula singularidades múltiples en su misma demanda común contra la dominación.  Es en este sentido que, para Alemán leyendo a Laclau, la articulación de singularidades múltiples es lo primario y lo irrenunciable, nunca cesa en la medida en que la hegemonía es la articulación misma, y nunca, por definición, puede alcanzar el punto de identificación con un líder, puesto que la hegemonía trasciende toda figura de líder.  Esta es la versión de Alemán de una posible nueva simbolización igualitaria—la articulación de demandas heterogéneas y singulares en el común de su singularidad misma–, que solo la izquierda podría conseguir en su búsqueda material de una salida del discurso capitalista contra todo “sueño nostálgico y conservador de un retorno al padre simbólico” (En la frontera 107).

Pero aquí está, a mi juicio, el problema:  Del hecho de que una praxis política dada—digamos, el juego de la articulación hegemónica, esto es, el juego de la articulación equivalencial de cadenas de demandas—pueda, tenga la posibilidad, de crear un nuevo vínculo social o de moverse hacia crear un nuevo vínculo social no se desprende necesariamente que vaya a darse así.  Si la hegemonía es lo último que nos queda, no hay garantía alguna de que ese resto en cenizas vaya a producir una nueva configuración histórica; no hay garantía alguna de que no revierta, cada vez, a una catexis patética en la función del líder.  Sí, la teoría de la hegemonía, en la teorización de Laclau, afirma que toda articulación hegemónica es siempre puntual y contingente, finita, nunca dada de antemano, nunca eterna, radicalmente abierta, y solo sostenida y sostenible en su inversión de goce, que depende de la articulación de singularidades sociales.  El resultado es que el vínculo social es precario y siempre parcial.  Pero esa precariedad no garantiza, o garantiza menos que nunca, que el mismo proceso hegemónico, en virtud de su precariedad misma, no se mueva hacia la articulación de una conversión que suture la singularidad a la equivalencia de la forma más brutal y menos sutil posible.  ¿No es esa la política real?  ¿Cuándo hemos visto otra cosa?  La articulación precaria de cadenas de demanda equivalenciales no constituye defensa contra lo que yo a veces veo como inevitable y sempiterna reaserción del principio general de equivalencia en la teoría de la hegemonía—la equivalencia se impone una vez más contra la singularidad, porque así son las cosas políticamente dadas.  Incluso cabría decir, de forma más pesimista o más realista: la capacidad articulatoria de la singularidad es solo el fundamento de su cierre equivalencial.  Tenemos ejemplos de ello por todas partes en España hoy, y los hemos tenido recientemente en muchos lugares de América Latina.

El libro de Alemán Soledad: Común.  Políticas en Lacan (2012) ofrece una idea de lo común que me interesa por su vinculación a lo que yo llamaría destrucción infrapolítica de facticidad.  No es la noción convencional, es decir, la noción que ha venido a ocupar un cómodo lugar en el pensamiento contemporáneo.  Alemán invierte sus valencias.  En la primera nota a pie de página de Soledad: Común lo vincula a la noción lacaniana de sínthoma.  Quiere moverse a establecer que lo común no tiene nada que ver con un fundamento que pueda ser compartido por una colectividad dada, mucho menos por ninguna universalidad: “El Común es la imposibilidad de la relación que impone que se responda a dicha imposibilidad con la invención de un suplemento constituido por el vínculo social” (25).  La singularidad sola es lo común, lo común es lo singular, en la medida justa en que lo singular es lo común.  Dado que no hay relación de comunidad, el vínculo social tiene que aparecer como suplemento, igual que el amor es el suplemento que compensa ante la inexistencia de relación sexual y, podríamos decir, la poesía es la solución supuesta a la ausencia de metalenguaje.   Está claro entonces: para Alemán la hegemonía organiza la única posibilidad política, la única posibilidad de construcción colectiva de mundo, a partir de la ausencia de relación comunitaria.  Por eso la hegemonía otorga ya la única posibilidad de política de izquierdas, en el supuesto, un tanto iluso, diría yo, de que la derecha no necesita construcción hegemónica alguna pues está totalmente del lado del discurso capitalista y de su producción específica de subjetividad.  En la izquierda es solo lo precario de su articulación lo que le da una posibilidad otra, una posibilidad de apuesta libre a favor de un comienzo otro, que a veces Alemán llama “proyecto.”  Aquí está la definición:

Lalengua carece de puntos de anclaje que garanticen su significación.  Así se puede entender que esta Lalengua que se habla sea más “originaria” que el lenguaje, pues la misma surge del encuentro traumático entre la masa corporal del ser vivo y los signos que lo capturan.  Si bien Lalengua alcanza a todos, como el germen, el parásito, el equívoco que afecta a la vida del ser hablante, se reinventa en cada uno de un modo singular, bajo la modalidad del sínthoma.  No hay forma de habitar Lalengua si no es a través del sínthoma que singulariza a cada uno.  El sínthoma es el modo singular en que en cada uno se cifra Lalengua, constituyendo una dimensión “incurable” de la vida, a diferencia del síntoma freudiano que puede remitir en la interpretación-construcción de la cura.  . . . el sínthoma es el sostén de la existencia hablante, sexuada y mortal.  Su vocación insondable.  Este sostén sinthomático es la materia con la que se puede, eventualmente, construir un “proyecto.”  (Soledad: Común 16-17)

Se trata entonces, y hay mucho de fascinante en ello, de establecer una posibilidad política que sea en cada caso la puesta en común del sínthoma—es aquí donde cobra sentido la eventual insistencia de Alemán sobre el hecho de que su política no es una política del sujeto en el sentido tradicional, sino que es en todo caso una política del sínthoma, recalificable en cuanto tal como política del sujeto del inconsciente.  El sínthoma es el vínculo entre una soledad radicalmente no-equivalencial y el hecho desnudo de que tal soledad es común, lo más común, lo que se comparte en la separación misma.  El sínthoma es una estructura de separación común a todos, y no hay comunidad que no quede siempre hecha y deshecha en la radicalidad de la estructura sinthómica.  Por eso, si hay un comunismo para Alemán, es el comunismo de la soledad.

Alemán insiste en llamarlo política hegemónica, usando el término de forma un tanto descaradamente sui generis, no atendiendo al hecho de que la hegemonía en su constitución política misma—esto es, en el uso necesario de la articulación hegemónica equivalencial a favor de una práctica que ya no es articulatoria, sino antagonista con respecto de un adversario que es, por definición, todo aquel que rehúse sumarse a la cadena equivalencial, o que ponga reparos a ella–es ya de antemano voluntad de borrar el conflicto, tanto externa como internamente, y por eso siempre se constituye como violencia mayor.  En una situación de hegemonía consolidada hay siempre un horror–horror hegemónico, kataplexis–silencioso o acallado: el de los que están fuera de la sumisión al consenso.  Algo tan básico como eso–que la democracia nunca puede medirse como dominio de la mayoría–es lo que el énfasis en hegemonía olvida.   Para malcitar un énfasis de María Zambrano, toda hegemonía es ya siempre de antemano humillación de lo real.

A mí me gustaría reenmarcar la propuesta de Alemán para una política hegemónica en la dirección de una infrapolítica posthegemónica, que no ignora la política, sino que la situa cabalmente contra el trasfondo sinthómico de un rechazo radical de toda comunión.  El intento formalizador de Ernesto Laclau–su teoría de la hegemonía como descriptora de la lógica política–funciona mejor que el de tantos otros o el de ningún otro.  Nadie, quizás, puede mejorar el poder articulador del espacio político de las descripciones laclauianas.  Lo que pasa es que Laclau, describiendo la política mejor que nadie, expone también su miseria radical.  La infrapolítica reconoce la miseria de la política y quiere recortarla en la renuncia posthegemónica.  Jorge Alemán, por ejemplo, no quiere reconocer esa miseria, prefiere mantenerse en su mera represión o denegación, como si bastara con soplar el polvo debajo de la alfombra.  Para Alemán, el sujeto de la hegemonía—y hay siempre producción de sujeto hegemónico, y no es el sujeto del inconsciente, sino que es más bien el sujeto sometido de la interpelación althusseriana—es la figura “política” destinada a suspender el principio general de equivalencia y a poner en marcha un comienzo histórico alternativo, que para Alemán se define como un paso más allá del discurso capitalista.  Asi, para Alemán, como ha dicho repetidas veces, la hegemonía permite una conversión sostenida de la “masa” en el “pueblo” (Horizontes 70), y no duda en afirmar que la hegemonía destruye la política del afecto propia de la política de masas a favor de una política del goce que puede otorgarle algo así como felicidad a un sujeto sinthómico del inconsciente.   Pero ignora—no lo ignora, sino que no lo tematiza—que toda articulación hegemónica consolidada usará del afecto de la masa para garantizar un cierre comunitario efectivo.  Uno puede estar perfectamente de acuerdo en que la entrada en una dimensión colectiva y propiamente política desde lo que no es intercambiable como mercancía, desde la más radical singularidad o agalma del sujeto, es condición de la política transformadora y emancipadora sin creer necesariamente que baste pronunciarse a favor de populismos hegemonizantes para entrar en la dimensión realmente transformadora de lo político.   Como ha mostrado con gran cuidado y precisión Nora Merlin en un libro que merece análisis sostenido, es posible “diferenciar la construcción populista . . . de la organización de masas” (Populismo 14), pero no es tan fácil garantizar que lo primero no esté siempre amenazado por su degeneración hacia lo segundo.  Así, está muy lejos de bastar, y supone más bien un acto políticamente ligero, decir: “La ‘hegemonía populista’ es el nombre que se le da al movimiento histórico capaz de asumir el antagonismo constitutivo de lo social” y así “una voluntad colectiva transformadora de la institucionalidad vigente” (Horizontes 25).  Excepto si “transformar la institucionalidad vigente” supone simplemente eso, destruir y cambiar, sin mayor orientación emancipadora.

A mí me parece que esto tiene más sintonía con la idea general de una izquierda lacaniana, por la que Alemán tanto ha luchado.   Es una propuesta posthegemónica porque rehúsa ceder en sumisión a todo cierre articulatorio hegemónico, y es infrapolítica porque encuentra su punto de apoyo en esa decisión pasiva que es en cada caso la singularidad sinthómica, más allá de toda finalidad, de toda pregunta, más allá de cualquier resurrección de lo simbólico, pero también atenta en expectativa abierta al suplemento de la felicidad política, solo entendible, efectivamente, como puesta en común de cada singularidad.

Alberto Moreiras

Texas A&M University

 

Obras citadas

Alemán, Jorge.  En la frontera. Sujeto y capitalismo.  Conversaciones con María Victoria Gimbel.

Barcelona: Gedisa, 2014.

—.  Horizontes neoliberales en la subjetividad.  Buenos Aires: Grama, 2016.

—.  Soledad: Común.  Políticas en Lacan. Buenos Aires: Capital intelectual, 2012.

Merlin, Nora.  Populismo y psicoanálisis.  Buenos Aires: Letra viva, 2015.

 

 

Errejonismo y poshegemonía. Por Gerardo Muñoz

En una reciente ponencia en el seminario “Feminismo y Hegemonía” que tuvo lugar en el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid, Íñigo Errejón junto a Clara Serra, afirmó provocativamente que en el feminismo hay algo nuevo para la teoría de la hegemonía [1]. Algo así como un “impensado” de la hegemonía, aunque Errejón no lo explicitó de esta forma. Jorge Alemán diría que la nueva noticia en realidad son malas noticias, si bien es cierto que esas ‘malas noticias’ son buenas noticias para la reinvención de toda política contemporánea. Creo que no hay dudas que este es el gran tema de debate en nuestro tiempo. Aunque Errejón no lo elaborara, lo que me gustaría hacer aquí es ensanchar un poco más el desmarque intuitivo de Errejón.

Pues bien, la noticia que el feminismo le anuncia a la teoría de la hegemonía tiene que ver, necesariamente, con lo que Jacques Lacan tematizó como la “sexuación femenina”, y que para Joan Copjec supone la fisura y fallo en la universalidad de la sexualidad masculina [2]. En la conferencia, Errejón llega a reconocer esto explícitamente (minuto 7:30). El deseo masculino por la universalidad es la fantasía utópica de una política de la anti-separación, y, por lo tanto, de la abnegación del fallo de la diferencia sexual. Esto es siempre mala politica, o por lo menos una política con altos grados de deficiencia democrática. En cambio, la sexualidad femenina invocaría un resto irreducible en toda política, y que tiene su fundamento en la imposibilidad de homologar el deseo singular con el de sus semejantes y en tanto tal solo tendría una instancia de quiebre con respecto a toda formalización articulatoria.

Hasta aquí creo que no habría desacuerdos básicos con la posición de Errejón. El desacuerdo estaría en lo siguiente: si tomamos en serio la diferencia de la sexuación femenina, ¿podemos seguir hablando de la lógica de la hegemonía como clave maestra de la articulación de equivalencia? ¿No es acaso la sexuación femenina necesariamente poshegemónica, en la medida en que recoge la premisa laclausiana de la contingencia diferencial del vacío o el no-todo social, pero que rechaza el cierre equivalencial casuístico de lo masculino? Sí, los feminismos le traen noticias atractivas a la teoría de la hegemonía. Pero estas noticias no tienen nada que ver con el orden un ‘agregado de cuerpos’ o de ‘subjetivación’, o de ‘movimientos desde abajo’ o de ‘negación’; operaciones que vendrían a rectificar cierta dinámica masculina aparente en la lógica de significación, tan solo expandiendo la lógica equivalencial sin alteración alguna. Por eso de ninguna manera interesa un feminismo de la subjetividad cuyo horizonte sea el suplemento equivalencial como forma de alianza y sumisión obligatoria a la organización política. Obviamente, interesan la sexuación femenina y también la lógica de alianzas, aunque recompuestas de otro modo.

Es aquí, me parece, donde habría un punto de encuentro importante entre lo que se ha venido llamando errejonismo y la cuestión de la poshegemonía. Si partimos de que la transversalidad errejonista es la clave fundamental para cualquier reinvención política democrática real, entonces la hegemonía no puede entenderse como la ratio última de esta estrategia. Esto implicaría una regresión al cierre del universo masculino y la suspensión de la fisura de la sexuación femenina. En un intercambio reciente con el brillante teórico de En Comu Podems, Adrià Porta Caballé, me interrogaba si de alguna manera introducir la poshegemonía no implica suspender el conflicto de la hegemonía en nombre de la neutralización de lo político en registro liberal. El mismo Porta Caballé ha hecho un trabajo muy importante sobre la copertenencia entre hegemonía y conflicto convergente [3]. En eso estamos de acuerdo. Obviamente, la poshegemonía no busca imaginar un estado de pureza o de pacificación de la sociedad, ni tampoco le interesa quebrar alianzas en nombre de algún deseo destructivo o de un egoísmo resentido como reacción anti-populista. Al revés, lo que interesa es desplazar el cierre de la teoría de la hegemonía por lo que he llamado antes una fisura poshegemónica que implica justamente que el conflicto no puede cerrarse en el momento de su deriva verticalista que organiza en cada caso el significante vacío (Fernández Liria usa una buena imagen para esto: cerrar el círculo con una línea para armar un cono). Por lo tanto, la poshegemonía se hace cargo de la transversalidad errejonista más allá de todos los pacificismos apolíticos, pero también tomando distancia del discurso del Amo que viene a decir ‘ustedes, niños malos, si no se unen a la alianza equivalencial, quedan irremediablemente fuera. Móntense en el carrito hegemónico. O terminarán como unos niños extraviados en el corral político’.

Me parece que esta treta en función de la incorporación subjetiva se cifra en eso que Moreiras, vis-a-vis Perry Anderson, ha llamado recientemente el corazón katapléxico de toda hegemonía [4]. En efecto, Anderson nos invita a que miremos más allá de las dicotomías gramscianas de coerción y consenso que son, al fin de cuenta, acicates para la propia dinámica del conflicto en toda política democrática. Volviendo a la sexuación femenina, diríamos entonces que la noticia que trae a la teoría de la transversalidad es la recomposición de la conflictividad, evitando de esta manera la peluca que la propia lógica hegemónica le impone a la política una vez que se ha cerrado en la forma del cono. Aquí la figura del líder aparece de forma paradojal: por un lado es siempre contingente previa a su instancia de ascensión; pero por el otro, es siempre absoluta e irremplazable posteriormente.

Lo curioso de todo esto es que quien siga el debate sobre Cataluña en el último año, se dará cuenta que más allá de su fuerte composición de lucha hegemónica en varios frentes (Madrid vs. autonomía, eje soberanista vs. eje “constitucionalista”, convergen vs. esquerristas), la solución más atractiva resulta ser justamente la de Xavier Domenech y el federalismo pactado contra los juegos de “significantes vacíos” que ha funcionado para soterrar lo que Jordi Amat ha llamado la “competición de los liderazgos” [5]. La hegemonía ha cancelado esta posibilidad, como bien se ha visto al menos desde diciembre.

En la manera ‘hegemonicista’, la política democrática, aun cuando habla del conflicto, corre el riesgo de apelar a una totalidad de lo social en detrimento de la disputa. El deseo femenino, si nos dice algo hoy a quienes estamos interesados en pensar los procesos populares, es que la irrupción al interior de la equivalencia hegemónica (su “fallo matemático”), le da riendas a las posibilidades de una mejor política democrática (minimización de la dominación y expansión del antagonismo social) de máxima duración y de mayores deseos.

 

 

 

 

Notas

  1. El recording de la conferencia de Serra y Errejón puede verse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=iMKmGrOR9jM&t=1068s .
  2. Joan Copjec. Read My Desire: Lacan Against the Historicists (Verso, 2015). 217-225.
  3. Adrià Porta Caballé. “Què és l’hegemonia convergent?”, diciembre de 2016. http://www.elcritic.cat/blogs/sentitcritic/2016/12/23/que-es-lhegemonia-convergent/
  4. Alberto Moreiras. “Plomo hegemónico en las alas: hegemonía y kataplexis”, mayo de 2017. https://infrapolitica.com/2017/05/16/plomo-hegemonico-en-las-alas-ii-hegemonia-y-kataplexis-borrador-de-ponencia-para-conferencia-allombra-del-leviatano-tra-biopolitica-e-posegemonia-universita-roma-tre-m/
  5. Jordi Amat. La conjura de los irresponsables (Barcelona: Anagrama, 2018).

Notas sobre marxismo, subalternismo y la hipótesis del Estado

Sergio Villalobos-Ruminott

 

En la formulación de Spivak entonces “el subalterno es necesariamente el límite absoluto del lugar donde la historia es narrativizada como lógica” (16). Para ella, la subalternidad no es solo el efecto material o social de las formas en las cuales la hegemonía garantiza la subordinación. También es, como nos dice, el fundamento para “una teoría de la lectura en el sentido más fuerte posible” (4). La subalternidad apunta hacia el sitio tanto en el campo social como en el campo filosófico/epistemológico en el cual puede producirse un desplazamiento del sistema de significación desde la posición hegemónica a la no hegemónica. Por lo tanto, para Spivak la categoría de subalternidad contiene la posibilidad de interrumpir la cadena de significación hegemónica y de rearticularla en formas no hegemónicas.
Gareth Williams, El otro lado de lo popular. Neoliberalismo y subalternidad en América Latina

 

Si se me permite un momento de parresía, más allá de cualquier intención polémica, diría que estas notas surgen como primera y franca reacción a dos intervenciones recientes en las que se enfatizaba la relación entre marxismo y subalternismo, y en las que, curiosamente, se intentaba enmendar el rumbo de los estudios subalternos para hacer de ellos un campo de discusión vinculado directamente con la situación política contemporánea. No debería extrañar entonces que la primera de estas intervenciones haya ocurrido durante el simposio de despedida y homenaje a la larga trayectoria de John Beverley (29 y 30 de marzo del 2018), un académico de la Universidad de Pittsburgh y autor de una considerable obra crítica vinculada sustancialmente con los procesos políticos latinoamericanos y con la formación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos. En dicho homenaje, Bruno Bosteels, actual académico de la Universidad de Columbia y autor de varios libros sobre el pensamiento de Alain Badiou y la política contemporánea, leyó una intervención titulada “Marxismo y subalternismo” donde recalcaba el hecho de que Beverley, muy alejado de la moda deconstructiva de cierto subalternismo trasnochado, había sido uno de los pocos y, ciertamente el más enfático, en señalar la indisoluble relación entre los estudios subalternos y el marxismo. Gracias a esto, el trabajo de Beverley funcionaba como un lugar de conexión con las preocupaciones actuales de una izquierda académica inconforme con el pacto neoliberal y lo eximía de casi todo pecado frente a la mirada inquisidora con la que Bosteels interrogaba algunos debates al interior del latinoamericanismo de los últimos años.

La segunda intervención se da gracias a la visita de Peter Thomas a la Universidad de Michigan, el 9 y 10 de abril del año en curso. Thomas es autor de un riguroso estudio titulado The Gramscian Moment (2009), que corresponde al número 24 de la colección de libros publicados bajo el sello de Historical Materialism en Inglaterra. En esta visita a Michigan, organizada por el Grupo de estudios marxista de dicha universidad, Thomas leyó un sugerente ensayo titulado “Refiguring the Subaltern” dedicado a mostrar la necesidad de volver a los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci, lugar donde, a diferencia de los énfasis del primer subalternismo indio, se encontraría una concepción de la subalternidad integrada al proceso político efectivo y, por lo tanto, partícipe de la teoría y de la lucha por la hegemonía. A partir de identificar al subalterno como aquel que sufre alguna forma de dominación más que de exclusión, Thomas enfatiza la necesidad de oponerse a las concepciones sublimes, anti-representacionales, místicas o impolíticas de la subalternidad, apuntando a la problemática del Estado integral y de la revolución pasiva como lugares que definirían un marco de politicidad que le restituiría al subalterno una cierta agencia política.

Lo que ambas presentaciones tienen en común, sin embargo, no es solo el intento por reterritorializar el subalternismo al interior de la ‘problemática marxista’ y desplazar las preocupaciones ‘deconstructivas’ como extraviadas, en el mejor de los casos, sino también el intento de restituirle al marxismo una cierta prioridad epistemológica y ontológica para entreverarnos, políticamente, con los procesos de dominación en el mundo contemporáneo, ya sea en términos de una lucha intra-universitaria por la hegemonía paradigmática y curricular, ya sea en los términos de una lucha extra-universitaria contra la clase dominante reconfigurada a partir del proceso de globalización y la debacle del marxismo histórico. En rigor, en ambas intervenciones se intenta retomar el vínculo entre subalternismo y marxismo para posibilitar una cierta respuesta a la demanda incumplida de politicidad, demanda que implica la redefinición de lo que sería hoy en día la izquierda en el contexto post-político producido por la facticidad neoliberal.

Dirigidas abnegadamente a responder a esa demanda de politicidad, ambas presentaciones coinciden entonces en señalar los vicios deconstructivos o místicos de un subalternismo que piensa al mismo subalterno como límite infranqueable de la política, como afuera constitutivo o, simplemente, como lugar donde la misma lógica hegemónica es puesta ya siempre en cuestión. Aunque no plenamente desarrollado, el intento de Bosteels pasaba por retomar la lectura de Beverley como antídoto contra el subalternismo deconstructivo, ejemplificado no solo en lo que fue llamado por entonces (años 2000) un subalternismo de ‘segundo orden’, sino ahora re-articulado en un horizonte de pensamiento asociado con las nociones de deconstrucción infrapolítica y post-hegemonía. Obviamente, los nombres implicados acá son, entre otros, los de Alberto Moreiras, Gareth Williams, culpables de haber escrito un par de libros a principios de esa década y donde se lee, en un caso (Moreiras, The Exhaustion of Difference, 2001), el agotamiento del horizonte cultural e identitario al interior de los estudios latinoamericanos, y en el otro (Williams, The Other Side of the Popular, 2002), el desajuste entre dichos paradigmas interpretativos y la compleja y dinámica realidad latinoamericana a partir del interregnum precipitado por la   globalización.

En este sentido, sería el paso desde el subalternismo de segundo orden, culpable de una cierta despolitización del proyecto originario, a la deconstrucción infrapolítica, sostenida en una perseverante lectura de Heidegger y Derrida, lo que condena a sus practicantes a ser epígonos de una cierta jerga de la finitud, que correspondería a una manifestación tardía de lo que el viejo Theodor Adorno llamó, alrededor de 1965, jerga de la autenticidad, para caracterizar la problemática heideggeriana de la analítica existencial como una forma de arribismo generacional y conservador que buscaba refugiarse en la interioridad de la lengua alemana, para resistir el ataque de la moderna sociedad de masas y sus inauténticos murmullos (nótese el orteguismo de esta hipótesis).

El caso de Peter Thomas es más elocuente y preciso, si pensamos en la intencionalidad última del argumento: la restitución de una cierta politicidad que permita resistir el dominio incontestable del poder contemporáneo. En efecto, Thomas apunta a Spivak y a cierto giro anti-representacional en el subalternismo indio causante de una concepción sublime del subalterno que le restaría agencia política mientras le garantizaría una cierta agencia figurativa o catacrética. De ahí entonces la necesidad de volver a los Cuadernos, pues en ellos Gramsci elabora, ‘originariamente’, la noción de subalterno en tándem con la problemática del Estado nacional o integral (no es necesariamente lo mismo) y de la revolución pasiva. Si el subalternismo indio rompió con el marxismo convencional europeo y su teleología historicista, no por ello debería haber desechado la problemática de la agencia política, de la formación de los bloques y la articulación de lo social-popular en términos capaces de disputar la hegemonía de las clases o sectores dominantes. De ahí entonces que la conclusión de Thomas sea muy precisa y sin pedido de disculpas, hay que volver a Gramsci, y a un horizonte de lectura hegelianao, para problematizar la relación entre el subalterno y el Estado en términos efectivos y no dejarse seducir por la renuncia, finalmente nihilista, a la demanda de politicidad.

En este sentido, el argumento desplegado por Bosteels es más bien hostil frente a un grupo universitario, más o menos identificable, que representaría el mono de paja de la metafísica y su destrucción o deconstrucción infinita, mientras que el argumento de Thomas no solo descarta la problemática de lo que él mismo agrupa en términos muy gruesos como subalternismo indio y latinoamericano, sino que avanza en proponer una vuelta a Gramsci como centro-sujeto de una nueva articulación teórica y política capaz de problematizar la dominación contemporánea. Quizás por esto mismo, el verdadero homenaje a Beverley lo termina escribiendo Thomas, precisamente porque es Beverley quien, en el contexto de los debates al interior de subalternismo latinoamericano y del ascenso de los gobiernos de la llamada Marea Rosada latinoamericana, a comienzos de este siglo, hizo de manera más elocuente el paso desde la famosa pregunta de Gayatri Spivak ¿puede hablar el subalterno?, hacia una pregunta más operativa, y cercana a las preocupaciones de Thomas: ¿puede gobernar el subalterno de una manera tal que no sea la mera reproducción de la hegemonía tradicional? De ahí también que la “rehabilitación” de la relación entre marxismo y subalternismo presente en ambas ponencias, lleve implícita la hipótesis (hegeliana) del Estado como lugar en el que se jugaría la gradiente política de la subalternidad en el capitalismo contemporáneo. Gramsci y la hegemonía retornarían así incólumes a pesar de los ‘ataques’ esgrimidos desde la deconstrucción y sus derivas post-hegemónicas, y a pesar de la aparentemente fortuita posición intermedia ocupada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe quienes han re-elaborado la misma noción de hegemonía más allá de las limitaciones identitarias y economicistas del marxismo convencional (postmarxismo), para suplir precisamente la misma demanda de politicidad que se hace patente con la crisis histórica del modelo partisano propio de la Guerra Fría. Empero, habría que considerar que a pesar de que Laclau y Mouffe terminan por sacrificar su elaboración compleja de la política a la misma demanda moderna de politicidad, lo hacen, sin embargo, con una lectura más elaborada de la tradición marxista, lo que les permite evitar descubrir una vez más la pólvora marxista que sazona la producción industrial de papers universitarios políticamente correctos hoy en día.

Sin embargo, como indicaba al principio de estas notas, no me mueve un interés polémico sino analítico, por lo tanto, antes de criticar las hostilidades o generalidades presentes en estas intervenciones, quisiera proponer algunos puntos que parecen haber sido olvidados demasiado rápido, gracias a este revival y re-descubrimiento del marxismo y de Gramsci para pensar el presente. Por supuesto, no intento negar ni afirmar la relevancia de Gramsci o del marxismo en general, pues, parafraseando a Borges, no hay ideas ni libros definitivos, salvo para el cansancio o para la teología. Tampoco intento ‘defender’ las proposiciones de Spivak, o de cualquiera identificado con el subalternismo deconstructivo, no solo porque sus textos se defienden solos, sino porque mi interés acá es mostrar algunos puntos que, sin descontar las contribuciones de nadie, permitan una apreciación más ajustada a las dinámicas de un debate olvidado o tergiversado. Organizaré mi argumentos en una serie de afirmaciones que espero poder desarrollar en un momento posterior.

1) Mientras que el proyecto del subalternismo indio y latinoamericano no fue simplemente gramsciano, tampoco el Gramsci de ambos grupos subalternistas es el mismo de aquel configurado por el euro-comunismo ni menos de aquella versión usada por las sociologías transitológicas latinoamericanas en los años 1980. Con esto quiero simplemente advertir que existe acá un doble problema: por un lado, la posición ‘principial’ que adquiere Gramsci (y algunos clásicos del marxismo regional) para reelaborar lecturas críticas del presente (lecturas que no pasan, por ahora, de una variedad de ejercicios de interpretación literaria), no evade el problema más delicado de restituir una relación moderna, convencional o metafísica, entre teoría y práctica (relación, valga decirlo, que el mismo Gramsci había problematizado). De ahí se sigue también el carácter problemático de los llamados a re-leer el glorioso archivo del marxismo latinoamericano para enmendar el rumbo, o la crítica del subalternismo histórico por no ser suficientemente gramsciano, pues es en estos llamados se intenta una subordinación principial de las prácticas intelectuales a un conjunto de presupuestos nunca problematizados y asumidos como verdades políticas auto-evidentes. En tal caso, la consagración del Gramsci de los Cuadernos como centro-fetiche de una nueva articulación política, previene e incluso reprime otras lecturas del mismo italiano, que lo substraen de esta sedimentada serie de interpretaciones históricas y lo abren a nuevas posibilidades. No me interesa entonces desecharlo a él ni a nadie, sino abrir la posibilidad de una lectura “en el sentido mas fuerte posible”.

2) Pero incluso desde el mismo corpus gramsciano, habría que levantar una objeción contra su reducción hegeliana, sobre todo porque en esa hegelianización se positiviza al subalterno que es una forma de negatividad difícil de digerir e indiferenciar en el horizonte nacional-popular, y se lo convierte en agente político, esto es, en el agente de una política onto-teológica muy particular. Thomas es muy riguroso al señalar los momentos y los contextos en los que Gramsci habla de clases y sectores subalternos, para pensarlos como elementos integrantes e integrales a la lógica política y la disputa por el poder del Estado. Pero se le ‘escapan’ momentos, en los mismos Cuadernos, donde la narrativización lógica de la historia se interrumpe, ya sea para abrirse a la singularidad histórica de ciertas situaciones políticas (las organizaciones obreras precarias, la cuestión del Sur, la problemática de la traducción y la gramática, la imposibilidad misma de la cultura nacional, etc.), ya sea para apuntar a la brecha que separa la analítica propia de la crítica de la economía política de una política específica y efectiva, mostrando que en el marxismo clásico los intentos (totalizantes) por superar dicha brecha, tienden siempre a sobre-determinar la analítica desde una teoría de la política decisionista que ‘completa el sistema’.

3) Pero incluso, más allá de esta reterritorialización de Gramsci en la política y de la política en los Cuadernos, habría que interrogar esta positivización (hegelianización) del subalterno pues convierte al pensador sardo en un reverso del marxismo convencional que él mismo revisó críticamente (Plejanov, Bujarin, Togliatti, etc.). En otras palabras, esta operación de lectura se salta la crítica de Gramsci a la onto-teología marxista, convirtiéndolo de paso en el arché de una nueva política, que es siempre la misma. Recurrir a Gramsci para pensar una articulación de las clases populares y subalternas, según el formato del Estado nacional moderno, sin atender (cuestión básica de cualquier analítica marxista o materialista, no especulativa) a las trasformaciones del patrón de acumulación, del Estado y su función, de los procesos de intercambio y la financiarización, es afirmar casi dogmáticamente la pertinencia de Gramsci según un modelo de politización, como mínimo, desatento respecto de los procesos históricos y sus vertiginosas dinámicas. No me interesa argumentar conceptualmente sobre estas transformaciones, pero valga advertir que el subalternismo, en su versión india y latinoamericana, surgió en el contexto de una insuficiencia de las conceptualización y los marcos teóricos referenciales tradicionales. Y para esto no es necesario citar los libros de los sospechosos de siempre, basta con leer la declaración fundacional del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos para atender a los matices que están en juego.

4) Por eso mismo, no parece que se trate solo de una desafortunada coincidencia el hecho de que el desplazamiento de la problemática instalada por Spivak se haga en nombre de una crítica a un cierto misticismo impolítico que desactiva el compromiso necesario con la historia. Resuena en esta denuncia no solo el rechazo del viejo Jean Paul-Sartre a Bataille o Simone Weil, sino también el desdén de Jameson frente a las arremetidas del post-estructuralismo en la academia norteamericana. De hecho, habría que pensar ese post-estructuralismo como el efecto de una traducción, operada en América, de una multiplicidad de pensadores difícilmente agrupables bajo un rótulo común. Como sea, de lo que se trata en la obliteración de la interrogación de Spivak tiene que ver con el asunto central que parece oponer irreconciliablemente el llamado subalternismo deconstructivo y la rearticulación o re-figuración marxista. Esto porque la pregunta de Spivak no es retórica en un sentido vulgar, sino que apunta a la desactivación de la demanda de politicidad que interpela a los marxistas subalternistas de nuevo tipo. Al pensar la subalternidad como límite absoluto o infranqueable donde se desactiva la narrativización de la historia como lógica, lo que se está poniendo en cuestión es el estatuto de esa lógica, que no es otra que la lógica que alimenta a la gran política moderna, cuya expresión más elaborada la encontramos en la onto-teología hegeliana y su conversión del espíritu en estatalidad. Interrumpir dicha narrativización (dicha discursividad hegemónica) es poner en suspenso la demanda de politicidad que mueve y justifica el ánimo de tantos ‘compañeros’ bien intencionados en la actualidad. Pues esta demanda de politicidad, más que el llamado del ser y su poema, es la verdadera interpelación onto-teológica dirigida a la existencia.

5) Y es aquí donde habría que mostrar la continuidad entre el subalternismo de segundo orden y la constelación asociada con la deconstrucción infrapolítica y la post-hegemonía. Pues si la recepción del texto de Spivak permitió someter a cuestionamiento la lógica de la racionalidad hegemónica, sus dinámicas de articulación y traducción de la heterogeneidad social, desde una instancia que interrumpía dicha lógica (no necesariamente basada en una conversión del subalterno en multitud), los desarrollos posteriores de este pensamiento apuntan no a la destrucción de la metafísica y su organización onto-teológica de manera infinita (como se ha indicado de manera sardónica), sino a cuestionar la misma demanda de politicidad que trama el horizonte del pensamiento contemporáneo. ¿Porqué negar o reprimir esta interrogación en nombre de una urgencia para la cuál ya se tendrían las respuestas escondidas bajo la manga? ¿Por qué denunciar a la infrapolítica como neutralización o desactivación de la política sin atender a la misma problematización de la interpelación onto-teológica y su demanda de politicidad? ¿Porqué seguir argumentando desde el púlpito universitario y sus congresos auto-referentes contra las manifestaciones ‘desviacionistas’, jactándose de ocupar la posición correcta según un cálculo tuerto relativo al sentido de la historia?

Enfatizar la centralidad de Gramsci o del marxismo con tanta ‘fuerza’, sin atender a los cambios históricos y sus dinámicas, y negarse a confrontar las causas del las crisis anteriores, no alcanza para ocultar la falta de una caracterización analítica y empírico-conceptual del actual patrón de acumulación, su flexibilidad y su acoplamiento con el Estado. No alcanza para suplir la falta de una interrogación sostenida sobre la transformación del Estado nacional e integral moderno, y en particular, del tardío Estado latinoamericano en términos de forma y función en la actual reconfiguración planetaria y axiomática del capitalismo y sus procesos de acumulación. No sirve para ocultar la incapacidad de cuestionar la sobre-determinación moderna de la relación entre teoría y práctica, la que se expresa en la fetichización tendenciosa de la firma Gramsci, y en la recuperación hagiográfica de la tradición marxista latinoamericana, como fuente de energías críticas para una inteligencia universitaria divorciada del mundo. Se trata de la evidente incapacidad de suspender la interpelación onto-teológica, o la demanda de politicidad, que grava la existencia con la deuda de una historia narrada en clave sacrificial y que lleva a reducir al subalterno al modelo subjetivo de una agencia transformadora entendida según el concepto convencional de politicidad. Otra cosa, ciertamente, es lo que piensa la deconstrucción infrapolítica y post-hegemónica.

 

           Ciudad de México, 13 de abril del 2018

A Merciful Reason: on David Soto Carrasco’s España: Historia y Revelación, un ensayo sobre el pensamiento político de María Zambrano. By Gerardo Muñoz.

In the new book España: Historia y Revelación, un ensayo sobre el pensamiento político de María Zambrano (Círculo Rojo, 2018), David Soto Carrasco has given us a systematic treatment of Zambrano’s philosophical project in a double interpretative frame (in the sense that he considers both the philosophy-political implications of her work for Spain and European modernity simultaneously) of her oeuvre. According to Soto Carrasco, Zambrano’s originality resides in a highly unique modality of thought that goes well beyond the confines of Philosophy (the metaphysical tradition), which produced a speculative critique of European history as it descended into political nihilism. In fact, Zambrano, very much like Simone Weil or Judith Shklar, writes from the abysmal non-place of the ruin of the political, and the rise of new tempting fears and pieties. Her confrontation with liberalism and democracy, at least since her vocational years as a student of Jose Ortega y Gasset, expands thinking to the turbulence of those historically defeated. Indeed, Zambrano never stopped reflecting upon what she perceived as the sacrificial structure of history and the need to open up to a non-imperial relation to politics in the name of democracy.

España: Historia y Revelación fills an important gap in contemporary thinking about the origins of the political, which remains unsteady if not failing in confronting the complex philosophical inheritance of the great thinker from Malaga [1]. Quite to our surprise, and very early on in his book, Soto Carrasco advances a downy version of his thesis, in which he calls for Zambrano’s thinking as that which bends towards an infrapolitical relation to sovereignty against the liberal foundation of politics. Carrasco states:

“…[Zambrano] pretenderá abandonar todo intento de política soberana, esto es, de establecer lo político sobre la base de un concepto infrapolítico de soberanía. De este modo, nuestro ensayo plantea que hay un mesianismo impolítico que recorre toda la obra de Zambrano. Desde esta perspectiva, la historia consistirá en que haya siempre victimas e ídolos” (Soto Carrasco 19).

Taking distance from the Schmittian critique of liberal neutralization from the friend-enemy divide integral to unity of political theology, Soto Carrasco identifies that Zambrano’s “infrapolitics” (which he only mentions once without specifications of a narrow sense of the term) announces a solicitation of democratic community against a thwarting of sacrificial history and the subject of sacrifice. This is fair enough. Soto Carrasco has in mind Zambrano’s categories of “el claro”, “la vida sin textura”, and “razón poética”, which prepare the path for an athological gnosis and arranges the conditions for what the philosopher termed the “person of democracy” [2]. Zambrano’s project for the interwar and postwar period was undoubtedly an extraordinary meditation for the Liberal interregnum and its modern political ideologies. In what follows, I would like to assess the limits and reaches of Zambrano’s project in Soto Carrasco’s reading, which in our times, due to the conditions of global and the effective disintegration of inter-state sovereignty, could allow us to think beyond some of the impasses of the valence of reason and poetics, which are still latent in contemporary thought.

Zambrano’s thinking took off in the 1930s in books such as Horizonte del liberalismo (1930) and Hacia un saber del alma (1934). This is a period of a strong readjustment of European politics and parliamentary democracy. It was a period that went through the rise of fascism, totalitarianism from the right and the left, but also of instances of restoration (conservatism), revolution (left-wing communism), and welfare containment (United States). As Carrasco reminds us, Zambrano not only wanted to make these epochal shifts legible. She also wanted to assume an “insalvable distancia”, or an “irreducible distance” from a politics that had “shipwrecked into scientism and the most mediocre form of positivism” as the justification of dictatorship and ius imperi. This is a position that Zambrano shares with the Heidegger of the Parmenides, who understood the imperial inheritance of the hegemonic domination under the sign of the Roman falsum. Zambrano was highly aware of the calculative operation of the politics that we now associate with the principle of general equivalence as the ontology of modern civil society. In this sense, fascism and communism were two ends of the continuation of absolutism.

But so was liberalism, which in Zambrano’s view, failed due not just to its foundation on a “moral economy”, but because it eluded to the sentimental dimension of man, making him a human, but not a person. The modern foundationalism of the political ran in tandem with a process of the absolutization of the logos. This meant that reason was opposed to myth, a component that had always helped the psychic balance to battle the different external absolutisms of reality. In this way, Zambrano’s definition of conservatism – “it wants to not just have reason, but absolute reason” – could well apply across the ideological spectrum to identify the nihilism of politics. This dead end leads to a philosophy of history, whose horizon of sacrifice undermines the res publica as well as the separation of powers of democracy. The notion of person, in a complete reversal of Simone Weil’s impersonal characterization of the sacred, was the condition for democracy as a livable experience in Zambrano’s own propositional horizon in light of the crisis of liberalism.

Against a politics of domination and sacrifice, one would expect Zambrano to turn to philosophy or tradition. But it is here, as Soto Carrasco argues, that we find a poetological turn in her work as a retreat from the imperial-theological drift of modernity. Carrasco asserts: “La poesía se reivindicará como género para evadir la sistemática razón moderna y rememorar un orden sagrado perdido. La poesía será su más clara revelación” (Soto Carrasco 51). It is at conjuncture where Zambrano’s Spanish context should be taken into account, says Carrasco, since due to the insufficiency or absence of a philosophical tradition in the Iberian Peninsula, there was no concept to find refuge in, but rather, the Spanish ethos was to be found in poetry or the novel. In authors like Machado, Bergamín, Unamuno, or Galdós, Zambrano will clear a path for what she calls an “intuition of a world and a concept of life” (Soto Carrasco 55). In this turn, we arrive at a substitution of Philosophy for the Poem with the promise that it will grant a “verdadera vida” or a true life, at least at the level of intra-national Spanish topoi. This strategy is more or less repeated for the European space in the essays published between 1943 and 1945, such as La agonía de Europa or La confesión, género literarios y método, which for Soto Carrasco complements her critique of logos in the tradition of the West that runs from Plato to Heidegger (Soto Carrasco 73). It is difficult to accept Heidegger as a thinker of logos; a task that became the central operation for the destruction of Western onto-theology and the new beginning of philosophy for an authentic life. Soto Carrasco never fleshes out this complex discussion, and I suspect whether Zambrano herself engaged in a thorough way with Heidegger’s work after the 1930s. But there is an important distinction that Carrasco makes in the last part of his book in relation to Heidegger. When commenting on Zambrano’s notion of “claro”, he writes:

“Por ello, el claro [de Zambrano] no es un Lichtung. Si para Heidegger la “apertura” va a actuar como sorge, como una luz que ilumina la verdad la acción desde la capacidad interrogante, para Zambrano, el “claro” es luz opaca, donde la Palabra surge a las “entrañas” porque en ellas se padece con pasividad. De ahí que el filósofo se oponga al bienaventurado” (Soto Carrasco 125).

The differences are set straight here: Heidegger, in Carrasco’s reading of Cacciari’s reading Zambrano, remains tied too deep into “philosophy”, where Zambrano opens a clear path for a poem that instantiates itself in the divine and recognizes the blessed in ‘thy neighbor’. Zambrano will be on the side of the poem of salvation, but also on the side of ethics. Whereas Heidegger is situated in the threshold of a philosophical project that demands the question of being to be asked; Zambrano’s poematic offering opens an inter-subject mode of care. Again, Soto Carrasco thematizes the differences: “Si para Heidegger pensar el olvido del ser era pensar una posibilidad no-imperial de lo político, para Zambrano, toda posibilidad de lo política fuera de una historia sacrificial solo puede pensar desde el olvido de lo divino, de la relación abismada entre el hombre y Dios, que el bueno de Molinos definió” (Soto Carrasco 83). Zambrano’s “new beginning” is not properly existential, nor can we say after this description that it is one of an infrapolitics of existence, but rather that of an ethics for a human history based on errancy and exile. But it is also an exile that finds is meaning in opposition to the loss of country.

It is in this aporetic limit of Zambrano’s project that I would like to derive a few consequences from Soto Carrasco’s intelligent and important reading. Just a couple of pages before this allusion to Heidegger, Soto Carrasco quotes from La agonía de Europa that reads “in the Roman imperial dominion, existence is lived like a nightmare” (Soto Carrasco 77). If existence is liberated from imperial politics, but substituted to the ethical determination of the poem, isn’t there a risk of assuming that the endgame of the “poetical reason”, based on “misericordia” and “un saber de salvación y sufrimiento” is only capable of being moved by the delirium of the suffering of the world, but not properly achieving a transformative freeing of existence against the transparency of the concept (“la claridad de la idea”)? And does not the inverted messianic and redemptive time posited by a gnosis arrangement against political gigantism, give us yet another chapter in the history of salvation of the onto-theological tradition and its historical productivity? If, as Soto Carrasco does not fail to remind us vis-à-vis Nietzsche, we need History but “History otherwise”, what follows is that any messianic poematic history has unfulfilled this promise as it remains tied to an account of subjection to salvation in detriment to existence, and hence within the walls of imperi and its economy of “novelerías” (Soto Carrasco 105) [3].

It makes sense that the occlusion of existence paves the way for an explicit affirmation on “life”, which Carrasco systematically teases out in the last chapters of the book. He quotes Zambrano affirming that “la vida resulta ser, por lo pronto…un género literarios”; or in relation to Galdos’ characters “una vida habiendo conocido la extrema necesidad acaba libre de ella” (Soto Carrasco 107-08). It is not difficult to find in this concept of life the texture of the Franciscan form of life that, while shredding off the goods of commerce, it still carries the vestiges of an ethical rule of an ontology of the totality of the living (in fact Zambrano in a moment writes “una totalidad desconocida que nos mueve”). This becomes even more present in Soto Carrasco’s defining moment of “razón poética” for Zambrano as based on “love”:

“Es la razón poética hecha razón misericordiosa o piadosa. Amor que solo puede emerger de la revelación, desde un nuevo nacimiento. Es fundar una “comunidad de corazones”. Ante las Palabras de Juliana, se nuestro este eros…”. Yéndose de sí misma seguía sirviendo a la Piedad sin ser devorada por ella, en la verdad de su vida” (Soto Carrasco 113).

Poetical reason offers a communitarian symbolization for a more “ethical Christianity” against the dark night of imperial politics in the name of a new salvation. Zambrano’s mysticism sought in the Spanish tradition of symbols that could mobilize a détente against the force of philosophy and politics, and the hegemony of reason spiraling downwards. The question is whether Zambrano’s poetical and merciful reason can provide us with an authentic exodus from onto-theology and alternative foundations. Or, if on the contrary, the articulation of a substitute ethical condition to the sacrificial horizon of history is really an exception that is already contained within the dual machine of modern historical development that hampers singularization from community and as well as from the negative structure of the political. That is why it remains puzzling why Soto Carrasco states at the very end of the book that Zambrano’s thinking is also a “political philosophy” that is tied to history (Soto Carrasco 134). If Zambrano’s poem produces a reification of political philosophy, then there is no question that the ius imperi is still haunting a counterhegemonic practice even when it wants to speak in the music of democracy. No political philosophy can open a path for infrapolitics, and no infrapolitics can amount to the closure of a political philosophy.

But then again, much could be said about ethics and Zambrano, but also about the ethical traction in contemporary thinking today as politics enters an irreversible crisis for conceptual renovation. In his recent book Karman (2018), Giorgio Agamben interestingly makes the claim that Alain Badiou’s recourse to the “event” amounts to a substitution for the general crisis of modern Kantian ethics, upholding an ethical determination while repeating the antinomies of being and acting proper to the fractured political foundation [4]. I suspect that the same duality can be registered about ethics and politics, or the poem and the logos. There seems to be no other pressing problem today in contemporary thought than to move, for once and for all, beyond the ethico-political axis without any reservations to messianic and poetological substitutes. What is at stake, as Soto Carrasco reminds us, is an originary sense of being. But this would require us to move beyond the mercies of lovable life and the reassurances and prospects of a glorious subject too comfortable in the pieties and mercies that cloak modern ethics. The astuteness and intensity of Soto Carrasco’s brief essay on Zambrano’s thinking asserts the need for us today to push beyond the community and the political into a region that draws out an infrapolitical fissure unbinding the temporalities of singularization in the outlook of a politics that never coincides with life.

 

 

 

Notes

  1. Roberto Esposito has juxtaposed two different ontologies of the political by contrasting Arendt and Weil’s projects in relation to imperial and totalitarian politics. See The Origin of the Political: Hannah Arendt or Simone Weil? (Trans. Gareth Williams, 2017).
  2. See Alberto Moreiras, “Last God: María Zambrano’s Life without Texture”. A Leftist Ontology: Beyond Relativism and Identity Politics (2009). 170-184.
  3. For a dual critique of the modern Hegelian philosophy of history and its messianic reversal, see Writing of the Formless: Jose Lezama Lima and the End of Time (2016), by Jaime Rodriguez Matos.
  4. See Giorgio Agamben, Karman: A Brief Treatise on Action, Guilt, and Gesture (2018). 42.