Notas de seminario sobre el pensamiento de Emanuele Coccia (VI FINAL). por Gerardo Muñoz


Llegamos a la última sesión en el cursillo sobre el pensamiento de Emanuele Coccia (pueden consultarse aquí las entradas sobre las sesiones previas: i, ii, iii, iv, v). En lugar de ofrecer un resumen quiero aprovechar esta última sesión para tematizar algunos de los problemas que quedaron abiertos, y, que constituyen ahora sí que un punto de debate tête-à-tête con el horizonte antifilosófico de Coccia. Quizás todo esto es muy prematuro de momento, porque, como dijo el propio Rodrigo, el pensamiento de Coccia se encuentra aun en proceso de cristalización. Es pensamiento incompleto. Esto no es solo una cuestión de “fase” de una obra, sino más bien de la propia naturaleza del pensamiento en tanto que pensamiento desobrado y ruinoso y abierto. Coccia está ahí, y sus errancias constituirán una de las más interesantes aventuras en los próximos años. Pero, al final de día, lo importante hoy es moverse, y ya con eso nos preparamos para que nos encuentre algo nuevo.

En las últimas sesiones se vino tematizando lo que yo propuse como la “cuestión del corte” al interior de la medialidad de toda imaginación descentrada. Creo que en esta sesión este problema quedó mucho más redondeado. Aquí habría que desplegar varios incisos.

A) la cuestión del corte nos vincula al problema del deseo, y el problema del deseo abre el diálogo con el psicoanálisis.

B) El corte nos abre a la separación entre mundo y vida, y entre el viviente y lo petrificado; esto es, lo que anteriormente llamamos la caducidad de las cosas como ángulo invisible en el trabajo de Coccia. Y esto remite al problema de la muerte.

C) El corte es relación con lo amoroso: ¿amamos todo con todo en una impronta cósmica como energía solar; o, más bien, es el amor lo que separa y discrimina entre la existencia y mis cosas cuando reparo en mi lugar en el mundo?

Obviamente que a mí me interesa defender esto último, en la medida en que no creo que podamos amar todo. Un amor así de absoluto me llevaría al precipicio. La energía amorosa del mundo no constituye la fuerza de individuación. Al final, creo que la obra de Coccia nos habilita a pensar seriamente sobre la relación entre amor y corte, o lo que quisiera llamar una física amorosa del corte. Por suerte, tenemos un texto del propio Emanuele Coccia sobre el tema titulado “La finalidad del amor” (trabajamos con una edición inglesa “End of Love”, 2012). Claro, sabemos que en inglés la noción de “end” es polisémica, ya que remite al “final” como algo concluido, pero también al “propósito” de una fuerza. Coccia navega esa ambigüedad. Es un texto demasiado corto, pero en él encontramos algo así como la signatura de una posible transfiguración del límite. O al menos, es el vórtice que a mi me interesa pensar contra una reducción de su obra en la tradición de la inmanencia, de la defensa del lujo, o en la restitución del panteismo. La “física del corte” establece una mínima distancia con estas improntas filosóficas. El corte estaría del lado de la anti-filosofía.

En “End of Love”, Coccia dice que el amor no es una cuestión del “origen’, sino del fin, ya siempre caída al “dios de la ruina”. Esto es, el amor no es la cupiditas espinosista de la inmanencia. Pero Coccia dice más: el amor es el resto de “una vida” después de la vida; y por eso es, siempre en cada caso, “muerte atravesada”. Esta postura, en efecto, ya no tiene que ver ni con el vitalismo ni con la finitud “eticisista” del “reconocimiento” ante el rostro de un otro. El “fin del amor” rompe contra eje inmanente del vitalismo, y pulveriza la trascendencia eticista de la “otredad”. Coccia dice que en la medida en que el amor se corta como imagen, cada cosa tiene su “vida póstuma” (Nachleben). Una vida póstuma que es fin de la subjetividad, que es siempre mala tonalidad de vivir una vida que pudiera ser otra; una vida sin singularidad y sin individuación. Cacciari en Dallo Steinhof (1980) buscaba tematizar algo similar cuando apostaba por las vidas oblicuas del 900 contra la ‘nueva transparencia’ de los cristales de la arquitectura decimonónica. Y, sin embargo, Coccia no piensa el amor como viaje interno del alma (tomista), sino como recorrido autopoiético de individuación. Por eso para mi el momento más importante de ese ensayo es el siguiente. Intento traducirlo al castellano:

“Y solo somos imágenes cuando somos capaces de producir el “esta” persona, pero nunca persona genérica. En efecto, quien alcance a completar su devenir-imagen; aquellos quienes pueden devolverse así mismos como imagen, dejan de ser humanos y así liberar del “encantamiento innombrable” que el “este” ya no refiere a cualquier otra cosa. Así, los individuos ya no solo especie ni tipo; sino singularidades sin un solo grano de humanidad. El amor puebla el mundo de vidas inhumanas, porque solo hay vidas ultra-humanas, o subhumanas, o en ruinas. La pura haceidad, el ser-este puro, el hoc-esse: este es el paraíso de nuestras imágenes que se construyen y se encarnan” (14).

Hay mucho que desplegar en este fragmento, aunque lo interesante y novedoso para mí es la manera en que Coccia coloca al amor como vórtice para organizar su pensamiento. El amor ya no es una afección del sujeto (vitalismo), ni es una fuerza cósmica, sino que es el sol negro de lo inhumano en el humano que, en su reverso, es la génesis con las verdades que encontramos. Me gustaría poner todo el énfasis en ese momento cuando Coccia habla de un “encantamiento innombrable” que ya no refiere a ninguna otra cosa sino a esa cosa que hemos encontrado. Ese es el acontecimiento del “esto” de la haceidad como corte. Y aquí Coccia muestra abiertamente una fragmentación del singular que despeja el hyle mens del politeísmo, pero que también toma distancia del amor entendido como pulsión de muerte en el deseo freudiano.

Rodrigo Karmy tiene razón cuando dice que la “cripta” o el “arcano” del psicoanálisis es la imaginación. ¿Qué quiere decir esto? Obviamente es mucho más que el hecho de que el “psicoanálisis” es una lengua privada e interna. Pero sabemos que si el inconsciente está “estructurado como lenguaje” (Lacan), entonces no es fácil reducir el psicoanálisis a un dispositivo pastoral (le agradezco a Alberto Moreiras un reciente intercambio sobre esto). ¿Dónde estaría la diferencia entre Coccia y el psicoanálisis? Para mí, se encontraría en el hecho de que el psicoanálisis sigue siendo una ciencia de la realidad; aún cuando la ciencia de la realidad fuese una ciencia de lo insondable o de lo “real” en la determinación del sujeto del inconsciente. ¿Qué supone esto? Que hay una dimensión que encarcela la imaginación a las mediaciones de lo real y lo simbólico. La revolución copernicana del descubrimiento de la “latencia” es también una ciencia del corte, en la medida en que fragmenta la posible deriva del “absolutismo de la realidad”. Esto es lo que pudiera responder el psicoanálisis. En este sentido, entonces, la física del corte en la estela cocciana sería un corte en segundo registro, donde la técnica aparece atravesada hacia otro uso. Pero aquí hay dificultades.

José Miguel Burgos Mazas desnudó el problema cuando dijo: “el operador central de Coccia es la Técnica”. La técnica es la mediación entre luz y vida en la exposición misma de la violencia del medio. ¿Pero qué es el amor en relación con la técnica? Creo que en esta pregunta abriríamos otro seminario, y obviamente que este no es el espacio ni el medio para responder a ella. Sin embargo, si acepto la tesis fuerte de que la técnica es el operador en Coccia, entonces el amor es el corte que la transfigura la obra del mundo, y que produce individuación. El amor, contra lo que se ha dicho de que es una fuerza “unitaria”, es una física del corte.

El amor ya no es unión de entes, sino, como dice el propio Coccia es tenor del “apocalipsis de un mundo que ha abdicado en su ruina hipnótica” (15). Y esa ruina hipnótica es siempre pasaje órfico, esto es, es develamiento entre la sombra de mis cosas y la cosa en sí. Porque, al final, nunca hay cosa en sí. Por eso la tesis fundamental aquí es la siguiente: el pensamiento que viene será un pensamiento del vestido. Un pensamiento “estilizado”. José Miguel Burgos controversialmente remató: el vestido, en la medida que es moda, impone una nueva jerarquía. Claro está, quien dice jerarquía, dice técnica. Desplegar todo esto requiere un proyecto sistemático sobre el horizonte de lo que Peterson llamó el problema de la “teología del vestir”. Por eso – y estas puede ser “malas noticias” para José Miguel – desde el vestido tampoco salimos del registro teológico, porque se pliega de otra manera. Un pensamiento del dobladillo.

Y justo porque el vestido es una atopia entre cuerpo y su afuera, es ahí donde mora el ‘dios impenetrable’ de mi inclinación como amor que se da en cada corte del fin. Esto es lo que vemos en las últimas telas de Ticiano, como pueden ser “Venus con Cupido” (1555) o “La ninfa y el pastor” (1575), que para Giorgio Agamben, en Lo aperto (2002), denota un “otium” desobrado entre espirito y piel. Se corta en el momento de mayor proximidad. Y más importante aún, dice Agamben, esta es una “condición” que le devuelve lo “inaparente” [inapparenti] a la experiencia sin salvación. Y esta inaparencia, que yo ligaría fuertemente al paisaje irreductibilidad de lo mundano, es siempre denotación del afuera en la apariencia misma de las cosas.

 

 

*Imagen: “Venus con Cupido” (1955), de Ticiano. Museo Del Prado. De mi colección personal. 2019.

Fratribus nostris absentibus: sobre la discreción. por Gerardo Muñoz

En una epístola póstuma que consulté hace algunos años en los fondos de Penn State University, fechada en 1989 y dirigida a una comunidad de monjas benedictinas de la abadía de Regina Laudis, el ex-sacerdote Iván Illich avisa de la pérdida del sentido de la caritas ya no solo ante los vivos sino también ante los muertos. Illich le recordaba a la Madre Jerónima que su carta no pretendía establecer un “secreto”, sino un sentido de discreción (discretio); una virtud que la Iglesia había irremediablemente abandonado en su caída al mal.

La discretio – decía Illich siguiendo las recomendaciones de San Benedicto – era la madre de las virtudes, ya que nos hace distinguir la singularidad de cada situación sin que esto suponga una obediencia ciega ante lo predecible. Obviamente, desde la discretio se introducía el problema de la muerte, siempre singular y pasiva, e imposible de homologar a ninguna otra. En realidad, Illich llevaba este procedimiento a un plano experiencial, ya que hablaba de una amiga y de su “final” al que describe como un estado de “inusitada serenidad”.

Illich le decía a las monjas benedictinas: “Lo que quiero compartir con ustedes no es una opinión, sino una angustia que conmemora a los muertos que se escapa del alcance de la forma ordinaria de la caridad”. ¿Pero qué puede significar atender a ese momento oscuro que es sombra de la vida fuera de la vida? Para Illich este era el único momento de una fidelium animae que tanto la medicina como el sistema productivo del Welfare state ya no podían recoger. Desde la experiencia inasible de la muerte de su amiga (quien permanecía innombrable, como toda amistad verdadera), Illich extraía lo que llamó la sistemática “guerra contra la muerte” en Occidente, carente de sentido de “lugar” o de “tierra”. Por eso Illich la describía como una caída hacia la atopia, desentendida del atrium mortis.

Illich se encomendaba al fragmento benedictino: Fratribus nostris absentibus. Pero esa máxima monástica aparecía en un sentido transfigurado; a saber, lo “divino” (como también supo ver Erik Peterson sobre los modos de vestir) es el umbral donde la vida y la muerte se dan en un recorrido ex-corpore. Escribía Illich: “La fe termina cuando la visión de lo eterno está por llegar”. No hay transcendencia ni redención ni salvación compensatoria, solo un sentido especular por lo velado.

¿Por qué recordar todo esto hoy? Porque la crisis pandémica ha puesto de relieve que ninguna de las metrópolis en Occidente y sus guardianes de la “vida” han estado en condiciones de recoger el sentido de Fratribus nostris absentibus. Una década antes, en una serie de conferencias en el Seminario Teológico de Princeton, Illich notó la oscura transformación médica en los Estados Unidos en cuanto al pasaje del “asistir a la muerte” a la administración del “delivery of death“. La “guerra contra la muerte” continua en nuestros días ya sea desde la retórica de la protección de la vida o bien en defensa de la economía. Por eso, hoy más que nunca, la tarea del pensar exige la destitución de lo que llamamos metrópoli.

 

 

*Imagen: retrato de Iván Illich de niño en Austria, 1936. Del film “Three Boys House” (1936).

Illegitimacy? Review of Giorgio Agamben’s The Mystery of Evil: Benedict XVI and the End of Days. By Gerardo Muñoz.

agamben mystery 2017Giorgio Agamben’s Il mistero del male, now translated in English as The Mystery of Evil: Benedict XVI and the End of Days (Stanford U Press, 2017), is an intense repudiation of the mundane legitimacy of every institution, costume, and political structure hitherto existing on earth. For Agamben, the decline towards illegitimacy has not been a matter of a few years or decades, but part of a larger inherited drama. The core of the book reads Benedict XVI’s “great refusal” as an ‘exemplary act’ [sic] against the Church, bringing to awareness a vital “loss of substantial legitimacy” (Agamben 3). Overstating the dual structure characteristic to Western governmentality – potestas and autorictas, or economy and mystery, legality and legitimacy – Agamben asserts that Ratzinger’s gesture cuts through the very thicket of the ekklesia arcanum, reversing the mystery of faith in time to the point of abandoning the very vicarship of Christ (Agamben 5). Of course, this comes as no surprise to those that have engaged with his prior The Kingdom and the Glory (2011), where Agamben interprets the Trinity as a stasiological foundation of an oikonomia that plays out (vicariously) as a praxis without Being [1].

In many ways, this essay is supplemental to the larger turn already undertaken in The Kingdom, only that this time, Agamben brings to focus a seminal institution of the Western political tradition. Here Agamben seems to be pressing more heavily on the state of global affairs in which the Church is a metonymy: “…if this gesture interests us, this certainly is not solely insofar as it refers to a problem internal to the Church, but much more because it allows us to focus on a genuinely political theme, that of justice, which like legitimacy cannot be the eliminated from the praxis of our society” (Agamben 16-17). This is consistent with overall structure of The Kingdom, by which the structure of the oikonomia is understood vis-à-vis the true ‘providential machine’ of human administration. So every administrative structure is illegitimate, since for Agamben, it governs through de-substantial vicarious being. It is a true ‘kakokenodicy’ (referring to the emptying) that can only justify effective evil (Agamben 36). To the extent that Agamben’s overarching project seeks to establish a responsive unity to the problem of discessio or internal division, it is not difficult to grasp how Benedict XVI’s return to Tyconius’ obscure thesis of the Church composite of good and evil is highly relevant, as we shall see.

We are far from Augustine’s City of God, where the split was produced between two cities, allowing for what Erik Peterson understood, against Schmitt, as the impossibility of any political theology. Tyconius is, in a sort of way, the persistence of an Anti-Augustinian gnosis. Agamben’s effort, let’s be clear, tries to make Augustine a son of Tyconius, which makes it even more mysterious; since whereas Augustine separated Church and Empire, Tyconius separates evil and good in the temporal katechontic nature of the Church (Agamben 10-11). Agamben cites Illich’s testimony to claim that the Church is always already mysterium iniquitatis as corruption optima pessima (the worst possible corruption of the best). But once again, Agamben seems to be forcing positions, since whereas for Illich the Church, consistent with Augustine, allowed for ius refomandi (reform), Agamben posits discessio as the arche of the corporeal Church, in this way reintroducing the myth of political theology to stage the mysterical drama of History.

In a strange sense, the mystery is not that mysterious. It becomes messianic eschatology on reserve. According to Agamben’s narrative, the Church as a dual nature of opposites, possesses an internal stasis between a temporal restrainer (katechon), the evil that runs counter to against law’s integrity (anomos), and the eschatological dimension of the End. This last character points to the Pauline’ messianicity, which allows Agamben to link Benjamin and Tyconius’ in a common salvific structure. As he writes: “The mysterium iniquitatis…is a historical drama, which is underway in every instant, so to speak, and in which the destiny of humanity, the salvation or fall of human beings, is always at stake.” (Agamben 14). Benedict XVI is a counter-katechon, as he is able to reveal, in his exodus, the eschatological structure that leaves behind the vicarious economy. According to Agamben, Benedict XVI’s message was “nothing but the capacity to keep oneself connected to one’s own end” (Agamben 16).

On the reverse, this entails subscribing a messianic turning of life from within the Church in order to posit a metapolitical form without remainder. The renunciation of the katechon implies that we are left with an economy (oikonomia) devoid of legitimacy. The central problem here is that history itself has become mystery of the economy, instead of an economy of mystery, which is the Pauline arche. What compensates for this illegitimacy becomes messianic politics that “does not remain a mere idea, entirely inert and impotent in the face of law and economy, but succeeds in finding political expression in a force capable of counter-balancing the progressing leaving out onto a single technico-economic plane of the two coordinated but radically heterogeneous principles [legitimacy and legality] that constitutes the most preciouses patrimony of European culture” (Agamben 18).

But if the machine of governance of the West is dual, playing legitimacy and legality in a skirmish co-dependency, why does Agamben conflate the renewal of legitimacy to the coming of a new politics? The reason seems to be that once you accept the condition that what exhausts government is an economical structure of the Christian katechon, you can then accept as exodus a metapolitics of salvation. What is interesting is that this politics, seemingly against Schmitt, actually re-enacts the same movement for an exact, albeit reverse, political trade-off. Agamben does not follow Peterson here. Let us recall that Peterson’s argument was never that the Church is an oikonomia, but that Schmitt’s totalizing and unifying political theology applied not to the Church, but only to Empire. This principial politics, as we know, has always led to catastrophic dominance, from Rome to Christian Monarchy to Nazi Germany. Counter to Schmitt, Agamben wants to produce not an imperial katechon, but “a time of the end, [where] mystery and history correspond without remainder” (Agamben 30).

The problem becomes that in order to set the stage for such “drama”, Agamben needs to avoid at all costs the Augustinian/Petersonian split of the Church in its facticity (as it actually happened). This explains why, in the second essay, history is understood as mysterical. In this context, it is noteworthy that Peterson is fully absent, even though he famously authored the essay “The Church”. There he writes in an important passage:

“The worship the Church celebrates is public worship and not a celebration of the mysterious; it is an obligatory public work, a leitourgia, and not an initiation dependent on voluntary judgment. The public-legal character of Christian worship reflects the fact that the church stands much closer to political entities like kingdom and polis, rather than voluntary associations and unions” [2].

I highlight Peterson’s reference to the “the mysterious”, because this is an explicit polemical stance against Casel, the Benedictine monk that informs Agamben’s mysterical adventure in history. But this has important implications, only two of which I will register here. First, accepting Casel’s mysterical Church leads us to conclude that internal worldly illegitimacy requires that we embrace a messianic politics ‘again’ (Agamben 38). In fact, politics is ultimate salvation in Tyconius, Casal, and Benjamin.

Secondly, mysterical historicity demands voluntary filiation. Agamben lays this out in plain sight: “it is in this drama, always underway, that all are called to play their part without reservation and ambiguity” (Agamben 39). Messianism forces agonic politics, displacing administrative vicarship with a conceptual theodicy. But profane life does not need to coincide with or abdicate a metapolitics of salvation. Now, if this is so, perhaps the accusation raised against governmental structure as illegitimate is in itself not legitimate. What if instead of being on the side of the metapolitics of the eschatological mystery, legitimacy is nothing other than the internal rational enactment of the separation of the profane that is always taking place in the world?

 

 

Notes

  1. Agamben writes in The Kingdom and the Glory (2011): “And, more generally, the intra-Trinitarian relation between the Father and the Son can be considered to be the theological paradigm of every potestas vicaria, in which every act of the vicar is considered to be a manifestation of the will of the one who is represented by him. And yet, as we have seen, the an-archic character of the Son, who is not founded ontologically in the Father, is essential to the Trinitarian economy. That is, the Trinitarian economy is the expression of an anarchic power and being that circulates among the three persons according to an essentially vicarious paradigm… The mystery of being and of the deity coincides entirely with its “economical” mystery. There is no substance of power, but only an “economy,” only a “government.” 138-39 pp.
  2. Erik Peterson. “The Church”. Theological Tractates (Stanford U Press, 2011). 38 pp.