Cuaderno de apuntes sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Quinta Parte. Por Gerardo Muñoz

Mientras vamos adentrándonos en la selva ensayística de Sánchez Ferlosio en preparación para el curso, se asoma una pregunta que tarde o temprano terminaría imponiéndose: ¿cómo pensar una legibilidad entre el movimiento analítico de Ferlosio y un despeje infrapolítico? ¿Existe un horizonte propositivo en la escritura de Sánchez Ferlosio, o, por el contrario, ese movimiento es algo que tenemos que ofrecer nosotros como lectores extemporáneos de su obra? Pienso en Ernst Jünger, quien ante la consumación de la técnica y el agotamiento de la imaginación introdujo toda una serie de figuras: el Waldgänger, la tijera, el Anarca, la interioridad espiritual, o el mito como energía contra el desvalor del sujeto. ¿Hay otro gesto en Ferlosio? Las notas que siguen es un merodeo inicial sobre esta cuestión en diálogo con el pensador Jorge Álvarez Yágüez.

Yágüez: Me parece que la relación de Ferlosio con la infrapolítica pasa por el wittgensteniano “aire de familia”: intempestivo, fuera de lugar respecto a los cánones, desconfianza respecto de los grandes relatos, de la historia o del poder, sospecha sobre toda legitimación del sufrimiento, rechazo implacable de toda lógica identitaria, escritura insobornable, sin concesiones, desconfianza respecto de la razón, sensibilidad agudizada hacia el lado oscuro, hacia la violencia innocua, malestar en la cultura, descrédito del yo, del individuo, saber que el modo en que se vive el tiempo es lo determinante…

Muñoz: Estoy de acuerdo, aunque se me hace difícil ver un paso propositivo de parte de Ferlosio; esto es, una salida, una fuga, una alteración. No lo digo sólo como límite interno, sino para dar cuenta de otra cosa: tal vez para Ferlosio una interrupción de la proyección de la historia sacrificial no pasa por la efectividad de un concepto. Es como si entre la palabra y el concepto se arrojara una sombra. Lo interesante es la sombra misma, el agujero. Un concepto sería otro dispositivo para sostener el dominio desde la filosofía que siempre aparece en el último acto. Alain Badiou dice algo interesante en el seminario sobre Lacan (Sesión 4, 1995, p.112): una vez que una hegemonía impone su discurso, la filosofía (el concepto) aparece para redimir su legitimidad. Badiou luego remata: a eso le llamamos política, el intento de taponear la brecha entre el discurso y lo real. Lo que me ha llamado la intención de este momento del seminario de Badiou es que aparece la misma figura que utiliza Ferlosio en los pecios: la política como una especie de pegamento . En “Alma y Vergüenza”, Ferlosio afirma que ese tapón es lo que “crea jurisprudencia” [cursivas suyas] como fuerza de constricción entre sujeto y sus actos (p.117). Un paso atrás nos situaría en lo que pudiéramos designar por infrapolítica.

Yágüez: Con respecto al derecho se mantiene en la idea benjaminiana de la violencia originaria generadora de valor. Con respecto a infrapolítica la idea de autenticidad, en efecto puede mantenerse desde la idea de que infrapolítica sea una especie de reivindicación de la existencia frente a su supuesta perversión en lo político donde este ha quedado vaciado de todo sentido republicano, pero en Ferlosio esa repulsa a lo afectado va mucho más allá que su referencia a la política, es mucho más general y afecta a todo, a lo que diríamos es algo así como la forma moderna de vida. Desde otro punto de vista, que no es el de existencia versus política, sino algo metódico, como alguna vez he intentado defender, tendría más que ver con el concepto de “furor de dominación”, su clave explicativa de la historia, la génesis de su violencia, eso sería lo previo, lo que subyace a toda instancia política, lo infrapolítico.

Cuando digo auténtico no hacía proyección filosófica alguna sobre el término, tan solo lo usaba como el antónimo de fingido que puede consultarse en cualquier diccionario. Desde el momento en que la autenticidad se volviera una especie de proyecto de vida acabada o algo semejante entraría en el campo de su opuesto. Esto es lo que tanto Ferlosio como García Calvo, tan convergentes en tantos puntos, siempre han sostenido. La referencia de todo ello a la política no es central, como apuntaba, es más bien dirigida a toda una forma de sociedad y de cultura, que incluye obviamente a lo político mismo, cuya consideración en clave republicana Ferlosio nunca llega a contemplar, no es algo que le haya interesado, en gran parte porque piensa que el meollo está en otra parte fuera de la instancia política, de la que por lo demás nunca ha creído que pudiera esperarse gran cosa.

Muñoz: Claro, creo que Ferlosio ve en el derecho una máquina productora de fictio, como tan bien lo estudió Yan Thomas en el derecho romano. Pero eso último que dices me parece extremadamente importante. O sea, a Ferlosio pareciera no interesarle fetichizar el problema de la dominación en la Política, porque lo político es ya un sobrevenido de una escena arcaica. En este sentido que me gusta la conjetura que nos da en QWERTYUIOP: ” la gratuita imaginación me ha hecho asociar a las pinturas rupestres a él “vítor” como el bautismo de sangre del montero se dejan relacionar con uno de los asuntos más antiguos y extendidos que se contempla en la antropología: los ritos de iniciación” (p.483-484).

La política sutura una escena arcaica, por eso siempre es ratio compensatorio. La polis es ya siempre tráfico de bienes o actividad de piratas (como ha argumentado recientemente Julien Coupat) cuyo fin es la construcción de un nomoi. En el léxico ferlosiano: la constricción institucional es la hegemonía fantasmal de lo Social. La política para Ferlosio es siempre un fantasma secundario. De ahí que la crítica efectiva de la política ya no sea un registro primario. Lo importante es retener la mirada sobre los principios de descivilización que la sustenta (los dioses Impersonales o las distensión del derecho de la persona al cualquiera). En este sentido, la política es siempre equivalencia en tanto que forma legislativa de lo Social.

Yágüez: Sí, creo que lo formulas bien. Para Ferlosio lo político es meramente derivativo, un escenario del que, no obstante, a veces se ha ocupado (especialmente en la época de Felipe González, incluso llegando a cubrir para alguna revista un congreso del PSOE, observando siempre las imposturas a las que conduce el poder), pero su foco, el de sus problemas siempre se ha situado en otra parte, yo diría primordialmente en dos espacios: el de lo que podría denominarse de crítica de las ideologías en (en el sentido de los francfortianos)  que tanto le han acompañado, (deporte, industria del ocio, Disney y Collodi, filosofía de la historia, etc.) esos elementos que configuran conductas y formas de vida; y el registro de los arcana imperii, o de ciertas instancias últimas: dominación, el laberinto de la identidad, o genealogía de la moral.
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Cuaderno de apuntes sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Cuarta Parte. Por Gerardo Muñoz

Ahora pasamos al ensayo Mientras los dioses no cambien nada habrá cambiado (1986), otro de los libros que desmonta la lógica sacrificial constitutiva de toda filosofía de la Historia. Al final del ensayo, Ferlosio deja claro que aquello que entendemos por “sentido histórico” no es una mera abstracción que ocurre en la lejanía, sino un marco mental, o como dirían algunos, un proyecto de la subjetivización que pierde su rumbo en la “descivilización“. Ferlosio llama a esto “mentalidad expiatoria”. Escribe Ferlosio:

“Llamo pues, “mentalidad expiatoria” a esta inveterada obstinación de que, de un lado, los bienes tenga que surgir del sacrificio, y, ed otro, que los sacrificios sean necesariamente por sí mismos generadores de valor, de valor adquisitivo para comprar los bienes, o de valor en el sentido de crédito moral o de semilla que germinará (“sangre  fecunda”). Esto tiene que ver sin duda, ya como origen, ya acaso más bien, como resultado, con la concepción de la guerra como creadora de derecho, concepción absoluta y plenamente vigente….” (p.83-84).

Volveremos al asunto de la guerra cuando leamos con detenimiento God & Gun. Por ahora, basta con apuntar que la crítica ferlosiana al armazón histórico busca desocultar sus residuos teológicos inmanentes. Una crítica efectiva de la civilización tiene como condición la pregunta por los dioses (Principios). Se repite hasta el cansancio la frase de Benjamin: toda civilización es al mismo también un proceso de destrucción y barbarie. Pero en el interregnum de entreguerras, Benjamin todavía podía apostar por un mesianismo débil, una interrupción gestual, y un ars combinatoria capaz de trastocar el tiempo del desarrollo al interior del proceso del desastre. Ferlosio, escribiendo en el crepúsculo del siglo veinte tras experiencias como la Guerra de las Malvinas o el accidente del transbordador Challanger en 1986, ya no comparte el mismo destilado del pensador alemán. Para Ferlosio, el “comunismo [también] es un heredero legítimo y natural del cristianismo” (p.83).

Tronti diría que el marxismo nunca estuvo a la altura del Cristianismo, porque se abstuvo de confrontar la dimensión demoniaca de la Historia. El Comunismo (del siglo veinte) nunca se enfrentó a los dioses verdaderos. Por supuesto, desde una tradición melancólica protestante, la latencia de la falla (la falta misma de un proceso constituyente nacional) convoca  al nuevo comienzo. Para un ensayista español en las postrimerías de la ratio imperii, el primer paso es descargar el peso de la teología. Lo barroco ayuda a tomar distancia y desde ahí se gana objetividad. En uno de los momentos lúcidos de Mientras no cambien los dioses, escribe Ferlosio sobre la calculabilidad moderna:

“Cuadrar, lo que se dice cuadrar, ya sea en la Tierra, en el Cielo, en el Infiero, en el ser o en la mañana, las cuentas de la felicidad y del dolor era, al final, lo que ya se ofrecía desde siempre en todas las religiones y doctrinas positivas, en cuya más acrisolada tradición esta ese arreglo contable de saldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bienaventurados, tal y como he venido remachando ya sobradamente desde que arremetí con Buoanrroti.” (p.87).

Esa operación del “cuadrar” es otro nombre para una racionalidad entregada al absoluto teleológico. Esta capacidad operativa (que tiene en su interior la deuda y el crédito) se amortiza con la vida misma con tal de alcanzar un resultado concreto para la Historia. En efecto, no hay Historia sin un cómputo que proyecte su dominio ya sea como ‘saldo acreedor o ‘saldo deudor’ en el sujeto. Por eso la filosofía de la Historia no es una región abstracta del desarrollo del Espíritu (aunque también es eso), sino una fuerza efectiva sobre el cuerpo y las mentalidades.

De ahí la invención de la moral como voluntad estética. Un hecho interesante en Ferlosio: la recurrente alusión a la obra de Veblen. ¿Por qué, Veblen? Ferlosio nos da una pista cuando escribe: “…el clarividente análisis de Veblen, ninguna sincera y bien asimilada voluntad moral podrá por si sola raer de la emoción estética ese maligno ingrediente de violencia y de depredación; no, ninguna moral podrá jamás tener éxito alguno con admoniciones perfectamente razonadas de “este debe gustarte y esto no” (p.55). No existe una concepción de la Historia que no sea, al mismo tiempo, la historia de las justificaciones para la dominación.

En mi opinión: este el centro mismo del liberalismo en cuanto régimen legal de lo moderno (ver The Morality of Law, de Lon Fuller). Escribe Ferlosio: “Dominación y sufrimiento están de todos modos en el centro de su imagen de la Historia, como fuerzas preponderantemente positivas y creadoras, o, a veces, en el peor de los casos, al menos necesarias. Pero, al representarse el ejercicio histórico especialmente como dominación, propende más a la imagen instrumental del sufrimiento histórico – a la sangre en la batalla – que a la sacrificial”. (p.47).

Toda la historia del contrapoder durante el siglo veinte fue una formalización manifiesta de esta imagen de la Historia ligada a lo que me gustaría llamar ‘la realización idealista’: pienso una idea, la llevo a cabo mediante estos fines, y finalmente la ejecución queda resuelta. Y con razón es que Ferlosio afirma: “Las posiciones revolucionarias serán, pues, naturalmente en cuota más fuertemente proyectivas, las que rinda más culto al sacrificio y se muestren más prontas a aceptar y a justificarlo”( p.47). Guevara, Dalton, Jouvé, y todas las guerrillas urbanas pecaron de este misma sacrificialidad que enaltecía la actio de los cultos religiosos. El “pecado original” se traducía como pasión mortífera de la necesidad histórica (p.82).

Termino con tres corolarios. Primero: la astucia del “encuadre” (que otros llamarían armazón) pasa por un impersonalismo de la dominación. La vieja omnipotencia ha declinado (ominipotentia dei), pero nuevas fuerzas sido realizadas desde una maximización de principios fundamentales (Progreso, Deuda, Deber, Razón, Guerra, Sacrificio, etc). ¿Principios sin centro? Post-Katechon. El corazón del ensayo de Ferlosio se juega en esta tesis:

“….de ahí que no sólo sean los tiranos personales (los únicos respecto de los cuales la adhesión pude estar motivada por la espera de cualquier beneficio material), sino, en mucho más alto grado, los impersonales, como el Progreso o la Tecnología (de quienes nuestra adhesión mal podría esperar la recompensa de prebenda alguna), los que imponen tan gratuita activada de acatamiento: seria demasiado intranquilizador, a estas alturas, perder la fe en el porvenir de algo que ha llegado a ser tan invencible como la tecnología” (p.67).

En segundo lugar: el proyecto de la civilización de la técnica – a pesar de su supuesta neutralización, objetividad, inmanencia, naturalidad, y fundamentación desde la legitimidad auto-afirmativa – tiene como vórtice a la “fe”. La fe es siempre fe de futuro, y fe ante el crédito (pistis) y ante la técnica. Esta última es la más risible, puesto que la Técnica se autodenomina todo el tiempo como atea. Pero ese ateísmo esconde un dios aún más siniestro, ya que su proceso de deificación es absoluto y excluyente. O sea, es sacer. Por eso Ferlosio dice algo extremadamente lúcido y que quizas hoy se aparezca de manera irreversible: “Es posible que la configuración actual del mundo necesite esa fe” (p.65). La fe técnica condensa una blasfemia compensatoria: dejad que inventen otros. Detrás de cada movimiento del Humanismo, vibra el espíritu de la Técnica. De Silicón Valley a West Virginia se dibuja esta línea roja.

Tercer corolario: la época de la Técnica tuvo un semblante creíble mientras duraba la civilización de la producción. Ahora que todo eso ha desaparecido, es muy fácil comprobar que el arbeiter era una mera justificación de la eficacia del desarrollo histórico. Como dice Ferlosio: “el lobo no necesita ya ni siquiera disfrazar con pieles de cordero es cuando podemos decir que todo está perdido. Cuando la técnica no necesita ya ni siquiera la hipocresía de decir “países en vías de desarrollo” es cuando ya no cabrá confiar siquiera en el último residuo de la mala concina…y su propia falacia y perversión” (p.70).

En efecto, el delirio de la técnica civilizatoria ya no se tiene que presentar como oveja, puesto que el poder no tiene límites: confrontación desquiciada, consumismo absoluto, enriquecimiento extractivo de la pobreza, o la apropiación total del tiempo de la vida. Lo que Ferlosio podía apenas vislumbrar en 1986 ha sido realizado de forma impecable en unos cuarenta años. En efecto, del Challanger al Security State, los dioses se han mostrado imperturbables.

Pero lo más llamativo del análisis de Ferlosio, en mi opinión, es que las contradicciones de la Técnica no generan un verdadero “conflicto”. Ferlosio va más allá: “[en la época de la Técnica] no llega a haber conflicto, en el sentido fuerte que quiero reservar, en el momento en que, tal como sucede, la contradicción es reabsorbida y reintegrada mediante un desarrollo regulado” (p.77-78).

¿Cómo pensar una política concreta que libere el conflicto sin amortizar la guerra al sacrificio? Aquí Ferlosio invita a un pensamiento no-dialectico en torno a la Historia. Un pensamiento que, en otra parte, he llamado la postura madura. En cambio, cuando la guerra es mera administración, se termina en la neutralización de la energía de la interacción humana. Tomar muy en serio la recomendación de Ovidio: “Viejo y ordinario es el engañar bajo el título de amistad” (p.73).

 

 

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Sobre la filosofía política y su vocación normativa

En una reciente entrevista a propósito de la publicación en español de su obra magna, Genealogia della politica, Carlo Galli le comenta al entrevistador sobre la necesidad de enfatizar las dinámicas conflictivas como la verdadera energía de la política. Por supuesto, esto es más viejo que la rueda, y su relevancia radica en que está dicho por uno de los estudiosos de la obra de Schmitt más competentes y versados con los que contamos en la actualidad. En este sentido, los trabajos de Galli se hacen inescapables para comprender no solo las diversas dimensiones del pensamiento de Schmitt, jurista destacado y crítico de la República de Weimar, sino las mismas transformaciones de la tradición jurídico-política occidental a partir de los procesos de globalización contemporáneos. En efecto, Galli también es autor de una serie de monografías de primer nivel en las que las preocupaciones constitutivas de la mejor filosofía política son revisadas y actualizadas. La guerra globale, Lo sguardo di Giano, Contingenza e necessità nella regione politica moderna, hasta Marx eretico y Sovranità, son algunos de los títulos de un filósofo riguroso y sistemático que, junto a Roberto Esposito, también es autor de la monumental Enciclopedia del pensiero politico. Autori, concetti, dottrine.

Es decir, no habría nada malo en identificar el trabajo del italiano con lo mejor de la filosofía política, y su particular lectura crítica de Schmitt resulta relevante incluso para contextualizar las recepciones revisionistas del jurista en las discusiones de fines del siglo XX.

Sin embargo, en la misma entrevista, y no se sabe bien si gracias al entrevistador o al mismo Galli, se hace un llamado a la reconstitución de un centro que permita el libre juego de la política, más allá de las lógicas partisanas que inclinan dicho juego hacia los extremos. Por supuesto, no bastaría con cuestionar el uso que la noción de centro ha tenido en la historia política efectiva, en la Italia de la post-guerra y del compromiso, cuando la democracia cristiana se dedicó a purgar todo radicalismo y a criminalizar toda protesta social, pero también en la reciente historia de América Latina, donde los llamados a la constitución de un centro político fueron instrumentales para demonizar  los procesos de radicalización social, adjetivándolos moralmente como procesos de polarización y crisis política; y estos mismos llamados a un cierto centro luego fueron reforzados por la muy singular (y limitada) recepción conservadora del pensamiento de Hannah Arendt, para justificar procesos transicionales formales, inscritos en la dinámica del sub-sistema político, y a resguardo de las reivindicaciones sociales y económicas, pues estas representaban la sucia realidad del interés en el marco de las llamadas post-guerras y post-dictaduras.

Lo de Galli parece ser distinto, porque más allá de su apelación al centro, el italiano pareciera (como nos vuelve a informar el estimado entrevistador) querer mantener a resguardo la lógica misma del conflicto como “energía de la política” antes de cualquier identificación partidaria o sectorial. Sin embargo, extraña de sobre manera la vinculación entre la inmanencia y pre-eminencia del conflicto y la apelación al centro, sin importar cuanto este llamado se distinga del centrismo vulgar del siglo XX. Y digo, extraña, porque en la misma discusión contemporánea se ha puesto en cuestión esta metaforicidad espacial no solo por Castoriadis y Lefort y más aún por Laclau, para quien Lefort  todavía seguiría pensando el centro aunque sea como un lugar vaciado por la muerte del soberano; llama la atención porque en la vinculación de conflicto y centro, se restituye una cierta arquitectura política que sería incompatible con el cuestionamiento sostenido de la reducción misma de la política a una práctica estado-céntrica, hegemónica, principial.

Por supuesto, no me interesa ni criticar ni denunciar un contrasentido, quiero simplemente llamar la atención sobre lo que se juega en estas discusiones, aunque solo sea para invitar a una lectura ‘activa’ del trabajo de Galli. En tal caso, me aparece que antes de inmunizar su recepción resulta mejor abrir preguntas que nos permitan elaborar dicha recepción, críticamente:

1) Galli considera que la crisis actual se debe a que el neoliberalismo carece de una buena política, cuestión que nos deja como tarea la de producir o articular dicha “buena política”. Frente a esto, me interesa pensar, siguiendo al Foucault de los Cursos en el Collège de France, en cambio, cómo en neoliberalismo no es ni una buena o mala política, sino que adviene, en el horizonte histórico de mutación de la soberanía en biopolítica, como una forma de gubernamentalidad orientada a la producción, formación y control de los individuos y las poblaciones. Par tal efecto, no solo hay que tener presente estos cursos, sino lo que Foucault le hizo al concepto clásico, convencional, incluso weberiano, de poder, cuestión que problematiza la misma apelación al centro.

2) Ya en La guerra globale, Galli adivinaba, en el paso del modelo schmittiano del partisano, al modelo ubicuo del terrorista, la constitución de un cierto nihilismo arquitectónico epocal derivado de la crisis radical de las instituciones políticas, jurídicas y normativas modernas. Y aquí uno debería atender al estatuto mismo de la norma en la tradición ‘tedesca‘ y a sus diferencias con la misma norma en la genealogía foucaultiana, que lejos de responder a un horizonte normativo vinculado con el espíritu objetivo, la sittlichkeit o la cultura, está en relación con las dinámicas acotadas de determinación de lo normal y lo patológico. La respuesta schmittiana frente a la crisis de la democracia parlamentaria y sus formas constitucionales no es adecuada, esto es, Galli es un crítico indispensable para entender las paradojas del decisionismo schmittiano, pero eso no significa que la única alternativa a dicho decisionismo sea la de restituir el horizonte normativo y formal que surge de la vocación gubernamental de las disciplinas políticas. Ahí donde, desde Durkheim hasta Schmitt, la crisis se presenta como anomia y nihilismo arquitectónico, habría que apuntar a un pensamiento del conflicto que resista su territorialización en el centro y en las lógicas ordenadas de la institucionalización, y se abra a las dinámicas políticas heterogéneas de su época, y a su inherente ‘institucionalismo salvaje’, sin la necesidad de restituir el centro ni su inherente tesis acerca del ‘conflicto central”.

3) Eso me lleva a mi última pregunta, y no intento ser categórico, solo sugerir un problema: ¿Hasta qué punto la filosofía política, por definición, está condenada a la restitución de una metaforicidad espacial, normativa y modeladora? Si, como insiste el entrevistador, debemos entender la apelación al centro como ‘una postura madura’ que acepta el riesgo del conflicto como motor de la política, uno todavía debería preguntar ¿porqué ese conflicto se nos entrega según la inclinación indefectiblemente teológica-política de Schmitt y de su recepción italiana? pregunta que no quiere descalificar, sino atender a la coincidencia de estilos en las formulaciones de varios de los pensadores italianos contemporáneos que marcan lo que no muy afortunadamente ha sido denominado como “la diferencia italiana”, una suerte de “pensamiento viviente” todavía pensado desde la metáfora nómica y nacional. Para no ir más lejos, geográficamente, ¿cuáles serían las diferencias a nivel del análisis y de la formulación reflexiva si el conflicto, en vez de ser asociado con el don del pensamiento schmittiano, fuera reconducido a la dinámica ‘secular’, histórica y salvaje del republicanismo de Maquiavelo?

Más allá de estas muy preliminares observaciones y preguntas, una cosa si es cierta, nuestra admiración por el trabajo de Galli y nuestro aprecio por el entrevistador.

 

 

 

 

 

Nota sobre el “centrismo” de Carlo Galli. Por Gerardo Muñoz

Varios amigos que estimo han reaccionado con algo que dice Carlo Galli en el intercambio. El momento en cuestión es el siguiente: “Una democracia carente de un centro político y de la capacidad de analizar sus dinámicas y de poder responder a ellas, se encuentra a la merced de cada crisis y de cada amenaza.”

Es cierto que es una sentencia que no escatima su buena dosis de schmittianismo. Pero en ningún caso es reducible a “filosofía política ni al “acuerdo consensualista”. Al contrario, es  todo lo que le antecede: la energía misma de la política. En otras palabras, es la mirada realista en torno al poder. La filosofía política tradicionalmente ha sido un deber-ser y una teoría de la jurisprudencia (como dice J.G.A. Pocock); mientras que la teoría del consenso se ha expresado como parlamentarismo de lo neutro. (En Estados Unidos, por citar una de las “democracias residuales de Occidente”, no es difícil imaginar cómo sería la política si no existiera el Congreso).

¿Qué es el centro? Obviamente, el centro nada tiene que ver con lo que hoy entendemos por “centrismo”, esa forma más o menos grotesca de apoliticismo. No quiero hablar por Galli, pero mi impresión es que un centro político es la capacidad de actuar en el momento en el que somos arrojado al espacio volátil de lo político. Yo no pondría el acento en “crisis” ni en “centro”, sino en amenaza o riesgo. Dicho en otras palabras, la política siempre se da en función de la naturaleza del riesgo que, por su parte, abre el conflicto.

Esto es lo que yo llamo la postura madura. Y ese es el an-arcano de todo centro. La asignación de una habilidad debe tener presente que el riesgo se genera no sólo en el contenido de las precauciones, sino también en el diseño que se elevan para contenerlas. Ya si Carl Schmitt representa la postura madura o una decisión decidida de antemano (‘el mandato es lo primero, luego vienen los hombres’, como dice en el temprano Aurora Boreal) es otro tema.