La doble costura: El neoliberalismo como teología política o la deconstrucción como caída abismal de la razón. Por Sergio Villalobos-Ruminott

            El reciente libro de José Luis Villacañas, Neoliberalismo como teología política. Una ontología del presente (NED Ediciones, España, 2020), más allá de la confesión hecha por su autor respecto a su carácter coyuntural, representa una compleja y muy relevante intervención que, aunque surge en el contexto de la pandemia, trasciende su atmósfera patética, para llevarnos al corazón del presente. En el libro se desarrolla un elaborado análisis histórico y conceptual que cruza las singularidades del momento contemporáneo con la historización de la teología política occidental, para producir una versión del neoliberalismo que trasciende las habituales caracterizaciones provenientes de las ciencias políticas y sociales. Entre los méritos de su autor, los que no deberían resultar extraños para cualquier lector mínimamente familiarizado con el trabajo monumental de Villacañas, habría que señalar, de manera preliminar, la capacidad para darnos una caracterización de la dimensión teológica del orden socio-económico actual, atendiendo a sus promesas de salvación y a su intento por suturar, mediante su cancelación, la dimensión singular de la existencia. Gracias a esto, el neoliberalismo aparece como desenlace de una tensión latente en Occidente vinculada con la historia de la imperialidad del poder y los fundamentos de su legitimación. En otras palabras, lejos de mostrar al neoliberalismo como simple doctrina económica o como una imposición forzada de los criterios de rentabilidad propios de la acumulación capitalista, Villacañas muestra la dimensión simbólica y performativa de este orden total de la existencia, el que es capaz de hacer transitar la vieja antropología utilitarista del primer liberalismo moderno hacia las demandas de una psicología de la adaptación sin reveses reflexivos.

            La lectura que despliega Villacañas, en efecto, nos permite pensar más allá de las diversas caracterizaciones económico-políticas y sociológicas que abundan y se repiten en los debates contemporáneos, para iluminar no solo la genealogía del neoliberalismo europeo, sino también su dimensión totalizante: “Se trata de una mirada integradora de la totalidad de la existencia, que define la vida de forma constante, domina el futuro y requiere, como la certituto salutis, una confirmación permanente, pues nunca está por completo garantizado” (117).

            El libro está dividido en seis capítulos que van intensificando el análisis mediante una discusión sostenida con las contribuciones de Jürgen Habermas, Michel Foucault, Christian Laval y Pierre Dardot, no sin mantener en bambalinas una serie de autores a los que Villacañas suele recurrir: Max Weber, Reinhart Koselleck, Hans Blumenberg y Antonio Gramsci, entre otros. Estas notas no intentan agotar la lectura desarrollada por su autor, sino reparar en unas cuantas dimensiones problemáticas cuya pertinencia creemos evidentes.

            En primera instancia, habría que destacar la recuperación del análisis habermasiano de la crisis de legitimación de los Estados europeos de bienestar en los años 1960 y la subsecuente colonización creciente del mundo de la vida, gracias a una vertical de dominación que debe tanto a la hipótesis heideggeriana sobre la técnica como realización de la metafísica, como a la tesis weberiana sobre la creciente racionalización del mundo y su eventual caída en una suerte de “jaula de hierro” constituida por la misma razón instrumental. Por supuesto, Villacañas hace siempre todo lo posible por evitar los acentos idiosincráticos relativos a la autenticidad del Dasein, prefiriendo, en cambio, las grandes constante históricas y su organización según el modelo de los tipos ideales. Lo que resulta relevante de todo esto, empero, es la recuperación del análisis habermasiano de gran estilo, sistémico y orientado a la constitución de una institucionalidad y de una normatividad capaz de contener las mismas arremetidas de la racionalización y de la burocratización recurriendo al horizonte cuasi-trascendental de una racionalidad comunicativa como fundamento para una paz europea y para un orden democrático ya distante de las confianzas exacerbadas de la primera Ilustración.

            Por otro lado, sin embargo, y poniendo atención al Habermas de Problemas de legitimación del capitalismo tardío (1973), y La reconstrucción de materialismo histórico (1976), momento central en la reelaboración de la herencia marxista y frankfurtiana por parte del pensador alemán, Villacañas nos advierte de una lamentable anacronía, en la medida en que el enorme trabajo reconstructivo de la tradición cosmopolita y democrática europea desarrollado por Habermas, habría quedado fácticamente desplazado por la irrupción del neoliberalismo como respuesta a las teorías conservadoras de la crisis de mediados del siglo XX. Nos dice el autor: El neoliberalismo, ésta es mi tesis, debe ser entendido como la solución temporal  a los problemas de legitimidad del capitalismo tardío tal y como los plantea Habermas” (31).

            En este sentido, la admiración confesada por el pensamiento de gran estilo que encontraría en Habermas uno de sus últimos exponentes, le permite a Villacañas seguir atendiendo a los aspectos normativos del trabajo del alemán, sin detenerse demasiado en los aspectos históricos o analíticos, los que habrían sido desplazados por la misma dinámica histórica europea de ese tiempo. A partir de aquí entonces, Villacañas procede a evaluar la centralidad del análisis foucaultiano sobre la biopolítica y la emergencia del neoliberalismo tal cual se teoriza en sus emblemáticos cursos en el Collège de France, arriesgando una hipótesis que por controvertida no deja de ser interesante, a saber: el trabajo genealógico de Foucault, lejos de verse relativizado o cuestionado por los presupuestos normativos de la teoría habermasiana, pareciera potenciarse notoriamente cuando es considerado desde la compleja hermenéutica histórico-conceptual desplegada por el alemán.

            Esta reconstrucción analítica del argumento, desarrollada en los primeros capítulos, le sirve, a su vez, para incorporar críticamente los aportes tanto de Pierre Dardot y Christian Laval en conjunto, como los de Laval en su lectura de Foucault y Bourdieu, recuperando sus análisis, pero matizándolos de acuerdo con este marco de referencia alternativo. Para Villacañas por lo tanto, la tesis de estos autores sobre el giro total hacia el neoliberalismo (de estilo Chicago) en los años 1960 debe ser matizada para atender a las diferencias contextuales en Alemania, Francia y Europa en general, donde antes que una plena subsunción de la vida al orden neoliberal, se dan combinaciones más complejas entre ordoliberalismo y nuevas formas de social-democracia.

            Una vez establecidos estos matices, Villacañas asume el modelo analítico que va desde Foucault hasta Dardot y Laval, pero para radicalizarlo, historizando al mismo Foucault, para hacernos ver que la supuesta novedad del neoliberalismo oculta una tendencia constitutiva de la imperialidad de la teología política occidental.  En efecto, gracias a esto, su lectura apunta al corazón de la tradición política occidental, mostrándonos que la antropología utilitarista fundante de la racionalidad económica neoliberal, el homo economicus, no solo implica la predominancia de los imperativos económicos de la acumulación y la desregulación, sino que, y más allá de las lecturas marxistas convencionales, dicha antropología apunta también a la dimensión simbólica de la libertad, pero de una libertad deprivada de sus contenidos substantivos, reducida a la libre iniciativa mercantil. Lo interesante, en cualquier caso, es que para Villacañas la antropología neoliberal no es un simple reducción de lo humano a la condición de “recurso”, sino su total plegamiento psíquico y social al mundo de la vida definido por la lógica neoliberal. En este sentido, y esta sería una de las afirmaciones más substantivas del libro, el neoliberalismo no debe ser comprendido como una simple doctrina económica o una teoría relativa a la administración de los mercados y los recursos capitales, sino que implica ya siempre un determinado gobierno de los cuerpos y de las almas, una cierta forma de gubernamentalidad que se pliega, coincide, pero no se reduce a la figura del moderno Estado nacional. 

            Nos dice el autor, comentando la configuración de la gubernamentalidad biopolítica neoliberal como sustituta del pastorado clásico: 

En la época de la aceleración y de la escalada imperial [esta gubernamentalidad clásica] significó la elevación del Estado a única comunidad que podía afectar a la totalidad y a la individualidad de la población. Eso hicieron los Estados totalitarios. Abandonado este camino, la nueva biopolítica, elemento central del gobierno neoliberal, implicó para Foucault que el Estado dejaba de ser la potencia soberana que daba muerte. La dimensión de omnes no se conseguía mediante la dimensión coactiva universal legal capaz de reclamar la muerte en la dimensión singulatim. Al contrario, como proponía el gobierno pastoral moderno de las iglesias reformadas, que siempre vinculó la disciplina al orden de la vida y se desprendió de la muerte como realidad disciplinaria, el nuevo gobierno debía basarse en la promesa de una vida capaz de afectar a todo singular. Esta sustitución de la función de dar muerte por la función de producir libertad y vida es la manera en que el Estado desalojó a las viejas iglesias, lo que suponía ya el olvido de las promesas de la inmortalidad. (85)

Interesa señalar dos cosas al respecto, por un lado, no solo la diferencia entre soberanía y biopolítica, sino entre Estado y gobierno, pero también entre gobierno y gubernamentalidad, con sus dispositivos y aparatos respectivos; lo que nos muestra a la gubernamentalidad neoliberal como un conjunto de operaciones difícilmente reducibles a la representaciones binarias y monumentales del capitalismo clásico. Por otro lado, al inscribir el análisis foucaultiano sobre las nuevas tecnologías de gobierno en este contexto, Villacañas inscribe al mismo Foucault en un debate aún más complejo que el de las transformaciones modernas de la soberanía; lo inscribe en la larga configuración teológico-política de la imperialidad occidental, la que, bordeando el análisis heideggeriano de la Pax Romana (Parménides, 1942-1943), nos permite entender la promesa neoliberal como última expresión de la plenitud prometida en la tradición teológico-política. En efecto, gracias a esta contextualización, los énfasis foucaultianos en la especificidad de la episteme moderna son relativizados, pero ya no como en Agamben, mediante un plegamiento de la biopolítica a las determinantes clásicas de la vida desnuda o sacrificable, sino mediante la inscripción de los mismos análisis del neoliberalismo de Foucault en el horizonte teológico relativo a la caída del hombre al tiempo finto de la existencia y al problema del gobierno de las almas y de los cuerpos.

            Aquí radica, según mi lectura, uno de los aspectos más decisivos y singulares del trabajo de Villacañas, quien al pensar el neoliberalismo como teología política, nos muestra la función central que tiene la promesa de restitución de una perdida unidad orgánica del mundo; de un mundo fisurado ya antes de la secularización, por la emergencia de las religiones positivas o universalizantes. En efecto, la cuestión teológica, ya desde la imperialidad romana en adelante, es presentada como soporte necesario para sostener la legitimidad de la dominación en un contexto social complejo, interétnico y multicultural, siempre que dicha dimensión heteróclita y mundana del imperio es la que el argumento teológico-político está llamado a conjurar. De manera similar, el neoliberalismo, entendido no como teoría o ideología meramente económica sino como forma de vida, funcionaría como restitución de una cierta unidad “orgánica” extraviada, en la medida en que el neoliberalismo promete suturar las dimensiones de la gubernamentalidad y la gestión de los cuerpos, con el gobierno de las almas, a partir de una subjetivación totalmente adosada a su concepción del mundo. En efecto: “Podemos trazar las épocas de la teología política como aquellas en las que se ha intentado superar la dualidad de poderes político y religioso que entonces se introdujo, y proponer un régimen unitario capaz de superar esa división no solo teóricamente, sino en la práctica, como cuerpo de magistrados unificados bajo una sola cabeza directiva” (71). En este sentido, la singularidad del neoliberalismo no radica en la simple restitución de la lógica principial o arcóntica del gobierno, sino en la multiplicación casi anárquica de principios, orientados a la administración total de la existencia.

            No deja de ser irónico, sin embargo, que para un autor tan alejado del clima provincial de la Selva Negra, la teología política aparezca organizada epocalmente, más allá de que en esta hipótesis se juega una cuestión central para el pensamiento político contemporáneo: la necesidad de leer la serie de intentos modernos por restituir una cierta unidad perdida mediante las figuras del Leviatán (Hobbes), del contrato social (Rousseau, Locke), de la religión civil (Tocqueville y los federalistas americanos), del imperativo categórico y su universalidad anclada en la buena predisposición del género humano hacia el bien y el progreso (Kant); de la eticidad moderna como superación racional de la eticidad natural griega (Hegel), y por supuesto, de la restitución del Estado teológico en el pensamiento conservador, desde el monarquismo español, pasando por Donoso Cortés hasta Carl Schmitt y más acá. Esta tendencia restitutiva de la comunidadpolítica perdida y su supuesta unidad ya siempre incorporada en la figura escindida del cuerpo divino del rey (Kantorowicz), sería lo que la dinámica de mundanización, paralela a la misma vocación imperial romana, pondría en cuestión, haciendo que la teología política funcione como suplemento necesario para el gobierno de los vivos.

            Lo que el neoliberalismo hace, entonces, según la lectura de Villacañas, ya no es solo orientar a los gobiernos en el diseño de políticas económicas y financieras en general, sino que, comprendido como forma de vida, restituye la promesa de una sutura capaz de ocultar la dislocación constitutiva de la vida política de las sociedades modernas y contemporáneas: “En suma, la dualidad irreductible frente al Estado fue el principio que introdujo el judaísmo y el cristianismo en el mundo y lo hizo mediante  su sentido de fe personal, de la misión impuesta por la relación exclusiva con un Dios trascendente e imperativo que ocupaba potencialmente el sistema psíquico completo mediante la Ley” (72). Dicho de manera brutal, el neoliberalismo se constituye no solo a nivel de los ministerios de economía y hacienda, sino a nivel de los ministerios de fe pública y cultura, para asegurar el plegamiento sin reservas de los cuerpos y las almas a los imperativos del reino y la gloria: “El neoliberalismo, como esquema de gobierno pastoral del hombre económico, produce subjetividad en tanto que ofrece un campo a la autoafirmación indefinida mediante la capitalización y ofrece el frenesí del consumo como forma de plus-de-goce intensificador” (139).

            Este análisis del neoliberalismo podría ser complementado, a su vez, con una consideración general respecto a los discursos de la crisis propios del 1900, entre los que destacan no solo el lamento weberiano por la burocratización del mundo, sino también los esquemas de Ferdinand Tönnies sobre el paso desde la Gemeinschaft a la Gesellschaft, incluyendo las reflexiones de Emile Durkheim sobre las transformaciones de la solidaridad mecánica y la emergencia de la solidaridad orgánica, en un mundo marcado por la complejización de la división del trabajo social. Si la dinámica secularizadora complejiza el vínculo social haciéndolo perder su fundamento teológico, el neoliberalismo sería así una respuesta a la misma modernidad y su crisis permanente, en la medida en que la modernidad no es sino la experiencia de desfundamentación radical del tiempo histórico. En efecto, antes que la postmodernidad, lo que vino a desplazar el pensamiento de gran estilo y sus cálculos medianamente optimistas sobre el progreso social fue la constitución del neoliberalismo como forma de organización del vínculo social, articulado en la promesa y el compromiso individual como condición de una sacrificialidad de nuevo tipo, cuyas intensidades amenazan con llevarnos a la misma extinción, barriendo de paso con los referentes modernos que organizaban la acción y sus ethos.

            Paralelamente, nos dice Villacañas: “No hay que olvidar que teología política es siempre teología política imperial. Tiene una pretensión universal y deja muy clara su aspiración a ser un gobierno omnes et singulatim. Es así porque encarna la pretensión hegemónica de constituir un régimen de verdad y de naturaleza que, como tal, puede presentarse como portador de valor de universalidad” (88). No es menor esta observación porque implica que la facticidad neoliberal no se impone como resultado inevitable de una cierta ley de la historia, sino que funciona mediante la imposición hegemónica de sus horizontes de sentido. Desde mi punto de vista, esto es fundamental, porque implica que la configuración hegemónica del neoliberalismo está abierta a una cierta indeterminación, esto es, sigue siendo transformable desde lo que habitualmente se llama práctica política. Sin embargo, y esto excede no solo el libro, sino lo que Villacañas estaría dispuesto a conceder, la pregunta que interesaría formular y formularle aquí no es solo por las lógicas de dominación sin hegemonía (por la facticidad del complejo militar-financiero-corporativo contemporáneo), sino por el carácter de esa práctica política crítica del neoliberalismo. Diría sin más preámbulos, y sin hacer responsable a Villacañas de este juicio, que en la medida en que dicha práctica se siga entendiendo en términos hegemónicos, a saber, como configuración de bloques de poder y de sentido contra-hegemónicos, seguirá siendo parte de una política totalmente inscrita en el gobierno total de la existencia que el mismo Villacañas concibe como distintiva de nuestra situación actual.

            A la vez, puestas así las cosas, se hace evidente que las apuestas políticas contemporáneas por la recuperación de los Estados nacionales como instancias desde donde resistir los flujos desreguladores de la economía neoliberal, solo pueden garantizarnos románticas victorias pírricas, en la medida en que para un imaginario reformista convencional (la marea rosa latinoamericana), el neoliberalismo sigue siendo una política económica.  Por el contrario, desde la lectura desarrollada por Laval, Dardot y profundizada por Villacañas, “el imaginario del neoliberalismo no es el del igualitarismo y la democracia; es sólo el de la libertad individual, pero no el de la libertad política. Deja de haber esfera de la política, porque en ese ámbito no hay verdad más allá de su traducción a mercado y a opciones del consumo del individuo. En realidad, la política no es un campo propia y estrictamente del individuo. La despolitización que implica el neoliberalismo es así trascendental, porque retira sus condiciones de posibilidad a la política. El individuo no quiere ser igualitario y democrático. Quiere ser individuo” (96).

            Pero si el neoliberalismo es la despolitización total en nombre de la existencia individual, entonces es despolitización politizadora, sobre todo porque también es la reducción de la misma existencia a la lógica teológica y económica que alimenta su concepción de mundo. Si esto es así, insisto, entonces para elaborar una crítica rigurosa de las dimensiones gubernamentales del neoliberalismo no podemos conformarnos con una simple repolitización, hegemónica y adscrita al marco jurídico e institucional del moderno Estado nacional, ya superado por la misma desregulación o desterritorialización neoliberal. Villacañas menciona entonces no solo una despolitización trascendental, que borra del horizonte de la vida la dimensión igualitaria y democrática, en la medida en que encierra al hombre en la cárcel del yo; también nos dice que esta dominación encuentra su legitimidad en la promesa teológica que sutura la dimensión de la creencia individual con aquella del gobierno de los cuerpos. Y sería esto último lo que demanda ser pensado más allá del reformismo convencional y la historia política del liberacionismo moderno, sobre todo en América Latina donde las agendas de liberación conviven con la de integración, aplazando la igualdad e hipotecándola en la figura de un Estado cuya promesa de realización se muestra inverosímil. Cito una vez más a Villacañas:

Toda comunidad de salvación, basada en la verdad del mundo y del sujeto, sobre la que ha de reposar de hecho toda teología política, implica una dualidad. No hay salvación sin condenación, como no hay amigo sin enemigo. La mentalidad neoliberal, con su idea de un principio natural común al medio y a los sujetos, produce esta dualidad de fracaso y normalización de la vida no como un hecho de la naturaleza, una consecuencia del azar o de la accidentalidad de la vida, sino sencillamente como resultado de capacidades de adaptación que implican inteligencia, carácter, previsión, excelencia, éxito; y en caso contrario, torpeza, debilidad y finalmente culpa. En este sentido, el neoliberalismo ha desplazado la predestinación hacia un elemento sencillamente pelagiano, fruto de su racionalización cerrada y de una verdad universal aparentemente al alcance de todos. Todo queda atravesado por la legitimidad de la meritocracia como fundamento del capital propio. (134)

La última parte del libro es igualmente relevante en la medida en que en ella se pone en juego una serie de claves que giran en torno a la discusión sobre la cuestión del “común”, tanto a nivel general como en relación con el libro con título homónimo de los mismos Laval y Dardot. Se trata de claves que nos permitirían formular un pensamiento y una práctica política capaz de escapar o de tensionar la trampa neoliberal. Pero antes de llegar a este momento central, aunque todavía genérico, del libro, me gustaría volver al principio, para  sugerir que junto a la línea argumentativa que he esbozado, hay otra línea, menos desarrollada, pero sintomáticamente presente en el libro, marcando lo que sería una segunda costura; una doble costura que cruza y desactiva los énfasis de la primera costura. En efecto, la primera costura estaría caracterizada por una actualización eficiente de la crítica habermasiana a la colonización del mundo de la vida en el contexto de la recepción de Foucault hecha por Laval y Dardot. La segunda devela una incomodidad mayor con el pensamiento heideggeriano y post-heideggeriano contemporáneo, el que resulta esporádica y espuriamente sindicado como causa participante de la debacle actual. Permítaseme un par de ejemplos.

1) Al comienzo del libro, lamentando el desplazamiento del pensamiento de Habermas, pensamiento de gran estilo, nos dice:

[L]os teóricos de la deconstrucción, con su legítima y tardía batalla emancipadora, ofrecieron viento en las velas para impulsar la destrucción de los mundos de vida tradicionales y sus formas simbólicas constitutiva de identidad y normatividad. La sobriedad y la mirada compleja de Habermas, de gran estilo, fueron sencillamente aplastadas por las teorías filosóficas que describían los efectos del nuevo capitalismo y de sus mundos de la vida tecnificados como el resultado fatídico del cumplimiento de la historia de la metafísica, mientras otras teorías metafísicas ofrecían el pasaporte ontológico adecuado para impulsar la infinita productividad de diferencias como las del propio ser (33-34).

2) Al final ya del libro Villacañas nos vuelve a decir:

Ahora pagamos las décadas en que usamos los estudios de humanidades y ciencias sociales para destruir las herramientas teóricas que podían someter el capitalismo a una modalidad de la vida humana, no considerarlo su naturaleza. Cuando estas herramientas están anuladas, el neoliberalismo no tiene sino que darle la puntilla final y dejar a todos los singulares frente a frente a una realidad para la que ya no se tienen conceptos ni herramientas de producción de distancias. Fuera cual fuera la aspiración singular de los pensadores que se embarcaron en este programa, apenas cabe duda de que deslegitimaron todas las estructuras culturales con las que poder salir al encuentro del absolutismo de la realidad que nos presiona a permanecer en un mundo de la vida capitalista, en el que sin embargo no podemos sentirnos protegidos (178-179).

Por supuesto, cada uno puede optar por la lectura que le interese, y yo mismo he puesto mis énfasis en los aspectos analíticos y propositivos del libro. Pero quiero dejar claro que esta serie de juicios sintomáticos deberían ser discutidos no para defender o atacar a ningún exponente o escuela –después de todo, la cuestión de las nacionalidades en filosofía siempre ha sido una cuestión fuertemente política—, sino para exponer de manera clara, transparente y directa las posibles objeciones y desacuerdos.

            Desde mi lectura, la reconstrucción y problematización que nos entrega Villacañas es motivo suficiente para celebrar la publicación de su libro, y estos juicios sumarios relativos a la deconstrucción y el llamado post-estructuralismo, no solo parecen seguir, lealmente, al mismo Habermas de El discurso filosófico de la modernidad, aquel conjunto de ensayos acusatorios, publicados en 1985 gracias a las explicaciones de Rebeca, que según la dedicatoria, habría introducido a Habermas al neo-estructuralismo. Parecen sintonizar además con una tendencia clasificatoria y reductiva propia de las sociologías del conocimiento y de las historias de las ideas, cuyo procedimiento de habilitación pasa por la clasificación de una heterogeneidad de autores bajo etiquetas genralizantes y descuidadas. Ya sea Lukács en El asalto a la Razón, Sartre denunciando el misticismo de Simone Weil o Georges Bataille, Jameson acusando al post-estructuralismo (otra etiqueta) de debilitar la totalidad y la historia, o la ramplonería norteamericana negándose a leer a Paul de Man por sus escritos de juventud, lo cierto es que estos juicios de Villacañas no solo restituyen un panorama maniqueo del debate teórico y filosófico contemporáneo, sino que descalifican de paso el trabajo crítico de muchos investigadores que no se reconocen en las fuentes de su pensamiento.

            Por supuesto nada de esto tiene la menor importancia si se tratara  solo de comentarios o de una ceguera epistemológica, pues la ceguera es constitutiva o fundamental para la visión de gran alcance, como la que este libro nos entrega. Sin embargo, mi hipótesis es que la reacción de Villacañas contra cierto pensamiento post-heideggeriano le impide ver cómo las consecuencias y conclusiones de su propio análisis lo llevan a derroteros similares, y no estoy pensando solo en Marcuse y sus malabares con Heidegger y Marx, o con la configuración de un mundo unidimensional, ni en su diagnóstico del neoliberalismo como forma de vida y totalización de la existencia administrada, sino en la pertinencia de su análisis de lo común y en la necesidad de un republicanismo de nuevo tipo, capaz de permitirnos contraponer a la lógica totalizante del neoliberalismo experiencias y prácticas que apunten a una política otra que la política inscrita en el horizonte de sentido de la modernidad liberal; una política que él mismo insiste en llamar hegemónica y republicana, y que me gustaría pensar más bien como una infrapolítica republicana. Ya en el epílogo del libro, Villacañas nos dice:

Sobre la universalidad del cuerpo y de la sangre se alzará una comunidad universal de los vivos. Se trata de una comunidad que no tiene un ellos y un nosotros. La base de ese nuevo republicanismo es la protección de la vida, pero no en una traducción económica, sino en su carácter básico, inmediato. La protección como derecho, eso emerge de aquí. Como un derecho que todos y cada uno exige para sí, pero que sólo puede ser mediado por la misma exigencia para todos. Omnes et singulatim de nuevo, pero uno que surge desde la exigencia de cada singular. A diferencia de la gobernanza del neoliberalismo, esta estructura omnes et singulatim requiere una base de igualdad. En cada espacio concreto en que se viva, allí se reproducirá conceptualmente esta estructura comunitaria. (231-232)

Me atrevo a establecer estos puntos tentativos y arrojados, con plena franqueza, dada la generosidad y talla intelectual de Villacañas, pues salvando las mencionadas diferencias, creo que su apuesta por una comunidad universal de los vivos, tensada por los imperativos de la igualdad y de la singularidad es, precisamente, lo que desde una perspectiva infrapolítica y post-hegemónica, podríamos referir como comunidad negativa y marrana. Después de todo, la post-hegemonía no es la negación de la condición hegemónica del neoliberalismo, sino la renuncia a la tragedia de Sísifo de seguir pensando las prácticas políticas según la lógica infinita de la hegemonía y la contra-hegemonía. Pensada así las cosas, la post-hegemonía no es una categoría substantiva, sino una noción que apunta a la suspensión de la transferencia en función de la igualdad, a sabiendas de que nadie emancipa a nadie. Si se puede pensar así, entonces, la infrapolítica tampoco constituye una negación de la política, una renuncia cómplice con la despolitización trascendental advertida por Villacañas como distintiva del neoliberalismo, sino que marca una fisura, una desistencia, con la demanda de politización con la que opera la movilización total del nihilismo contemporáneo, convertido en fundamento teológico para el control total de la existencia. La infrapolítica es, en este sentido, la pregunta por una existencia más allá de la totalización del neoliberalismo como teología política, tal cual nos lo muestra la generosa lectura desarrollada por José Luis Villacañas.

Ypsilanti, diciembre 2020