La esperanza de este pato mareado

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En un momento de la reseña de Marranismo e inscripción, Jordi Gracia hace referencia a la imagen del pato que se aparta del vuelo de la bandada y es abatido por la pólvora hegemónica que disparan aquellos académicos que controlan la vida académica universitaria. En mi caso, más que un pato desviado del grupo, el ejercicio de la profesión en Estados Unidos lo he vivido como un pato mareado, es decir, como alguien que llega tarde a los pasos del baile, que está perdido en una coreografía que no entiende y cuyas reglas nunca fueron del todo transparentes e inteligibles. En este sentido, pese a no considerarme una de las mejores cabezas de las humanidades en España, me cuesta aceptar el gesto de Gracia de meter a todos los expatriados en el mismo saco. Los destinos de todos los que, acuciados por la pobreza de la oferta laboral en España, hemos abandonado la posibilidad de existencia en la universidad española––y en última estancia y lo que es más trágico, en nuestro país, alejados de nuestros códigos afectivos y de una cotidianeidad que ha dado forma a nuestra sensibilidad––no pueden ser los mismos. No es posible decir que todos los que salimos de España nos adherimos entusiastamente a las modas teóricas del momento en Estados Unidos, como si nuestra experiencia fuera simplemente la del pícaro que busca las migajas teóricas que le darán de comer por los próximos años. Como señala Sebastiaan Faber en su respuesta, esta imagen que pinta Gracia del hispanismo norteamericano carece de una comprensión de “la diversidad, y la realidad cotidiana, del mundo académico norteamericano” y de “lo que el ingreso en un sistema universitario como el norteamericano puede tener de aprendizaje, de apertura de perspectiva y desarrollo intelectual”. Para empezar, habría que poner sobre la mesa las diversas condiciones de las becas recibidas, la historia intelectual de los respectivos departamentos donde cada estudiante cursa sus estudios de doctorado, las diferencias entre universidades públicas y privadas, y todas las variables que ofrece el sistema y que no se pueden universalizar. Pienso, por ejemplo, en la exposición (prolongada o no) a determinadas escuelas teóricas, el estímulo para cursar materias en otros departamentos, la posibilidad de dedicarse a los estudios sin obligaciones de enseñanza y un largo etcétera que se pierde en el cuadro descrito por Gracia. Asimismo, cualquier afirmación categórica sobre la realidad de los jóvenes que abandonan el barco español para seguir los cantos de sirenas estadounidenses debería tener en cuenta la progresiva precariedad de la profesión en Estados Unidos. Por ejemplo, mi generación de expatriados, que llega a Estados Unidos sobre el 2006 y se enfrenta a la maquinaria inhumana del job market cinco años después, irá viendo como cada año los trabajos son menos y la competencia más feroz. En mi caso, esta situación llevó a mi departamento––que como todo departamento de lenguas ocupa un lugar precario en la estructura global de los prestigios de la universidad––a desarrollar un nuevo lenguaje basado en la productividad, la pedagogía, las digital humanities, y la preparación para un campo donde tu entrenamiento como crítico latinoamericanista, siglodeorista, peninsularista, o medievalista, poco o nada tenía que ver con la práctica de la profesión que nos esperaba. Se reclamaba de nosotros una demostración de dominio intelectual de un campo que luego no íbamos a practicar en las aulas, pues hubiera sido más productivo para nuestro destino que nos entrenaran en los misterios del subjuntivo y los intríngulis de los verbos reflexivos que sería los que nos tocaría enseñar por los siglos de los siglos.

Tengo la fortuna de poder decir que fui uno de esos afortunados que consiguió un puesto en un departamento de lenguas mediano, donde me dejan hacer mi trabajo sin demasiadas injerencias burocráticas ni demandas de absurdos comités, al menos mientras progreso adecuadamente en los misterios del tenure track. No puedo decir lo mismo de tantos otros amigos expatriados o nacionales que siguen probando su fortuna en un job market que cada año se parece más a la lotería de la Green Card. Esta experiencia que acabo de narrar en unos pocos trazos profundamente esquemáticos provocó que la reacción más poderosa en mi tránsito por las páginas de Marranismo e inscripción fuera la identificación biográfica con muchos de los asuntos que el libro invoca, como la relación con el archivo o, más bien, la historia personal que lleva a un estudiante a entablar una relación con el archivo amenazada siempre por una inaccesible y utópica exhaustividad, los sinsabores ocultos en la condición de doble extranjería como académico español en Estados Unidos y latinoamericanista español en un latinoamericanismo fuertemente identitario, así como las inevitables expulsiones provocadas por esta última identidad impuesta.

Como la que tengo más a mano es mi propia experiencia, la ofrezco aquí para matizar el cuadro que Gracia, con la excusa de reseñar el libro de Alberto, pinta de un gremio en el que inevitablemente me siento incluido. Mi decisión de continuar los estudios de posgrado en Estados Unidos fue tomada más por inercia que por otra cosa. De hecho, tras acabar mis estudios en Sevilla, mi primera reacción fue el rechazo a la práctica de la profesión y la pedagogía que identifiqué con la filología hispánica. Si algo hicieron los cinco años de carrera en la Universidad de Sevilla fue aumentar mi deseo de no entrar nunca en una profesión que la única cualidad que desarrollaba en los estudiantes era la de tomar apuntes con precisión quirúrgica para luego volver a reproducirlos en el examen final. A pesar de las beatíficas excepciones que toda experiencia de tal magnitud inevitablemente contiene, la condición de loros replicantes que nos imponía la universidad española siempre me repugnó. A diferencia de Alberto, yo nunca fui a la literatura por una filiación personal a la filosofía, sino por el amor mismo a la literatura, un amor bastante inocente y adánico que me llevó a la filología como una manera de madurarlo, de sacarlo de los paradigmas románticos de la vida privada para orientarlos hacia una posibilidad de vida bastante vaga, pues no tenía una idea muy clara de cómo alguien en la España de comienzos de tercer milenio podría vivir haciendo algo con la literatura. Por lo tanto, lo que me llevo a la filología fue también ese deseo de familiarizarme con el archivo de mi lengua que Alberto invoca en Marranismo e inscripción, pero debo reconocer que en esos titubeantes inicios sevillanos no aspiraba a hacerse en compañía interdisciplinaria.

Aquí debo hacer notar que los cruces disciplinarios a los que tan acostumbrados estamos por este lado, se consideraban sacrílegos en las conservadoras aulas sevillanas y creo que este sentimiento antiteórico fue el que me traje yo mismo a Estados Unidos como herencia castiza cuando vine como estudiante de intercambio a la Universidad de Chapel Hill sin mayor obligación que enseñar un par de cursos de español cada semestre. Durante los siguientes años, ya como estudiante de posgrado, pude descubrir la función estratégica y decorativa de la teoría que Gracia denuncia, pero sería injusto quedarnos con esa imagen, pues también conseguí entablar contacto con lecturas vivificantes, cursos que estimulaban la participación del estudiante, cierta autonomía para pensar, y un espacio desde el que la posibilidad de vivir de la literatura ejerciendo la crítica literaria se me presentaba al menos con las formas de una realidad imaginable. Reconozco que ese lado oscuro de la profesión que Gracia rescata del texto de Alberto para señalar las similitudes con su experiencia en la academia española, se me fue revelando poco a poco. A medida que avanzaba en mis estudios percibía la conveniencia de aceptar un vasallaje teórico como peaje necesario para la forja de un futuro, al tiempo que se volvían visibles muchas de las miserias de la vida académica estadounidense: las persecuciones, la economía cruel de las invitaciones, el silenciamiento activo de todo pato desviado… Estas penurias las internalicé como parte de la profesión que me esperaba y que actuaban como un código que se debía aceptar con cierta pasiva y cobarde indolencia: no hay que ofender, uno tiene que ser estratégico, elegir sus batallas, una vez que tengas tu puesto podrás crecer tus alas… Estas y otras expresiones las he escuchado con frecuencia de varias figuras que representan la autoridad académica por estos lares. Sin embargo, la potencialidad de nuestra profesión ha estado (y ojalá esté) también en nuestras manos, no podemos convertirnos simplemente en víctimas de un sistema opresor, de malos malísimos, brujas y dragones. Este esquema épico de nuestra derrota por fuerzas maléficas es hora de superarlo.

Volviendo a la hegemonía teórica que, según Gracia, controla el medio profesional, si bien es cierto que su reseña presenta un tono benévolo hacia la teoría (Gracia confiesa sentir curiosidad por sus avatares y escasa familiaridad con su lenguaje), como han señalado otros en los comentarios de Facebook, estas expresiones de deferencia y modesta incompetencia esconden en el fondo una actitud anti teórica que el texto no termina de esconder y que convierte inevitablemente la lectura de Marranismo e inscripción en una excusa para abatir las presas más preciadas en el coto de caza de este crítico e ignorar oportunamente varias de las cuestiones principales que el libro de Alberto plantea. Por ejemplo, el libro también ofrece a los lectores una genealogía de la evolución del latinoamericanismo sin evitar los golpes que provoca ese encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con la vida de uno, como diría el tango. La reseña de Gracia, como señala Pablo Domínguez Galbraith en su comentario de Facebook, prefiere centrarse en reducir la compleja relación entre filología y teoría literaria a una cuestión de lucha hegemónica.

Considero, en cambio, que la invitación del libro de Alberto en tanto que no evita la cuestión autográfica y confronta las heridas que su inscripción en el mismo campo ha provocado, resulta altamente sugerente para empezar a hablar del pasado y reconstruir las ruinas institucionales de nuestro presente. Asimismo, la atención de Gracia al libro de un expatriado podría servir para auspiciar por fin un intercambio transatlántico entre hispanistas de uno y otro lado y soñar, como propone Pedro García Caro, con un congreso transatlántico en el que debatir la que hoy sentimos como fractura milenaria entre el hispanismo norteamericano y el peninsular, esta vez sin pólvora y sin atuendo de caza, llevándolo fuera del discurso académico convencional de los congresos con su lenguaje de saludos y su política de las invitaciones y las exclusiones, un encuentro en las orillas que traiga los márgenes al centro para gozar nuestra profesión contrauniversitariamente.

A este pato mareado le gustaría pillarle el ritmo a semejante baile.