Biopolítica y deconstrucción. Sobre Da fuori. Una filosofia per l’Europa, de Roberto Esposito. Por Alberto Moreiras.

 

da-fuoriQuizás el centro real de Da fuori sea la presentación de la escisión entre deconstrucción y biopolítica como decisiva para el pensamiento de nuestra época. No cabe duda de que esta es una afirmación interesada, puesto que Roberto Esposito acabará reclamando el lugar de su propio pensamiento en la mediación misma entre ambas instancias (180), aunque también afirma, en otro momento, que su presente opción por la “biopolítica afirmativa” ya no comparte el paradigma postheideggeriano en el que se instala la deconstrucción (171). En cualquier caso, entre deconstrucción y biopolítica se da en mi opinión la batalla o el conflicto central que genera el libro de Esposito—la primera colocada del lado de la French Theory (en inglés en el texto) y la segunda del lado del Italian Thought (también en inglés en el texto.)   La tercera instancia en combate, la German Philosophy (en inglés allí), es simplemente reconocida, sobre todo en su avatar adorniano, como la ocupadora del lugar estructural de la negatividad (quizás con la excepción de Jürgen Habermas, no cabalmente un pensador de la negatividad, pero reconocido como el gran heredero contemporáneo de la Escuela de Frankfurt). Esa negatividad alemana debe considerarse históricamente como vencida por la “neutralización” impolítica de la deconstrucción (o de pensadores como Lyotard, o de ciertos aspectos infructíferos del pensamiento de Gilles Deleuze o de Michel Foucault), que a su vez resultaría desbancada por la afirmación o afirmatividad (triunfante, efectiva) de un pensamiento italiano del “afuera” en el que se reconoce Esposito mismo, a partir de desarrollos explícitos de temáticas planteadas por Deleuze y Foucault alrededor de la “vida,” y con influencia nietzscheana, y con varios antecedentes italianos tanto lejanos en el tiempo (Maquiavelo, Giambattista Vico, pero también Antonio Gramsci y otros) como cercanos (Mario Tronti, Antonio Negri, Massimo Cacciari, Giorgio Agamben entre los más frecuentados, y también criticados, en el libro).

Pero no es mi interés o mi cometido aquí hacer una reseña que de cuenta de todos los movimientos del magnífico libro de Esposito.   Fundamentalmente me interesa rastrear algunas temáticas de su desarrollo desde mi propia posición en el tinglado, que está más cercana de la deconstrucción que de la biopolítica afirmativa o de los varios intentos (Tronti, también Negri en alguna medida, Cacciari, Agamben) por afirmar una nueva politicidad en el reenganche con la teología política que ha caracterizado tanto del mejor pensamiento italiano de las últimas décadas.   En verdad Esposito complejiza su propia posición al decir que su intento—el intento, por lo tanto, de una biopolítica afirmativa—ya no comparte tampoco ninguna voluntad de reformulación aggiornata de la teología política para el presente, sino que más bien busca su destrucción. La pregunta que queda en el tintero de Esposito, formulada pero no directamente respondida, es si la “destrucción” de la teología política es hoy también la afirmación necesaria del fin de la política (y por esto quizá debamos entender su neutralización impolítica) (188). Sin duda habría modalidades de “destrucción” a considerar, y podría entenderse que toda respuesta debería remitir a la modalidad misma, y no al proyecto destructivo en general. Ostensiblemente Esposito apuesta, en el fin de la teología política, no por el fin de la política, sino por una politicidad militante, en este libro ejemplificada en el último capítulo, que es el repaso crítico de ciertas posiciones recientes sobre una reconstitución del pensamiento político referido a Europa como espacio concreto y por lo tanto necesitado de politicidad concreta.

Al final del libro, Esposito propone tal politicidad concreta como una forma de “gran política:” “Nunca como ahora, en un presente en fuga continua hacia un futuro incierto, hay necesidad vital de la que fue definida como ‘gran política’” (226). El intento de reconstitución de Europa como “potencia civil” (235) es reconducido por él hacia una “potencia popular” con base en las apreciaciones de Maquiavelo y Vico.   Si para Maquiavelo, los grandes buscan oprimir y el pueblo busca no ser oprimido, también en Vico el pueblo, lejos de ser o formar un conjunto de individuos indeferenciado y homogéneo, está constituido por el conflicto mismo, “una clase social opuesta a otra que lo enfrenta y lo contrasta” (237).   Europa como potencia popular concibe su gran política como la de la formación de un pueblo, entendida como la formación de una clase que rehusa ser oprimida y antagonista con respecto de la clase opresora: “el proceso de unificación política de Europa . . . será el resultado de una dialéctica política real. Ya no responderá a la orden de la máquina teológico-política que aprisiona nuestras vidas, sino que trabajará en su desmontaje” (238).   Con ello sin duda se formula un proyecto de gran política europea, pero también en ello la especificidad política de la biopolítica afirmativa se hace difusa, y está más reclamada que demostrada. La gran política no debe confundirse con la política de brocha gorda. Para compensar este problema me referiré al final de este texto al libro de Esposito de 2014 Le persone e le cose. (Dejo fuera de consideración por el momento Due. La macchina della teologia politica e il posto del pensiero, de 2013.)

Conviene darle a Esposito el necesario crédito cuando afirma que su división del campo de pensamiento entre German Philosophy, French Theory e Italian Thought no obedece a una pulsión nacionalista. Cualquier interés nacionalista sería inconsistente con la tematización del afuera como instancia privilegiada del pensamiento del último siglo.   La biopolítica se instala afirmativamente en el afuera, puesto que para Esposito sólo un afuera entendido desde la afirmación alcanza efectividad política—y esto es lo que los “alemanes” y los “franceses” nunca habrían llegado a concebir.   La crítica es clara y fuerte: la negatividad frankfurtiana, al margen de sus méritos filosóficos, resulta tan políticamente ilusa como la neutralización francesa, que se pierde en consideraciones máxima o maximalistamente impolíticas.   Frente a ellas se hace necesario afirmar una politicidad afirmativa y concreta que sólo el Italian Thought, al término de su evolución hasta el presente, estaría en condiciones de ofrecer.   Las consecuencias de tal análisis podrían resultar quizá contraintencionalmente incómodas—Esposito mismo ofrecería en su versión de la biopolítica una politicidad filosófica que resolvería las aporías del pensamiento del último siglo y las abriría a un futuro potencialmente triunfante: la biopolítica afirmativa cerraría la crisis del pensamiento ya iluminada por Husserl y Heidegger, por Valéry y Ortega y Wittgenstein y Spengler, en las primeras décadas del siglo XX.  Es o parece mucho decir.

Una de las críticas que le hace Roberto Esposito a la French Theory (concretamene presentada como la importación a Estados Unidos de un pensamiento francés que era ya en sí una reacción a la German Philosophy, sincopada en la Escuela de Frankfurt) es que se entrega a una literaturización del pensamiento que la priva de cualquier posibilidad de antagonismo con respecto de algún real; ese problema, que ya estaba en el pensamiento francés, se potenciaría en la recepción norteamericana. La literaturización del pensamiento es precisamente su impolitización, de forma compleja. Refiriéndose concretamente a Derrida, Esposito dice, por una parte, que “la política implícita en sus textos no nace tanto de una teoría de lo político cuanto, en todo caso, de una suerte de resistencia en sus confrontamientos o comparaciones—de una alergia respecto de toda filosofía normativa. En ese sentido no se puede hablar de despolitización de un discurso, como el de Derrida, dotado de una politicidad inmanente, implícita en la práctica deconstructiva misma” (130). Pero, por otra parte, “no se puede tampoco sostener que la investigación filosófica de Derrida comporte un gesto efectiva o eficazmente político” (131). Es decir, para Esposito, por un lado la politicidad de la deconstrucción es inmanente al gesto deconstructivo que rechaza toda politización normativa. Por otro, no alcanza politización efectiva.  Se queda, en otras palabras, en “literatura.”

Pero quizás se hace patente aquí el gesto de intentar calzar la deconstrucción en una noción de política que la deconstrucción habría desechado de entrada. La noción de “impolítica” que usa Esposito, referida por supuesto a su propia obra Categorie dell’impolitico, de 1988, se hace insuficiente: “También sus obras más recientes . . . permanecen impolíticas como las primeras. Y eso no obstante los evidentes esfuerzos del autor . . . por asumir como objeto categorías políticas, como la de democracia” (131). Esposito empieza a forzar su argumento mediante esta contradicción en su propia caracterización, que parecería efectivamente reducir cualquier versión de politicidad a un principio de acción, y que sólo tiene solución atribuyéndole a Derrida (y a la totalidad de la French Theory de paso) una “lógica de la neutralización” de cualquier decisión práctica (131). Eso significa, en la explicación de Esposito, atenerse a una lógica “excluyente del conflicto” y “más acá de la línea de lo político” (131). A partir de ello, Esposito incurre en una reducción que excede fundamentalmente sus propias presuposiciones. Dice que en Derrida o desde Derrida “no se puede ya distinguir al amigo del enemigo, ni poner en práctica ningún vínculo que no esté ya de antemano desligado o desvinculado” (131).  A la “política de la separación” invocada por Derrida en Politiques de l’amitié (1994), Esposito opone una “separación de la política” (131), y este es un gesto que a mí me parece ilegítimo. Obviamente, es un gesto que hay que leer en retrospectiva, desde la “gran política” del final de libro, como un desmentido a toda posibilidad de la deconstrucción de establecerse políticamente en el universo del conflicto maquiaveliano-viquiano a favor de una “potencia popular” que rechace la opresión. La deconstrucción, dice Esposito, no puede tomar partido, y queda suspendida en la inopia neutralizante.

Pero no hay separación de la política en la política de la separación. Podría incluso pensarse que la política de la separación es la llamada, o una llamada, a una hiperpolitización, en cuanto tal repolitizante, en sí bien alejada de presupuestos teológico-políticos, incluyendo en ellos la corriente sustitución del concepto de voluntad general por el de hegemonía efectiva.   La política de la separación es necesariamente posthegemónica. Al menos así la entiende la reflexión infrapolítica, desde el lado de la deconstrucción y desde el lado postheideggeriano, pero también desde el lado subalternista y postcolonialista.   La política de la separación es una práctica parrésica radical que rehusa cualquier intento de sumisión del existente singular a cualquier instancia de orden y a cualquier instancia comunitaria en sí devenida autoinmunitaria.  Como ejemplo, y con todo respeto a algunos amigos míos, estamos viendo en estos días, en lugares donde se hace posible un cierto movimiento de la izquierda política “nueva,” el peligro de la apelación sostenida, como fuego de pólvora en redes sociales por ejemplo, a una especie de siniestro cierre de filas (por suerte lejos de estar consumado, y de ahí la importancia política de mencionarlo aquí) de sus fieles a favor de la unidad de y la necesaria confianza en las fuerzas de cambio—en tales casos se hace factible y deseable, incluso imperativo so pena de muerte social, comulgar con ruedas de molino en pro de una constitución de comunidad cerrada, cuyo arcaico modelo afectivo quizás sea para nuestro presente, y a pesar de todo, a pesar del 15-M, todavía el viejo partido comunista de cuño leninista-stalinista.   Pero la constitución de comunidad cerrada coloca siempre a la comunidad en una tesitura autoimmunitaria en la cual la comunidad consuma su propia destrucción: en el cierre comunitario o partidista a favor de la unidad de posiciones, a favor de la constitución hegemónica, se suspende la política y se afirma sólo la fe. La política de la separación, la infrapolítica, está abiertamente contra eso, y no sólo en condiciones de poder constituido, donde el silencio o el conformismo se piden desde instancias institucionales ya formalizadas.   También es así, y sobre todo debiera ser así, en condiciones de poder constituyente, en las que el silencio y el conformismo y la adhesión inquebrantable al líder o líderes (en general, los que más hablan) llevan a una suspensión militante de la política y minan desde dentro cualquier promesa de emancipación efectiva del poder, aunque el poder se plantee como nuevo poder contrahegemónico. Ahí no hay literatura. Estar contra ello tampoco es literatura. Se trata más bien de una hiperpolitización no impolítica, sustraída a condiciones teológico-políticas de existencia, y que desde luego se situa en las antípodas de cualquier biopolítica afirmativa, si por biopolítica afirmativa hemos de aceptar la celebración principial de la vida comunitaria en cuanto tal, de la comunión en cuanto tal. Pero aquí conviene ver con algún detalle lo que dice Esposito para no ser injustos en la argumentación. Por lo pronto, este argumento repite lo que dice Giorgio Agamben sobre la polaridad poder constituyente-poder constituido, que Esposito sanciona.

Comentando la “perspectiva mesiánica” de Agamben, y comparándola con la perspectiva escatológica de Tronti y la perspectiva katechóntica de Cacciari, y preguntándose si el fin de la teología política implica necesariamente un fin de la política, Esposito hace alusión a los párrafos de L’uso dei corpi en los que Agamben abandona la polaridad poder constituyente-poder constituido, denunciándola no sólo como intrínsecamente político-teológica sino como condenada a la inefectividad (todo lo constituyente acaba en constituido, todo lo abierto se cierra, todo lo liberador termina oprimiendo, y esto pasa de entrada a partir de la llamada a la constitución de un poder, en su doble versión. Dice Agamben: “para el potencial destituyente es necesario pensar estrategias enteramente diferentes, cuya definición es la tarea de la política por venir. Un poder que ha sido desbancado con violencia constituyente resurgirá en otra forma, en la dialéctica incesante, inganable, desolada, entre poder constituyente y poder constituido, entre la violencia that pone a lo jurídico en su sitio y la violencia que lo preserva” [Use 266]). Pero Agamben está, para Esposito, todavía buscando “una diversa figura de la política” (193). Agamben la llama “potencia destituyente.” La crítica de Esposito es que la potencia destituyente está todavía presa en el dispositivo teológico-político: “el ‘fin’ de la teología política está [en Agamben] evocado en un lenguaje teológico-político, en este caso de carácter mesiánico” (193). Es necesario dar un paso más en el sentido de una salida de lo teológico-político, que no podrá de ninguna forma hacerse desde la categoría subordinada (es decir, todavía interna a la teología política) de secularización, ni desde ninguna de sus variantes (desencanto, profanación). Esta es la cita: “la ‘resolución,” en el sentido literal del término, de la teología política no pasa por la categoría de secularización. Como no pasa por las de de ‘desencanto’ o de ‘profanación,’ desde el momento en que esas se colocan en el reverso de lo que dicen contestar.   Están, esto es, necesariamente presas en la dialéctica que las une, en negativo, al encanto y a lo sagrado” (194). Contra la posición mesiánico-secularizante de Agamben, Esposito apela a un paso más en la crítica, por fuera de la noción, ya criticada por Georges Bataille entre otros, de que la transgresión de la ley la destruye en lugar de mantenerla y confirmarla. Parece difícil imaginar que este sea un argumento que se le escape al mismo Agamben. Si no se le escapa, entonces lo que hay que concluir es que Agamben no tuvo ni tiene ninguna intención de llevar la teología política a su fin. La precisa. Me pregunto si lo mismo es cierto para Tronti y para Cacciari. Esposito afirma su sustracción a tal problema, pero lo hace contra la neutralización literaturizante de la impolítica deconstructiva.

El “hos me” (“como si no”) paulino, que es en Agamben la marca de su posición “destituyente,” puesto que desobra la ley en la fe y abre una nueva figura de la política en su versión secularizada, es a mi juicio efectivamente iluso como figura de la política y por ende también como figura de una nueva política. Agamben se equivoca en su insistencia en una “diversa figura de la política,” en lugar de agarrar el toro por los cuernos. ¿No hace Esposito, de otra manera, lo mismo? Vamos por partes.

El capítulo dedicado a la explicación propositiva, “Italian Thought,” propone como tesis central la noción de que “el pensamiento italiano” es “la tentativa de conferir forma política” a lo que en la dialéctica negativa de Adorno, en la “dinámica entre poder y resistencia” teorizada por Foucault, o en la “dicotomía entre ‘molar’ y ‘molecular’” en Deleuze, para no hablar del énfasis excesivo en la muerte en el paradigma derridiano, para el que la vida es primariamente sobrevivencia, “descansa sobre un plano inevitablemente impolítico” (170). La “materia” del discurso filosófico italiano ya no será ni lo social ni la escritura ni el “circuito neutral de la equivalencia entre las fuerzas” (171), sino “lo político aprehendido en su inevitable dimensión conflictual” (170).   En la reflexión italiana contemporánea, dice Esposito, hay tres bipolaridades conceptuales que mueven al pensamiento (entendido como “algo que, más que preceder a la praxis, nace de ella de forma que sobrepasa tanto la autonomía de la filosofía como la neutralidad de la teoría . . . el pensamiento está en cuanto tal siempre ‘en acto,’ activo y actual, de la misma forma que todo acto lleva dentro de sí una traza de pensamiento” [158-59]) hacia su politicidad radical. Las dos primeras remiten a la primera obra de Mario Tronti, sobre el par trabajadores y capital, y a la meditación de Negri sobre el poder constituyente. La tercera remite a la obra del mismo Esposito, y a la polaridad entre comunidad e inmunidad. Esposito explica que el sentido de comunidad registrado en su propia obra no refiere primariamente a identidad alguna, sino más bien a una “alteridad constitutiva” que remite a una “exteriorización” y a una “contaminación recíproca” (179).   Ahora bien, el énfasis en el munus antes que en el cum permite radicalizar el pensamiento de comunidad hacia su valencia política, y contra la “expropiación” deconstructiva aparente por ejemplo en Jean-Luc Nancy (180). Munus es común a comunidad e inmunidad: “Si la communitas liga a sus miembros en un empeño recíproco, la immunitas los exonera de tal deber. Como la comunidad reenvía a algo general, la inmunidad remite, al contrario, a la particularidad privilegiada de una condición sustraída a la obligación comunitaria” (181).   Y esto último es el problema.   Hoy, para Esposito, habríamos ya sobrepasado la necesidad inmunitaria moderna, habríamos excedido el límite antes del cual la inmunidad puede proponerse como efectivamente política, y hemos llegado a un estadio en el que la inmunidad, y por ello cualquier sobreénfasis inmunitario, no es más que “una jaula en la cual termina por consumirse no solo la libertad, sino también el sentido mismo de la existencia—esa apertura al afuera al que se le ha dado el nombre de comunidad” (181).

La comunidad viene así a ser entendida como el nombre mismo de la política contemporánea, e incluso la posibilidad de un vencimiento del nihilismo inmunitario.   Hoy, para Esposito, “lo común deviene la forma, real y simbólica, de resistencia al exceso de inmunización que captura sin término” (181). El Italian Thought tiene por lo tanto que ser definido, en su ápice, como pensamiento comunitario, desde un entendimiento de la comunidad como la fuerza activa con respecto de la cual la inmunidad es fuerza reactiva.   Puede entenderse la reflexión precedente, la reflexión moderna, como una elaboración y puesta en circulación de “una serie de narrativas orientadas a equipar respuestas inmunitarias siempre más y más eficaces contra los riesgos, reales y presuntos, de la relación humana. Lo político moderno no se caracteriza, en cuanto tal, ni por la norma ni por la excepción, ni por la inclusión ni por la exclusión, sino por la inmunización de una vida privada de protección trascendente y entregada a sí misma” (183).   La biopolítica afirmativa tiene como misión revertir tal proceso, buscando “la desactivación de los aparatos de inmunización negativa y la activación de nuevos espacios comunes” (183).  La biopolítica afirmativa, empeñada en una reactivación de lo común, se enfrenta sin embargo a la ausencia de estatutos jurídicos vueltos hacia la institución de lo común, a la ausencia de léxico sobre lo común, y a la ausencia de categorías conceptuales desde las que pensar lo común—dado que durante largos siglos el paradigma de inmunización “y su lenguaje teológico-político” ha organizado nuestro mundo.

La práctica del afuera, si alguna vez fue lo contrario, o más bien, aunque en la larga modernidad haya sido lo contrario, es hoy práctica comunitaria, en cuanto tal entendida como la búsqueda de desactivación de instancias inmunitarias tales como las dependientes del privilegio de las clases altas, cuya resolución es la opresión de aquellos que prefieren no ser oprimidos.   Esta es la propuesta de Esposito de una biopolítica afirmativa, que efectivamente reformula y orienta la posición maquiavélica ya mencionada, y que efectivamente propone un programa de acción.

En ese sentido, y volviendo a la escisión entre deconstrucción y biopolítica a la que he llamado el conflicto central del texto, conviene examinar hasta qué punto la deconstrucción sólo merece ser leída en clave inmunitaria y contracomunitaria.   Cabe decir que la deconstrucción ocupa ese lugar de enemigo privilegiado y honrado porque Esposito parece entender la deconstrucción también como algo que ha vencido el lenguaje teológico-político.   Para decirlo quizá de forma algo reductora, si deconstrucción y biopolítica afirmativa en la versión de Esposito son las dos únicas instancias visibles de pensamiento en las que parece haberse vencido la arquitectónica teológico-política, entonces es tanto más importante eliminar el residuo inmunitario y neutralizante de la deconstrucción.

De ahí que el pensamiento comunitario tenga que partir de un rechazo fundamental a la propuesta infrapolítica básica, representada por unas palabras de Nancy que Esposito critica: “El pensamiento no dicta y no garantiza lo que se debe decidir ni que se lo decida. Esta es su archi-ética y su responsabilidad específica” (133).   De la misma forma, en “Force de loi,” Derrida elabora la noción de que la decisión está siempre por fuera del sujeto, en la medida en que cualquier decisión ocurre por fuera de todo programa, o no sería decisión. Más tarde en su obra Derrida elabora la noción de decisión pasiva, con la que intenta lidiar con ese problema, que es el de la relación entre sujeto y decisión como modulación de la relación entre teoría y práctica. La deconstrucción intenta pensar la relación existencial por fuera tanto del programa como del sujeto, porque atiende a prácticas de vida “pasivas” en ese sentido derrideano. Para Esposito, a partir de su definición ya dada de pensamiento, se trata de lo contrario: el pensamiento nace de la praxis y es siempre por lo tanto modalidad de decisión. Contra lo que Esposito llama la explosión interna y vertical del paradigma teológico-político en Heidegger (194), basada en una revisión radical de las relaciones entre ser y pensar, lo que el Italian Thought busca sería por lo tanto una nueva vinculación alternativa de ser y pensar, o de teoría y práctica. Para Heidegger la relación teoría-práctica es retrotraíble a la vieja frase de Parménides sobre la mismidad de ser y pensar. Por supuesto Heidegger tiene una relación ambigua con esa frase, que en sus textos puede remitir a lo que quiera que quedara en tiempos parmenídeos de una manifestación de la physis no olvidada, y visible como desocultamiento, o puede remitir a su olvido.  Atengámonos a esto último.  Para Heidegger la vinculación moderna o ilustrada entre teoría y práctica, un eco de la vieja frase parmenídea, es ya una consecuencia del olvido del sentido del ser, y más: una consecuencia del rapto principial del ser de los entes hacia el uno ontoteológico, cuya ejecución en la historia de occidente lleva el nombre de lumen naturalis o ratio. Heidegger pide una nueva vinculacion, cuyo lugar es la Lichtung–el humano, ya no entendido primariamente como animal rationale sino como Da-sein, puede abrirse al mundo en el “acontecimiento de apropiación” que maltraduce Ereignis. Pero Heidegger resistiría fundamentalmente la transcodificación de Ereignis-Dasein-Lichtung hacia teoría-práctica o práctica teórica. La deconstrucción, en tanto deudora de la destrucción del vínculo moderno entre teoría y práctica, no formula su posición para afirmar el ensimismamiento de la teoría ni el valor puro de la práctica, sino cabalmente para algo totalmente distinto, transversal y excesivo con respecto de esas dos acotaciones teológico-políticas. Hay una reconstitución posible de la relacion pensamiento-existencia que parte de la frase de Nancy citada arriba, y que no puede darse contra ella, sin que por otro lado se ajuste a la definición de Esposito.   Para mí es justo eso lo que desmiente la crítica que le hace Esposito a la deconstruccion. La deconstrucción no puede pensarse como contenida en el paradigma inmunitario.

La deconstrucción es, más bien, la sustracción respecto a la llamada por Esposito “precedencia lógica” (182) de la comunidad respecto de la inmunidad, tanto como resistiría la inversión de tal precedencia. En el paradigma biopolítico-afirmativo, la comunidad debe imperar hoy sobre cualquier intento de activación inmunitaria. La pregunta obvia es: ¿hasta cuándo? Si la modernidad puede definirse como la historia del exceso inmunitario contra la comunidad, ¿en qué momento de una nueva política efectiva vamos a poder decir, a vernos obligados a decir, que el exceso comunitario desborda—ha desbordado ya—sus propias condiciones y amenaza la necesaria inmunidad del existente singular, sin la cual no hay no solo libertad, sino tampoco sentido de la existencia?

Así,  Da fuori no alcanza a cumplir su estrategia destructiva respecto de la deconstrucción. Al contrario, la deconstrucción permanece como límite efectivo, hiperpolítico y no neutralizante, y precisamente por eso también infrapolítico, ante una llamada política que no acierta a dar cuenta cabal de sus propias condiciones de enunciación. En el libro que antecede a Da fuori, Le persone e le cose, Esposito termina remitiendo a una pesadilla no resuelta. Si, para Esposito, el fenómeno político fundamental de nuestro tiempo es que “masas ingentes se multiplican en las plazas de medio mundo” y “sus palabras se encarnan en cuerpos que se mueven al unísono, con el mismo ritmo, en una única onda emotiva,” si “todavía desprovistos de formas organizativas adecuadas, cuerpos de mujeres y de hombres empujan los bordes de nuestros sistemas políticos, pidiendo transformarlos de forma irreducible a las dicotomías que han por largo tiempo producido el orden político moderno,” esa llamada “novedad radical” del “cuerpo viviente de las multitudes” no sólo pide un nuevo léxico comunitario, sino que también precisa de una respuesta que interrumpa la vinculación exclusiva entre política y comunidad—algo que parece plantearle dificultades conceptuales a la biopolítica afirmativa.   Pero ese es el sentido de lo que Derrida llamaba “política de la separación.”

Obras citadas

 

Agamben, Giorgio. The Use of Bodies. Adam Kotsko trad. Stanford: Stanford UP, 2016.

Esposito, Roberto. Categorie dell’impolitico. Bolonia: Il Mulino, 1988.

—. Da fuori. Una filosofia per l’Europa. Turín: Einaudi, 2016.

—. Due. La macchina della teologia politica e il posto del pensiero. Turín: Einaudi, 2013.

—. Le persone e le cose. Turín: Einaudi, 2014.

 

Picaresca y autografía intelectual. Por Alberto Moreiras.

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El extraordinario discurso sobre la costumbre, de Guzmán de Alfarache 2.3.7, dice entre otras cosas: “Tanta es la fuerza de la costumbre, así en el rigor de los trabajos, como en las mayores felicidades, que, siendo en ellos importantísimo alivio para en algo facilitarlos, es en los bienes el mayor daño, porque hacen más duro de sufrir el sentimiento dellos cuando faltan . . . Algunos la llamaron segunda naturaleza, empero por experiencia nos muestra que aún tiene mayor poder, pues la corrompe y destruye con grandísima facilidad . . . Sigue la noche a el día, la luz a las tinieblas, a el cuerpo la sombra. Tienen perpetua guerra el fuego con el aire, la tierra con el agua y todos entre sí los elementos. El sol engendra el oro, da ser y vivifica. Desta manera sigue, persigue y vivifica a la costumbre . . . Es la costumbre ajena y el tiempo nuestro. El es quien le descubre la hilaza, manifestando su mayor secreto, haciendo con el fuego de la ocasión ensaye de sus artes; con experiencia nos enseña los quilates de aquel oro y el fin a donde siempre van sus pretensiones encaminadas, y quien comigo no tuvo alguna misericordia, pues en breve hizo público lo que siempre con instancia procuré que fuese oculto.”

Guzmán, habiendo sido abandonado por su segunda mujer, por él prostituida, quien prefirió a un capitán de galeras napolitano, se apresta a servir a una “cierta señora que tenía su marido en las Indias.”   La estafa que tramará contra ella lo llevará a él mismo a galeras, y no como amante del capitán.   Es entonces, en la cúspide de la mala fortuna, al faltar esperanza de vida otra, en la galera perpetua que es imagen de la muerte, cuando la costumbre es revelada por el tiempo—lo que es ajeno, la costumbre, entendida quizá como querencia y pecado, quedará por el tiempo sellado como lo más propio, y así coinciden carácter y destino.   En todo ello el Guzmán se muestra como “atalaya de la vida humana,” como reza el subtítulo de la novela.

Es esto lo que pide o impone un cambio de óptica en la lectura del Guzmán, y con él quizá de toda la picaresca, género marrano por excelencia, género posthegemónico: un pequeño ajuste.   Pensémoslo entonces, como propone Mateo Alemán, como atalaya real de la vida humana, alegoría cuya ambición es mucho más que moralista, y cuyo alcance arrastra mucho más que la vida literal del pícaro como imagen del pobre subalterno desposeído.   Quizá el cuadro de Goya que pongo arriba pueda servir como referencia. La Celestina es en él la “costumbre,” la sombra “ajena” que sigue nuestro cuerpo en cada caso. En el Guzmán no se afirma que todo sea guerra, como dicen las primeras páginas de Celestina—se afirma sólo que, en la guerra entre las cosas, el tiempo gana y revela lo que desde siempre hemos querido oculto; y entonces la costumbre descubre su verdad, y la trampa resplandece como trampa, o la caída como caída originaria.  Toda la estructura moralizante de la novela no puede ocultar el sustrato salvaje en el que se asienta: la costumbre cobra siempre precedencia, hasta perder la guerra contra el tiempo.

La picaresca como autografía intelectual fuerza a compulsar la vida del lector con la historia del pícaro, no en lo más aparente, sino en sus trazas esenciales.  No se trata de  leer desde la buena conciencia, sino que se impone una lectura trágica.  O pícaro o hipócrita, y por ello doblemente pícaro.  Quizá por ello pueda considerarse el género la más grande contribución literaria hispánica a lo que hoy ha dado en llamarse “cultura global,” si es que tal engendro admite contribución alguna.

 

¿Comunismo o infrapolítica? Comentario a La vraie vie de Alain Badiou (París: Fayard, 2016). Por Alberto Moreiras.

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“et, en compagnie de l´humanité tout entière, inventer les étapes de la symbolisation égalitaire” (54)

En el primer ensayo, el filósofo tiene setenta y nueve años, se siente viejo, y quiere hablarles a los jóvenes. Son dos errancias, la errancia de los que tienen delante de sí un destino confuso, cruzado de pulsión de muerte, habitado sólo por la proliferación de placeres sin sentido, consumista, vacío, “suspendido en lo inmediato del tiempo” (16) (cuya alternativa sólo para un cierto porcentaje es “encontrar un buen lugar en el orden social existente” [17]), y la errancia sin errancia de los viejos sin autoridad, condenados a esperar su segunda muerte (pues la primera muerte es la de la vejez sin más) en morideros medicalizados.   De la conjunción de ambas errancias sale, dice Badiou, una “idea militante” (34): una alianza, “contra los adultos de hoy” (34), a favor de la verdadera vida, una alianza propiamente filosófica, pues “la filosofía, su tema, es la verdadera vida” (14).

La crisis hoy no es la crisis del capitalismo financiero, sino la gran crisis simbólica, preparada desde el Renacimiento, que consuma la salida de la modernidad, y que se consuma en un principio general de equivalencia a cargo del dinero. Esta “crisis gigantesca de la organización simbólica de la humanidad” (43) no tiene precedente, aunque esté muy precisamente anunciada por Marx y Engels en su Manifiesto comunista.   Nuestro mundo es el mundo de las aguas heladas del cálculo egoísta, con respecto del cual hay tres reacciones: la “apología ilimitada del capitalismo” (45), “el deseo reactivo de un retorno a la simbolización tradicional, jerárquica” (46), o el deseo comunista, que postula la invención de una nueva “simbolización igualitaria” (47).   El conflicto real—por oposición a las falsas contradicciones, o contradicciones secundarias, entre partidarios del capitalismo o reaccionarios arcádicos, o entre opciones de gestión del capitalismo ilimitado dentro de una democracia liberal en sí desbordada por la muerte de la simbolización–es el conflicto entre el deseo comunista—la simbolización igualitaria—y “la visión a-simbólica del capitalismo occidental, que crea desigualdades monstruosas y errancias patógenas” (47). Para el viejo filósofo, ahí, en la invención de eso que se puede o podrá hacer, la construcción de una “nueva idea de la vida colectiva” (51), está “la verdadera vida, situada más allá de la neutralidad mercantil, y más allá de las viejas lunas jerárquicas” (52)—también más allá de la línea de encuentro entre los que no tienen nada que perder, pues han perdido ya su tiempo, y los que lo tienen todo que perder, puesto que tienen todavía tiempo. El comunismo, es decir, la simbolización igualitaria (el comunismo no tiene otra marca en este texto que la simbolización igualitaria de la humanidad entera), es la salida positiva del nihilismo planetario impuesto por el dinero como principio general de equivalencia y único referente universal: un desideratum.

Pero ¿cómo se trama o tramaría tal simbolización igualitaria? ¿Por dónde empezar a pensar una situación que, desde nuestro presente, no encuentra de sí más que la traza de una idea, ni siquiera un enunciado? No es cuestión de política, dice Badiou sin decirlo, en los dos ensayos que siguen al primero, sino que cabe antes concebir la verdadera vida, y eso no puede hacerse de cualquier manera, sino que se hace desde al menos dos posiciones, “según lo que sea una muchacha o un muchacho” (117).

El segundo ensayo se ocupa con cierta rudeza de los muchachos.   Los muchachos, destinados en la sociedad tradicional a ser hombres en el cumplimiento de ciertos rituales iniciáticos cuya función es la asunción del Nombre del Padre siguiendo la estructura dialéctica explicitada por Freud (en Totem y tabú y Moisés y el monoteísmo), tienen hoy mala estrella, como no podría ser menos desde la hipótesis de que la muerte de la simbolización tradicional, del orden de la Ley, impone “un pensamiento de la verdad desgajado de toda trascendencia. El Dios está realmente muerto. Y como el Dios está muerto, el Uno absoluto del cierre masculino no puede ya regir la organización total del pensamiento simbólico y filosófico” (114). Queda a lo sumo un “cristianismo sin Dios. Cristianismo porque es el hijo el que es promovido como nuevo héroe de la aventura que, en la modernidad mercantil, no es sino moda, consumo y representación, todos atributos nativos de la juventud. Pero sin Dios, lo que quiere decir sin orden simbólico verdadero, porque si los hijos reinan, es sólo sobre lo aparente” (64).   El mito freudiano se liquida en una escansión sin fundación, “abocada a la repetición, y así gobernada en definitiva por la pulsión de muerte” (66).   Ya no hay ascensión del hijo, hay sólo caída del padre.

La iniciación del muchacho es sólo una iniciación al mercado, “a la circulación de los objetos y a la vana comunicación de signos e imágenes” (68).   Es una iniciación sin iniciación, una iniciación vacía que no logra la entrada del muchacho en la hombría sino que lo reduce a la adolescencia perpetua. Para ella detecta Badiou tres posibilidades: el “cuerpo pervertido,” que es un cuerpo sin sujeto, un cuerpo sostenido en la repetición inerte, un cuerpo sin idea (69-70); el “cuerpo sacrificado,” que es el cuerpo que busca con desespero un retorno a la tradición, que busca librarse del cuerpo pervertido en el abrazo mortífero de la Ley y que encuentra su única subjetivación imposible en el martirio (70); y el “cuerpo merecedor,” el cuerpo medio del que tiene mérito o hace méritos, el cuerpo que abraza la equivalencia general como su única ley posible, vendiéndose en el mercado al precio adecuado (71). Estas tres figuras o tipos de cuerpos marcan lo que llama Badiou “el hijo desiniciado” (73).   El muchacho confrontado con su desiniciación terminal sólo podría acogerse a una nueva práctica de verdad, según las modalidades badiouanas: el cuerpo pervertido encontraría su rescate en el amor, como el cuerpo sacrificado podría optar por una política del no-poder, como el cuerpo merecedor podría salir de sí mismo en la invención intelectual, en la ciencia o en el arte.   Pero no sabemos cómo: sólo queremos creerlo, o le damos fe en la justa medida en que la filosofía no puede aspirar a otra función que la de ayudar a la verdadera vida, y eso implica postular que la filosofía puede “ayudar a que la cuestión del hijo, sustraída a la tipología de los tres cuerpos, sea restituida a las verdades” (80-81). No me parece un estado de cosas particularmente prometedor, a pesar de que la alternativa es la resignación a que los muchachos no puedan en el futuro hacer otra cosa que ocuparse del “servicio de los bienes,” en la expresión lacaniana, sin poder acceder por ello a subjetividad alguna.

Las muchachas son tratadas, interesantemente, con mayor simpatía a la larga. Pero no sin un nuevo ejercicio de destrucción previa: si para los muchachos el fin de la iniciación entrañaba la inmovilidad de la adolescencia infinita, para las muchachas “la ausencia de separación exterior [en el pasado función de la mediación masculina en el matrimonio] entre hija y mujer, entre hija joven y mujer madre, entraña la construcción inmanente de una feminidad que llamaremos prematura” (90). La muchacha es hoy siempre de antemano mujer, prematuramente.   Recordemos que el fin de la simbolización condena a la vida a ser vida sin idea (el imperativo del capitalismo contemporáneo es para Badiou: “!Vive sin idea!” [96]): los jóvenes machos están entregados a una vida estúpida, cifrable en la “adolescencia consumista y competitiva eterna” (94). A las mujeres la estupidez les adviene de otro modo: “por la imposibilidad de ser muchachas, de estar en la gloria de ser muchachas, y por un hacerse-mujer prematuro que orienta el cinismo del devenir social” (94-5). En estas circunstancias cabe exagerar un poco y presentar al mundo como “una tropa de adolescentes estúpidos dirigidos por mujeres carreristas y hábiles” (96).   Pero las cosas no terminan ahí en el análisis de Badiou.

Sobre la mujer se opera hoy una extraordinaria presión: “El capitalismo contemporáneo demanda, y terminará por exigir, que las mujeres tomen sobre sí la forma nueva del Uno que este capitalismo busca para sustituir al Uno del poder simbólico, para sustituir al poder legítimo y religioso del Nombre del Padre” (107).   Ese nuevo Uno es el Uno del capitalismo competitivo y consumista, para el que los muchachos-hombres, es decir, los hombres-muchachos, sólo pueden ofrecer un ansia precaria y lúdica. La demanda a las mujeres es que ofrezcan, que tomen sobre sí ofrecer, “una versión dura, madura, seria, legal y punitiva” de tal nuevo Uno: “Por eso existe todo un feminismo burgués y dominador,” dice Badiou, cuya reivindicación no es crear un mundo nuevo, “sino librar el mundo tal como es al poder de las mujeres” (107).   En frase provocativa dice Badiou que es en ese sentido que las mujeres constituyen hoy “el ejército de reserva del capitalismo triunfante” (108).

En esas circunstancias, con mujeres cuyo Uno es infinita y crecientemente más sólido que el de los hombres, ¿por qué no empezar a prever la desaparición del sexo masculino? ¿Para qué serviría concebiblemente este último—sólo función de zángano o de su equivalente hormiguero, en un mundo técnico que puede suplirla con creces?   Pero Badiou piensa que también en el caso de las mujeres es posible a la vez aceptar su destrucción como entidades tradicionales sin aceptar necesariamente su nueva función como ejército de reserva del capital (112). También aquí es posible imaginar una interrupción de la pulsión de muerte. Para ello hay que ligar también lo femenino, “por primera vez,” dice Badiou (113), a un “gesto filosófico,” en la medida en que no podría ser un mero gesto “ni biológico ni social ni jurídico” (113).   Badiou dice que él “les [da su] confianza, absolutamente” (115) para “devenir la nueva mujer” (115) que pueda entregarse, en su abrazo de las cuatro verdades (amorosa, política, científica, artística), a una nueva producción simbólica, a una “nueva simbolización universal” que tendría que ser comunista, pues aquí concluye el tercer ensayo, y con él el librito.

Y no nos deja mucho más sabios, a pesar del brillo indudable de sus especulaciones. En el primer ensayo, Badiou propone un compromiso militante a favor de la idea de una nueva simbolización igualitaria sin especificarla en modo alguno; en el segundo, una destrucción de la diferencia sexual tradicional, que continua en el tercero, y que se resuelve en una cuestión de fe optimista sobre la capacidad de todos los jóvenes, de uno u otro sexo, para abrazar una nueva dispensación de verdades.   Sólo podemos suponer que tal nueva dispensación, regulada por una perspectiva anti-tradicional, así antijerárquica, sólo puede ser igualitaria. Pero ni siquiera sabemos si la nueva simbolización universal sería todavía una inversión del principio general de equivalencia en cuanto dinero hacia un principio general de equivalencia en cuanto verdad.   El comunismo de Badiou, basado en la producción de una Idea, es todavía un comunismo de la equivalencia, y su simbolización igualitaria reduce la diferencia, empezando por la diferencia sexual, hacia su disolución en lo común.   Quizá la destrucción de Badiou no llega lo suficientemente lejos.  Quizá él también cae en la pulsión de muerte.

Para Badiou la filosofía es, o busca, la vida verdadera. Uno no puede dejar de pensar en la definición que el joven Heidegger propone de la filosofía en su ensayo sobre Aristóteles de 1922. Allí Heidegger dice que la filosofía es “fundamentalmente atea” (367) en la precisa medida en que se ocupa de la vida fáctica, y que trata de buscar su destrucción a favor de un concepto de existencia (367).[1]   La filosofía es “simplemente la interpretación explícita de la vida fáctica” (369), pero es una interpretación orientada: “La existencia se hace inteligible sólo en el hacerse cuestionable la facticidad, esto es, en la destrucción concreta de la facticidad con respecto a sus motivos para el movimiento, con respecto a sus direcciones, y con respecto a sus disponibilidades deliberadas” (366). También ahí busca Heidegger entender la filosofía como vida verdadera, como iniciación a la vida verdadera. La destrucción concreta de la facticidad desde el intento de analizar, en cada caso, las condiciones concretas del tiempo de cada uno, del tiempo histórico de cada uno, sólo puede hacerse a partir del existente singular, pues la vida fáctica es en cada caso la vida fáctica del individuo. La hermenéutica filosófica de Heidegger, como la de Badiou, se aparta de Dios y abandona el Nombre del Padre como ser arcóntico y garante del edificio simbólico.   Y también remite fundamentalmente a la historia y a la historia del presente sobre la base de abrir otra historia: “la idea misma de facticidad implica que sólo la facticidad eigentlich—entendida en el sentido literal de la palabra: la facticidad de cada uno–, esto es, la facticidad del tiempo de uno y de la generación de uno, es el objeto genuino de la indagación” (369). Pero, para Heidegger, “la hermenéutica sólo puede llevar a cabo su tarea en el sendero de la destrucción” (371). Quizás aquí está la diferencia fundamental entre los dos proyectos.  Quizá sólo parezca que la diferencia podría estar en la apelación universal de Badiou contra la apelación al existente singular en Heidegger.

La destrucción abre el camino hacia una metaforización alternativa, hacia una nueva simbolización del mundo, y radical y necesariamente igualitaria, en la medida en que toda existencia es siempre en cada caso la propia, y nadie tiene el derecho de intervenir en la de otro.   Se trata, sin embargo, de una igualdad no equivalencial a la que nadie podría darle de antemano el nombre de comunismo sin someter previamente el comunismo mismo a su destrucción necesaria. No puede haber vida verdadera sin destrucción infrapolítica, no puede haber destrucción infrapolítica desde la postulación ideática de un comunismo universal de la equivalencia.   Aunque, si el comunismo es sólo una nueva simbolización igualitaria, contra el agotamiento del mundo tradicional en la salida de la modernidad y el cierre técnico del mundo, entonces comunismo, infrapolítica, e incluso hermenéutica existencial coinciden. Habría que verlo, en el sendero de la necesaria destrucción de las palabras cargadas de historia, y tratando de evitar toda pulsión de muerte, o de mantenerla a distancia.

PS: Se me dice que el texto de arriba no establece con claridad que el comunismo de Badiou haya de ser forzosamente un “comunismo equivalencial.” Es verdad, pero en ausencia de una especificación clara por parte de Badiou, no podemos sino dejarlo estar. Esa derivación no es arbitraria: es consecuencia necesaria de la ausencia de toda relación crítica (destructiva) explícita con la herencia comunista. Badiou, que en cierto sentido no para de hablar de comunismo, no se molesta en realidad en hablar de comunismo, lo da por supuesto, naturalizándolo como la cosa más obvia del mundo. Esa piedad no puede menos que vincular el comunismo de Badiou, y cualquier otro comunismo que no pase por la destrucción de la ontología heredada, al principio de equivalencia, en el que ser es producción, y la producción garantiza cambiabilidad y sustitutabilidad. Por eso digo que el problema de Badiou es que su destrucción–en este texto sintomatizada en el análisis de la diferencia sexual, pero también confiada a “creer” en la “fuerza natural” y el buen espíritu de los chicos y las chicas del futuro–está muy lejos de ir lo suficientemente lejos.

La ontología produccionista no caracteriza solamente a Badiou, en ausencia de su destrucción explícita, sino a toda la modernidad, incluyendo a Marx (basta ver la primera línea de los Grundrisse, si no todo lo demás.) Tantos años después, sin destrucción de la ontología cualquier apelación al comunismo como idea platónica permanece ciega y vacía—de nuevo, no es caprichosa esta afirmación, sólo consistente con la historia de la reflexión filosófica, y política, del siglo XX. De la misma forma no podríamos sin más tomarnos en serio una apelación a Dios sin comprometer en ella toda la historia del cristianismo. Los mantras no funcionan bien, aunque puedan tener una función propagandística, etc.

Si “comunismo,” en su acepción estrecha (esta sí, arbitraria o caprichosa o demasiado política), sólo remitiera a la simbolización igualitaria, podemos empezar a hablar. Pero para mí no está en absoluto claro que Badiou no sea un pensador del principio de equivalencia–no lo acuso de ello, digo que si no se aclara no podemos sino pensarlo. En el texto sobre Deleuze, Clamor, dice enfáticamente que su intento es continuar la ontología metafísica en su versión platónica, saltándose explícitamente la destrucción heideggeriana. Esas cosas tienen sus implicaciones.

La mathesis universalis es un momento central en la construcción del produccionismo metafísico, por ende en la equivalencia funcional de todos los objetos respecto del sujeto, y de todos los sujetos desde el acontecimiento arcóntico de verdad. Eso no se lo salta un mustang texano.

La verdad, como ha dicho Badiou cientos de veces, es producción de verdad. Y el sujeto es sometimiento al proceso productivo. De ahí, todos los sujetos son equivalentes, excepto los sujetos oscuros, mal subjetivados, que son el enemigo necesario.

No podemos cifrar la tarea del pensamiento en la ingeniería produccionista que afirma la necesidad de “construcción,” es decir, de producción, de un “sujeto,” es decir, de un individuo subjetivado en su verdad militante, “comunista,” es decir, igualitario en general, sin más precisiones. La discusión en todo caso empieza y no termina ahí.

(Para mí lo que está realmente en juego no es la idea del comunismo, tan largo me lo fiáis, sino la determinación de qué puede ser el pensamiento hoy: Badiou dice, “es la vida verdadera.” Sí, pero en qué términos? Coincide la vida verdadera con la producción de un nuevo sujeto afincado en la subjetivación comunista? Yo no lo puedo creer. Tampoco desecharlo del todo, porque a la infrapolítica sí que le interesa fundamentalmente la “simbolización igualitaria.” Pero hay mucho más en juego, que la palabra “comunismo” usada como martillo oculta y desfigura.)

 

[1] Martin Heidegger, “Phenomenological Interpretations with Respect to Aristotle: Indication of the Hermeneutical Situation.” Man and World 25 (1992): 355-93.