La historia como catástrofe[1]

(Cuarto protocolo. Seminario Tecnologías de la memoria)

Sergio Villalobos-Ruminott

El Greco, El entierro del conde Orgaz

La imagen dialéctica ha de definirse como el recuerdo involuntario de la humanidad redimida.

Walter Benjamin, Apuntes sobre el concepto de historia

         Intentaremos acá aproximarnos a la concepción benjaminiana de historia, o mejor aún, a la relación entre historia y catástrofe, cuestión que en el mismo Benjamin podría se pensada como una relación de extrema proximidad. Es decir, vamos a pensar la historia como catástrofe. El primer problema relacionado con el enunciado “historia como catástrofe” tiene que ver, sin embargo, con una muy particular comprensión de la historia en el contexto europeo de principios de siglo XX, un contexto dominado por una cierta sensación de crisis terminal. En tal caso, la noción benjaminiana de catástrofe pareciera tener una relación estrecha con el llamado nihilismo europeo, pero ésta sería una relación tensionada por una diferencia irreductible. La catástrofe benjaminiana no se inscribe, como veremos, en el horizonte de dicho nihilismo sino que hace posible una diferencia con respecto a él, cuestión relevante toda vez que el nihilismo aparece como lo opuesta de la diferencia (de la historia como diferencia), esto es, como el predominio absoluto de la indiferenciación (como equivalencia general capitalista, si se quiere).

         Por supuesto, con estas simples palabras se hace evidente que la crisis del pensamiento europeo de principios de siglo, resulta relevante para nuestra reflexión. Sin embargo, con arreglo a estas breves notas me atreveré solo a sugerir la cuestión del nihilismo, aunque en el curso de nuestra reflexión estemos permanentemente rozando dicho problema. Partamos entonces preguntándonos cómo piensa Benjamin la relación entre historia y catástrofe en momentos en que el nihilismo parecía ser la condición epocal de una sociedad burguesa destrozada por la guerra y por el fin de la creencia ingenua en el progreso infinito. Repitamos, ¿cómo se relaciona Benjamin con el llamado nihilismo europeo? Y esta pregunta no debe entenderse en términos teóricos abstractos, como si lo que estuviera en juego fuera una descripción de las filosofías terminales de Occidente: Husserl y la crisis de la humanidad europea; Tönnies y el fin de la comunidad como condición de la emergencia de la sociedad moderna; Spencer y la decadencia de Occidente; Simmel y su concepción crítica de la sociedad europea; Freud y su concepción del malestar en la cultura; Adorno y el fin del poema; Patočka y “la noche de Europa”; Weber y la racionalidad como jaula de hierro para el hombre moderno, etc. Por el contrario, el nihilismo europeo como horizonte de indiferenciación sería más que una concepción filosófica, sería la instauración de una facticidad derivada del predominio cada vez más incontestable de la acumulación capitalista y sus dinámicas devastadoras, esto es, su subsunción de toda singularidad al principio de equivalencia y de valoración constitutivos del capital.

         En tal caso, la concepción benjaminiana de historia pareciera oponerse a la naturalización (normalización) de la catástrofe al interior de la filosofía de la historia de su época, y las formas en que dicha oposición se ejerce pasan por una crítica tanto del historicismo como del marxismo vulgar, del derecho tanto como de las transformaciones de la imaginación, del arte y de la literatura. Si la crisis de la humanidad europea es la crisis de la idea europea de humanidad, habría entonces que habitar en este impasse antes de buscar concepciones supuestamente alternativas de lo humano que repitan, inadvertidamente, los ciegos mecanismos de la filosofía de la historia del capital, incluso en nombre de un horizonte post-humano pero igualmente humanista.

         En este sentido, la historia como catástrofe podría comprenderse mejor si es que dejamos de lado los parecidos de familia que hay entre todos estos momentos –y monumentos- de la tradición europea, y nos concentramos en la cuestión de la historia como tal, pues la historia como catástrofe tampoco debe ser reducida a una crisis exclusivamente europea. Aunque nosotros mismo estemos viviendo hoy, otra vez, una innegable puesta en cuestión de esta tradición, y por su puesto no por los estudios post-coloniales, sino por la misma dinámica que ha adquirido nuestra época. En efecto, una tal crisis no compete nunca, no puede reducirse solo a una crisis de la “humanidad europea”, lo que está en juego en la llamada crisis geopolítica contemporánea, inaugurada con el fin de la Guerra Fría y con los atentados del 2001, no es sino el estatuto no solo de una Europa geopolíticamente delimitada, sino de una forma compleja de imaginar lo humano y sus límites.

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         Pero, ¿qué se quiere decir con la expresión “la historia como tal”? Para entender este cuestionamiento reflexivamente sería necesario hacer algunas precisiones. Primero, es importante destacar la insuperable distancia entre las concepciones vulgares de la historia y lo que Benjamin quiere indicar con esta “palabra”; cuestión que encierra el más delicado problema del nombre, en cuanto la historia como noción, categoría o concepción, pareciera diferir de la historia como nombre. Y esto es así porque para Benjamin la historia es el nombre del problema, y como nombre, es el problema como tal. Sería pertinente referir un conjunto de textos tempranos en los que Benjamin habría pensado el problema del lenguaje y su relación con la soberanía moderna, textos en los que comienzan a elaborarse sus críticas al historicismo, a la sociología del lenguaje y a la crítica histórico-literaria. Ensayos tales como “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (1916), “Para una crítica de la violencia” (1921) o, “La tarea del traductor” (1921), no podrían ser más pertinentes.

         Por otro lado, la idea del nombre, como acceso a la concepción benjaminiana de la historia, requiere pensar el lenguaje más allá de su caída en el reino de la comunicación, comprendiendo a la comunicación como un proceso en el cual, y hoy más que nunca, sería evidente la reducción antropomórfica de la complejidad o, el olvido del lenguaje en general y del ser lingüístico de las cosas; es decir, una concepción del lenguaje que escape a los énfasis instrumentales que lo predisponen a lo que podría ser llamado un irreflexivo intercambio de nombres por adjetivos[1]. Pero, volvamos al problema “nuestro”: estamos tratando con una concepción de la historia como forma profana pero no vulgar del lenguaje[2], en la cual el nombreel nombre de la historia–, no sea comprendido como si ya estuviese circulando en el ilimitado mundo humano de la significación, precisamente porque este ilimitado mundo de la significación es el mundo de la historia moderna, de la política moderna, el mundo de la circulación sin interrupción, del juicio y la sanción, un mundo caído al reconocimiento y al “principio de razón”. Entonces, qué pasaría si pensamos el lenguaje, esto es, la historia, más allá o más acá de la moderna articulación del poder, o, si ustedes quieren, qué pasaría si nos separamos un momento de la moderna tradición de la soberanía, en la cual la cultura, reducida antropomórficamente e instrumentalizada normativamente, le dio una muy determinada función al lenguaje, una función que podríamos llamar “hegemónica”.

         En otras palabras, cómo pensar la cuestión de la catástrofe, en cuanto interrupción de la permanente circulación del nombre, de una forma tal que nos permita desactivar la instrumentalización del lenguaje operada por su reducción a los cálculos y demandas de la lucha política. La catástrofe aparecería así no como la crisis burguesa ni como el fin de la civilización europea, de su espíritu y su historia, sino como la crisis de la crisis burguesa, como una suspensión de la soberanía que no busca restituir su primado sino ahondar su extravío. La catástrofe sería así una apertura hacia una relación no hegemónica entre lenguaje e historia, es decir más allá de su estructuración sacrificial.

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         Todo esto que hemos simplemente señalado, apuntaría a un difícil problema de nuestro momento, problema que pone en vilo la misma posibilidad de un “nosotros” naturalizado en la lengua y en la comunidad. ¿Cómo se relacionaría esto, por ejemplo, con un cierto rousseaunismo que aún respira en las concepciones contemporáneas del derecho internacional, de la comunidad y del enemigo? Problema relevante en el mismo Rousseau: ¿cuál sería el estatuto de la relación entre el Ensayo sobre el origen de las lenguas y El contrato social pensados ambos desde esta noción de historia como catástrofe? Pero también en Hobbes y su preocupación con la inteligibilidad aritmética de la ley del pacto, y más aún, con las versiones más contemporáneas de la comunidad de habla como comunidad fundante de la ley: ¿qué significa la historia como catástrofe, esto es, la desactivación de la circulación burguesa del nombre, para una teoría del pacto soberano, del derecho internacional y del intercambio comunicativo en la actualidad? Y la gravedad de esta pregunta estaría dada, como en tiempos de Benjamin, porque nuestro presente estaría a las puertas de una cierta clausura de la experiencia, pero cuya especificidad radicaría en la absoluta prescindencia de las mediaciones modernas de legitimación del poder. En efecto, sería esta prescindencia la condición fundamental de una cierta desnudez del lenguaje en la que su figuración ya no resulta útil para el ilimitado mundo moderno de la política y de la guerra.

         Todos estos problemas exigen nuestra reflexión, porque estaríamos en un momento difícil, un momento en que todas esas tradiciones son desplazadas por nuevas articulaciones de poder, y estas nuevas articulaciones serían diferentes de la tradición moderna de soberanía: Estado nacional, soberanía territorial y Derechos Humanos, los que son, por supuesto, la más evidente prueba del carácter paradojal del “lenguaje de los hombres”. Pero también, estos problemas son importantes por el agotamiento o la disyunción de la moderna  articulación Estado-cultura-sociedad, en la cual el lenguaje –como ley, pero también como literatura—, jugó un rol fundamental. Y es aquí donde aparecen por doquier aparentemente nuevas concepciones de la crisis: del Estado, de la democracia, de la soberanía, pero también crisis de la izquierda, del sujeto, de la historia. Entonces ¿qué pasa si nosotros pensamos esa disyunción como “desarticulación” del lenguaje desde su rol tradicional en la configuración de hegemonía jurídica y cultural? ¿Qué pasa si pensamos el lenguaje como tal, más allá o más acá de cualquier reducción antropomórfica, y de la misma forma, más allá o más acá de cualquier configuración utópica asociada con nociones tales como liberación o emancipación, o incluso, redención? ¿Qué pasa si es que pensamos el lenguaje como eventual forma de ser de la historia? Pues lo que aquí está en juego no es la restitución ni de la gran política moderna, ni de la política del sujeto emancipatorio (militante, partisano), sino la necesidad de una nueva imaginación infrapolítica que apunte a una dimensión infra-lingüística de la historia y a una dimensión infra-histórica de la política, más allá de su inscripción en el nihilismo del fin de los tiempos que hoy como ayer parece marcar nuestra época.

         No olvidemos que es contra esa “gran política” de la circulación del nombre, de los significantes maestros y referenciales, que Benjamin opone una forma alegórica de referencialidad indirecta, desatada de la significación gramatical, en la que se juega la tensión entre historia, acontecimiento e inscripción.

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         Es en este contexto que necesitamos pensar la historia, y no cualquier concepción, teoría o filosofía de la historia; necesitamos pensar la historia como catástrofe, y este problema nos demanda un nuevo pensamiento sobre la relación entre lenguaje e historia, relación en la cual el lenguaje no pueda ser usado en términos denotativos, de manera informativa o aún, de modo ilustrativo. Tenemos que pensar la historia como lenguaje y el lenguaje como tal, es decir, el lenguaje como una figuración que excede los recortes jurídicos del sentido, o si ustedes quieren, tenemos que pensar la relación clave, y ahora en Benjamin mismo, entre historia e imagen dialéctica. ¿Pero cómo es esto posible? Quiero decir, ¿cómo es posible pensar la imagen sin caer ni quedar atrapado en el ilimitado mundo de la política, en el cual todo pensamiento de la imagen queda referido a la dicotomía sentido / crisis del sentido? Repito ¿cómo pensar la imagen dialéctica benjaminiana en un mundo articulado por el predominio de un uso indiscriminado de la imagen? ¿De qué dialéctica hablamos aquí, con Benjamin, cuando la pensamos como interrupción de la facticidad y no como su confirmación o su positivización?

         Como se sabe, Benjamin concebía el Angelus Novus –una acuarela de Paul Klee a la que refiere en sus famosas “tesis”- como una alegoría de la historia como catástrofe. El ángel miraba sobrepuesto a la indecisa figura de un remolino y lo que veía no era el progreso de la historia, sino la historia como una pila de ruinas, depositadas en el pasado que aparecía como el tiempo espacializado de la catástrofe, una catástrofe no en progreso, sino toda junta ahí, mientras tanto el ángel estaba siendo devorado por el mismo remolino que era el progreso. Siguiendo esta indicación, pero pensando en un camino que vaya, inversamente, desde las llamadas “Tesis” hacia el “Prólogo Epistemo-crítico”[3], me atrevo a presentar, en sólo tres niveles de complejidad, aquellas indicaciones de Benjamin que nos resultarían relevantes para pensar lo que tenemos entre manos, es decir, tres formas de la crítica benjaminiana a las concepciones vulgares de la historia:

  • La concepción del progreso, y la filosofía que le acompaña, que siempre promete un futuro de redención, esto es, que establece con la historia una lógica relativa a la promesa y al compromiso, digamos, una promesa fuerte, la promesa del fin y la finalidad de la historia. Benjamin no está apuntando solo al historicismo sino también al progresismo que estaba en todos lados en su tiempo, y que era, para él, el mayor problema de la social democracia alemana. De acuerdo con una confiada creencia en el progreso inexorable, el pasado y el presente siempre son desconsiderados y devorados por el remolino de la historia. Por supuesto, hay muchas variantes, pero se trata de la misma idea: la historia progresa constantemente; progresa constantemente o no, pero siempre hacia mejor; y este progreso hacia mejor, lineal o no, implica una suerte de realización de la misma historia, teológica o teleológicamente, cristiana o secularmente.[4]
  • La concepción del historicismo en cuanto romantización de cada presente histórico concebido de manera inmanente. Esta romantización es posible por la empatía con cada uno de estos presentes. Aquí el presente (siempre en tiempo pasado) debe ser comprendido, y por esta empática comprensión, es siempre justificado. Ciertamente, si la filosofía del progreso (y su aliado epistemológico, el positivismo) está preocupada de la historia como generalidad, y de la explicación de cada momento de acuerdo con la lógica de la historia; el historicismo (y su aliado epistemológico, el idealismo) en cuanto reacción a la filosofía del progreso, comprende cada momento según un inmanentismo romántico, de acuerdo con el cual la historia no se realiza a sí misma en su fin, sino que cada presente histórico alcanza perfección.
  • Pero, redención y romanticismo pueden aparecer sin filosofía explícita de la historia, o en cambio, como un nuevo tipo de inmanentismo que Benjamin vio en el fascismo (y su aliado epistemológico, el factualismo). Ciertamente, se puede sostener que Benjamin estaba consiente de que, después del trabajo de la negatividad, la pila de ruinas que es la historia puede ser todavía robada (recuperada) por un nihilismo presentista (en el cual resuena no solo la lectura nazi de Nietzsche sino también una cierta concepción fuerte de la dialéctica). Las mismas ruinas siempre deben ser reconsideradas, genealógicamente, precisamente porque la estetización o romantización del presente hace posible al fascismo: la estetización de la política. Para decir esto con otras palabras, la concepción fascista de la historia carece de historia, siendo sólo un presentismo romántico, mitológico. Déjenme repetir: lo que estoy tratando de enfatizar es la relación entre mitología e inmanentismo, pues no por casualidad este problema ha sido desconsiderado durante largo tiempo por un culturalismo progresista todavía en boga.[5]

En este sentido, en Benjamin no hay solo una crítica del historicismo, del progresismo, del romanticismo o de la metafísica en cuanto problemas teóricos, puesto que también debemos considerar la alianza de un cierto romanticismo inmanentista –como productor de mitología- y el fascismo, antes y ahora. Recapitulemos: la historia como catástrofe implica una diferencia con el nihilismo, una diferencia con la indiferenciación que es el nihilismo. El nihilismo, más que un horizonte filosófico es, principalmente, una facticidad posibilitada por la instauración, cada vez más inescapable, de la acumulación capitalista y su régimen de valoración equivalencial (todo vale en relación con una media de equivalencia general: el dinero en cualquiera de sus formas convencionales). La catástrofe benjaminiana es, por lo tanto, una interrupción de la valoración, ya sea a nivel de la filosofía de la historia del capital, ya sea a nivel de la desactivación de la circulación comunicativa y de la valoración cultural (una interrupción del principio general de equivalencia y su complementariedad con una concepción logocéntrica del lenguaje). La catástrofe es la crisis de la crisis burguesa porque no reemprende la operación del valor o de la valoración, sino que apunta al interregno, que es la suspensión de la soberanía, o la suspensión de la suspensión fáctica del derecho por el decisionismo nihilista de la gran política moderna. La historia, la lengua, la comunidad, desatadas de su inscripción monolítica y monumental en el horizonte de la filosofía de la historia del capital, se dislocan haciendo aparecer la interrupción o el interregno desde una comprensión no subjetiva ni antropológica de la imaginación, algo así como una imaginación distanciada del juicio o en desacato de las ordenanzas de la facultad de juzgar, apuntando a una relación infrapolítica con la historia y post-hegemónica con la política. Y es con estos desplazamientos que habría que volver al Trauerspiel como ejemplo de una lectura no convencional de la imaginación literaria (lugar donde converge, como prosa, la poética visual y lingüística de la imaginación europea moderna).

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         Entonces, abrimos aquí al Trauerspiel porque si vamos a pensar la historia, no podemos conformarnos con elaborar sentencias negativas y hacer diferencias. Benjamin debería ser leído no como otro pensador que ha provisto un nuevo sistema categorial para repetir el viejo juego restitutivo de la crítica, ni menos como un exponente más de la lamentación del “game over”. Y esta es otra seña que nos permite tomar distancia del llamado tono nihilista con el que circula un pensamiento de la derrota en la actualidad, un cierto tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía (como diría Derrida). Benjamin no debe ser estudiado ni como melancólico irremediable, ni como desesperanzado nihilista, ni menos como judío confiado en la redención final de los tiempos. Y no debiera serlo pues la posibilidad de entrar en relación con el Trauerspiel en cuanto forma de arte es, a la vez, la posibilidad de entrar en relación con una forma de imaginación social que se manifiesta definitivamente ajena a las comprensiones antropomórficas del intelecto, la acción y el sujeto. Por ejemplo, comentando las limitaciones del procedimiento crítico de Barduch, en relación con la terminología de la crítica de arte, Benjamin advierte:   

Pero, a fin de cuentas, un método no debe presentarse en modo alguno guiado por la mera apariencia de su propia insuficiencia empírica: en términos negativos y como un canon de advertencias. Tiene, más bien, que partir de intuiciones de un orden más elevado que las ofrecidas por el punto de vista de un verismo científico (“Prólogo” 24).

         Esta metodología es, de nuevo, un nombre que señala la particular forma de cuestionamiento que caracteriza su forma de leer. Detengámonos un poco, debemos estar seguros de lo que podría significar metodología, de lo que podría significar el enunciado “epistemo-crítico” en el prólogo, como prólogo. Precisamente porque no sería fácil ni gratuito decir que lo que tenemos en este prólogo, y en la función prologante que se le asigna, en relación con el pensamiento de Benjamin, sea una reflexión epistemológica orientada o motivada a ganar legitimidad para su objeto, como objeto de conocimiento. No se trata de epistemología, pero tampoco de una crítica, como ya advertimos, que está preocupada con la verdad como corrección o adecuación. Este prólogo epistemo-crítico es totalmente político, pero no es una política. Este texto es, para decirlo de manera diáfana, una elaboración del drama barroco alemán como forma histórica de la imaginación, y es, a la vez, un ejercicio de imaginación, o si ustedes prefieren, este texto es una muestra de la precisa destrucción benjaminiana, en la cual lo que es destruido son las pre-comprensiones en filosofía e historia del arte que han impedido concebir el Trauerspiel como una forma de arte, es decir, como una manifestación particular de la imaginación humana. En tal caso, el prólogo muestra que pensar críticamente la literatura no significa reducir las obras a cuestiones estilísticas, biográficas o a generalidades tales como generación, influencia y canon; y también implica no evaluar ni conmensurar la obra de acuerdo con nociones vulgares tales como valor, efecto o impacto, popularidad, etcétera. Por otro lado, este es uno de los lugares en los cuales debemos pensar como convergen y divergen entre sí, genealogía, destrucción e iluminación.

         La llamada iluminación destructiva benjaminiana empieza por separarse ella misma de la noción de exposición sistemática, ilustrada, iluminista, la que en filosofía, y no demasiado antes de Benjamin, era el más respetable procedimiento en cuanto a la presentación de conocimientos se refiere:

En la medida en que la filosofía está determinada por dicho concepto de sistema, corre el peligro de acomodarse a un sincretismo que intenta capturar la verdad en una tela de araña tendida entre los conocimientos, como sí viniera volando desde fuera. (10)

         Y, por supuesto, esto supone, en una perspectiva platónica, una distinción entre conceptos e ideas, o, si ustedes quieren, entre verdad y conocimiento. Esta es la razón de porqué Benjamin, refiriéndose a la teoría de las ideas de Platón, pueda decir que los conceptos –más relacionados a los fenómenos- son productos espontáneos del intelecto, mientras que las ideas están siempre pre-dadas. Pre-dadas no sólo en cuanto habitarían en una suerte de mundo trascendental, una suerte mundo nouménico embrionario, y por ello, siempre más allá de nuestro alcance, sino en cambio, pre-dadas en la medida en que las ideas están referidas a la verdad, la cual supone una relación distinta, digamos contemplativa y sin interés, que la relación teórica relacionada con la vita activa. En otras palabras, la verdad no es accesible al interés de la razón, ni por medio de una ordenación sistemática de hechos ni mediante la mediación de conceptos puros del entendimiento; se deja atisbar, involuntariamente, mediante la destrucción que desprende una tenue luz sobre las cosas, armando una constelación de semejanzas. Es como si Benjamin estuviera pensando, antes de Lacan y de Ginzburg, en una suerte de paradigma indiciario. Un paradigma sin paradigma donde la figura de C. Auguste Dupin fumando, en la penumbra de su oscuro cuarto parisino, una pipa de espuma de mar, anticipara la sutil forma de proceder de la iluminación destructiva, opuesta al modelo científico que, similar al eficiente comisionado de la policía francesa que infructuosamente aplica los procedimientos cartesianos para hallar la esquiva carta robada, en el cuento homónimo de Poe, no logra establecer una relación con la verdad a pesar de incrementar infinitamente sus conocimientos. O, como la figura de la memoria involuntaria proustiana, que a partir del casual advenimiento de un recuerdo, hace posible el ingreso de un tiempo otro a la consciencia, desarmando la lógica de los parentescos y las ordenaciones familiares, haciendo naufragar la lengua hacia una extranjería con respecto a la economía familiar del sentido, una errancia en la noche de la historia.

         En este mismo plano, si el contenido de la verdad es la belleza, siguiendo El banquete de Platón, entonces Benjamin afirma que:

[E]ste contenido no sale a la luz con el desvelamiento, sino que se revela en el curso de un proceso que metafóricamente podría designarse como el llamear de la envoltura del objeto al penetrar en el círculo de las ideas; como una combustión de la obra en la que su forma alcanza el grado máximo de su fuerza luminosa. (13-14)

Aquí, con nociones tales como destrucción, quema, brillo, iluminación y verdad, nos confesamos tentados por referir a la llamada cuestión heideggeriana del Lichtung, pero antes de tomar esta dirección, en sí prometedora y reprimida, necesitamos habitar en Benjamin un poco más, para destacar cómo su relación con la historia y con el nombre es también una relación con la imagen, con la luz, y con una dimensión no pensada del Iluminismo, de la Ilustración, que no alcanzaremos a referir por ahora.

         Obviamente, en el prólogo el problema está planteado en términos de la diferencia entre verdad y conocimiento, lo que supone un cuestionamiento del mismo objeto de conocimiento, más allá de cualquier noción todavía genérica de belleza (que quedará desplazada al comprender el concepto benjaminiano de “verdad”). Y esta diferencia resulta importante en la medida en que la objetivación es una característica definitoria del procedimiento científico. Entonces, para Benjamin resultaban claras las limitaciones del procedimiento científico, digamos no sólo en términos de los alcances específicos a la historia del arte y la literatura, sino también en términos de historiografía. ¿No es posible, acaso, establecer relaciones entre el tratado, el mosaico y el omniabarcante libro de historia, el pastel narrativo decimonónico y la historia de las ideas? ¿Qué pensar, por ejemplo, de la monumental historiografía de Arnold Toymbe, Edward Gibbon o Jacob Burkhardt, entre muchos otros?[6]

         Por otro lado, es esta misma diferencia (con el régimen monumental del esteticismo y del historicismo, del derecho y su origen simulado, etc.), la que hace posible la pregunta, y toda la problemática relacionada con la cuestión de la escritura. Sólo una escritura no-intencionada, ajena a la exposición sistemática, y aún ajena a los llamados enfoques inter-disciplinarios, podría mostrar la relación entre ideas y objetos, pero sólo si es que antes de eso, la pretensión de alcanzar la verdad por medio de análisis empíricos o conceptuales, es puesta de lado, “las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas” (16).  Y esta es la razón de porqué algunos viejos tratados sistemáticos, cuyo contenido cognitivo ya no se considera válido, son, desde el punto de vista de la verdad, aún importantes, al menos para el coleccionista de viejos y olvidados libros. En ellos, la exposición misma, una vez que las pretensiones de saber se han extinguido, aparece como constelación, como alegoría de la verdad.

Lo mismo que la madre se la ve comenzar a vivir con todas sus fuerzas sólo cuando el círculo de sus hijos se cierra en torna a ella movido por el sentimiento de su proximidad, así también las ideas sólo cobran vida cuando los extremos se agrupan a su alrededor. (17)

Es aquí donde se juega la centralidad de la particular teoría del conocimiento redentor benjaminiano, una teoría que comprende la verdad no como el resultado intencionado de una búsqueda, sino como “la muerte de la intención”, muerte que, más allá de su resonancia nihilista, apunta a desactivar el nihilismo inherente a la concepción instrumental del saber que complementa y hace juego con la concepción progresista de la historia. La interrupción de esa complicidad entre saber y progreso es el producto de la explosión del “tiempo homogéneo y vacío” del historicismo, a manos de un relación redentora con la verdad, donde la misma redención ya no puede ser confundida ni con la salvación teológica ni con la recuperación capital. La verdad no redime, en el más amplio sentido posible, sino que trastoca nuestra relación con el tiempo, insubordinándolo de la historia que está caída a la circulación del nombre y a la intencionalidad del saber. El tiempo-ahora benjaminiano se distancia así del inmanentismo romántico y del tiempo vacío de la concepción progresista de la historia (incluyendo la marxista):

En él, la verdad está cargada de tiempo a reventar. (Este reventar no es otra cosa que la muerte de la intentio, que coincide, entonces, con el nacimiento del genuino tiempo histórico, del tiempo de la verdad). No es así que lo pasado arroje su luz sobre lo presente o lo presente sobre lo pasado, sino que es imagen aquello en lo cual lo sido comparece con el ahora, a la manera del relámpago, en una constelación. En otras palabras: [la] imagen es la dialéctica en suspenso. [7]

Pero, a la vez, esta explosión no solo desamarra el tiempo de la concepción progresista de la historia, sino que nos permite re-constelar la misma relación entre saber, ideas y verdad, al mostrarnos las ideas como seres lingüísticos:

La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la esencia de la palabra en que ésta es símbolo. En la percepción empírica, en la que las palabras se han desintegrado, ellas poseen, además de su dimensión simbólica más o menos oculta, un significado abiertamente profano. (19)

Significado que queda raptado en la jerarquía facultativa del saber. La explosión benjaminiana, no la gran explosión política moderna (la Revolución), muestra la condición profana del acaecer que ya no puede ser conjugado desde una concepción teológica convencional de redención. Entonces, ¿qué nombra el nombre? Y con ello, ¿cuál es la tarea que Benjamin le asigna a la filosofía o, mejor aún, al pensar? Y nos atreveríamos a decir que cuando Benjamin está pensando el nombre más allá de sus usos adjetivales, en su circulación profana, también está preocupado con una suerte de memoria involuntaria que sería, quizá, la mejor forma de describir la imagen dialéctica. Tal imagen es, entonces, en su condición involuntaria, una pequeña fisura en el tiempo por donde destella una muy particular y evanescente luz del pasado. Se trata de una relación con el pasado donde su imagen tintinea detenida justo antes de volverse una representación ajustada a los criterios de valoración del discurso sistemático, fenoménico, científico y/o empático de la historiografía. En ella, en cuanto imagen, el pasado no está “detrás”, para ser reconstruido y enmarcado como lo pasado, pero tampoco está, en cuanto imagen a mano, en el presente, lista para ser comprendida o explicada por categorías (conceptos y percepciones) que pertenecerían a la extraviada relación con la verdad que caracterizaría a la historiografía y al historicismo. Nombre, memoria involuntaria, reflexividad contemplativa, son otras tantas indicaciones que apuntan a una concepción de la imagen dialéctica en Benjamin como relación particular con la historia, relación determinada por lo que podríamos llamar, sin pretensiones rimbombantes, substracción sin rédito. Pues lo que redime la redención mesiánica del tiempo no es una valor que puede ser puesto, otra vez, a circular, sino su imagen en permanente retirada, una imagen que nos muestra que aquello que pasó, se nos va irremediablemente, siendo la despedida, su gesto final. La imagen es el ademán del tiempo siempre en retirada de la historia, desde la historia, desde su concepción vulgar. De ahí que la concepción benjaminiana de la imagen esté intrínsecamente atenta a la cuestión de su caducidad, de su decadencia, lo que ha servido como punto de partida pata innumerables lecturas de lo barroco, las que casi nunca pueden evitar su re-monumentalización culturalista, identitaria, esteticista.

         Por supuesto, si ya dijimos que las ideas son pre-dadas pero no en la forma de un esquema trascendental de categorías, entonces deberíamos ser capaces de comprender que la cuestión del origen no es una apelación vulgar a un supuesto punto muerto, necesario e inexorable, por el contrario, nos advierte Benjamin:

El origen (Ursprung), aun siendo una categoría plenamente histórica, no tiene nada que ver con la génesis (Entsthung). El término origen no intenta describir el proceso por el cual el existente llega a ser, sino en cambio, intenta describir aquello que emerge desde el proceso de devenir y desaparecer. El origen se localiza en el flujo del devenir como un remolino que engulle en su ritmo el material relativo a la génesis. (28, traducción levemente modificada)

En tal caso, si el factualismo es la “concepción” de la historia del fascismo, entonces la comprensión del origen como génesis no puede sino no estar en directa relación con una operación mitologizante, archeo-teleológica, la que sigue caracterizando aquello que hemos denominado filosofía de la historia del capital. De la misma forma, Benjamin argumentará contra las limitaciones de la filosofía estética de su tiempo, pero también contra los procedimientos deductivos e inductivos que son, en cuanto recursos epistemológicos, incapaces de dar con la especificidad del Trauerspiel. Si el historicismo no pudo comprender esta manifestación de la inteligencia como forma de arte, la lectura ortodoxa de la poética aristotélica, él afirma, sólo hace posible comprender el drama barroco alemán como una mala-interpretación o una degeneración del modelo shakesperiano, un modelo construido sobre la omisión del barroco español y sobre la canonización –y academización, del otrora popular teatro de Shakespeare.

         En otras palabras, aquello que queda después de la destrucción es lo que debería ser interrogado, en cuanto la destrucción del bosque es lo que nos permitiría ver los árboles. En efecto, Ursprung des deuschens Trauerspiels (El origen del drama barroco alemán), la famosa tesis doctoral de Benjamin concebida alrededor de 1916, escrita y publicada a mediados de la década siguiente y, posteriormente olvidada hasta su reedición alemana en los años 1960, constituye hoy uno de los textos secundarios en el fenómeno asociado a la firma Benjamin, una firma que abunda en la discusión fílmica, literaria y cultural a nivel global. Aún cuando los Fragmentos sobre el concepto historia o el texto sobre La obra de arte en tiempos de su reproductibilidad técnica, o incluso la infinita recopilación de momentos, notas y citas que llamamos Obra de los Pasajes, suerte de contra-lectura indiciaria de la modernidad, aparezcan como las más obvias e inmediatas referencias en el caso Benjamin, lo cierto es que el Trauerspiel constituye uno de los más relevantes ejemplos de una crítica literaria orientada reflexivamente, cuyo asunto central es la imaginación literaria y la imagen dialéctica como anticipación de sus reflexiones posteriores sobre fotografía, cine y reproductibilidad técnica. De ahí que el cadáver barroco, la calavera (y pienso en la apropiada lectura de “Cadava” y su resonancia cadavérica) sea una especie de equivalente de la fotografía como imagen siempre en decadencia, siempre extemporánea, que no logra coincidir con aquello que explícitamente muestra. Tanto el cadáver como la fotografía son frágiles testimonios de una presencia sin metafísica, sin plenitud, extraviada en un pasado que se resiste a su domesticación final por el saber.

         Además de un análisis riguroso de varios “juegos de lamentaciones” de la Alemania reformista y pre-moderna, Benjamin concentró sus esfuerzos en discutir las diferencias entre ésta particular forma de arte y la tragedia. Así, figuras como el duelo, la alegoría, el carácter melancólico y enarbolado de la potencial puesta en escena del texto[8], junto al cadáver y la referencia a la fantasmagoría, son para él parte de una tropología característica y no expresiones decadentes de una poética clásica mal aprendida. El Trauerspiel es una forma de arte específica de la Alemania que transita desde el mundo señorial de los príncipes hacia su posterior unificación nacional a manos de Otto von Bismarck, y como tal requiere un aparato crítico literario que esté a la altura de su especificidad y no la reduzca a los modelos deductivos e inductivos imperantes, propios del saber académico de principios del siglo XX. Por todo esto, no sólo encontramos en este texto, de claro aire nietzscheano (recordemos El origen de la tragedia) una diferenciación entre el drama barroco alemán y su contraparte española, sino también una problematización de las diferencias entre tragedia clásica y moderna. Se trata, en principio, de desplazar el velo que enceguece a la crítica historicista tradicional y que sigue marcando su pobre recepción del Trauerspiel. El lugar en que esta discusión se hace más directa y compleja es, obviamente, en el ya mencionado prólogo, donde se haya no sólo una demarcación con las formas estándares de la crítica literaria, sino una propuesta fundamental sobre un tipo de conocimiento histórico y literario que supone, como condición fundamental, una nueva relación al tiempo. Lo que aparece ante nosotros, sin embargo, cuando el velo ha sido desplazado no es la verdad convertida en rostro de una época, sino la alegoría de un tiempo ya ido, y en ese retiro habitaría la verdad, o nuestra relación con ella.

         Entonces, lo que nos dice esta nueva teoría del conocimiento es crucial: el Trauerspiel es a la tragedia lo que la alegoría es al mito. En el siglo XVII, la existencia mítica del hombre ya ha comenzado a desintegrarse, siendo dejada atrás por lo que comúnmente se llama emergencia de la modernidad (fin de la monarquía absoluta –escisión definitiva de los dos cuerpos del rey-, desarrollo del intercambio mercantil, fase primaria del capitalismo de explotación extensiva, etcétera). En tal contexto, el Trauerspiel es la alegoría de un tipo de poder que ya no existe, y por lo mismo, el rey del Trauerspiel no es ni el cuerpo investido del monarca medieval, del que nos hablaba Kantorowicz (Los dos cuerpos del rey 1985); ni el monarca moderno, escindido y soberano, que comienza a impersonalizarse en la ley, hasta convertirse en la abstracción que tanto molestaba al anti-liberalismo de Carl Schmitt. Sin embargo, si la alegoría barroca aparece en lugar del mito (o de nuestra relación con él, esto es, de la mitología), entonces, las relaciones entre figuración barroca e imaginarios políticos modernos, quedará desde entonces interrumpida. Sacar las consecuencias de esa imposible sutura entre imaginación barroca e imaginarios políticos es una de las tareas prioritarias para un pensamiento de la imagen y de la política que quiera trascender la filosofía de la historia y la instrumentalización iluminista de la imaginación.

         En otras palabras, no habría que determinar las condiciones de una política del barroco, sino pensar la forma en que una barroquización de los principios historicistas, comunicativos y onto-antropológicos de la Gran Política moderna nos aproximan a la figura del interregno, y a una descentración de la soberanía anclada en la imagen del hombre, abriendo el problema hacia la posibilidad de una existencia distinta, lugar donde cobra un nuevo sentido la cuestión de la monstruosidad como imagen dislocada de la humanidad.

         Es esto mismo lo que nos permitiría leer el texto benjaminiano no como un capítulo más de la filosofía política occidental, sino como un tipo de reflexión alternativa y paralela a los presupuestos que constituyen dicha filosofía: el Trauerspiel, en nuestra lectura, supondría un tipo de figuración irreducible a los presupuestos normativos, antropomórficos y soberanos del pensamiento político convencional. En cuanto figuración alegórica de un tiempo de crisis, no se resuelve en la postulación de un nuevo contrato social, sino que expone, a sangre viva, las desgarraduras del telón de la historia, único lugar donde la puesta en escena supone una infinita lamentación. Ese lamento infinito suspende la soberanía de la síntesis, aquella que el joven Hegel, también recurriendo a la metáfora del telón, cree adivinar al final de la primera parte de su Fenomenología, cuando el sujeto, encontrando que su reflejo en la cortina es el secreto del objeto, procede a desplegarse como espíritu en formación, consciente de sus propias fuerzas (Fenomenología del espíritu 2006). 

         Pero también, gracias a este desplazamiento, la alegoría es vista por Benjamin, y a diferencia de los románticos, como una figura cargada de secretos para pensar una nueva teoría del conocimiento histórico. Y todo redunda en mostrarnos cómo el pensamiento benjaminiano, en cuanto pensamiento atento a la figuración lingüística, puede captar el sutil desplazamiento tropológico que va desde la tragedia hasta el Trauerspiel, sin elaborar una teoría intencionada del acto de escritura, es decir, habitando más allá de la referencialidad categorial de la crítica literaria de su tiempo y del nuestro, más allá de la intención[9].

         En otras palabras, los autores del Trauerspiel parecían estar pensando en una nueva forma de monarquía (constitucional), es decir, en un nuevo sistema de gobierno y no estaban sólo representando la “crítica” situación de su época, menos reclamando una vuelta re-fundacional del pasado como restauración de las prerrogativas del soberano clásico. Si esto es así, entonces las sanguinarias tramas del Trauerspiel, la abundante figura del cadáver y la permanente suspensión del duelo que son características de esta forma de arte, no pueden ser concebidas como degeneración de una dramaturgia ya mediocre, ni como simple gusto sanguinario del escritor; por el contrario, estas figuras deben ser concebidas como alegorías, una vez que la dimensión mítica de la historia ha quedado remitida a una insustancial referencialidad, cuestión que hace evidente la intencionada predisposición que funda al pacto moderno y que clausura la respiración no-intencionada de la literatura, remitiéndola a las coordenadas de la teoría moderna de la soberanía. A partir de esta lectura se comprende que las alternativas entregadas al presente, por la misma crítica literaria, pero también por la filosofía política, no escapan a la floja dicotomía que encierra cualquier manifestación de la imaginación dentro de los poderosos muros de la concepción moderna del Estado soberano y el intento reconstructivo e imposible de recuperación de una existencia mítica, pre-moderna o comunitaria.

         En última instancia, lo que está en juego con esta relación al pensamiento, a la verdad, a la historia y a la imagen, es una forma de habitar no transida por la soberanía, sea ésta la de la Historia, del Saber, del Sujeto o de la Representación. Es con la destrucción de la mitología, en cuanto historicismo, progreso o romantización de la facticidad o fuerza mítica, que Benjamin hace posible pensar la historia y el lenguaje más allá o más acá de sus representaciones habituales y, gracias a esto, hace posible pensar la historia como catástrofe, ya más allá o más acá del nihilismo europeo, y de la noción vulgar y conservadora de crisis. Pensar la historia como catástrofe es pensarla siendo siempre menos de lo que podría ser, siendo siempre el momentáneo aparecer de unas determinadas potencialidades. A su vez, la condición de partida para un pensamiento como este no es el fascismo como fenómeno histórico, sino que como una marca epocal, pues en su momento como en el nuestro, es el fascismo, esto es, la clausura de la imaginación por la imagen fetichizada de la facticidad, lo que define a la época. Lo que marca a la historia en su caída epocal, caída al oscuro fondo del tiempo, de donde ningún foto-logocentrismo podrá rescatarla sin hundirla más en la dialéctica del reconocimiento. Pensar más allá de la luz mesiánica, de la síntesis dialéctica y de la teleología del progreso, es arreglárselas con la incalculable (por eso débil) fuerza del relámpago que ilumina el tiempo de una historia irresuelta. Es esa irresolución la que vincula, finalmente, la cuestión de la imagen, de la verdad y de la historia en una forma infrapolítica, más allá de la filosofía y de la Gran Política moderna.


[1] Escrito en Pittsburgh el año 2002. Actualizado el año 2021, para el seminario arriba mencionado.

[1] Recomiendo acá el ensayo de Elizabeth Collingwood-Selby, Walter Benjamin. La lengua del exilio (1997), en el que se lee la escena transicional chilena y las profundas imbricaciones entre la problemática de la lengua oficial de dicha transición y la cuestión, central en ese contexto como en el nuestro, de la justicia.

[2] Y esta es una diferencia importante pues lo profano tiene que ver con las formas históricas y proliferantes de la imaginación, mientras que lo vulgar y lo filisteo en Benjamin está siempre vinculado con el uso mercantil del lenguaje como comunicación e intercambio de información. Nótese que la predominancia de esta concepción burguesa o filistea de la lengua alcanza su máxima expresión no en el contexto en el que escribe Benjamin, sino en el nuestro, es decir, en el contexto de la estandarización y de la estupidización general, entendida como expropiación y como represión de la experiencias, en el horizonte del big data y las llamadas gubernamentalidades algorítmicas.

[3] Para todos los casos he usado la versión castellana del Trauerspiel de José Muñoz Millanes (1990), Y las “tesis” según la versión de Pablo Oyarzún (1995).

[4] Pero, si ponemos atención a la cuestión del mismo remolino, del Ursprung y del comienzo, se ve que lo que Benjamin cuestiona no es solo la concepción explícita del historicismo y del progresismo, digamos, como epistemologías erróneas o, incluso, ideológicas, sino la misma determinación archeo-teleológica de la temporalidad histórica, la que se expresa no solo como una teoría puntual, sino como una forma cultural marcada por la concepción cristiana-occidental de la historia: de ahí la convergencia entre la crítica al lenguaje antropomórfico y el olvido del ser lingüístico de las cosas, la crítica al derecho como entramado de violencia mítica, la crítica del historicismo y por supuesto, la crítica de las transformaciones modernas-capitalistas de la misma experiencia; críticas, todas estas, que tampoco operan según el régimen moderno-universitario de la “crítica”.  

[5] Véase la decisiva introducción de Pablo Oyarzún a La dialéctica en suspenso, titulada “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad a manera de introducción” (1995).

[6] Y tendríamos que volver otra vez a Nietzsche, a sus Consideraciones intempestivas (título que guarda una cita secreta con la destrucción benjaminiana), en particular a su “De la utilidad e inconvenientes de la historia para la vida”, a su genealogía, a su crítica del monumentalismo cultural de Burkhardt y sinfónico de Wagner, y a su actualización en la gris genealogía foucaultiana. Todas estas formas de una política no alimentada por la iluminación enceguecedora de la foto-logía moderna, de lo que podríamos llamar el foto-logocentrismo inherente al principio de razón (a la Ilustración). Así, la imagen dialéctica es la desactivación del fotologocentrismo y no su confirmación, lo que implica, como advertíamos, pensar el estatuto de esta dialéctica en oposición a la hegeliana, que es la que interesa en su concepción de la imagen y de la imaginación.

[7] Cito el famoso Convoluto N de La obra de los Pasajes, “Fragmento sobre teoría del conocimiento y teoría del progreso” (123) en la traducción de Pablo Oyarzún (1995). Subrayado mío.

[8] Recordemos que los Trauerspiele son obras de teatro hechas para ser leídas más que para ser montadas, quizás porque desde entonces demandan de la lectura una forma de la comprensión relativa al montaje.

[9] Ver la primera tesis doctoral de Benjamin, El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán (1918). También de Paul de Man, Resitance to Theory (1986).


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