Contra los mentores.

34174843690_2359a15280_b

Dentro de unos días empieza el semestre, y me toca dirigir un seminario en el que se discutirán procesos de profesionalización. Uno de esos procesos es sin duda la relación con lo que en USA se llama el “advisor” o “major professor.” Siempre me pareció una figura simpática–un fulano o fulana que acepta alegremente ocuparse de la formación de algún estudiante que se lo pida, y que, al hacerlo, acepta también no solo discutir y dar consejo sobre estudios y tesis, sobre propuestas y proyectos, sino además, de alguna forma, tratar de dar algo más que consejos puntuales, entregar algo así como una verdad vital, en el terreno profesional, laboriosamente conseguida. Hoy, me temo, tal figura me produce alarma creciente. Puede ser que mi odio al líder, sea quien sea, se haya ido radicalizando y ya amenace con incluir hasta a los niños que deciden organizarse un rancho de hormigas en sus casas.

Y encima me acabo de leer una novela donde aparece otro tipo de tutor espiritual: Albert Gaines es el mentor de Sarat Chestnut en la novela de Omar El Akkad American War (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2017).   Su misión es reclutar jóvenes prometedores para la lucha que enfrenta el Free Southern State contra lo que queda de Estados Unidos en situación de guerra civil tras la declaración unilateral de secesión de varios hasta entonces Estados de la Unión.   Sarat le pregunta a Gaines por qué se unió a la causa sudista, y la contestación rechina fuertemente y suena ya a mentira podrida (aunque el lector no tiene por qué saber todavía en ese momento de la novela que Gaines no es un personaje de fiar): “I sided with the Red because when a Southerner tells you what they’re fighting for–be it tradition, pride, or just mule-headed stubbornness–you can agree or disagree, but you can´t call it a lie. When a Northerner tells you what they’re fighting for, they’ll use words like democracy and freedom and equality and the whole time both you and they know that the meaning of those words changes by the day, changes like the weather. I’d had enough of all that. You pick up a gun and fight for something, you best never change your mind. Right or wrong, you own your cause and you never, ever change your mind” (142).

Pero la verdad del sudista es otra mentira más sobre todo cuando insiste en su calidad de excepción.  Lo que está en juego es por supuesto si, en una situación de división política, las palabras y las ideas no sirven para nada, y lo único que sirve es una especie de cerrazón feral donde hay que aliarse con sangre y suelo pase lo que pase y caiga quien caiga: la patria viene a ser aquello que queda cuando uno cierra ojos y oídos y escucha la voz de la verdad torrencial que viene de dentro, y todo lo demás es el enemigo. Quizá todos los perdedores han querido siempre afirmar que la autenticidad atávica está de su lado, mientras que los ganadores usan las palabras analgésica o anestésicamente y así por definición mienten. Gaines es una de esas figuras que transmite la verdad de la causa, como sin duda también lo fue para los terroristas que atacaron en Barcelona y Cambrils hace unos días Abdelkabi Es Satty, el dudoso imán de Ripoll con, sin embargo, capacidad probada de embaucamiento.  O los viejos tunantes de Charlottesville, que usan su edad como camuflaje de su impostura.  Proliferan o están de moda figuras como estas: santos varones, milagreras, santones, falsos héroes que producen carisma e impronta, que producen fijación, y que la usan para lavar cerebros, desde una causa cuya verdad emocional se convierte en más importante que ninguna otra cosa en el mundo.   Hay que tener cuidado con estos personajes–políticamente por supuesto, pero también en la universidad.

Creo que estaríamos todos mejor servidos si le quitamos toda paternidad y maternidad al papel del advisor en la universidad y pedimos en cambio–exigimos– que ningún mentor trascienda su papel de tía mala, o tío malo, un poco perverso, un poco cruel, un poco demasiado gracioso, escéptico, sarcástico, y descreído de todas las piedades, empezando por la torpe piedad de la tradición profesional. Un tipo que no se haga cargo de nada, infiable, inestable, reticente, algo canalla, no por falta de generosidad, sino cabalmente porque ya aprendió, hace tiempo, que no hay otra generosidad que compartir lo real; y que lo único imperdonable es la traición, a la que no hace falta arriesgarse.

On Latin Americanism. A Comment to Tenorio-Trillo.

9780226443065

Sobre Mauricio Tenorio-Trillo, Latin America. The Allure and Power of an Idea. Chicago: U of Chicago P, 2017.

En cada libro hay siempre dos secretos al menos: el primero y más importante, el que refiere a su objeto perdido, que es irrecuperable aunque genere deseo; y el otro, el secreto trivial que atiende a disimular que lo que el libro dice que hace no coincide con lo que el libro realmente quiere hacer.   No sé cuál podrá ser el objeto perdido de Latin America, de Tenorio-Trillo, aunque confieso haber pensado en ello al leer el libro porque mi impresión fue que algo importante se juega allí, pero su secreto trivial es quizá que lo que le interesa de verdad tiene poco que ver con la idea de América Latina (al fin y al cabo, después de mucho maldecirla acaba aceptándola como necesidad práctica) y mucho más que ver con la crítica destructiva de un número de opciones en nuestro campo intelectual, para la que sin duda hay buenas razones.   No estoy tan seguro de que esas buenas razones sean las que Tenorio aduce, sin embargo. O lo son para ciertas opciones y formas de hacer pero no para otras, y el problema es entonces el cajón de sastre disciplinario en el que Tenorio insiste en meter útiles críticos y tendencias muy diversas e incluso opuestas como si se tratara de la misma cosa. La especificidad necesaria del historiador, que Tenorio elogia en ciertos momentos de su libro, deja mucho que desear en este caso.   Mi interés en esta nota no es hacer una reseña cuidada de la totalidad del libro, sino solo incidir en un aspecto que me atañe directamente.

No creo que el cura y el bachiller, al revisar la biblioteca de Don Quijote, encontraran 260 libros de caballería capaces de sorberle el seso al hidalgo, pero 260 son las tesis doctorales que Tenorio-Trillo afirma haberse leído: “My professional duties, and my own curiosity, recently led me to read 260 dissertations from mainstream Spanish and Portuguese/Romance Languages/Iberian-Latin American Cultural Studies Departments” (144).   Dicen que la curiosidad mató al gato, y en todo caso mi propio sentido profesional desde luego se alarma gravemente ante tal exceso de lectura, capaz de sorberle el seso al más pintado—yo no me creo capaz de sobrevivir tal ordalía. No es por lo tanto mayor sorpresa que Tenorio-Trillo solo pueda ofrecer una lección de brocha gorda como consecuencia de su propia indigestión: que, de los 260 doctorandos y doctorandas, ninguno parecía librarse de “the textbook category Latin America” (144). Más específicamente: “At times all of their theorizing and doubting seemed to be footnotes to the essential lasting connotations of Latin America. Other times, the theorizing and doubting indeed seriously jeopardized the textbook version of Latin America. And yet, even in the latter cases, the works managed to rescue the concept from its agony, consciously or not, by framing their findings in a historical context, which inevitably becomes that of US Latin American history textbooks—not because they needed the facts and dates, but because they needed a mold to make their cake” (144-45). El problema, curiosamente especular, es que del libro de Tenorio-Trillo podría decirse justamente lo mismo que él dice aquí de las 260 tesis—su crítica, la de Tenorio, de la idea de América Latina también oscila entre ser una “footnote to the essential lasting connotations” del término y ser una denuncia radical de su uso destinada a ser desvirtuada a través de consideraciones institucionales.   ¿Qué es, pues, lo que está en juego? Tomémonos muy en serio lo que Tenorio aduce con insistencia y eficacia: que el término América Latina es una ficción teórica, una entelequia institucional, un equívoco, un sustituto de tensiones más raciales que políticas, un subterfugio para encontrar una tercera posición en la guerra universal de razas.   Y también lo que Tenorio concluye: que ya puede uno desgañitarse denunciando “América Latina” (el término), al final “América Latina” (el término) resistirá y el desgañitante pasará al basurero de la historia, por más que noblemente.   Así son las cosas terribles.

Esas insípidas 260 tesis tenían que demostrar credenciales de campo, y el campo, en la memoria reciente, es el llamado latinoamericanismo.   Lo primero que hace un doctorando no poseído por el espíritu lunático de algún consejero perverso al escribir su tesis es apresurarse a indicar que busca inscribirse en un surco de legitimidad profesional, el que sea. Desde ahí, es solo aburridamente lógico que todos los 260 partieran de una idea de América Latina–la que entrega el campo profesional mismo–sin que se les ocurriera destruirla ontológicamente o buscar arruinarla de tal forma que, con esa ruina, consiguieran también arruinar sus respectivas carreras. Tales ingenuidades románticas deben dejarse más bien para los catedráticos. Y es aquí que el libro de Tenorio-Trillo entra en un terreno que me concierne profesional y personalmente, o que me ha concernido en el pasado; un lugar donde hay efectivamente cierto riesgo de rechazo institucional que, por otro lado, ni a Tenorio ni a mí debe hacer otra cosa que traernos sin cuidado. Lo que Tenorio critica no es tanto “América Latina” (el término), sino el latinoamericanismo, entendido como el mecanismo discursivo al servicio de una formación institucional que es la universidad en su configuración presente (aunque, también hay que decirlo, no ya por mucho tiempo). Y criticar el latinoamericanismo es criticar a los latinoamericanistas. Y ahí se paga precio, más de lo que uno sabe.

Voy a copiar una larga cita–en dos partes–porque la considero antológica. Es una de las denuncias más contundentes que yo haya leído nunca del campo profesional en el que yo mismo he pasado la mayor parte de mi carrera (pero no Tenorio, pues él es historiador, aunque, quiera que no, también latinoamericanista). Merece ser escuchada y considerada. Esta es la primera parte:

In language departments, US Latin Americanism often, if perhaps without meaning to, obeys what the concept demands: it is antidemocratic in the form of the vague antiestablishment populism of authenticity, and antiliberal, either in defense of the legal and moral exceptionality of a sanctioned collectivity (the authentic town, the ethni, the assumed sexual, racial, or cultural “community”), or through a bizarre antielitism that becomes a heroic patrol of the border between what is assumed to be “popular” and what is “elitist.” Mainstream US literary Latin Americanism abhors Latin American elites–they are Westernized, white, criollo, or consumerist urban mestizos–thus its antielitism, its persistent plea for the popular and authentic–the more ethnic, the better. And yet its populist plea is expressed in the most elitist fashion possible: in the language of the US academic theory. (143-44)

Es una denuncia del campo profesional, hasta aquí, basada políticamente. Y es verdad, debemos admitirlo, que hay quizás una tendencia general, más marcada en los últimos veinte años que en ningún otro periodo de nuestra historia institucional, a hacer justo lo que Tenorio denuncia.   Se trata de una tendencia que, en sus múltiples cegueras, es responsable de excesos, y de torpeza, y de considerable tontería y piedad ideológica insostenible.   Pero se trata solamente de una tendencia, más o menos hegemónica dentro del campo, aunque hay razones para pensar que su hegemonía está llegando a su fin, pero de ninguna manera omnipresente, y es una tendencia que ha sido y es contestada abundantemente por sectores profesionales que el radar de Tenorio no puede captar, por lo visto: ni se enteró, las 260 tesis no le dijeron. Hay sectores profesionales, los ha habido siempre, que se lo han jugado todo, profesionalmente hablando, en su crítica de la noción de comunidad, en su crítica de las diversas ideologías identitarias, en su crítica de todo autoritarismo político antidemocrático, y en su intento por empujar otro tipo de acercamiento, no tanto a “América Latina” (el término) como a cualquiera de las múltiples cuestiones a las que nos asomamos desde nuestras clases o nuestro ordenador y que han de ser objeto de pensamiento y escritura para nosotros.   La brocha gorda no ayuda a mejorar las cosas. La denuncia de Tenorio es una denuncia que muchos dentro del “US literary Latin Americanism” hemos hecho, hasta aburrirnos, pagando diversos precios. Y el problema, como siempre en estos casos, es que esa misma brocha gorda ayuda a nuestra demonización e invisibilización, dándole a los otros patente de corso como propietarios absolutos del discurso. El Profesor Tenorio debería saber que condenar al abismo a todo un campo intelectual por inepto condena al abismo en primer lugar a todos los que han dedicado su vida a tratar de reducir la ineptitud como han podido, y no siempre en condiciones óptimas.

La segunda parte de la cita, sin embargo, ya no es tan directamente política. Dice:

The theme under consideration might be graffiti, or a narco novel, or some performance, or painting, or social movement in Latin America. But in fact what is being said is about Zizek, or Badiou, or Agamben, or Foucault, or Derrida, or Butler, or Heidegger, or Peter Sloterdijk–or, as the soccer lottery used to say in Mexico: “lo que se acumule esta semana” . . . This antielitism is comprehensible only to its own initiates. This is a challenging Latin Americanism that seems not to take anything for granted, not text, not gender, not authorship, not power, not hegemony, and of course, not aesthetics. (144)

Es obvio que aquí las veleidades antiteóricas de Tenorio, que comparte no solo con su bendita profesión historiográfica en general, sino con la mayoría del mainstream intelectual o intelectualista latinoamericano, corren sueltas. Eso no sería grave, solo más de lo mismo de siempre, si no fuera porque, en el proceso, tales veleidades antiteóricas lo confunden todo: nadie que tenga el menor conocimiento real de la situación en el malhadado campo del “US literary Latin Americanism” puede ignorar que los máximos responsables y por lo tanto también los acólitos de eso que Tenorio denuncia en el campo son también abiertamente antiteóricos y nunca citarían a Derrida ni a Heidegger ni a Sloterdijk, etcétera, excepto para ponerlos en la picota–de uno de ellos se rumorea que recientemente le dijo a un alto dignatario de la marea rosa que debería dejarse de Marx y Gramsci y pendejadas, que ya teníamos a Mariátegui, y que solo él debería contar.   Así que no, Profesor Tenorio, se equivoca usted porque nos mete a todos de mogollón en un solo cajón irrespirable que además nunca ha existido excepto en mentes calenturientas: quizás las mismas mentes que, desde sus mismas veleidades antiteóricas y en el fondo ignorantes, están, efectivamente, llevando no solo al latinoamericanismo sino a las humanidades en general a su debilitamiento y ruina institucional terminal.   ¿No sería mejor que los historiadores hicieran lo que ellos hacen y quieren hacer y dejaran que la gente que quiere tener interlocución con corrientes activas del pensamiento internacional, a pesar de ser meros latinoamericanistas, o “iberistas,” como parece preferir Tenorio, hicieran lo propio?   La única crítica real en estas cuestiones tiene que ver con el rigor intelectual, la solvencia y la competencia lógica del argumento en juego. Pero esto es algo que pocos latinoamericanistas entienden, efectivamente, como Tenorio muestra en otros lugares de su libro, porque el nativismo excepcionalista gana siempre la partida, como la lleva ganando unos doscientos años en nuestra tradición intelectual. Excepto que, aquí, ganar es siempre perder.

Al principio de su libro Tenorio-Trillo cita a Francisco Bilbao: “We, the ‘Latins,’ said Bilbao summarily in the 1850’s, though he could be speaking of Latin America today, ‘have not lost the tradition of human destiny’s spirituality. We believe in, and love, everything that unites; we prefer the social over the individual, beauty over wealth, justice over power, art over commerce, poetry over industry, philosophy over texts, absolute spirit over calculations, duty over interest'” (6). La cita es importante, porque Tenorio añade: “If the name Latin America has had a lasting sense, this is it: the Bilbao Law” (6). Esa Ley de Bilbao puede muy bien regir todavía hoy los destinos de todo latinoamericanismo, en la medida precisa en que el latinoamericanismo pueda concebirse políticamente como un discurso crítico de resistencia. Sin duda muchos de nuestros colegas viven todavía bajo tal ilusión. Yo estuve bajo ella ciertos años también, en una época, ahora vivida como ingenua, en la que creí que el latinoamericanismo (un latinoamericanismo no tradicional, tampoco el neolatinoamericanismo que Tenorio denuncia, sino un “latinoamericanismo de segundo orden” que podría en cuanto tal desvincularse de cualquier realidad ontológica y locacional, para formar algo así como un “atopismo sucio” como máquina crítica de guerra) podía efectivamente salir de su ghetto endémico y encontrar normalización en el campo general del pensamiento en humanidades. Ya no tengo esas ilusiones, ya no puedo creer en ningún “regionalismo crítico.” Comparto con Tenorio la sensación de que la hegemonía latinoamericanista presente no normaliza sino que excepcionaliza de forma bien poco atractiva e intelectual y políticamente nefasta.   La cuestión es si todavía merece la pena presentarse a la batalla para salvar la reflexión crítica latinoamericanista de sí misma, o si conviene más pasar los días, como el mismo Tenorio parece recomendar a los latinoamericanistas literarios, entregado a alguna indecisa traducción quevediana de textos funerarios.   O quizás haya alguna tercera opción, que deberá por ahora permanecer secreta.