En una reciente entrevista a propósito de la publicación en español de su obra magna, Genealogia della politica, Carlo Galli le comenta al entrevistador sobre la necesidad de enfatizar las dinámicas conflictivas como la verdadera energía de la política. Por supuesto, esto es más viejo que la rueda, y su relevancia radica en que está dicho por uno de los estudiosos de la obra de Schmitt más competentes y versados con los que contamos en la actualidad. En este sentido, los trabajos de Galli se hacen inescapables para comprender no solo las diversas dimensiones del pensamiento de Schmitt, jurista destacado y crítico de la República de Weimar, sino las mismas transformaciones de la tradición jurídico-política occidental a partir de los procesos de globalización contemporáneos. En efecto, Galli también es autor de una serie de monografías de primer nivel en las que las preocupaciones constitutivas de la mejor filosofía política son revisadas y actualizadas. La guerra globale, Lo sguardo di Giano, Contingenza e necessità nella regione politica moderna, hasta Marx eretico y Sovranità, son algunos de los títulos de un filósofo riguroso y sistemático que, junto a Roberto Esposito, también es autor de la monumental Enciclopedia del pensiero politico. Autori, concetti, dottrine.
Es decir, no habría nada malo en identificar el trabajo del italiano con lo mejor de la filosofía política, y su particular lectura crítica de Schmitt resulta relevante incluso para contextualizar las recepciones revisionistas del jurista en las discusiones de fines del siglo XX.
Sin embargo, en la misma entrevista, y no se sabe bien si gracias al entrevistador o al mismo Galli, se hace un llamado a la reconstitución de un centro que permita el libre juego de la política, más allá de las lógicas partisanas que inclinan dicho juego hacia los extremos. Por supuesto, no bastaría con cuestionar el uso que la noción de centro ha tenido en la historia política efectiva, en la Italia de la post-guerra y del compromiso, cuando la democracia cristiana se dedicó a purgar todo radicalismo y a criminalizar toda protesta social, pero también en la reciente historia de América Latina, donde los llamados a la constitución de un centro político fueron instrumentales para demonizar los procesos de radicalización social, adjetivándolos moralmente como procesos de polarización y crisis política; y estos mismos llamados a un cierto centro luego fueron reforzados por la muy singular (y limitada) recepción conservadora del pensamiento de Hannah Arendt, para justificar procesos transicionales formales, inscritos en la dinámica del sub-sistema político, y a resguardo de las reivindicaciones sociales y económicas, pues estas representaban la sucia realidad del interés en el marco de las llamadas post-guerras y post-dictaduras.
Lo de Galli parece ser distinto, porque más allá de su apelación al centro, el italiano pareciera (como nos vuelve a informar el estimado entrevistador) querer mantener a resguardo la lógica misma del conflicto como “energía de la política” antes de cualquier identificación partidaria o sectorial. Sin embargo, extraña de sobre manera la vinculación entre la inmanencia y pre-eminencia del conflicto y la apelación al centro, sin importar cuanto este llamado se distinga del centrismo vulgar del siglo XX. Y digo, extraña, porque en la misma discusión contemporánea se ha puesto en cuestión esta metaforicidad espacial no solo por Castoriadis y Lefort y más aún por Laclau, para quien Lefort todavía seguiría pensando el centro aunque sea como un lugar vaciado por la muerte del soberano; llama la atención porque en la vinculación de conflicto y centro, se restituye una cierta arquitectura política que sería incompatible con el cuestionamiento sostenido de la reducción misma de la política a una práctica estado-céntrica, hegemónica, principial.
Por supuesto, no me interesa ni criticar ni denunciar un contrasentido, quiero simplemente llamar la atención sobre lo que se juega en estas discusiones, aunque solo sea para invitar a una lectura ‘activa’ del trabajo de Galli. En tal caso, me aparece que antes de inmunizar su recepción resulta mejor abrir preguntas que nos permitan elaborar dicha recepción, críticamente:
1) Galli considera que la crisis actual se debe a que el neoliberalismo carece de una buena política, cuestión que nos deja como tarea la de producir o articular dicha “buena política”. Frente a esto, me interesa pensar, siguiendo al Foucault de los Cursos en el Collège de France, en cambio, cómo en neoliberalismo no es ni una buena o mala política, sino que adviene, en el horizonte histórico de mutación de la soberanía en biopolítica, como una forma de gubernamentalidad orientada a la producción, formación y control de los individuos y las poblaciones. Par tal efecto, no solo hay que tener presente estos cursos, sino lo que Foucault le hizo al concepto clásico, convencional, incluso weberiano, de poder, cuestión que problematiza la misma apelación al centro.
2) Ya en La guerra globale, Galli adivinaba, en el paso del modelo schmittiano del partisano, al modelo ubicuo del terrorista, la constitución de un cierto nihilismo arquitectónico epocal derivado de la crisis radical de las instituciones políticas, jurídicas y normativas modernas. Y aquí uno debería atender al estatuto mismo de la norma en la tradición ‘tedesca‘ y a sus diferencias con la misma norma en la genealogía foucaultiana, que lejos de responder a un horizonte normativo vinculado con el espíritu objetivo, la sittlichkeit o la cultura, está en relación con las dinámicas acotadas de determinación de lo normal y lo patológico. La respuesta schmittiana frente a la crisis de la democracia parlamentaria y sus formas constitucionales no es adecuada, esto es, Galli es un crítico indispensable para entender las paradojas del decisionismo schmittiano, pero eso no significa que la única alternativa a dicho decisionismo sea la de restituir el horizonte normativo y formal que surge de la vocación gubernamental de las disciplinas políticas. Ahí donde, desde Durkheim hasta Schmitt, la crisis se presenta como anomia y nihilismo arquitectónico, habría que apuntar a un pensamiento del conflicto que resista su territorialización en el centro y en las lógicas ordenadas de la institucionalización, y se abra a las dinámicas políticas heterogéneas de su época, y a su inherente ‘institucionalismo salvaje’, sin la necesidad de restituir el centro ni su inherente tesis acerca del ‘conflicto central”.
3) Eso me lleva a mi última pregunta, y no intento ser categórico, solo sugerir un problema: ¿Hasta qué punto la filosofía política, por definición, está condenada a la restitución de una metaforicidad espacial, normativa y modeladora? Si, como insiste el entrevistador, debemos entender la apelación al centro como ‘una postura madura’ que acepta el riesgo del conflicto como motor de la política, uno todavía debería preguntar ¿porqué ese conflicto se nos entrega según la inclinación indefectiblemente teológica-política de Schmitt y de su recepción italiana? pregunta que no quiere descalificar, sino atender a la coincidencia de estilos en las formulaciones de varios de los pensadores italianos contemporáneos que marcan lo que no muy afortunadamente ha sido denominado como “la diferencia italiana”, una suerte de “pensamiento viviente” todavía pensado desde la metáfora nómica y nacional. Para no ir más lejos, geográficamente, ¿cuáles serían las diferencias a nivel del análisis y de la formulación reflexiva si el conflicto, en vez de ser asociado con el don del pensamiento schmittiano, fuera reconducido a la dinámica ‘secular’, histórica y salvaje del republicanismo de Maquiavelo?
Más allá de estas muy preliminares observaciones y preguntas, una cosa si es cierta, nuestra admiración por el trabajo de Galli y nuestro aprecio por el entrevistador.