Hugo Ball y la ratio teológica-política. (Gerardo Muñoz)

En los últimos años han sido publicadas casi simultáneamente dos traducciones (al castellano y al inglés) fundamentales de Hugo Ball. No se trata de obras de su trabajo mejor conocido; aquella escritura ligada a los años del Cabaret Voltaire y a la efervescencia de la vanguardia DADA, sino más bien de ensayos políticos y culturales, en los cuales se da cuenta de una figura cardinal de lo que Michael Hollerich ha llamado el espíritu del «catolicismo anti-liberal de la República de Weimar» [1]. Tanto Dios tras dada (Berenice, 2013) como el número 146 (Otoño 2013) de la revista October recogen la extensa reseña que hiciera Ball del pensamiento de Carl Schmitt hacia la década del veinte.

Para ser más exacto, se trata de una reseña publicada en la importante publicación católica Hochland sobre el mes de Abril de 1924. Fuera de un interés propiamente filológico, la recuperación de esta extensa nota de Ball es fundamental, como intentaremos apuntar, por varias razones que explicitan no solo la unidad teórica del pensamiento de Schmitt en contexto, sino algo más sobre la discusión en torno a la teología política. En este sentido, este comentario sigue una recomendación hecha recientemente por José Luís Villacañas, para quien el pensamiento político contemporáneo pareciera aún gravitar sobre el horizonte de Schmitt. En su reverso, también pudiéramos afirmar que el pensamiento político a-principial (y la infrapolítica en la medida en que ésta constituye una respuesta en común a la crisis del nihilismo epocal) merita una comprensión detenida y laboriosa sobre las múltiples formas en que se despliega el schmittianismo a través de sus críticos y compañeros de ruta.

La reseña de Ball es, claramente, más que una reseña, ya que logra poner en diálogo distintos momentos del pensamiento de Schmitt, y de esta forma dar coherencia entre los pasadizos de Romanticismo Político a La Dictadura, de Teología Política a Catolicismo y forma política. Si bien Ball ignora los primeros textos de Schmitt – aquellos que versan sobre el problema de la culpa y el individuo en el derecho – su analítica parte del momento en que Schmitt trabaja sobre el espacio del pensamiento político tout court. Esta no es una cuestión unidimensional, puesto que inteligentemente Ball ya nota cómo dentro de ese campo referencial del “pensamiento político”, Schmitt se posiciona como un “jurista” (es decir, sus consecuencias son estrictamente jurídicas), y el principio de razón se inserta directamente en la tradición católica.

Toda crítica al schmittianismo, por lo tanto, tiene que atender muy detenidamente los desplazamientos y vericuetos por lo que Schmitt se mueve entre esas tres esferas de articulación reflexiva. No por azar, Leo Strauss en su conocido comentario sobre El concepto de lo político, también se percatara de la división de las esferas propia  del pensamiento de Schmitt, hasta llegar a decir que su pensamiento aun se encontraba bajo el signo de la modernidad liberal [2]. Ball, a diferencia de Strauss, es mucho más generoso, aunque no apele a la discusión de la división de las esferas de Schmitt. Para Ball, curiosamente, el pensamiento de Schmitt tiene como confrontación no la modernidad in toto, en tanto problema abstracto europeo, sino la cuestión del Romanticismo. De ahí que ponga el Politische Romantik (1919) como condición a toda elaboración posterior en torno al decisionismo y el soberano, la dictadura y la autoridad axiomática del derecho. Ball lee esa primera monografía de Schmitt, crítica del pensamiento “teología sin decisión” de Adam Muller y al espíritu alemán del diecinueve, como la puesta en escena de la “bancarrota culturalista del culto extravagante del genio” [3].

Los románticos, para Schmitt, encarnaban una nueva religión basada en el evangelio personalista del “genio”. Un genio que aun cuando queriendo hablar de política (pensemos aquí en “La necesidad de la fundación teología de toda política”, de Muller), no logra ofrecer más que un lirismo filosófico sin la decisión concreta que exigen los nuevos tiempos de la mecanización estatal. Digamos que, en la versión revisionista (aunque esta sería la fundacional) sobre Schmitt, la caída hacia el nihilismo epocal no estaría ceñida en un momento ligado a la simple “liberalización del mundo” – aunque cierto es que el romanticismo alemán no era ajeno al liberalismo en su esencia – sino a una poetización (dichtung) que el romanticismo aportaba a través de la fabricación del vaciamiento de una actividad subjetiva encarnada en la figura del demiurgo individualista.

El espíritu del genialismus para Schmitt, a diferencia de Heidegger, estaba íntimamente arraigado al nombre de Hölderlin. Pero si para Heidegger, el dichter representaba la esencia del Ser en el poema alemán (la proximidad de la lengua alemana al “olvido griego”); para Schmitt lo alemán había que encontrarlo en la lengua de Theodor Daubler y Konrad Weiss, esto es, en la lengua católica post-expresionista. El problema con el “genio romántico”, por lo tanto, no es que carezca de “teología” en el pasaje hacia la modernización secular, sino que su teología permanece vaciada de todo decisionismo, co-implicada en el momento de la ironía que había quedado plegada a la gran “Era de Goethe”, aunque también al momento del 900 vienés, tal y como lo ha estudiado Cacciari en Dallo Steinhof :prospettive viennesi del primo Novecento (1980).

La “teología romántica alemana”, por lo tanto, no fue más que un paisajismo iluminado y superficial que idealizaba la belleza de la Edad Media suprimiendo la concreción del presente político. De ahí que, como nos dice Ball, el trabajo posterior a Romanticismo Político Schmitt se dedicara estrictamente a responder a la “teología del genio alemán” leyendo el pensamiento ultramontano de Bonald, Donoso Cortés, y De Maistre. A diferencia de un retorno bucólico a la Edad Media, lo que busca Schmitt en las figuras de la “contra-revolución” es la entrada de la soberanía o del dictador, una vez que la Iglesia ya ha dejado de constituir “concretamente” su poder katechontico en el mundo. En este punto, encontramos un doble movimiento en el pensamiento teológico-político de Schmitt, puesto que su intento analítico es reconciliar la “fuerza irracional” de la Iglesia con el “racionalismo” de la autoridad soberana. De ahí que, como matiza el propio Ball, Schmitt se mueve entre el racionalismo y el irracionalismo, desmarcándose tanto del romanticismo del “genio”, así como del nuevo mito “irracional” que propagaba Georges Sorel desde la izquierda en esos años.

Contra la “clase discutidora” del parlamentarismo democrático y el genio (subjetivización), Schmitt propone la decisión dictatorial. Si bien se trata, como distingue con la figura de Oliver Cromwell, de una decisión que en tanto tal aparece legitimidad desde la esfera del derecho y de la autoridad de la Iglesia. Dicho de otra forma: no puede haber dictador que no sea católico, y no puede haber catolicismo que no esté arraigado en el derecho. Esa transferencia es el origen del decisionismo legalista schmittiano. Solo a partir de esas dos condiciones es que podemos comprender cómo la mutante morfología dictatorial radica en la esfera del derecho.

Ha sido José Luís Villacañas quien, en un estudio reciente ha notado cómo el Schmitt posterior a 1945, en Glossarium, reposiciona críticamente su obra como producto de cierta cultura del genio (genialismus) alemán del 900, y no en la genealogía de la metafísica de la soberanía de la época del barroco (de Bodin a Hobbes). José Luís ha escrito sobre la entrada de la época del genio:

« ¿Pero cómo fue posible que esta época se impusiera? Como fue posible alcanzar mediante el Estado este simulacro de la Iglesia. ¿Cómo fue posible interpretar la mera visibilidad como unidad de ser, idea y poder? ¿Cómo se dotó a lo visible de tal naturaleza? Más allá de aquellos héroes del siglo XIX, iniciadores de esta corriente, Schmitt dejó constancia de que el verdadero fundador del Genialismus alemán había sido Hölderlin. Su descubrimiento fue una revolución cultural que acabó transformando las categorías de la política. Ese paso se dio alrededor de 1900 y significó ante todo dejar atrás la edad dominada por Goethe. Este hecho transformó toda la gramática de la vida cultural » [4]

No sé hasta qué punto pudiéramos decir que la época del 900 de la “Alemania Secreta” encarnada en el grupo de George fuera una continuación de lo que Ball alerta como la hegemonía de la cultural del genio del romanticismo alemán. Más importante es notar, me parece, cómo el pasaje del “sujeto del genio romántico” al personalismo decisionista de Schmitt es constitutivo de un mismo momento del “genialismus” en la medida en que genera la visibilidad y la excepción de un mecanicismo sin fin (como el cine que Villacañas llama la atención bajo la “Welfoffentichkeit”, la co-pertenencia entre la mentira y lo diabólico). Me interesa notar, como hipótesis, que el genio romántico es lo que deviene en la cultura del 900, y más precisamente en el pensamiento de Schmitt, bajo el concepto de “persona” que explicita Ball. Y como nos dice el autor de Flametti, no hay decisión si no hay ya un concepto de persona:

« El concepto de personalidad en la obra de Schmitt cobra un interés mayor en cada uno de sus libros. Es una actitud escatológica católica, para cuya comprensión recomiendo un breve libro del español Miguel de Unamuno. La relación entre persona y realidad, o estado y forma de la ley, es prácticamente la esencia de Teología Política. Una dictadura es impensable sin una personalidad e igualmente impersonal sin una representación digna de valor. Así como no hay forma sin decisión, no es posible la decisión sin una persona que decida. Según Schmitt, la persona no puede pensar fuera de la forma absolutista de la jurisdicción: en el sentido propio del sujeto encontramos el problema de la forma jurídica » [5].

Si la ‘persona en concreto’ es la condición de toda decisión soberana, esto implica la necesidad de homologar derecho (jurisprudencia) y teología (católica) como principio unitario de la ratio formal del derecho. En efecto, el matiz más interesante del texto de Ball radica justamente en ese momento en donde se muestra que la “razón de Iglesia” se encuentra por encima de la razón de Estado. Una ratio teológica-política que es, antes que nada, una razón fáctica e inmanente de la esfera del derecho. Escribe Ball:

« Ratio en Latin, significa no solo razón” (Vernunft) sino también explicación, “medida”, “derecho”, y “método”. Ratio es, en buena medida, la explicación de la naturaleza de un fenómeno, así como el sentido general de su organización (Einrichtung). Dicho esto, la ratio por naturaleza presupone el concepto de reprsentatio que denota el hacer presente (Vergegenwartigung) a través de su figuración…» [6].

La ratio es el núcleo secreto de la decisión que hace visible el cuerpo místico de la iglesia, y para Ball, quien por estos años ya había escrito su libro sobre los íconos bizantinos Byzantinisches Christentum. Drei Heiligenleben (1923), la invisibilidad de los santos y ángeles que acompañan la santa comunidad. La ratio se opone a la representatio del cálculo moderno, pero aun depende y ejecuta su poder a partir de la “persona”; invención del derecho jurídico romano, como bien supo ver Simon Weil en su conocido “La persona y lo sagrado”. El fenómeno de la persona funciona de esta manera en el pensamiento dictatorial de Schmitt en dos registros:

1. como aplicación o transformación de la teoría del genio alemán romántica, a la vez que intenta superarla via la cancelación de toda subjetividad abstracta o idealista.

2. como suelo “legal” por donde legitimar la excepción soberana más allá del principio anárquico del poder o la fuerza dogmática de la iglesia (más bien el dogma si entra pero solo en la medida en que es posterior a la ley).

Es fundamental entender aquí que la esencia de la Iglesia Católica para Schmitt no es culturalista ni moral, sino el aparato de la consumación de la jurisprudencia romana. Y es a través la persona que la mediación concreta (Vergegenwartigung) de su legítima razón (ratio) puede ocurrir. Así, la esfera del derecho y la legitimidad eclesiástica constituyen un círculo hermenéutico en el centro del pensamiento schmittiano.

Si esta lectura vis-a-vis Hugo Ball es correcta, lo que se nos exige es la profundización de una crítica de la operación efectiva del derecho, para tomar el concepto de Villalobos-Ruminott, y deshacer la relación entre derecho y persona, haciendo posible la pregunta por la “vida” más allá de las categorías principiales de lo político.

Schmitt fue muy consciente de la importancia de la interpretación de Ball a su primera etapa intelectual, a tal punto de reconocer que, junto a Leo Strauss o Ernst Junger, el poeta de DADA había acertado en colocar Romanticismo Político en el centro de sus preocupaciones y haber captado su esencia. En un congreso que tuvo lugar en Plettenberg en 1970, Schmitt recordaba aquella reseña de 1924 junto a una fraseología de Ball sobre el “Ser” como “forma de la consciencia en el tiempo”.

Es, otra vez, la cuestión de la ratio y la persona, como dos conceptos que Schmitt interpretó a su manera cuando se describió hacia la década del 50 como un “Epimeteo Cristiano”. Pero es muy probable que haya sido Ball quien acentuara la imagen del último Schmitt sobre sí mismo:

« Dunque, che cosa rimane? Non mi va di criticarlo, vorrei capirlo, e a dire il vero proprio per un autentico amore, non solo per amicizia e stima nei suoi confronti. Puo anche aver fatto della mia persona cio che voleva, questo non cambia nulla. Ora sono vecchio abbastanza per saper valutare in certa misura il significato di Ball per noi tutti. E stato proprio lui, del resto, a dire di me la cosa piu bella che sia mai stata detta in segno di lode e riconoscimento. Ha detto di me: «Nella forma di coscienza [Gewissensform] della sua attitudine vive il proprio tempo » Una frase meravigliosa in ogni dettaglio, forse non lo si nota a prima vista. « Nella forma di coscienza della sua attitudine vive il proprio tempo »: prendo questa frase come riconoscimento nei miei confronti. La forza significante di questa frase e ancora pi grande della bellezza stilistica che si sente quando la si legge o anche quando la si ascolta » [7]

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Notas

1. Michael Hollrich. « Catholic Anti-Liberalism in Weimar: Political Theology and its Critics”, en The Weimar Moment: Liberalism, Political Theology, and Law (ed. Leonard V. Kaplan). Lexington Books, 2012. 17-47

2. Leo Strauss. “Notes on Carl Schmitt, The Concept of the Political”, en Heinrich Meier, Carl Schmitt and Leo Strauss: the hidden dialogue, University of Chicago Press, 1995. p.90-120.

3. Hugo Ball. “Carl Schmitt’s Political Theology”. October, 146, Fall 2013. (La traducción al castellano es mía).

4. José Luís Villacañas. “Carl Schmitt: una autocrítica”. (ponencia inédita). Leída en el marco de Infrapolítica / Poshegemonía/ Literatura, Universidad Complutense, Verano 2014.

5. Hugo Ball. “Carl Schmitt’s Political Theology. p.84

6. Ibid. p.89.

7. Carl Schmitt. « Coloquio Su Hugo Ball », en Carl Schmitt: un giurista davanti a se stesso (ed. Giorgio Agamben). Neri Pozza, 2005. p. 149.

Krisis, proceso sin juicio: sobre Pilato y Jesús, de Giorgio Agamben. (Gerardo Muñoz)

Agamben Pilate Jesus 2015El más reciente ensayo de Giorgio Agamben publicado en inglés, Pilate and Jesus (Stanford University Press, 2015) es una exégesis microscópica en torno a una sola escena: el juicio de Jesús en manos de Poncio Pilato. Aunque más allá de una mera exploración erudita en torno a unos de los episodios más relevantes de la historia de Occidente, para Agamben se trata de comprender las consecuencias decisivas – en la esfera de la teología política, la filosofía de la historia, el pensamiento – de ese encuentro que se da a través de dos bematas (púlpito del juez en hebreo: בּימה) y que a su vez representan las dos formas diametralmente opuestas del Reino: el terrenal y el divino, el temporal y el eterno, el romano y el de los cielos. Es en ese momento donde se juega, en el origen mismo de la cristología occidental, no solo el estatuto del derecho, sino también la verdad en la inmediatez de dos lenguas.

Además de mostrar la diversidad exégetica con la que la hermenéutica bíblica ha tratado la enigmática figura de Pilato (desde las minuciosas prosodias del evangelio de Juan, pasando por la integración de la “economía de la salvación” en las apologéticas de Bonaventure y Karl Barth; el problema de la legitimidad y la justicia en los argumentos de Dante y Pascal hasta la interpretación anti-valorativa de Nietzsche sobre la ‘verdad’), lo que llama la atención Agamben de este momento ‘principial teológico-político’ es que su desarrollo solo es legible si se le ubica como proceso judicial, esto es, como krisis. La krisis, en griego, denomina no solo el “juicio”, sino que etimológicamente también se inscribe en el campo semántico de krino que significa ambas cosas, “separar” y “decidir”.

Por lo que la krisis no solo signa el desenvolvimiento mismo del proceso judicial, sino también la decisión de ‘enjuiciar’ (someter al proceso), a la manera del “último juicio” (en hemrai kriseos). Pero más importante aún es el sentido de la krisis en términos médicos, puesto que designa el momento en que un doctor debe anunciar el diagnóstico sobre la evolución de la enfermedad de un paciente. No es por azar que, en la conocida obra de Mijail Bulgakov, Pilato se dirija a Jesús como un “doctor de los milagros”. Como tampoco es coincidencia que en la discusión contemporánea, la krisis designe el momento en que los burócratas de las finanzas se dirijan a la economía en términos estrictamente médicos (la “salud” en nombre del “cuidado” de las fuerzas invisibles de la oikodicea, tal y como lo ha llamado recientemente Joseph Vogl).

Pero el encuentro Pilato-Jesús es aun más complejo, puesto que se trata de un proceso que carece propiamente de un juicio. Y esto se formula en dos formas: ni Pilato es capaz de “enjuiciar” a Jesús bajo la lex Julia del Imperio Romano, ni Jesucristo reconoce la legitimidad del Reino que establece el vicario del Cesar (ya que su Reino es “de otro mundo”). Por lo que, argumenta Agamben, “los dos reinos que se encuentran cara a cara pero no llegan a ninguna conclusión. No queda claro quien juzga a quien; si es el juez del poder terrenal o quien se vuelve juez a través de la injuria pero que representa el reino de otro mundo” [1].

Esta doble interrupción entre dos tiempos inscriben en Occidente el arche de toda tradición anfibológica que divide entre lo espiritual y lo humano, el tiempo eterno y el profano, lo invisible y lo visible, Dios y el hombre. Y si bien Agamben no lo explicita, esas son las formas que atraviesan tanto el pensamiento escolástico occidental, así como el dualismo racionalista que va de Descartes a Badiou.

Si la krisis termina en una indeterminación sin juicio, ¿qué es finalmente lo que le ocurre a Jesús? Sobre esta pregunta, Agamben decide atender al multivalente concepto de paradosis – intraducible en muchos sentidos – pero que significa algo así como “la entrega”, pero que también implica “la tradición”. Entregarse a la tradición es la acción que recoge la krisis sin juicio. En otras palabras, de la misma manera que Pilato “entrega” a Jesús a los oficiales para su ejecución; Jesús se entrega al Padre, a los Judíos, y a Judas con el aporético fin de una salvación-destrucción de la que inscribe su propia entrega (si bien no como “resto” en el sentido paulino). Esta “entrega” no solo es la signatura excepcionalista del encuentro de Jesús-Pilato, sino también la que define la ley, a la manera de K, quien en la famosa novela es “entregado” al “misterio del proceso” sin haber sido enjuiciado o condenado en ningún momento del desarrollo de su caso. Es ahí que las palabras que dan cierre al Der Prozess (1925) cobran un sentido decisivo: “fue como si la vergüenza le hubiera sobrevivido”.

Pero dejando a un lado al proceso al cual regresaremos en un momento, lo que se juega en la instanciación de la krisis no es otra cosa que la pregunta por el nihilismo en tanto transmisión de toda tradición. Es decir, no se trata de comprender la “tradición” en un sentido banal de “transmisión cultural ” o “tradicionalismo reaccionario”, sino de las formas comunes del pensamiento en el interior de su “crisis”. Y aquí es imposible no dejar de pensar cómo Agamben silenciosamente está respondiendo al libro Krisis, Sabio sulla crisi del pensiero negativo da Nietzsche a Wittgenstein (Feltrinelli, 1976) de Massimo Cacciari. Escribe Agamben en lo que considero el momento decisivo del ensayo:

“En el papel de prefecto de Judea y del juicio, krisis que pronuncia Pilato no se inscribe en economía de la salvación como instrumento pasivo, sino como un personaje real de un drama histórico, no carente de pasiones y dudas, caprichos y escrúpulos. Con el juicio de Pilato, la historicidad irrumpe en la economía y suspende el mismo acto de la “entrega”. La krisis histórica es también, y sobre todo, una crisis de la “tradición. Esto significa que el concepto cristiano de historicidad en tanto ejecución de la economía divina de la salvación debe ser reexaminado” [2].

Para Agamben, obviamente, no se trata de reinstalar un nuevo formalismo de la tradición en nombre de la tachadura de la krisis ni mucho menos revivir una trama oculta de la tradición cristiana, sino de volver inoperante el decionismo constitutivo en el arche cristológico de la teología-política y su cesura entre tiempo profano y tiempo celestial. Ya que es bajo el nombre de la krisis que opera la maquinaria de la filosofía de la historia. La tarea futura del pensamiento es desactivar y suspender el “permanente estado de crisis” [3].

Esto resuena en un presente que, signado por la consumación del nihilismo epocal, opera bajo la activación perpetua del decisión-making de la matriz política-económica global. De ahí que si la esfera política en los tiempos que corren genera un permanente “estado de excepción”; la llamada “crisis contemporánea” lejos de ser un fenómeno nuevo, expone la visibilidad del principio de krisis entre un ‘indeciso Pilato’ que decide infinitamente sobre los asuntos de la tierra y un Jesús que ya no consta de decisión alguna.

Si en cada uno de sus libros Agamben confronta un pensador epigonal de la Modernidad (Foucault en Homo Sacer, Schmitt en Estado de excepción, Peterson en El Reino y la Gloria), Pilato y Jesús es un diálogo frontal con el jurista italiano Salvatore Satta, quien en Il mistero del processo (1949) fue el primero en notar la correspondencia asimétrica entre ‘proceso’ y búsqueda de Justicia. Y aunque el proyecto de Homo Sacer ha llegado a su culminación con Stasis y L’uso dei corpi, la reducción del pensamiento destructivo de lo político en Agamben merita una incursión profunda con la esfera del derecho en la medida en que ésta supone el ‘misterio’ de la ley sobre la vida.

La indeterminación de la krisis cristológica es, por lo tanto, el núcleo secreto del misterio del proceso que hace imposible la tarea de la Justicia. Aquí el argumento de Pilato y Jesús resuena directamente con el otro ensayo reciente de Agamben, “Mysterium Burocraticum”, donde la figura de Adolf Eichmann es tomada como la ‘voluntad de voluntades’ de la ruina ética-política moderna [4]. Una ruina que, según afirmara Arendt en su reporte, es un efecto de la modestia como valor [6]. Pero solo encarando ese “misterio” somos capaces de imaginar otra forma política de aquello que aun no tiene nombre, pero que se nos guarda como un secreto.

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Notas

  1. Giorgio Agamben. Pilate and Jesus. 37. (La traducción del texto de Agamben al castellano es mía).
  1. Ibíd. 30.
  1. Aunque Agamben explícitamente afirma hacia el final de su ensayo que las dos formas del historicismo en la modernidad son “proceso” y “juicio”. Sería fundamental pensar si en términos de la temporalidad de la historia no ocurre una dualidad similar. Pienso, en especifico, en el argumento sobre las dos temporalidades modernas (el eterno retorno y el tiempo homogéneo vacío) en el trabajo de próxima aparición de Jaime Rodríguez Matos, The Writing of the Formless: Revolution, Religion and the End of Times (Fordham University Press, forthcoming).
  1. En “Mysterium Burocraticum”, incluido en Il fouco e il racconto (Nottetempo, 2014), Agamben escribe: “mysterium burocraticum e, allora, I’estrema com- memorazione dell’antropogenesi, dell’atto immemo- rabile attraverso cui il vivente, parlando, e diventato uomo, si e legato alia lingua. Per questo esso concerne tanto I’uomo ordinario che il poeta, tanto il sapiente che I’ignorante, tanto la vittima che il carnefice. E per questo il processo e sempre in corso, perche I’uomo non cessa di diventare umano e di restate inumano, di entrare e uscire dall’umanita. Non smette, doe, di accusarsi e di pretendersi innocente, di dichiararsi, come Eichmann, pronto a impiccarsi in pubblico e, tuttavia, innocente di fronte alia legge. E finche I’uo­ mo non riuscira a venire a capo del suo mistero – del mistero del linguaggio e della colpa, doe, in verita, del suo essere e non essere ancora umano, del suo es­ sere o non essere piu animale – il Giudizio, in cui egli e insieme giudice e imputato, non cessera di essere aggiornato, continuamente ripetera il suo non liquet” (23).
  1. Hannah Arendt quien notó por primera vez la figuración “pilatiana” de Eichmann en su Eichmann in Jerusalem (Penguin, 2006): “At that moment, I sensed a kind of Pontius Pilate feeling, for I felt free of all guilt”. Who was he to judge? Who was he “to have his own thoughts in this matter”? Well, he was neither the first nor the last to be ruined by modesty” (112).

Deconstruction, not a good word. (Alberto Moreiras)

It should not be surprising that Jacques Derrida’s “Letter to a Japanese Friend,” dated 1983, has some connections to Martin Heidegger’s “A Dialogue on Language Between a Japanese and an Inquirer,” published in 1959.   Pablo Domínguez Galbraith said a few weeks ago that, in his opinion, Derrida in fact takes explicit distance from Heidegger in a few of his lines, when he says “I would not even dare to say, following a Heideggerian schema, that we are in an ‘epoch’ of being-in-deconstruction, of a being-in-deconstruction that would manifest or dissimulate itself at one and the same time in other ‘epochs.’   This thought of ‘epochs’ and especially that of a gathering of the destiny of being and of the unity of its destination or its dispersions . . . will never be very convincing” (4).   But distance is a form of relation.

What is at stake in the Derridean letter to his Japanese friend?   Apparently a definition of deconstruction, since it is the demand for a “schematic and preliminary reflection on the word ‘deconstruction’” that prompts it.   The definition will not come: “What deconstruction is not? Everything of course! What is deconstruction? Nothing of course!” (5).   Which leads Derrida to say that, therefore, deconstruction must not be a good word (“bon mot,” 5).   It can be or could have been “of service” (5) in the European languages “in a highly determined situation,” that is, historically speaking (5). But translation may have more to say, particularly as “translation is [not] a secondary and derived event in relation to an original language or text” (5).   Derrida then goes on to say that the Japanese translator, the “friend,” may be able to find a “more beautiful” word (5).   And, in his last lines, hints, merely, that translation, as a “writing of the other,” is of the order of the poem (5).   This is, then, the “positive” contribution of the letter, responding to the demand of the friend that Derrida’s reflection should “avoid, if possible, a negative determination of its [deconstruction’s] significations or connotations” (1).

But there is a little more, starting with the notion that, even in French, there is a shadowy (“somber,” 1) gap between the ostensible meaning of the word and its “usage itself, the reserves of the word” (1).   How did it come about? Derrida tells us that the word came to him by itself at the time of Of Grammatology, as he was trying to translate the Heideggerian “Destruktion or Abbau” (1), for an operation “bearing on the structure or traditional architecture of the fundamental concepts of ontology or Western metaphysics” (1). The models or regions of meaning provided by the archive of the French language were only models for it—and they in fact “have been behind a number of misunderstandings about the concept and word of ‘deconstruction’ because of the temptation to reduce it to these models” (1).   Against those models, Derrida invokes the “use value” of the term as he has been using it (1).

So, yes, at the time of structuralism, it seemed important to rehearse an “antistructuralist gesture” (2): “Structures were to be undone, decomposed, desedimented” (2). “But the undoing, decomposing, and desedimenting of structures, in a certain sense more historical than the structuralist movement it called into question, was not a negative operation. Rather than destroying, it was also necessary to understand how an ‘ensemble’ was constituted it and to reconstruct it to this end” (3).

The perceived negativity was hard to erase, particularly as one realized that deconstruction could not propose itself as an “analysis” (“the dismantling of a structure is not a regression toward a simple element, toward an indissoluble origin” [3]) or as a “critique:” “the instance of krinein or of krisis (decision, choice, judgment, discernment) is itself, as is all the apparatus of transcendental critique, one of the essential ‘themes’ or ‘objects’ of deconstruction” (3).   And the same can be said about “method” (3), which has the pleasant/unpleasant corollary that deconstruction, therefore, is not a methodology for reading and interpretation and can therefore not be “reappropriated and domesticated by academic institutions” (3).   Neither analysis nor critique nor method, it is also not an “act or an operation” (3), because there is something more passive about it than the passivity that is opposed to activity and because it does not return to an “individual or collective subject” (3). The most that can be said, therefore, is that deconstruction happens, there is deconstruction, ca se déconstruit, and the “se” “bears the whole enigma” (4).

If there is “that,” ca, then there is deconstruction. And that is one thing. But there is one other thing, and “all my essays are attempts to have it out with this formidable question” (4). This is the question of deconstruction’s timeliness or modernity or contemporaneity—and here is where Derrida introduces his “distance” from Heidegger.   Right after it there comes what I think is the single most important determination of the use value of “deconstruction” in this text: “It is therefore only a discourse or rather a writing that can make up for the incapacity of the word to be equal to a ‘thought’” (4). This is rather enigmatic, and Derrida does not elaborate on it at all. What is this “thought” that hover beyond the word?

So, let me suggest that the thought that there is a thought that hovers beyond the word organizes in this text the proper distance from the Heideggerian “Dialogue on Language.” Which is also very much a relation.

Let me attempt a few brief indications—I have to give up in advance on the pretense of doing justice to the later Heidegger’s text.   It is one of the texts where something like a cosmopolitical perspective insinuates itself in the Heideggerian oeuvre. And let me say it right out, but tentatively: Heidegger’s cosmopolitanism would here be organized around the notion that there is some incapacity of the word to be equal to a possible thought.

The Japanese visitor is a student of Count Shuzo Kuki’s, one of Heidegger’s Japanese students in the early 1920’s.   They rememorate the fact that many conversation with Kuki revolved around the Japanese word Iki. The word “incapacity” shows up in the second page. According to the Japanese, the encounter with European thinking has brought to light “a certain incapacity in [Japanese] language” (2).   Because Japanese would be deprived of a certain power to produce concepts.   The Inquirer is skeptical about the claim and refers to an inconspicuous “danger” that emerges through the very claim, but is left unspecified for the time being.   What is said is that the danger is embedded in the dialogue, on the basis of the fact that the near-impossibility of translation shows up in it, but also remains concealed. The Inquirer says, “I do not yet see whether what I am trying to think of as the nature of language is also adequate for the nature of the Eastasian language; whether in the end, which would also be the beginning, a nature of language can reach the thinking experience, a nature which would offer the assurance that European-Western saying and Eastasian saying will enter into dialogue such that in it there sings something that wells up from a single source” (8).   The question, the question that remains, is therefore whether a single thought can come into language, or whether language, in and through its very multiplicity, will remain incapable of reaching it.

Hermeneutics has everything to do with this, as defined: “the art of understanding rightly another man’s language” (11). The example of Iki comes up again. What is Iki? Can a non-Japanese grasp Iki through a European language?   Or is that word, and other words such as Ku and Iro, inevitably destined to be betrayed by the metaphysical structuration of the European language?   The danger is then that, in dialogue and through dialogue, the very possibility of saying “that of which we are speaking” be destroyed—and it is a danger that is only increased by what the Inquirer calls “the complete Europeanization of the earth and of man” (15).   Kurosawa’s Rashomon is now discussed as another example of dangerous translation, since, on the one hand, says the Japanese, Rashomon is a symptom of the fact that “regardless of what the aesthetic quality of a Japanese film may turn out to be, the mere fact that our world is set forth in the frame of a film forces that world into the sphere of what you call objectness. The photographic objectification is already a consequene of the ever wider outreach of Europeanization” (17), and on the other hand, there are in the film inconspicuous gestures that point in the direction of something other than Western.   But how can such gestures be discussed?

A brief discussion of gestures in No plays seems to take a step forward, as they are said to be a “gathering which originally unites within itself what we bear to it and what it bears to us” (19), in such a way that the gesture, “so gathered, bears itself to encounter emptiness in such a way that in and through it the mountains appear” (19).    But is this mention of emptiness not similar to what the Inquirer attempted to describe as “nothingness, that essential being which we attempt to add in our thinking, as the other, to all that is present and absent” (19)?   If so, this is a nothingness that a Japanese could never understand as “nihilistic” (19).   At this point in the conversation the notion of an “overcoming metaphysics” comes up to be described as neither a destruction nor a denial, but rather “an original appropriation” (20).

The danger of a dialogue, and the danger of language, is always to opt out of the concealed original appropriation, the concealed essence or nature of language.   How would the Japanese refer to language?   Is there a Japanese word that can express the appropriation of language, the ‘thought’ of language?   If so, as a word about essence, in terms of language, it would not refer to anything linguistic. Languate cannot represent language—and this is a limit where the danger conceals itself. Conceptual representation is not adequate to a manifestation of the nature of language—perhaps only gestures or “hints” will do. Perhaps only hinting at the nature of language is possible (24). Perhaps a word “is a hint, and not a sign in the sense of mere signification” (27).   And a hint of what?   The ontological difference, here called the “two-fold,” the “ambiguity of Being” as Being and beings, is perhaps already hinted at in the Japanese’s words: “And while I was translating, I often felt as though I were wandering back and forth between two different language realities, such that at moments a radiance shone on me which let me sense that the wellspring of reality from which those two fundamentally different languages arise was the same” (24).

Perhaps language, or a thoughtful reflection on language, can only aspire to produce tidings of that sameness—we may want to call it hermeneutics if we are to say that “language defines the hermeneutic relation” (30) as the relation of human nature to the two-fold.   “But the word ‘relation’ does want to say that man, in his very being, is in demand, is needed, that he, as the being he is, belongs within a needfulness which claims him” (32). This is the needfulness of the two-fold, which aims to be preserved. But can this needfulness be represented?   It can only be “used” (33). “The two-fold is not an object of mental representation, but is the sway of usage” (33).   Usage names the “originarily familiar,” which, the Japanese tells the Inquirer, “is what your thinking pursues” (33).

This “originarily familiar”—“our dialogues speaks historically precisely in its attempt to reflect on the nature of language” (34)–, would it not be what the Japanese must strive for? “Professor Tanabe,” says the Japanese, “often came back to a question you once put to him: why it was that we Japanese did not call back to mind the venerable beginnings of our own thinking, instead of chasing ever more greedily after the latest news in European philosophy” (37). The question can then be turned to the Inquirer regarding his own interest in the Greeks.   If the Japanese must turn to their venerable beginnings, says the Inquirer, “our thinking today is charged with the task to think what the Greeks have thought in an even more Greek manner” (39), which seems impossible, but has a plausible twist, or a twist of plausibility: it has to do with thinking the unthought of the Greeks, and “to see it so is in its own way Greek, and yet in respect of what it sees is no longer, is never again, Greek” (39).

The unthought of a thinking is the concealment of the two-fold, the non-appearance of appearance. “In the source of appearance, something comes towards man that hold the two-fold of presence and present beings” (40).   It is a “voice,” the “almost imperceptible promise announcing that we would be set free into the open” (41).   Heeding that voice implies a “transformation of thinking,” to be understood as “a passage . . . in which one site is left behind in favor of another . . . and that requires that the sites be placed in discussion. One site is metaphysics. And the other? We leave it without a name” (42).

Can we then speak of Iki not aesthetically, that is, metaphysically, but on the other trail?   Let us venture that Iki might be grace, or the gracious. Iki is a hint of the two-fold, “the message of the veiling that opens up” (44).

What about Koto ba, as the Japanese word for the non-linguistic essence of language? Is it also graciousness? Would there be a connection with the Sophoclean “charis,” which is also called “tiktousa—that which brings forward and forth” (46). As Dichten and tikton say the same, “graciousness is itself poetical, is itself what really makes poetry, the welling-up of the message of the two-fold’s unconcealment” (46).   Yes, there would be, as Koto ba refers to the “petals that stem” from “the happening of the lightening message of the graciousness that brings forth” (47).

We would now have to find a Western word that could match Koto ba, that could establish a relation and a dialogue with Koto ba. The word is Saying, as “let appear and let shine, but in the manner of hinting” (47), “the beginning of that path which takes us back out of merely metaphysical representations, to where we heed the hints of that message whose proper bearers we would want to become” (48).

But it is a beginning, and it still guards a danger. The danger is, Saying cannot be a word “about” language, because “speaking about language turns language almost inevitably into a concept” (50). Saying speaks from out of language not about language.   But this means, saying could only be a dialogue (51), a “saying correspondence” (52) in usage.

So that there can be dialogue.

Can there be?   Deconstruction may not be a good word for it. But it can be used. And it can be used in order to let the “se” of se déconstruit come into its own. That “se” is the mark of the two-fold, of ontological difference, of a transformation in favor of a passivity anterior to the difference between passivity and activity, an originary passivity that breaks, graciously, into poetical (or infrapolitical) dwelling. It is, in other words, a matter of translating, through dialogue, the untranslatable—historical thought, for the sake of cosmopolitical “appropriation.” Or, if the word “appropriation” “will never be very convincing,” perhaps we should stick to the more modest “transformation” as a mere passage to another site.

Nota a propósito del libro de Peter Trawny, Heidegger et l´antisémitisme, Seuil, Paris, 2014.

La tesis central del libro de Trawny es que en los Hefte el antisemitismo se inscribe en la Historia del ser. Tesis que yo diría no viene aquí sino a confirmarse, pues no es esta la primera vez que se nos ofrece. Es una interpretación conocida que en Heidegger lejos de haber un corte estricto respecto de sus querencias políticas de la experiencia del rectorado, lo que se da posteriormente es un elaborado trabajo de ocultamiento de esas posiciones siendo retomadas en un nivel de abstracción en que el judaísmo se convierte en la quintaesencia de lo que otras figuras ya expresaban. El americanismo, la democracia, el bolchevismo, el imperialismo, el nazismo, digamos, “desviado”, actores todos ellos, sonámbulos, del cumplimiento de la metafísica en su última etapa de la tecnología. Los judíos encarnan en estos Cuadernos la “racionalización y tecnificación”, “la maquinación”, el “desarraigo” (Entwurzelung, Bodenlosigkeit), la “ausencia de mundo”, “pérdida de la historia”, el “subjetivismo de los Tiempos Modernos”, en fin, todo aquello que significa la decadencia de una civilización, de Occidente; muy particularmente lo que impide al “pueblo” alemán, a su “raza”, realizar aquello a que está llamada: un “nuevo comienzo”. La depuración -el término “purificación” es muy frecuente en esos escritos- de ese elemento infectante es mero corolario. No se puede hacer frente a lo uno (maquinación) sin lo otro (depuración de los judíos).
Un pensamiento que sabe calar en este devenir civilizatorio ha de estar preparado para lo más terrible; en 1941 Heidegger anota que el proceso de superación puede exigir los más graves acontecimientos, un “último acto” en que se vea “la tierra estallar y la humanidad actual desaparecer”, lo que ante una mirada penetrante no será “una desgracia, sino la primera purificación del ser de su más profunda desfiguración por la predominancia del ente” (40) Lo que aparece en los Cuadernos, son las claves, por momentos tabernarias – con evocación inevitable del panfleto Los protocolos de los Sabios de Sión -, de esa ontoteología, las que emocionalmente, en su cotidianidad, harían entender la gran filosofía a los profanos, y que a la postre serviría de justificación a su autor.

Ni que decir tiene que con estos Cuadernos queda absolutamente demolida la tesis de un Heidegger no antisemita (Safranski), de un hombre que incluso en los momentos de mayor compromiso con el nazismo se distanciaba del antisemitismo vulgar de sus mamporreros colegas de partido; por momentos ni siquiera se puede hablar de una diferencia de estilo, pues lo que por un lado se disimula en la ontología se desvela en la expresión sincera de lo que puede escucharse a micrófono cerrado (“judería mundial”, “los judíos”, “judaidad”, “raza”, nómadas semitas…).
La raza judía aparece definida por una estar en el mundo, por una forma de pensamiento, tiene, se nos dice, un “don particularmente acentuado para el cálculo”- una expresión que apenas disimula el tópico del apego al dinero del semita; lo que era consignado por la época en que se quemaba la sinagoga de Friburgo, se hacían destrozos en el cementerio judío de la ciudad, y se deportaba a varios cientos al campo de Dachau. El “cálculo”, esta “racionalidad vacía” sería la forma de pensamiento que mejor conviene al omniabarcante imperio de la tecnificación del mundo, y que hace que las más graves decisiones que exige el futuro sean «inaccesibles a esta “raza”».
Justamente aquí, por sorprendente que pueda parecer a hermenéutas más finos, habría que hallar la razón última de por qué Husserl, aun a pesar de su valor, “no alcance de ningún modo el dominio de las decisiones esenciales”, y su fenomenología recaiga en la tradición, en el neokantismo y el hegelianismo formal, en el olvido de la cuestión del ser. El judaísmo es la ceguera del maestro, el calculismo vinculado al racionalismo de los judíos ha sido un límite insalvable para él. Pero el ataque a su maestro como tal, apenas importaba a Heidegger, pues en él se jugaba mucho más, no era una cuestión de personas: “El ataque funda un momento histórico para la decisión suprema entre el primado del ente y el fundamento de la verdad del ser” (52). La “decisión suprema” no se jugaba solo en el plano de la teoría, ciertamente. Es evidente que aquí de la decisión de que se trata es de la Entscheidung schmittiana. Al fin, la hostilidad entre los judíos y el pueblo alemán debe ser comprendida ontológicamente, como encarnando dos “principios raciales” opuestos, uno el del cálculo, el otro el del que está en las vías del pensamiento meditativo y es fiel a su suelo, a su tierra. ¿No era esto lo que, en definitiva, delimitaba la división amigo/enemigo? Heidegger extrae las consecuencias para el devenir de la Ontoteología de la concepción política schmittiana. Y no cabe duda de que la decisión puede implicar desagradables efectos; el más que cauto y extracomedido Trawny, es lo suficientemente ecuánime para afirmar cosas como esta: “no podrá excluirse nunca que pudiera tener por necesaria la violencia contra los judíos” (28).
Ahora aparece a otra luz aquel excusador “cuando un hombre piensa a lo grande se equivoca a lo grande”. El error no habría sido otro que dar crédito a una especie de nazismo inauténtico, el pensar, al ver, desde su ventana, al Führer pasar, que éste era la encarnación del Espíritu, del “nuevo comienzo”, ese que la filosofía heideggeriana, confundida una vez más con la marcha de la Historia, revelaba. Ya se sabe, Alemania sería la heredera de Grecia, solo su lengua como otrora la griega podían dar acogida al ser. “Solo el alemán puede poetizar y decir de nuevo el ser de manera original – solo él llegará a conquistar la esencia de la theôría y a crear finalmente la lógica” escribe en sus Cuadernos en 1938 (43). Ese era el gran mito, que él no tenía por tal, en el que todo cabía ser dispuesto. Según Trawny esta construcción es esencialmente lo que llevó a Heidegger al compromiso nazi (46)). Heidegger habría creído en un “nazismo espiritual”, que distinguía del “nacional-socialismo vulgar” – expresiones de los Cuadernos. Su equivocación fue creer que aquel empezaba a plasmarse; eran aquellos momentos en los que hablaba de “la verdad y grandeza internas de este movimiento” (Introducción a la metafísica). Más tarde, escaladas ya las alturas de la historia del ser, se daría cuenta de que el mismo nazismo no era sino una figura más en el complejo cumplimiento de la metafísica. ¿Habrá pues que esperar otro momento auroral? Heidegger no corrige, entonces, nada en lo esencial, no era aquel el movimiento esperado; ha sido un problema óptico; la gran decisión aun está por tomarse. ¿Con sus purificaciones?.
Todo se transmuta en categoría, perteneciente al devenir ontológico, y así adquiere otro cariz. Ante los signos de la derrota de la Guerra, el necesario “nuevo comienzo” será reinterpretado como caída, el momento trágico del proceso de salvación, parte necesaria del complejo Ereignis.
Y también aparece a otra luz, su silencio sobre Auschwitz. Habría que decir que no fue sino silencio en la “esfera pública”, que él, por otra parte, tan consecuentemente -tan anti-kantianamente-, despreciaba (recordemos aquello de “la dictadura de la publicidad”) pues por lo bajo rumiaba su justificación, “a lo grande”.
Entendiendo en claves de la historia del ser las luchas de la época, toda posición de asunción de responsabilidades aparecería como ejemplo de incomprensión, cuando no de antropomorfismo naif. ¡Qué se le va a hacer si el decurso del Ser en la historia es antisemita!. La marcha de las categorías sustrae a los hombres de toda carga moral individual. Mientras Heidegger podía restituir a Nietzsche al destino de la metafísica por mucho que le pesara al filósofo del martillo -no sin tomar de él acaso lo mejor que late en su propio pensamiento- sí podía simpatizar o sumarse pasionalmente a sus invectivas antisemitas, sirviéndose al tiempo del aristocratísimo situarse más allá de bien y de mal.

Como tantas veces en la historia de la interpretación, no cabe otro camino que leer a Heidegger en contra de sí mismo; pero también el de ser muy consciente de que una de las lecturas es la que él mismo hace de sí, nada es unívoco. Es muy posible que tras la categorías heideggerianas esté toda esta experiencia; que, por ejemplo, el “ser arrojado” del Dasein se entienda en claves de referido a una tierra concreta, a un suelo al que ha de serle fiel si no quiere caer en la inautenticidad… ; la mejor plasmación de esa categoría podría verla su autor en ciertos impulsos del movimiento nacional-socialista. Evidentemente de ese humus la categoría se distancia y transciende, lo que hace que otro pueda leerla al margen de él, y también de la plasmación que veía su autor, pero tampoco podrá negar la coherencia de este.
La infrapolítica ha de ser una contestación a la metapolítica como forma política que no se reconoce como tal al disimularse bajo la especie de ontología. La infra, mira desde abajo, es desconfiada y acecha al enano que mueve los hilos del muñeco.

(Nota: todos los términos entrecomillados y citas, salvo cuando se especifica otra cosa, son de Heidegger, pertenecen a los Cuadernos excepto la correspondiente, como se indica, a la Introducción a la Metafísica)

Fascist Historicality. (Alberto Moreiras)

The reference in the blog entry below to “there is no non-somnambulic hero of thought that can claim infrapolitical sovereignty” is a negative reference to #25 (“Historicality and Being) in Heidegger’s Contributions to Philosophy. (Of the Event.).  This paragraph seems to me a very clear and explicit articulation of the notion of inceptual thinking in Heidegger with fascism; henceforth, one of the passages that our project needs to counter.  Notice Heidegger’s thorough biopoliticization of politics, and then the claim of a totally other space for the masters.  And the masters are those who would make it possible for the political process of drastic uprooting for the sake of a new rootedness (a clear reference to the brutality of Nazi power, endorsed) to result in a proper thorough transformation of what he would in other places call “the essence of the human:”

“Historicality here grasped as one truth, the clearing-concealing of being as such.  Inceptual thinking as historical, i.e., as co-grounding history in compliant disposability.”

“Sovereignty over the masses who have become free (i.e., groundless and self-serving) must be erected and sustained with the shackles of ‘organization.’  In this way can what is thereby ‘organized’ grow back in its original ground, so that what is of the masses is not simply controlled but transformed?  Does this possibility have any prospects at all, given the increasing ‘artificiality’ of life, which facilitates and by itself organizes that ‘freedom’ of the masses, that arbitrary accessibility of everything for everyone?  No one, however, should undervalue resistance to the inexorable uprooting, calling a halt to it;  indeed, that is what must happen first. Yet would that guarantee the transformation of the uprootedness into a rootedness, and above all would the means necessary for such an action guarantee this transformation?”

“Still another sovereignty is needed here, one that is concealed and restrained and that for a long time will be sparse and quiet.  Here the future ones must be prepared, those who create in being itself new locations out of which a constancy in the strife of earth and world will eventuate again.”

“Both forms of sovereignty, though fundamentally different, must be willed and simultaneously affirmed by those who know.  Here at the same time is a truth in which the essence of beyng is surmised: in beyng there essentially occurs a fissure into the highest uniqueness and the flattest commonality.”   (I do not know–I do not have the German original–whether the word fissure is Riss.  If so, then it ain’t just a fissure, also a relation of sorts opens up, which would be a fascist one indeed. If it is Zerklüftung, then the question remains as to what Heidegger meant by fissure between “those who know” and the common ones in need of a new rootedness.)

IDC Genealogy and Projections. (Alberto Moreiras)

If the project of the Infrapolitical Deconstruction Collective has a common genealogy, and it must have it, although it is lived differently by every one of its members, we could probably find it in themes that have been developing since the late 1990s. They would be: the necessary destruction of the general cultural studies paradigm, a critique of the history of the left, including the so-called academic left, a dissatisfaction with dominant theoretical paradigms in the larger field of the humanities and in the smaller field of the Latin Americanist humanities, including subalternism, a critique of the neoliberal turn in the university as such, and, finally, a critique of so-called North American deconstruction.  I would myself propose that all of these negative or critical predispositions developed in the wake of a certain congenital marranismo, understood as the interesting side of the Hispanic intellectual and existential tradition.

And yet IDC means to insist on, and to continue to let itself be inflected by, a tradition of thought marked by the Heideggerian scheme concerning the history of being/end of metaphysics/end of epochal history/end of principial thought.   The former list of genealogical conditions should make it abundantly clear that it was never our intention to be in favor of any particular valorization (or de-valorization) of particular historico-cultural horizons or specific human profiles.  Indeed the notion of value, or any form of cultural value, was denounced by some of us as incompatible with a subalternist approach even at its most superficial.   Our marranismo had a few teeth, but not to chew on the exaltation or denigration of any form of human life: letting-be was our fundamental political position, from which every critique sprang.

The ongoing publication of Heidegger’s Black Notebooks makes it clearer than it ever has been–there is now no doubt that Heidegger was also an anti-Semite, and not just merely some sort of idealistic or deluded or merely opportunistic Nazi–that our project must also affirm a radical anti-Heideggerianism as well.   If the Heideggerian scheme on the history of being, which is very much a variation of the Hegelian one, hence it pertains to the history of thought as we know it, cannot be renounced tout court, and can only be engaged thoughtfully, the explicit, intentional undertones revealed by the Black Notebooks suggesting an “ontic” or “existentiell” plunge into both anti-Semitism and an overvaluation of “German” destiny in the preparation of the inceptual thought of the Other Beginning must be rejected not just in themselves, but also as master tropology for any kind of alternative cultural-historical valorization.   IDC must affirm the radical suspension of any cultural-historical valorization as principial thought, which, as principial thought, would always already be committed to hegemonic power and hegemonic accomplishment.

The Heideggerian thematics of the end of epochal history can only be referred by us to the end of the hegemonic/sacrificial structuration of history and historical life.  IDC articulates itself as a renunciation of power as principial force from an idea of an-archy whose foundations can be traced back to Heidegger as well, mediated by Emmanuel Levinas and Reiner Schürmann among others.

There is then a practical question in terms of how to read the Heideggerian text, which is at the same time the text of the end of metaphysics.   Given Heidegger`s own use of the tropology of “destruction,” it might not be appropriate to imagine our own reading of Heidegger as a practice of destruction (just as it would seem dubious to claim that one wants to undertake a deconstruction of Derridean deconstruction).   But “critique” seems to fall short as well.  We have been trying out the notion of “demetaphorization” in the wake of the recent publication of Derrida’s 1964 seminar on Heidegger and the Questions of History and Being.   We have used its corollary, “de-figuration.”  Catherine Malabou’s book on Heidegger (Le change Heidegger) also insists on a “third incision” in the Heideggerian wake having to do with desymbolization as a new practice or imagination of the real.   The object of all of this would be to arrest the very possibility of either of the two false exits from the Heideggerian schematic structuration: the rupture of the principle of general equivalence in favor of an alternative ontic or existentiell hierarchization; or the philosophico-artistic (or poetic) pretension that a refoundation or historial re-inauguration can be prepared by the thinkers or the poets, “the future ones” from Contributions to Philosophy.   IDC does not favorably hierarchize the labor of thinking or poetizing because it refuses to hierarchize values.  There is no non-somnambulic hero of thought that can claim infrapolitical sovereignty.   All of this forms one of the theoretical crossroads of our project.  We have tried to address it as the problematic of an infrapolitics of transfiguration or an infrapolitics of “vencimiento.”

Das Leben ist ohne warum: una nota sobre Reiner Schürmann (Gerardo Muñoz).

Al comienzo de su libro Le principe d’anarchie: Heidegger et la question de l’agir (1982), Schürmann sugiere que lo fundamental en la filosofía (en la historia de la filosofía, así como en la arquitectónica de cada uno de sus pensadores epocales) no se encuentra en las condiciones enunciadas, sino más bien en eso que nunca aparece dicho, pero que a su vez hace posible la validación axiomática [1]. Este es, si se quiere, el punto de partida de Schürmann para desarrollar – quizás no exhaustivamente –la asociación entre “ser”, “acción”, y “arche” en el pensamiento de la destrucción de la metafísica de Heidegger leído en reverso; es decir, desde su última etapa topológica hacia la analítica existencial.

Lo que está en juego en el trabajo de Schürmann no es – conviene decirlo desde ya – instalar a Heidegger en un programa regido por una nueva economía categorial del presente, ni mucho menos vincularlo al fundamento de la crítica ingenua que busca superar el nihilismo en cuanto a su consumación (léase aquí la tecnología en tanto “ge-stell”). Al contrario, el interés de Schürmann es mostrar cómo la condición práctica, irreducible tanto al pensamiento como acción y a la acción como pensamiento, pudiera dar un giro fuera de todo antropocentrismo a partir del pensamiento atento al ser como tiempo en una posibilidad an-árquica que se abre a partir de lo que me gustaría traducir, via Schürmann, como la “economía de economías” , esto es, la “posibilidad” (Moglichkeit) de una economía an-árquica en el fin de la metafísica occidental [2].

En otras palabras, a partir de una doble operación, la acción en Heidegger está desprovista de arche, ya que la propia condición del pensamiento deconstruye el principio [3]. Esta reducción fenomenológica carece de toda concepción teleocrática, aunque su única potencia (irreducible a mando o comienzo) es la libertad como fin de la forma principial de la dominación. La claridad de Schürmann no prohíbe la aparición de una serie de posicionamientos, claramente centrales e importantes para lo que se ha venido pensando como la “deconstrucción infrapolítica” atenta a la co-pertenencia entre vida, ética, y política. Por esta razón, en lugar de recaer en la imposible tarea de glosar El principio de la anarquía, quiero detenerme en un momento desde el cual, quizás, pudiéramos abrir uno de estos posibles caminos aporéticos en el interior de nuestra reflexión.

Hay uno de estos momentos no dichos en Schürmann que marca el texto de comienzo a fin, y que aparece justo en las primera páginas y se vuelve a retomar hacia el final. Me refiero a un breve apunte de pasada en el cual Schürmann pregunta por el estatuto de la ética en Heidegger, cuya esencia hubiese sido decisiva si partimos que la anarquía de la época a-principial (la entrada a “esa noche del mundo”, en palabras de Hölderlin) habría dado el giro a la consumación épocal de la ge-stell tecnológica. Conviene escuchar a Schürmann sobre este momento aporético:

“…the genealogy of principles will show how this lineage itself was born; how, with a certain radical turn, the Socratic turn, the constellations of presencing began to be dominated by principles;’ how, at last, with another no less radical turning which announces itself in the technological reversal, these constellations can cease to be dominated by principles. But this thought of a possible withering away of the principles is only progressively articulated in Heidegger. It has been clear from the start that the question, “When are you going to write an ethics?” posed to him after the publication of his major work, arouse from a misunderstanding. But it is only in Heidegger’s last writings that the issue of action finds its adequate context: the genealogy of a finite line of epocal principles” [4].

La aporía aquí es llevada a un punto máximo de explicitación: si por una parte en Ser y Tiempo se anuncia una destrucción (Abbau) fenomenológica de la historia de la ontología occidental, el pliegue que se deja caer en tanto forma de acción a-principial deriva consecuentemente hacia la pregunta por una ética en la medida en que se subscriba la tarea de Schürmann de llevar adelante una fenomenología de los principios epocales (puesto que el ser se entreteje con el carácter común presencial de la dichtung). Por otra parte si aceptamos (dice Schürmann) la solicitación de una ética en el pensamiento de Heidegger, la demanda pudiera ser entendida como generativa de elementos transformados en normas o reformulados en categorías prescriptivas o descriptivas. Lo cierto es que el Heidegger de Schürmann no avanza más allá de esta aporía central en cuanto a la radicalización de la pregunta por el Ser (ti to on) en la crisis an-árquica epocal [5]. La pregunta por la ética en el fin de la destrucción de la metafísica por lo tanto queda en suspenso.

Curiosamente quizás esta sea la misma aporía que ha llevado a Giorgio Agamben en su más reciente L’uso dei corpi (Neri Pozza, 2014), volumen que redondea el proyecto teórico-político bajo el nombre de Homo Sacer, a confrontar abiertamente la interpretación de la ontología dual (más adelante explicaremos porqué) reconstruida por Schürmann. Escribe Agamben en la penúltima glosa de “Per una teoria della potenza destituente”:

א “Il termine arche significa in greco tanto «origine» che «comando». A questo doppio significato del termine, corrisponde il fatto che, tanto nella nostra tradizione filosofica che in quella religiosa, I’origine, cioche da inizio epone in essere, no e soltanto un esordio, che scompare e cessa di agire in cio a cui ha dato vita, ma e anche cio che ne comanda e governa la crescita, lo sviluppo, la circolazione e la trasmissione – in una parola, la storia. In un libro importante, II principio d’anarchia (1982), Reiner Schürmann ha cercato di decostruire, a partire da un’interpretazione del pensiero di Heidegger, questo dispositivo. Egli distingue costi nell’ultimo Heidegger I’essere come puro venire alia presenza e I’essere come principio delle econome storico-epocali. A differenza di Proudhon e di Bakunin, che non hanno fatto che «spostare l’origine», sostituendo al principio di autorita un principio razionale, Heidegger avrebbe pensato un principio anarchico, in cui l’origine come venire alla presenza si emancipa dalla macchina delle economie epocali e non govema piu il divenire storico. II limite dell’interpretazione di Schiirmann appare con evidenza nello stesso sintagma, volutamente paradossale, che fomisce il titolo al libro: il «principio d’anarchia». Non basta separare origine e comando, principium e princeps: come abbiamo mostrato in II Regno e la Gloria, un Re che regna ma non governa non e che uno dei due poli del dipositivo governamentale e giocare un polo contra l‘altro non e sufficiente ad arrestarne il funzionamento. L’anarchia non puo mai essere in pisizione di principio: essa puo solo liberarsi come un contatto, la dove tanto l‘arche come origine che l‘’arche come comando sono esposti nella loro non-relazione e neutralizzati” [6].

Lo que subyace en está crítica de Agamben – debatible y probablemente injusta, aunque acertada – solo se puede entender a partir de una lectura detenida de su libro Opus Dei. En este libro se deconstruyen las “dos ontologías dominantes de Occidente”: el comando y el deber, el “ser” y el “deber-ser”, la “teoría” y la “práctica”, ancladas anfibológicamente en la esfera del derecho y la filosofía, introducidas en la ética moderna (Kant), así como en la invención del normativismo legal (Kelsen) [7]. No conviene en este momento hacer una lectura detenida de Opus Dei – aunque es fundamental hacerla para la comprensión de Le principe d’anarchie (1982) –en cuanto a la pregunta por la ética luego de la liquidación de las ontologías hegemónicas (principio y comando).

Por ahora, quizás solo debemos decir que para Agamben, la cesura que establece Schürmann entre “comando” y “principio” no es suficiente para establecer una relación an-árquica (en efecto, al citar al Benjamin de la anarquía del poder, Agamben malinterpreta totalmente la distinción crucial en Schürmann entre la “anarquía económica epocal” y la “anarquía del poder” en el pensamiento de Heidegger), sin poder establecer una ontología co-sustancial con el momento destructivo epocal. (Esto Agamben lo resuelve de diversas formas en su obra. Pero digamos que el vórtice de elaboración aparece, a mi modo de ver, en la ‘ontología modal’ así como en el concepto paulino de la katargesis en preparación para la desactivación de toda operatividad) [8].

Me gustaría sugerir, sin embargo, al menos un lugar donde ocurre algo así como una doble interrupción entre ambas lecturas; la de Schürmann sobre Heidegger y la de Agamben sobre Schürmann. La clave estaría ceñida en el concepto de Gelassenheit (serenidad) obviada por Agamben, y apenas tematizada por Schürmann. Es allí donde el momento epocal es afrontado por una facticidad unívoca de la atención ante la ge-stell vía una forma que en su uso de vida ya ha dejado de ser capturada, al decir del propio Schürmann, por los aparatos hegemónicos de la tecnificación [9]. (Debo decir, desde luego, que con esto no quiero sugerir que el principio epocal, explicitado con tanta elocuencia por Schurmann en este libro, quede superado en la obra de Agamben).

Es a partir de la Gelassenheit que la pregunta por la ontología no solo cobra un lugar importante de articulación, sino que además ya no encuentra razón de ser en un normativismo prescriptivo ni un principio en disposición del ser, sino que solo aparece ligado a la vida como facticidad, o bien en palabras de Heidegger vía Ángelus Silesius: “En el oscuro fondo de su ser, el hombre verdaderamente siendo coincide en su forma como es; sin porqué”. (La figura de Silesius es simétrica con la ‘vida sin porqué’ de Eckhart, o ‘el niño que juega’ de Heráclito).

Es importante que Heidegger no diga meramente que el hombre es sin porqué, sino que es sin porqué en la medida en que su ser ya se piensa siendo. ¿Puede ese momento de inflexión inscrito a partir de la Gelassenheit pensarse sobre los bordes de una “infrapolítica del vencimiento”, tal y como le ha llamado Alberto Moreiras en un reciente apunte programático? Por el momento solo podemos responder con las mismas palabras de Moreiras: “si esto es un programa, la letra aun no está escrita”.

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Notas

  1. Reiner Schürmann. Heidegger on Being and Acting: From Principles to Anarchy. Indiana University Press, 1987.
  1. Ibíd. “The theoretical turn away from anthropocentrism is only one condition for the possible thinking (being as time) of a possibility (anarchic economy)”. P. 302
  1. Ibíd. “Heidegger makes action deprived of arche the condition of thought which deconstructs the arche…always appears as the a priori for the ‘thought of being’. P. 7
  1. Ibíd. 11
  1. Ibíd. “It is necessary to exist without why in order to understand presencing as itself without arche, or telos, ‘without why’”. 293
  1. Giorgio Agamben. L’uso dei corpi. Neri Pozza Editore, 2014.
  1. Giorgio Agamben. Opus Dei. Archeologia dell’ufficio. Bollati Boringhieri, 2012.
  1. Reiner Schürmann. Heidegger on Being and Acting. Es crucial esta distinción establecida por Schürmann, para contener la crítica de Agamben (si bien hay que tener en mente que el Agamben de Il Regno e la Gloria, tambien glosando a Schürmann, atiende al “principio económico” para sustraerlo a la oikonomia del poder. Todo esto para decir, quizas, que para Agamben el poder y la oikonomia convergen en la forma goburnamental de la soberanía que expresa la maxima ‘el Rey gobierna pero no manda’): “Economic anarchy is not anarchy of power. What I called the hypothesis of closure makes it impossible to conceive of public affairs according to the model of reference to the one, that is, according to the principial model that founds the delegation of functions and the investment of power in ad hoc representative or titular. Economic anarchy is opposite to the anarchy of power as lawfulness is to lawlessness, as thinking is to the irrational, and as liberty is to oppression”. 290

Ni siquiera un manifiesto. (Alberto Moreiras)

La infrapolítica es, mínimamente, un campo de reflexión abierto a la indagación de condiciones y manifestaciones de experiencia en la época de la consumación de la estructuración ontoteológica de la modernidad.   Entendemos que la experiencia, la de todos y la de cada uno, está cruzada por la política, que la marca y determina y enmarca de forma fundamental e irreducible, pero postulamos que la determinación política no agota la experiencia. La experiencia excede o subcede la política, y puede por lo tanto ser tematizada y estudiada infrapolíticamente. Postulamos también que la política en la época de la consumación de la estructuración ontoteológica del mundo conocido no es un fenómeno naturalizable como dado por supuesto, sino que está él mismo sometido a condiciones históricas de manifestación.   La esencia de la política, podemos decir mimetizando a uno de nuestros pensadores de referencia, no es en sí política. Pero la infrapolítica no busca determinar filosóficamente cuál sea la esencia de la política, ni siquiera en sus dispensaciones contemporáneas. Su interés, hermenéutico, fenomenológico y deconstructivo, se da más bien en el intento de acotar la determinación política a favor de su exceso o suceso.   La infrapolítica es un campo de reflexión que indaga el suceso de la política en nuestro mundo.   En cuanto su-ceso, es decir, exceso que precede, campo experiencial no circunscribible ni agotable por determinación política alguna, la infrapolítica tiene dimensiones críticas—la infrapolítica piensa la política en la medida en que piensa su negación–, pero su ejercicio primario no es crítico (de la política) sino interpretativo.   La infrapolítica vive en una retirada de la política de la que no se nos oculta que incluye una intensa politicidad—pero es la politicidad impolítica que suspende y cuestiona toda politización aparente, y la coloca provisionalmente bajo el signo de su destrucción. Llamamos a la dimensión de politicidad impolítica de la infrapolítica posthegemonía, o democracia posthegemónica. La infrapolítica encuentra en la democracia posthegemónica, y en su praxis, que es la democratización posthegemónica, la interrupción suplementaria de su propia praxis subcedente.

Es claro en lo que antecede que este proyecto se sitúa en una tradición de pensamiento marcada por la obra de Martin Heidegger, a la que busca interpretar o reinterpretar en diálogo con sus continuadores históricos, de Reiner Schûrmann a Catherine Malabou, de Luce Irigaray a Felipe Martìnez Marzoa, de Jacques Derrida a Jean-Luc Nancy, de Giorgio Agamben a Roberto Esposito o Davide Tarizzo, e incluyendo a muchos otros. Pero también que la reflexiòn infrapolítica aspira a constituir un archivo de pensamiento más amplio y no contenible en la estela heideggeriana.   Nos interesa la práctica artítstica, la literatura, la ciencia y la religión en la misma medida en que también en esas prácticas se da reflexión y poetización de la encrucijada historial a la que remite el fin de la estructuración ontoteológica de la modernidad.   Nos interesa también el pisicoanálisis, que en ciertas de sus versiones puede entenderse como paradigmático de la práctica infrapolítica avant la lettre.   Y nos interesa el mundo de la vida cotidiana, con sus trazas de maquinación y cultura, de ética y moralismo, de historia y de desnarrativización perpleja.

Lo que proponemos es sólo derivada y subsidiariamente una práctica académica. Muchos de nosotros somos miembros de alguna universidad y tendemos a realizar nuestro trabajo en el contexto del aparato universitario.   Pero entendemos que la universidad está hoy sometida a condiciones de producción, en sí derivadas del acabamiento metafìsico de la modernidad, que son incompatibles con el futuro del proyecto infrapolítico. La infrapolítica es postuniversitaria y antiinstitucional en la medida en que busquemos su necesaria radicalización.   Se entiende como una modalidad de pensamiento salvaje, lo que Malabou llama la irrupción de lo fantástico en la filosofía, que nos desborda tanto como nos convoca, y nos destruye tanto como nos informa.

La infrapolítica no pide inscripción ni perdón. Se anuncia como voluntad de pensamiento al margen de canales establecidos y reconocibles, al margen de toda política cultural, al margen de toda recuperación biempensante. Tratará, por supuesto, de crear sus lugares, pero nuestra querencia es virtual y oscura, y nos atraen más los bares y las playas y los desiertos que las aulas, las salas de conferencia o los grandes hoteles convencionales. No insistimos en secreto alguno, pero sabemos que el pensamiento es siempre secreto.   No pedimos comunidad, no pedimos filiación, no pedimos siquiera comprensión alguna.   Nos manifestamos contracomunitarios y hostiles a toda formación de captura. Y apostamos a un largo plazo incalculable desde el cómputo servil del produccionismo excelentista.   Sabemos que sólo contamos con nuestro tiempo de vida, y que tal tiempo excede, y sucede, al tiempo de trabajo. Y esa es la cosa.

La presuposición del vencimiento y su consecuencia. Nota mimético-preliminar a Schürmann, Beistegui, Malabou, Sheehan, Leyte, Martínez Marzoa. (Alberto Moreiras)

El vencimiento de la estructura ontoteológica de la metafísica, si esa es la tarea de pensamiento asumida, pide un cambio en la dis-posición del pensamiento mismo, también de la escritura: una nueva Ge-Stell escritural. Contra la representación calculativa hacia una meditación recolectiva. Tal cambio sólo se hace posible en la época, presumiblemente la nuestra, de la consumación de la metafísica en el agotamiento de sus recursos metafóricos o foranómicos.   La metafísica hoy está ya de antemano desmetaforizada—de ahí que la desmetaforización imposible sea el nombre del peligro mismo del pensamiento otro (dado el riesgo de su contaminación saturante.)   Ese cambio—prepararlo, ejercitarlo (ex + arcare, exercitium, Ge-Stell de escritura), ejecutarlo—es actividad de pensamiento desde el fin de la historia que nos vive hacia otro comienzo posible, desde cierto fin del pensamiento hacia un pensamiento otro posible.   Pero no conocido. Tal esfuerzo, cuya necesidad no es cuestión de fe sino que se siente o no, por lo pronto, íntimamente, poéticamente, es ya un esfuerzo infrapolítico. La infrapolítica es el doble juego de destrucción o desestructuración crítica (desmetaforizante, en su peligro) del pensamiento tradicional, que constituye la hegemonía de Occidente, y del paso atrás o salto hacia una re-estructuración posthegemónica.   Pero esto último implica una mutación, un cambio en, dentro de, el cambio permanente que informa y estructura la tradición metafísica, un cambio otro que sólo puede ser entendido como salto fantástico. En cuanto fantástico no es locura sino que permanece como proyección orientativa. El motor del pensamiento infrapolítico es el fantasma de esa intimación. A ese fantasma hay por lo pronto acceso poético, o mejor, poetológico, en la medida en que se trata de una instancia que debe tematizarse (Ge-Stell de escritura) para ser. Dice Derrida en algún momento de La bestia y el soberano que de Paul Celan puede derivarse una política: quizá hay que añadir que esa política no es política, sino infrapolítica. La política, en cuanto a la vez necesariamente aprisionada en la esencia ontoteológica de la metafísica e instancia fáctica del manifestarse en cada caso de la voluntad de voluntad, en el fin epocal de la metafísica, debe también ser destruida, desestructurada, desmetaforizada.   Se trata de encontrar una relación libre con la política. La retirada de la política es su necesario retrazo. El nombre de ese paso atrás o salto hacia una sub-stancia destituyente puede ser, es, infrapolítica del vencimiento. Pero, si esto es un programa, la letra no está escrita. Pasa por la liquidación del fantasma, por su encarnación vital.

La suspensión de la filosofía de la historia: sobre Spartakus, de Furio Jesi. (Gerardo Muñoz)

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En el apéndice que da cierre a la nueva edición de Spartakus: the symbology of revolt (Seagull Books, 2014), a cargo de Andrea Cavalletti y Alberto Toscano, Furio Jesi advierte que este manuscrito no intenta reconstruir los sucesos de la revuelta espartaquista alemana de 1919, sino ofrecer una documentación dialéctica de los sucesos a partir de figuras que explicitan la divergencia entre el tiempo del historicismo y el ascenso de la posibilidad figurativa del mito. En efecto, Spartakus es mucho más que un argumento sobre una terrible masacre de la Spartakusbund; es también una forma de intervención intelectual luego de la euforia del 68 francés, y más específicamente para Furio Jesi, se trataba de hacerse cargo del pensamiento en torno al mito y la política de su mentor Karoly Kerenyi.

Pero no se puede afirmar que la intervención de Spartakus quede restringida meramente a una polémica entre dos estudiosos de la función social del mito en el interior del “evento 68” y su posibilidad en el horizonte democrático. Este valioso ensayo, pensando y escrito a partir de inflexiones visibles con la metodología en Walter Benjamin (el montaje y la constelación) o Aby Warburg (la nachleben y la imagen en la secularización), ofrece para nosotros un importante lugar donde es posible pensar un modo de suspender el historicismo y la filosofía de la historia en diversos registros metafóricos; que incluye (aunque no se limita) a la teoría marxista aun a servicio de principios como la ‘lucha de clases’ o la ‘revolución habilitada a partir de la base economicista del valor social’. Por otro lado, Jesi confronta el principio de equivalencia del mundo ético burgués al cual define como aquel sometido a la “ley eterno del retorno” (sic), que hace posible la relativización como eje del universo intelectual burgués.

Para Jesi, la revolución como concepto fáctico de la teoría marxista se debía a ese productivismo valorativo social (espejismo de la lógica capitalista en cuanto equivalencia), y que además reproducía su misma estructura temporal; a saber, la revolución es posible en la medida en que es llevada a cabo por quienes (léase la vanguardia) son capaces de capturar y reducir una serie de principios en el presente y llevarla hacia adelante, tal y como se produce en los términos leninistas de la dictadura del proletariado.

Es imposible no ver aquí una forma consumada de la heliopolitica del historicismo, plenamente restituida al tiempo desarrollista del progreso de la historia y a la matriz del cálculo político por excelencia. En cambio, la revuelta para Jesi ofrece no otro tiempo histórico posible, sino la suspensión misma del principio de la historia en cuanto tal; siempre en retirada hacia una indeterminación espacial de una política nocturna o de la oscuridad (figura recurrente en la mitologizacion de la revuelta a lo largo de Spartakus):

“Cada revuelta puede ser descrita como una suspensión del tiempo histórico. Gran parte de aquellos que han sido parte de una revuelta comprometen su individualidad a una acción cuyas consecuencias no pueden saber o predecir. En el momento del enfrentamiento solo pocos están concientes de la concatenación de causas y efectos…en el sueño antes de la revuelta – y presumimos que la revuelta comienza en la aurora! – puede ser tan plácido como la experiencia del Príncipe Conde, sin poseer el momento paradójicamente tranquilo del enfrentamiento. En el mejor de los casos, pudiera parecer un momento de tregua para aquellos quienes han ido a dominar sin sentirse como individuos” [1].

Luego Jesi pasa a una descripción bellísima sobre la co-habitación de la ciudad que, por momentos recordando las reflexiones de Simone Weil, logra dejar atrás los efectos de la alineación moderna en el momento en que irrumpe la revuelta, puesto que aparece allí otro tiempo de relación interna. Así, la ciudad emerge no como espacio de identificación colectiva horizontal (lo cual seria una antropología de la multitud o del pueblo), sino como negatividad: una salida de la soledad hacia la entrada de un retiro hacia una noche de un Dios oculto. En este punto, para Jesi, el pensamiento político tiene su fundamento en el mito y su forma moderna de propaganda (una convergencia simbólica inaceptable para Kerenyi y que interrumpió el diálogo Jesi-Kerenyi tras el 68), y que solo puede entenderse a contrapelo de la instrumentalización de la sociedad de consumo y el espectáculo moderno.

Tendríamos que matizar también la diferencia entre el mito en el pensamiento de Jesi, y el que Schmitt abogaba en la década del treinta mientras glosaba la tesis de Sorel junto al fascismo italiano. Según Schmitt, Sorel había penetrado el momento de la nihilziacion mundial a partir de un nuevo mito de la violencia que podía, en efecto, hacerle frente al economicismo de la clase burguesa, así como al parlamentarismo democrático. Por lo que para Schmitt, el mito era el dispositivo político para la concreción de una principio de legitimidad contra la legalidad positivista.

En esa línea, Schmitt evocaba a Mussolini como forma de una nueva posibilidad de mito, por encima de la gran maquinaria del Estado moderno liberal partícipe de la distribución del valor y la neutralización de lo político [2]. Para Jesi, en cambio, la necesidad del mito nace de un exceso con lo político, así como lo político es el vacío mismo en su instanciación con el mito. Si tanto Schmitt como Jesi comparten cierto desfundamento de la ontología y representación política, la diferencia irremediable radica no en la ideología, sino en la potencia de destrucción y retirada de lo político que el segundo extrae de la lección de la revuelta como “forma pura” del poder destituyente o de la destrucción.

Es así que Jesi argumenta que la revuelta es la forma hiperbólica del mundo burgués, pero en tanto tal también la excede, ya que no busca el poder ni tampoco la aurora del mañana como consagración de la victoria. La revuelta solo puede concebirse como una interrupción de la hegemonía, o para pensarlo en términos de Sergio Villalobos-Ruminott, como una soberanía en suspenso capaz de arruinar la filosofía de la historia y su eje que sostiene la ontología del capital [3].

Es importante ver cómo, tanto Jesi como Villalobos ponen en el centro de sus proyectos el concepto de ‘suspensión’ más allá de la obvia entonación benjaminiana, para desmovilizar la filosofía de la historia como otro de los nombres corrientes de la metaforización de la máquina historicista. Y al igual que Villalobos-Ruminott en Soberanías en suspenso (La Cebra, 2014), para Jesi ese movimiento interno del pensamiento solo es posible a través del estatuto del poema, la imagen, y la literaturas como zonas donde se articula la potencia de la imaginación. Aunque lo que lo que la revuelta espartaquista es en la adjudicación de Jesi al historicismo; el Golpe de Estado de 1973 es para Villalobos en cuanto la destitución de la soberanía como principio de lo político.

Pero también es fundamental que el sentido que Furio Jesi le otorga a la revuelta no queda atrapado por las lógicas del evento – formas de soberanía invertida, como ha argumentado recientemente Villalobos-Ruminott – en donde el movimiento entre lo nominal y lo genérico estructura lo que pudiéramos llamar una antropología del nombre bajo la condición de una equivalencia dualista – entre el realismo y nominalismo – que dota las luchas de sentido en la secuencia de la Historia [4]. En el Spartakus de Jesi no trata de recomponer una “invariante de la revuelta”, sino de hilvanar algunas imágenes en la oscuridad de los sucesos sin la restitución fetichista del nombre propio del líder o de la inscripción del sitio como permanencia en la memoria. Incluso, se pudiera decir que la crítica a la memoria que aparece en los dos últimos capítulos del libro dan cuenta del desinterés de Jesi por trazar una historia general de la revueltas, así como su distancia por atender una estructura genérica del evento. En su reverso, la revuelta espartaquista es la figura que excede la política porque destruye todo historicismo (sic) , y cuyo mito solo puede encontrarse en su uso singular más allá del tiempo vulgar de todo principio de equivalencia general.

De esta manera, Jesi postula la definición de la revuelta espartaquista no solo como un exceso al mando de la forma partido, sino como una mitología a medio camino entre el eterno retorno y el de una vez por todas. La dialéctica que co-pertenece al mito y al tiempo histórico, no es la que ocurrirá con la certeza del mañana, sino la que deviene sin cálculo alguno hacia el día después de mañana. Glosando al Nietzsche de Más allá del bien y el mal, Jesi sugiere:

“Lo que tengo en mente cuando defino la revuelta espartaquista a medio camino entre el de una vez por todas y el eterno retorno – no la superposición del tiempo histórico por encima del tiempo mítico, como en el pensamiento de Mircea Eliade – sino el día antes de ayer y el día después de mañana….en lugar de asegurar la libertad como decisiva en la justificación del a estrategia de victoria, identificamos la libertad como aquello que ocurre después del día de mañana” [5].

Habría que pensar, sin buscar homologar o establecer una equivalencia, hasta que punto la indeterminación entre eterno retorno / de una vez por todas, pudiera ser contraída a la formula de el ya-siempre y no todavía que busca pensar infrapolitica como solicitación de un abandono imposible de la metaforización de la historia, tal y como ha sugerido Moreiras en una lectura reciente del seminario de Jacques Derrida sobre Heidegger y la Historia de 1964 [6].

Y no es casual que, en el momento en que aparece esta formulación en Spartakus, Jesi distinga entre mito y metafísica. Corriengiendo una rápida y equivocada yuxtaposición entre mito y metafísica, Jesi apuesta a definir la instanciacion mítica como aquella que no participa de la metasifica tal cual, sino aquella vinculada a un Dios oscuro (deus absconditus) que, antecediendo la antropología del sujeto moderno y el cogito, encuentra una morada apotropaica más allá de la separación entre muerte y vida, abriéndose hacia la supervivencia en retiro existencial irreducible a la ética o la política [7].

Si el historicismo capitalista es otro nombre para la metafísica en tanto participación de un continuo proceso de metaforizacion de la esencial transcendental del valor; entonces, solo atendiendo al mito como instancia de sobrevivencia singular puede devolver el estatuto de la finitud a la vida fuera del aura sacrificial de la militancia política, o de la promesa iluminista de la revolución comunista. Lo que esta en juego para Jesi no solo es pensar fuera de la equivalencia de la “ley del retorno” que articula el mundo burgués, sino pensar en el nachleben de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht sin subscribir las tesis del sacrificio heroico de una voluntad consumada por el “ideal político”.

De modo que si el activismo político de Luxemberg & Liebknect no es reducible a la militancia política ni al evento, ¿cómo explicar que hayan decido permanecer en Berlín sabiendo las consecuencias nefastas para sus vidas? La respuesta que desarrolla Jesi aparece en uno de los momentos más decisivos del libro, donde la escritura ha derivado hacia lúcidas glosas sobre Goethe, la novela Immensee de Theodor Storm, y el concepto de la renuncia en Kierkegaard. Conviene citar este fragmento en su integridad:

“Cuando Reinhard renuncia a la luz y espera en las sombras de la tarde, el ignora que pasará; y sin embargo una fuerza que coincide con su voluntad lo lleva a actos rituales que preceden esa invitación – la oscuridad y la soledad. Un rayo de luz de la luna se hace presente y se deja oír el eco del nombre: ‘Elizabeth!’. Voluntad y destino ya son inseparables. Es aquí donde aparece el sentido pleno de Immensee…pero, ¿qué significa renunciar? Renunciar es un gesto y en tanto tal – como diría Kierkegaard – es la realidad en términos de la forma de vida; de vida como absoluto y verdad. Esto significa que allí se abre, ante quien renuncia, el laberinto del ser. Y esto ocurre porque los que ejecutan un gesto están destinado a confrontar las ilumiacones y terrores de las epifanías de lo verdadero. El ha conseguido la verdad, pero que en tanto verdad solo puede ser como un abismo, y a su frente yace solo la nada, la oscuridad” [8].

Este momento de Immensee es hiperbólico a la renuncia de vida ante la lucha de Luxemburgo y Liebknecht. El gran gesto de la revuelta no solo aparece abstraído, entonces, al principio de la suspensión de la historia, sino en distancia próxima de un gesto singular intuido hacia la forma misma de la vida. Este gesto impolítico no solo busca su retirada en la sombra abismal de una libertad sin valor, sino que se sostiene a partir de ese estado del despertar que supone vivir en lo común de la singularidad, tal y como Jesi sugiere citando uno de los fragmentos de Heráclito hacia el final del ensayo. De esta manera, vemos que para Jesi la radicalización del mito contra la metaforizacion de la metasifica no pasa por un vórtice transcendental – tal como sucede en el pensamiento de Schmitt o en el pensamiento contemporáneo de Alain Badiou – sino en el movimiento de la vida como supervivencia, esto es, mas allá de la equivalencia en nombre de una comunidad o en su relación jurídica con la esfera del derecho.

Si decíamos que Spartakus fue un ensayo que intenta pensar la condición de posibilidad de un suceso como el 68, en diálogo cruzado con La verdad de la democracia de J.L. Nancy, Jesi pareciera sugerirnos que lo que yace en el espíritu de la revuelta es la estructura incalculable y singular de una democracia por venir. Aunque, a diferencia de Nancy, pensar la salida de la trampa de la metafísica exige que también nos detengamos en la supervivencia de los mitos en su co-pertenencia con las singularidades de la existencia.

 

 

Notas

  1. Furio Jesi. Spartakus: the symbology of revolt. New York: Seagull Books, 2014. p.52-54. Todas las traducciones al castellano de Jesi son mías.
  1. Refiero aquí al ensayo de Schmitt, “Irrational theories of the direct use of force” publicado en The crisis of parliamentary democracy (MIT, 1988).
  1. Sergio Villalobos-Ruminott. Soberanías en suspenso: imaginación y violencia en América Latina. Buenos Aires: La Cebra, 2014.
  1. Alain Badiou en “La idea del comunismo” restituye un principio equivalencia de la historia a partir de lo que Sylvain Lazarus llama una “antropología del nombre”. Por ejemplo, Badiou escribe: “¿Por qué Espartaco, Thomas Münzer, Robespierre, Toussaint-Louverture, Blanqui, Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo, Mao, Che Guevara, y tantos otros? Porque todos estos nombres simbolizan históricamente, en la forma de un individuo, de una pura singularidad del cuerpo y del pensamiento, la red a la vez rara y preciosa de las secuencias fugitivas de la política como verdad”. Lo que está en juego en el pensamiento de Badiou es la multiplicación de metáforas como nombres “alternos” (nominales) a la “Idea” del Comunismo (realismo). Le agradezco a Sam Steinberg algunas conversaciones que sostuvimos recientemente sobre Badiou y esta problemática de la lógica del nombre.
  1. Furio Jesi, Spartakus, 139.
  1. Aunque el actual trabajo de Moreiras busca pensar el problema de la “desmetaforizacion de la Historia”, ya se pueden encontrar algunas elaboraciones preliminares en su ensayo “Infrapolitical Derrida” (inédito), y en las notas en este mismo espacio tituladas “Notes on Derrida’s Heidegger: la question de L’etre et l’Historie “(June, 2014).
  1. Furio Jesi indica en otro importante pasaje del último capítulo: “…the time of myth can be said to be the house of death inasmuch as it represents the eternity with which human being is comingled. It is the deep shelter, the secret room in which the spirit draws on its reality and comes to know the archetypes, the perennial forms capable harmony between the objective and the subjective. He who suffers and finds no justification for his suffering is obviously incapable of discovering the deep and authentic face of death; he comes to a stop before the mask of pain with which despair counterfeits the reality of death” (153).
  1. Ibid., 129.