¿Democracia o Anarquía? por Gerardo Muñoz

En las últimas semanas hemos leído estupendos textos sobre la lectura que periódicamente viene haciendo Giorgio Agamben en su rúbrica de Quodlibet. Pienso en textos de los amigos Rodrigo Karmy, Alberto Moreiras, Lucia Dell’Aia, o Mauricio Amar; todos ellos ayudan a poner en su lugar la inmerecida hostilidad de los críticos ante el pensador italiano. Esta hostilidad rara vez abre un desacuerdo real de pensamiento, sino que más bien termina inscribiéndose en una abierta descalificación o simplemente incomprensión de su gesto. Hasta ahora no me interesaba decir nada en el debate, porque no veía un problema central, pero creo que ahora se hace más discernible, al menos para mi. Y este problema tiene dos niveles: el problema de la democracia y el problema de la universidad. Intentaré desplegarlos en este breve comentario como una mínima contribución a la conversación en curso.

Un amigo me recuerda que una vez en Venecia Agamben dijo que habían dos estilos de pensamiento ante el cierre de la metafísica: el que apuesta por la democracia y el que apuesta por la anarquía. En realidad, esto Agamben lo he dicho en varias ocasiones, aunque que yo sepa, nunca lo ha tematizado directamente; tal vez porque su obra es ya una clara toma de partido por la segunda opción. Mi primera tesis, entonces: parte del malestar del “status quo” académico con Agamben pasa por el hecho de que él no se subscribe a un horizonte democrático. Y este rechazo tiene consecuencias decisivas, como me gustaría argumentar. En una nota reciente sobre la universidad, Alberto Moreiras lo ha explicitado muy claramente y me voy a servir de su análisis. Según Alberto, en la última entrevista del viejo Jacques Derrida, aun podemos encontrarnos con una defensa de la legitimidad universitaria. Desde luego, una universidad sin condiciones, una universidad abierta, y con todas las muecas ‘deconstructivas’ que ya sabemos, pero que termina siendo un horizonte propio de la universidad.

A mi me parece que esta postura de Derrida no es un déficit puntual ni una instancia histórica, sino que responde al gran “commitment” del filósofo francés por la democracia; esto es, su compromiso por la primera opción ante el cierre de la metafísica. Estoy de acuerdo con Alberto de que hoy dicha defensa de la universidad es poco convincente. Sin embargo, lo que también me gustaría señalar es que la crisis de la universidad es un problema regional de la crisis general de la democracia liberal. La coherencia del ‘primer momento de la deconstrucción’ fue subscribir ambas instancias. Y ambas instancias (democracia más universidad) son las que, a mi parecer, se deben dejar atrás afirmando la segunda opción; la anárquica. La caída de la universidad a lo ilimitado, por otro lado, no responde a un estado de “excepción”, “censura”, o “traición” de sus principios, sino que, más bien, es el resultado coherente y sistemático de sus propias premisas “libertarias” (de su fidelidad ciega a la Libertad). Esto es al final del día el corazón de la lógica cost & benefit que legitima la administración institucional de la universidad.

Es muy probable que a Agamben este problema le tenga sin cuidado. A diferencia de Derrida no hay un solo ensayo suyo donde le interese atacar o defender la universidad. Lo importante para él es habitar ya siempre el afuera. Creo que el momento más explícito sobre esta postura “excéntrica” lo leemos en un pasaje de su autobiografía Autoritratto nello studio (nottetempo, 2017):

Extra: al di fuori (con l’idea di un movimento a partire da dentro – ex – di un uscire). Non è possibile trovare la verità se non si esce prima dalla situazione – dall’istituzione – che ci impedisce l’acceso. Il filosofo deve diventare straniero rispetto alla sua città, Illich ha dovuto in qualche modo uscire dalla chiesa e Simone Weil non ha mai potuto decidersi a entrarvi. Extra è il luogo del pensiero.” (58).

Aunque Agamben hable del “Partido” o de la “Iglesia” queda claro que también está hablando de la “universidad”. Siempre ha sido así, se pudiera responder. Pero tal vez la diferencia es que hoy el lugar del extra se ha vuelto la única manera donde podemos ejercer cierta inclinación verdadera y así encontrar las cosas que queremos. El hecho de que tengamos una comunidad de amigos hoy estén en un pliegue ex universitate, realmente confirma la intuición de Agamben. Por eso, en realidad, no puede haber una experiencia del mundo en la universidad. La universidad es todo lo que reduce al mudo a una mera compensación del saber, pero no de experiencia. Obviamente que esta dimensión “experiencial” no podemos dictarla a nadie. Todos deben encontrar su forma estratégica al interior del pliegue, pero creo que sí podemos discriminar en el límite entre la promesa democrática y el “ex” de la anarquía. Esta división no llega ni a constituir dos partidos históricos. Solo hay una opción y luego muchas posibilidades habitarlas si no se quiere caer en el falsum.

Hay otro problema con la democracia que es el problema de la “libertad”. Mientras no se pueda pensar en otra cosa que la “libertad” (todos hablan en nombre de la “libertad”), es muy probable que no estemos en condiciones de dar un paso atrás del embudo de la civilización. Una vez más, en este punto Agamben se muestra sensible. En su libro sobre Pulcinella, hay un momento en el que dice que el mundo de Pulcinella es el que aparece una vez que los principios políticos y la esencia misma de la libertad se han venido abajo. Pero del otro lado de la libertad Agamben solo ofrece una “figura”, la marioneta napolitana; una marioneta que tampoco constituye un paisaje amplio de orientación de época.

Tal vez el fin fáctico de la universidad ya va abriendo a una zona más diáfana: lo esencial se vuelve una contracomunidad de amigos e interlocutores, donde el goce y la felicidad priman sobre el cálculo y la producción y la “ética”, que es siempre deber enmascarado. La cuestión es cómo podemos darle continuidad a eso en el tiempo para así no terminar bajo la imponente sombra universitaria. Un reino de la felicidad que estaría más allá del liberalismo de la felix culpa, y que tendría al poeta, y no al analista o al administrador, como nuevo huésped del banquete.

 

 

 

*Imagen: Lehigh campus, invierno de 2018. De mi colección personal.

Comentario a la primera sesión de “¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” en diálogo con Jorge Alemán y Alberto Moreiras en el 17/Instituto. por Gerardo Muñoz

No tengo porqué repetir aquí la introducción del marco de la serie ¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia” que ha comenzado hoy en el 17/Instituto de México, esa formidable plataforma post-universitaria que coordina con pasión Benjamin Mayer Foulkes. El 17/ Instituto es una de las pocas instituciones en lengua castellana que se interesa por el ejercicio de un pensamiento nuevo (sin tabiques internos), algo que la universidad contemporánea ya no puede dar a pesar de sus buenas intenciones. La apuesta general de esta serie puede leerse aquí. Resumiendo muy esquemáticamente diría que por “pensamiento nuevo” la serie intenta tantear despejar tres condiciones para el actual momento de crisis:

  1. Primero, que es posible un pensamiento que no esté ligado a la determinación de la biopolítica; al contrario, apostamos por una irreductibilidad entre biopolítica y pensamiento. Si esto es así, como sugería recientemente mi colega Ángel Octavio Álvarez Solís, entonces, cualquier estilo de pensamiento hoy es necesariamente pensamiento contra-biopolítico en la medida en que busca su afuera.
  2. En segundo término, pienso que es posible pensar más allá de la categoría del sujeto, porque, el lugar del sujeto ya no puede ofrecer una política deseable, esto es, democrática o igualitaria. Y porque cuando se dice sujeto, se olvida que lo más esencial en el singular es lo que está del lado del no-sujeto.  Justo allí están sus condiciones de verdad. No hay nada abstracto aquí: no hay un sujeto del paisaje, como no hay un sujeto del amor, ni un sujeto del encuentro, ni un sujeto del mundo o de la amistad.
  3. Y en tercer lugar, interesa pensar cómo sería una política más allá del cierre tético de la técnica, entendida como la exposición transparente de cada cosa. Alemán lo explicito de manera nítida: “En esta época estamos tendencialmente caídos a ser una cosa para el goce del otro”. Una cosa que es, desde luego, cualquier cosa. Si la técnica hoy ha entrado en una fase civilizacional de la “cibernética”, entonces esto supone que pensar lo político tiene como condición una separación de todos los dispositivos cibernéticos que constituyen el ordenamiento de la realidad.

Pero tampoco tengo interés por resumir las inflexiones de todo lo discutido y debatido en las dos horas de la sesión, por lo que tan solo quiero dejar una mínima nota sobre algo que apuntó Jorge Alemán y que quisiera retomar en algún otro momento. Es mi manera de continuar el diálogo con Jorge, Alberto, y los todos los demás amigos e inscritos. En un momento de la discusión, Alemán dijo algo que sin duda alguna sorprendió a más de uno: “Esta fase de la pandemia mente va a llevarse por medio la lógica de las cadenas equivalenciales”. Es una afirmación fuerte, yo diría que lapidaria. Y obviamente que Alemán en el curso de este intercambio nos podría iluminar un poco más sobre cómo él entiende esta “destitución” de la equivalencia en el actual momento. Hay varias posibles formas de interpretarlas. En efecto, yo diría que habría una forma “débil” de interpretación y otra forma “fuerte”. La débil sería la que entiende que el aplazamiento de la lógica equivalencial por la pandemia nos conduce a un momento frío del populismo, en el cual el repliegue institucional del poder asume prioridad sobre el clamor de la demanda popular. Este sería un momento de desmovilización de las energías populares ante la incertidumbre del nuevo contrato social que se abre en nuestras sociedades y ya parece que no va a ir por el mejor camino. La interpretación fuerte, por otro lado, sería la que entiende la afirmación de Jorge no como momento “frío”, sino como agotamiento efectivo de la lógica identificatoria de la política en tanto que política hegemónica. Obviamente, yo me inclino más por la lectura fuerte que por la débil. E intentaré explicar brevemente por qué.

No quiero que mi explicación avance sobre terreno desconocido ni por elaboraciones abstractas. Quiero atenerme al propio trabajo de Alemán y a la conversación. Como le decía en respuesta al comentario de Alemán – que en ese momento no conecté con esta tesis suya, pero que ahora sí me atrevo a hacerlo – tengo para mi que una modificación en el diseño de la teoría de la hegemonía, y por extensión de la “equivalencia” como principio vertebrador, puede llevar a un mínimo desplazamiento del impasse. Pensemos en casos concretos, como el de Alberto Fernández en La Argentina. Una lectura ultra-política o hegemónica fuerte ve en el mando de Fernández a un presidencialismo técnico o débil, y sin embargo, es todo lo contrario. En realidad, el carisma y la conducción de Fernández marcan un desfasaje mínimo del cierre hegemónico desde la lógica identificatoria y su point de capiton en el liderazgo irremplazable. No digo que Fernández prescinda de una “transversalidad” en su lógica de construcción política; digo lo opuesto, que es una transversalidad que, en la medida en que favorece lo transversal, termina por garantizar un tipo de “flexibilidad” y “disenso” interno al diseño político que ya no puede cerrarse a sí mismo sobre la transferencia verticalista entre conducción y demandas. Esa transferencia sin relieves ni fisuras debe ser llamada por lo que es: técnica-política.

Hace unos días le escuchaba decir con lucidez al profesor José Luis Villacañas que, en verdad, Lenin era el mayor exponente laico del absolutismo de la técnica-política en el siglo veinte. Es cierto. Pero si retiramos la posición nominal de Lenin, ¿no tendríamos que decir también que la hegemonía es el último dispositivo de la técnica política? El caso de Alberto Fernández nos ayuda a romper contra esa ilusión desde dos prácticas políticas muy convergentes en las que él “inspira” su carácter: comunicación y carisma. Ni la comunicación puede pretender a la abstracción conceptual / formal de una equivalencia; ni la energía del carisma puede ser la esponja que absorbe la totalidad de las demandas del campo popular como lógica finalmente entre amigo-enemigo.

Esto tampoco nos tiene que llevar a un liberalismo ilustrado que hoy, ante el estado administrativo y la crisis del federalismo, es mero legalismo de los procedimientos y la jerarquización de valores. Tanto la comunicación como el carisma preparan un diseño flexible, que yo llamo posthegemónico, que desea despuntar en una transformación de la política que no se subordina a la técnica. Esto no significa que no haya “técnica”; al contrario, lo que quiero sugerir es la tecnificación de la política termina por producir efectos o consecuencias perversas de todo aquello que busca evitar o contener. O bien, en estas mismas palabras: solo puede “contener”. Por eso es por lo que la técnico-política es una teología política, lo que hace de la hegemonía un katechon.

Ante una política basada en la tecnificación de las identidades (equivalencia), ¿podríamos pensar la destrucción de la equivalencia a partir de este momento como la apertura a una política de la separación? Una política no solo carente de las medicaciones télicas (de la vanguardia, el partido, la voluntad, la ocupación), sino también de lo que Giorgio Cesarano, ya en la década del setenta (Critica Dell’Utopia Capitale, 1979) refirió como el pensamiento de la alienación originaria de la especie. Curiosamente en otro momento Jorge dijo que “la política siempre pasa por la alienación”. Es justa esta la inflexión disyunta la que merece ser pensada contra el sujeto de la equivalencia.

Ascesis universitatis: sobre Marranismo e Inscripción, de Alberto Moreiras. Por Gerardo Muñoz.

marranismo-inscripcion-moreirasMarranismo e Inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada (Escolar & Mayo, 2016), el nuevo libro de Alberto Moreiras, es un compendio reflexivo sobre al estado teórico-político del campo latinoamericanista durante los últimos quince o veinte años. A lo largo de nueve capítulos, más una introducción y un epílogo, Moreiras traza en constelación una cartografía de numerosas posiciones de la teorización latinoamericana, sin dejar de inscribirse a sí mismo como actor dentro de una epocalidad que pudiéramos llamar ‘universitaria’, y cuyo último momento de reflujo fue el ‘subalternismo’. Además de bosquejar un mapa de posiciones académicas (postsubalternistas, neomarxistas, decoloniales, o deconstruccionistas), el libro también alienta una hermenéutica existencial que se hace cargo de lo que le acontece a la vida, y en su especificidad a la “vida académica”. Y los lectores podrán comprobar que lo que acontece no siempre es bueno. Marranismo e Inscripción explicita muy tempranamente en la introducción un tipo de denegación que configura el vórtice de este ejercicio autográfico: “…durante años pensé en mí mismo como alguien comprometido centralmente con el discurso universitario, como la institución universitaria. Hoy debo admitir que ya no – trato de hacer mi trabajo lo mejor posible, claro, pero algo ha cambiado. O seré yo el que cambió. Y entonces, para mí, ser un intelectual ha perdido ya su prestigio, el que una vez tuvo. Habrá quizás otras maneras de serlo en las que el goce que uno quiso buscar pueda todavía darse. Hoy ese goce, en la universidad, solo es ya posible contrauniversitariamente.” (Moreiras 16).

La tesis a la que invita Marranismo es la de abandonar la crítica universitaria (y la conciencia desdichada es un producto de la creencia en el prestigio de la labor crítica) en al menos dos formulaciones principales. Por un lado, la función de la crítica como apéndice tutelar del saber universitario entregado a su tecnicidad reproductiva. Y en segundo término, tal vez menos vulgar aunque no menos importante, el abandono de la crítica como operación efectiva y suplente de la crisis interna de la universidad. El ejercicio autográfico marcaría una modalidad de éxodo de la suma total de la razón universitaria hacia lo que se asume como una estrategia hermenéutica que implica necesariamente la indagación de una situación concreta que da el paso imposible ‘del sujeto al predicado’ [1]. Pero el paso imposible del marrano solo dice su verdad no como persuasión interesada de un sujeto, sino como hermenéutica inscrita en cada situación irreducible al tiempo del saber. En el ejercicio hermenéutico, el marrano deshace íntegramente la incorporación metafórica, sin ofrecer a cambio una paideia ejemplar, un relato alternativo, o recursos para el relevo generacional. Es cierto, hay un llamado a cuidarse ante un peligro que acecha, aunque esto es distinto a decir que el libro está escrito desde una situación de peligro. En realidad, el tono del libro es de serenidad.

En un momento del libro, Moreiras escribe: “…el próximo expatriado potencial que lea esto debe saber a qué atenerse, y protegerse en lo que pueda” (Moreiras 18). La pregunta que surge en el corazón de Marranismo es si acaso la universidad contemporánea está en condiciones de ofrecer un mínimo principio de autoconservación de la vida del pensamiento; o si por el contrario, la universidad es solo posible como pliegue contrauniversitario post-crítico, léase poshegemónico, para seguir pensando en tiempos intempestivos, atravesados por el ascenso de nuevos fascismos, y entregado a la indiferenciación técnica del saber en el seno de la institución. O dicho con Moreiras: ¿habrá posibilidad de ‘mantenerse en pie’ en los próximos años? Y si hay posibilidad de hacerlo, ¿no es una forma de contribuir a mantener en reserva el general intellect en función de una ecuación humanista? (ej.: más saber + más estudiantes = más progreso; pudiera ejemplificar lo que queremos decir). Todo esto en momentos, dicho y aparte, en donde la lingüística aplicada o la pedagogía derrotan en rendimiento a la ya poco digna tarea del pensar. Y si es así, la universidad contemporánea no estaría en condiciones de ofrecer más que humanismo compensatorio, donde el pensador solo puede disfrazarse de civil servant de la acumulación espiritual de la Humanidad. Desde luego que no hay curas ni bálsamos para dar con una salida a lo que Moreiras se refiere como un futuro “incierto e indecible abierto a cualquier coyuntura, incluyendo la de su terminación” (Moreiras 57). Pero tal vez hayan formas más felices que otras de entrar en relación con el nihilismo universitario en sus varias manifestaciones opresivas.

Por eso es que me gustaría invitar a leer Marranismo e Inscripción como una contestación a las formas sofísticas dentro y fuera del campo académico, exacerbadas en el momento actual del agotamiento de la universidad en el interregno. Y como sabemos, el interregno no es más que la imposibilidad de hacer legible el pensamiento en el momento del fundamentalismo económico. Pero es también la diferenciación cultural substituta como se ha demostrado con la hermandad entre multiculturalismo identitario y neoliberalismo. En el interregno el sofismo no solo crece y se alimenta, sino que dada la caída de toda legitimidad, la mentira solo puede asomarse como performance desnudo de la no verdad, puesto que ha agotado su efecto de persuasión posible, su validez efectiva, y cualquier ápice de razón. La tecnificación del pensamiento a través del marco equivalencial de la teoría supone la codificación del sofismo como valorización sin necesidad de apelar a la razón.

Por ejemplo, el éxito universitario de la decolonialidad, ¿no es la victoria de la irracionalidad como valor? A la decolonialidad no le hace falta ni le importa la razón – que para los llamados pensadores decoloniales es ya de antemano contaminación ‘eurocéntrica’ o ‘ego-política colonial’ – sino la afirmación nómica de un absolutismo cultural y propietario. La irracionalidad prometeica de las finanzas en el momento de la subvención real converge con un neomedievalismo crítico, y de este modo las piedades y doxologías retornan como figuras luminosas de un saber que parece haber saldado sus cuentas con la Historia. La anomia de la universidad contemporánea es principalmente una crisis de legitimidad, entendida como fin de su efecto de auto-convencimiento y ejercicio del pensar singular. Y así, no es sorprendente que la irracionalidad brille, triunfe, y cobre un peso irrefutable en las medidas tecnocráticas que regulan las Humanities.

La irracionalidad comparece a la tecnificación donde todo se ventila de antemano. Pensemos, por ejemplo, en la jerigonzas concurridas como ‘¿cuál es tu marco teórico?’ o ‘¿desde donde hablas?’ ‘¿cuál es tu archivo?’. Estas indagaciones solo pueden entenderse como formas de una máquina inquisitorial que la universidad alberga como principio de autoridad ante la caída medular de su legitimidad. Sería coherente pensar, entonces, que si estamos ante una máquina confesional, solo la mentira puede ofrecer salvación o posibilidad de ‘mantenerse en pie’ sin tocar fondo, o sin que le vuelen a uno la cabeza. Justo es esto lo que esgrime en En defensa del populismo (2016) el filósofo español Carlos Fernández Liria, quien sugiere que ante la consumación de la mentira en el campo político contemporáneo, no hay verdad que esté condiciones de legibilidad, ni de escucha, ni de generar efecto alguno ante un macizo ideológico impenetrable. La única posibilidad es expresar una contramentira. ¿Pero es ésta la única forma de contestación? Podemos ‘testear’ esta pregunta en un momento decisivo del libro, y que aparece condensado en la forma de un chiste. Valdría la pena reproducir el pasaje:

“La sospecha de no ser lo suficientemente correctos en política, con todo el misterio terrorífico que esa determinación tiene en la academia norteamericana, pesó siempre sobre nuestras cabezas como una grave espada de Damocles, y todavía pesa, y no importa lo que digamos o hagamos, porque estas cosas, como todo el mundo sabe, se solucionan a nivel de sospecha y rumor y susurro malicioso. O incluso: es una cuestión de olor u honor, como el cristiano nuevo perfectamente devoto que no puede evitar caer en manos de la Cruz Verde porque todo el mundo sabe que su piel no reluce con la grasa prestada de la sobrasada. O, en palabras de algún fiscal federal asistente en la nueva serie de televisión Billions, «Si alguien dice que Charlie se folló a una cabra, aunque la cabra diga que no, Charlie se va a la tumba como Charlie el Follacabras» (225-26).

Lo que he llamado la forma sofística de la retórica contemporánea transforma a todos en Follacabras, en miembros potenciales de algún siniestro grupúsculo de Follacabras, y no importa la verdad que salga de la boca de la cabra (si es que la cabra habla), o del propio Charlie, puesto que una vez que la marca de Caín reluce sobre el pellejo de la frente, ya estamos automáticamente condenados a participar de una exposición que nos arroja al juego de cazadores y cazados. Este ha sido siempre el campo de batalla de la hegemonía, y que hoy se vuelve sistemático desde su inscripción en la equivalencialidad general. Esto es, no hay quien se escape a su lógica. Es más, no hay quien no sea, a la vez, una excepción sacrificable a esta lógica.

Pero habría otra opción: los Follacabras o los condenados pudieran también rechazar el sofismo y sus afligidas metáforas, aceptando la verdad como ascesis, esto es, como ejercicio en éxodo de todo juego hegemónico efectivo. Es lo que parece estar pidiendo Moreiras en Marranismo e Inscripción, y eso es ya bastante, y nos obliga a repensar la cacería como único juego posible. Y es el ascesis donde pensamiento y vida entran en una zona de indeterminación, y desde donde la verdad puede comparecer como alternativa al yoga acrobático que ofrece la universidad contemporánea, ya sea en su forma inquisitiva que obliga a la mentira, o en su produccionismo metabólico desplegado en el consenso, o en la politización, o en las buenas intenciones. Fue Iván Illich quien notó que el ascenso de la crítica académica monástica, y cuya secularización es la sospecha hermenéutica, coincidió con la declinación del ejercicio ascético del singular [2]. Y esto tiene sentido, puesto que la función crítica solo puede apelar a una radicalidad en expansión, siempre y cuando se retraiga de pensar la facticidad que supone la irreversibilidad del capitalismo. No es casual que Moreiras hacia el final del libro, y en réplica a una pregunta de Ángel O. Álvarez Solís, recurra al arcano del ascesis, como abandono del juego hegemónico de las mentira, y que dibujo los contornos de una vida sin principio:

“La palabra «ejercicio» puede servir si la entendemos etimológicamente, desde ex + arcare, desenterrar lo oculto, des-secretar. Digamos entonces, todo lo provisionalmente que quieras, que la infrapolítica es una forma de ejercicio en ese sentido –busca éxodo con respecto de la relación ético-política técnica, busca su destrucción desecretante, para liberar una práctica existencial otra. Yo no tendría inconveniente en usar para esto una expresión que he usado en algún otro lugar, la de «moralismo salvaje». La infrapolítica, en su condición reflexiva, es un ejercicio de moralismo salvaje, anti-político y anti-ético, porque quiere éxodo con respecto de la prisión subjetiva que constituye una relación ético-política impuesta ideológicamente sobre nosotros como consecuencia del humanismo metafísico. Sí, ese paso atrás salvaje con respecto de la relación ético-política es an-árquico, porque no se somete a principio.” (Moreiras 208).

La ascesis dice la verdad en la medida en que siempre atraviesa una hermenéutica existencial, y da un ‘paso atrás’ que renuncia a las determinaciones fundamentales de la subjetividad. El ejercicio tiene como objetivo el cuidado ante previsibilidad del síntoma. Si la ascesis es contrauniversitaria, lo es no en función anti-universitaria, sino por su instancia necesariamente atópica, ejercida como expatriación y desvinculación de todo sentido de propiedad y pertenencia comunitaria. Para el marrano no hay pasos aun por dar, sino solo un paso atrás, que es siempre el paso imposible al interior del tiempo de la morada. Esto supone abandonar el fantasma hegemónico del campo académico como avatar del pensamiento. Se piensa siempre en otro-lado. Es este también el sentido, de otra manera incomprensible, desde el cual podemos entender el intercambio epistolar entre Celan y Bachmann: “No recuerdo haber salido nunca de Egipto, sin embargo celebraré esta fiesta en Inglaterra” [3].

Ese paso atrás es el de la posibilidad imposible para seguir adelante desde un pensamiento que renuncia a la presbeia para ser radicalmente amonoteísta. ¿Podemos acaso imaginar una universidad en Egipto? Solo esta sería una universidad post-deconstructiva. Marranismo e Inscripción invita a este éxodo como única posibilidad de mantenernos en pie, y de echar adelante. Y hoy, ya no perdemos nada con intentarlo.

*Position Paper read at book workshop “Los Malos Pasos” (on Alberto Moreiras’ Marranismo e Inscripción), held at the University of Pennsylvania, January 6, 2017.

Notas

  1. Arturo Leyte. El paso imposible. Mexico D.F: Plaza y Valdés, 2013. p.24-53.
  2. Iván Illich. “Ascesis”. (Manuscript, dated 1989).
  3. Paul Celan & Ingeborg Bachmann. Tiempo del corazón: Correspondencia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Economica, 2012.