Dicen que la paz social no es sino olvido o disimulación de un conflicto siempre latente, y que el conflicto es primario. Dicen que la política es siempre anestésica de un conflicto o de muchos conflictos que, desatados, resultarían en violencia mayor, violencia abierta. Dicen que, por lo tanto, la política efectiva, en cuanto gestión de conflictos, solo debe entenderse como violencia menor, violencia vivible. El problema surge cuando dos entendimientos directamente enfrentados de la acción política–no la acción política en general, sino la acción política concreta–llegan a tomar preponderancia. En ese caso, que es el caso actual en España, las condiciones para la violencia mayor están dadas y son quizá imparables. No debemos engañarnos: el estado actual del conflicto en Cataluña es anuncio de violencia mayor. El estado actual del conflicto en Cataluña es sin duda, como algunos han querido que fuera, el fin, simbólico de momento pero pronto real, del llamado régimen del 78 y marca el inicio de una incierta etapa de inestabilidad que puede llevarse por delante no sólo a España como país, desde luego también a Cataluña, o antes a Cataluña que a la totalidad de España, sino también al proyecto de unificación europeo. Cabe recordar el letrero que el protagonista de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, el cónsul Geoffrey Firmin, ve para su horror profundo en un parque mexicano al final de la novela: “¿Le gusta este jardín? Es suyo. Evite que sus hijos lo destruyan.” Se está haciendo estúpidamente tarde en España para tal evitamiento, y me temo que el lunes 16 de octubre, es decir, pasado mañana, solo abrevie el plazo que resta hasta el principio de la catástrofe real.
¿En qué nombre? Pongamos que hubo en algún momento legitimidad incontestable a la demanda de mayor autogobierno y de ventajas fiscales para Cataluña. Pero lo que está en juego ya hace mucho que dejó de vincularse a esa legitimidad posible. La avidez pseudorrevolucionaria de algunos (pseudorrevolucionaria porque no sabrían qué hacer, no tendrían ni idea, con una revolución entre las manos) pretende que un triunfo resonante del nacionalismo independentista (supongo que la pretensión de un independentismo no nacionalista ya está revelada como el cuento que siempre fue) consumaría en el despliegue histórico-práctico una especie de paraíso terrestre en el noreste español o ex-español, mientras que otros se limitan a afirmar su creencia objetivamente supremacista de que basta con librarse ya de los “españoles” para lograr la virtud, y es todo lo que quieren: eso les basta. Otros piensan, solo o además, que el mal real en Cataluña es una presencia impuesta por los malos españoles que lo controlan todo, y así la sustracción de todo ello dejará males muy menores con los que se podrá lidiar con facilidad desde una supuestamente nueva hegemonía social. La gran ventaja, quizá también para ellos mismos, y así para todos, sería, por supuesto, que, de darse la improbable independencia, por lo menos uno quedaría a salvo de tanta monserga insufrible, que ya no habría que escuchar más. ¿Cabe pensar que todo esto sea no más que un gigantesco malentendido, que los catalanes estén simplemente reaccionando a un supuesto desamor del que quieren librarse ya, igual que los otros españoles reaccionarían por despecho ante el visible rechazo? Hay gente que piensa eso. Yo no estoy entre ellos.
Me he pasado en Cataluña, concretamente en Barcelona, más años de los que he pasado en ninguna parte de España con la excepción de Galicia, donde nací. Allí estudié mi licenciatura y allí tuve mis primeros trabajos asalariados. Allí me enamoré para siempre. Estuve empadronado en Barcelona hasta que mi larga residencia en el extranjero me obligó a reempadronarme en el consulado de turno. Allí voté mis primeras veces. Y no he cesado de volver, casi todos los años, a Barcelona, y ha habido veranos pasados en la Costa Brava, con mi familia, con mi mujer y mis hijos, con mi padre que vino a estar con nosotros. Tengo muertos en Cataluña. El catalán es una de las lenguas habituales en mi casa. Por lo tanto llevo a Cataluña en mí, muy dentro, y lo que está pasando me produce un fuerte desgarro que, por supuesto, no puedo ni comparar a lo que les estará pasando a tantos que viven todavía en Cataluña y que no han querido ser embaucados por lo que ha venido a llamarse el “relato” independentista.
Ahora bien, esto del “relato” es en sí una trampa. ¿De qué relato se habla? ¿Del relato que hace de Cataluña una región irredenta y sometida a un estado español nunca querido desde hace más de quinientos años? Para no meternos en complicaciones imposibles, prefiero acotar el “relato” a lo que se relata en cuanto a la opresión y daño hecho por España a la Cataluña posterior a 1978. Y ese, no tengo reparo en decirlo, es un relato mentiroso y embaucador, tramposo, mírese por donde se mire. Hay una situación fáctica, que es un Estado cuyos supuestos básicos están determinados por la Constitución aceptada por todos desde la facticidad misma, y no había otra. Ese Estado ha sido abierta y consensuadamente organizado en torno a una amplia división de poderes, aunque inevitablemente habrá siempre mayores o menores demandas y resistencias según los partidos de turno. Más allá del Estado, y de la legalidad que no puede saltarse pero que se ha saltado, en Cataluña ha sido siempre muy claro, desde luego desde los años setenta, si no antes, que la hegemonía social era catalana y catalanista, y que el poder social no dependía en manera o modo alguno del Estado español o de sus supuestos largos dedos o arteras costumbres. La pretensión de una España opresora de una Cataluña sufriente, fuera del juego político habitual en democracias liberales, no puede en verdad sostenerse en relación con los últimos cuarenta años, y de relatos quiliásticos y victimistas en relación con la totalidad de los tiempos estamos más que hartos. Cuando Mas le dijo a Rajoy que se atuviera a las consecuencias de una negativa a ampliar ventajas fiscales para Cataluña, clara amenaza, todo fue ya cuestión de sumar agravios para embarcarnos a todos en un camino altamente peligroso. El movimiento resuelto hacia la independencia lo inicia el Gobierno catalán, y por eso él es el principal responsable, al margen de que ha habido graves torpezas políticas por todos lados en los últimos cinco años.
Pasé en Cataluña mis años de estudio universitario, los años de la llamada transición, del 74 al 81. Siempre supe, en aquellos años, que mi posición social real (dejaré al margen a mis amigos y a mi familia política, naturalmente) era la de un forastero solo más o menos bienvenido, así me lo hicieron notar, por ejemplo, mis profesores universitarios, y que, para conseguir una vida plausible en la sociedad catalana, había que pagar un peaje que excedía el aprendizaje de la lengua. El contraste con lo que podía sentirse en Madrid o quizá en cualquier otra región española (con la excepción del País Vasco, me dicen, aunque yo no tengo experiencia directa), más francamente hospitalarias en un sentido primario y sencillo, era notable, pero era un contraste que uno aceptaba. Ya se sabía: Cataluña era Cataluña y Barcelona era Barcelona, y amarlas, amar su lengua, su cultura, su tierra y su mar, su gente, su cocina, era apañarse con todo lo demás, con la diferencia catalana, grande, interesante, divertida, que tampoco hacía la vida cotidiana tan incómoda, se aguantaba, era un poco raro, se notaba a veces, podía tener consecuencias no del todo simpáticas (cuando, por ejemplo, el nieto de un famoso pintor mallorquín le preguntó a un amigo mío en un bar, hablando de mí, a quien acababa de ser presentado, ¿quién es este xarnego de mierda?), pero uno ya sabía. Y quizá haya fuertes razones históricas para que esto sea y haya sido así, más allá del franquismo y más allá de la sospecha de que cualquiera que viniese en esos años de plomo del oeste de Lleida o del sur de Tarragona hablando en castellano era potencialmente un peligro para la herencia ancestral. No lo dudo ni las juzgo. Había una particularidad catalana fuerte con la que había que pechar sin mayores reproches si uno no quería por otra parte tener que renunciar a su propia particularidad. Esa particularidad catalana hacía demandas, demandas que eran personales pero también sociales, y eran demandas más rotundas y distintas a las que podía sentir un forastero en Galicia o en Madrid o en Sevilla o en Asturias. Daban la oportunidad de elegir, o incluso conminaban a elegir después de un cierto tiempo. Y uno elegía, qué remedio, y eso marcaba vidas, y a lo mejor no pasaba nada o a lo mejor sí, y muchos encontraron su felicidad en ello. Y nadie era directamente responsable, la historia quizá, y me atrevo a pensar que era así no solo para mí sino para tantos como yo, para todos y cada uno de los que eligieron Barcelona como lugar de residencia temporal durante todos esos años–justamente esos años que ahora, inevitablemente, mueren.
(Y en Cataluña aquel capullo de los años setenta me pudo llamar xarnego, y a lo mejor todavía les pasa hoy a otros, o a los niños en los colegios, crece el odio y el desprecio o crece el resentimiento, crece la estupidez, pero los no catalanes en España son también responsables: cuántos catalanes no han sido insultados y humillados en los últimos años en los taxis, bares, hoteles cuando viajan por España, en cuanto catalanes, por serlo. Quizá les pasó a los vascos en otro tiempo. Esa mezquindad torpe y palurda, la del desprecio al otro por ser diferente, española o catalana, no puede perdonarse, ni en un lugar ni en otro, ni de unos ni de otros. No sería fácil, imagino, saber si hay más desprecio por lo español castizo en Cataluña o en España por lo catalanista en estos momentos, pero conviene decir, escribiendo en español, que los catalanes no son los que más insultan, y que no vale, en estas cuestiones, tirar la piedra, esconder la mano y luego dolerse de lo que otros hacen como resultado. En qué medida el independentismo sea consecuencia de un desprecio percibido es algo que nunca sabremos, pero no debemos dudar de que sea un factor importante sobre el que siempre se puede hacer algo positivo, renunciando a ese desprecio.)
No me preocupa tanto la muerte de una época–el pasado pasa. Y no prejuzgo el futuro. Lo que me preocupa es lo que veo como el muy difícil acomodo de tantos como yo, de tantos que, queriendo vivir en Cataluña como ciudadanos iguales, con plenos derechos, y dispuestos a aceptar o incluso adoptar en lo que se pudiera una diferencia catalana, por incómoda que resultase (había que hablar la lengua, claro, pero había también que aceptar hasta cierto punto un relato problemático e incierto, había que cumplir ritos, decir cosas o callar otras, o no hacerlo y asumir la condición permanente de forastero), en la misma medida en que no estábamos dispuestos a renunciar a la nuestra propia–yo quería seguir siendo gallego y español tan clara o tenuemente como ya lo era, faltaba más, cuando vivía en Barcelona, y nadie me convenció nunca de que tal pretensión fuera vergonzosa–, ahora ya no tendrán a qué carta quedarse, las cosas se han complicado, ya no podrán reconciliarse fácilmente con una situación que los excluye como los conciudadanos reales que habían creído ser; una situación que crea una divisoria ideológica explícita y quizás insalvable en la sociedad catalana, entre los catalanes de verdad y los que Forcadell llamó súbditos y otros llaman traidores, quizás latente por muchos años, pero ahora demasiado dolorosamente patente. Y el problema para ellos está abierto, y no hace falta esperar a que se declare y triunfe o fracase la independencia. Ahora hay que asentir o callar, callar o doblarse, para que la igualdad no se tambalee, para que no haya bronca, o largarse y no volver, o esperar a que todo cambie, y aguantar, y esa es mala cosa. Lo que en principio no era más que un conflicto político acaba envenenando condiciones fácticas de existencia. Claro, tenía que ser así, quizás, pues al fin y al cabo la política no es más que la disimulación del conflicto, y cuando la política falla–en Cataluña ha fallado la política, catastróficamente, y ninguno de los mediocres que hoy están a su cargo, incluyendo al patético Pablo Iglesias, tiene la más remota idea de qué hacer al respecto–la infrapolítica entra en su verdad.
Ahí está mi problema. Personalmente creo en la necesidad de una Constitución vinculante y no soy partidario de pasársela por el forro cuando a uno le conviene, como han querido hacer el Gobierno catalán y sus aliados. Sé dónde está mi lealtad política, a pesar de mi amor por Cataluña. Pero, más allá de mi lealtad política, está la otra lealtad, esa lealtad vital o existencial que está hoy desgarrada. Y me duele pensar en tanta gente como yo que no podrá resolver este conflicto en sus propias vidas excepto quizá invocando pasiones tristes que no le van a hacer favor alguno a nadie. Pero a tantos de los valientes indepes esto parece traerles sin cuidado. No sé si hay entre ellos algunos que todavía se preocupen, o si más bien lo buscan.
Si todos o casi todos los residentes de Cataluña apoyaran la independencia, no habría que pedirles razones. La independencia sería razonable y legítima. Pero no es el caso. Y a esos que no la apoyan y que tienen no solo a la Constitución–la ley del Estado–sino también quinientos años de historia y tradición a sus espaldas–la mitad del electorado, la mitad o más, pero poco importaría que fuese la mitad o menos–, en última instancia no se les puede dejar solos. Por mucho que nadie que piense eso quiera violencia alguna. Esa es para mí la verdad de lo que pase el lunes.
Es una magnífica descripción y análisis de una experiencia, que me trae a la memoria otras con las que tiene puntos en común: la de Arturo Leyte, la de Basilio Losada, a ambos se lo he oído contar, y la que narra Luisa Castro -para citar a tres gallegos destacados- en su novela “La segunda mujer”. Creo que uno de los problemas de fondo es que la cultura antifranquista creó un contexto en que las delimitaciones entre izquierda y nacionalismo pasaron a un segundo plano, y quedaron difuminadas; si a ello se le añade la escasa consistencia teórica de la primera en nuestro país, el que nunca llegase a construir un discurso autónomo y crítico respecto de él, se comprende el que todo coadyuvaba a la actual confusión en que el pragmatismo acéfalo es quien dirige, y tanto puede un día ser más radical que los nacionalistas y exigir más estatut o lo que se tercie, como al otro solicitar más constitución.
Gracias por la reflexión, Alberto. Permíteme hacer unos comentarios.
En un momento del texto te preguntas si hay algún independentista a quién le importe la tragedia y el “desgarro” de las personas que, como tú, tienen un conflicto entre “la lealtad política” (hacia el estado español) y “la lealtad vital o existencial” (el amor por Catalunya). Dices: “Pero a tantos de los valientes indepes esto parece traerles sin cuidado. No sé si hay entre ellos algunos que todavía se preocupen, o si más bien lo buscan.”
Yo no sé los otros independentistas, pero puedo responder por mí. Efectivamente, te doy la razón: a mí me trae sin cuidado. Y la ironía es que las razones por la qué creo que esto no nos debería importar las he aprendido en los últimos quince años en gran parte justamente a partir de tus clases y de tus textos fascinantes!
De entrada, ya te puedes imaginar que no estoy de acuerdo con tu diagnosis del asunto. No creo que se pueda hablar de coincidencia entre nacionalismo e independentismo, porque el primero (prevalente en el siglo veinte) buscaba defender una nación cultural propia, una hegemonía económica peninsular y una federalización del estado, y, en cambio, el segundo (prevalente en este siglo) “sólo” busca poder soberano pleno. Tampoco creo que el independentismo rechace lo español ni a nivel emocional, ni cultural, ni lingüístico, ni racial, ni nada (lo cual no necesariamente era el caso con el nacionalismo del siglo pasado). Se trata, otra vez, simplemente de una lucha para obtener poder estatal. El “enemigo” del independentismo es la configuración centralista del estado, no España ni lo español. Es cierto que siempre hay ambigüedades y sobreentendidos y que esta ambigüedad se emplea en usos propagandísticos e ideológicos tanto en la parte independentista como en la parte unionista. Pero a nivel de discurso político propiamente (si es que se puede aún hablar en propiedad), la distinción existe, o como mínimo tiene vocación de existir.
Dices que el “relato” independentista es una trampa embaucadora. Yo no sé cómo se puede saber si esto es cierto o no, pero tampoco veo qué ganamos diciendo esto en lugar de decir que el independentismo es un movimiento político como cualquier otro, es decir, un movimiento de oposición a un estado constituido y de construcción de otro estado, ni mejor ni peor.
Tampoco creo que este conflicto nos esté acercando a una violencia catastrófica, ni que anuncie el fin de España, ni mucho menos de Europa. Va a cambiar, y ya está cambiando, una determinada composición política –un mapa, un nomos-, pero no entiendo qué hay de apocalíptico en esto, y menos en el mundo post-apocalíptico de la guerra global, en la que todas las formas de katechon están en permanente estado de transformación. O podríamos decirlo al revés: este conflicto es catastrófico en la medida en que lo es cada uno de los eventos de nuestra vida social global.
Pero estos son desacuerdos digamos de posición: tú lo ves de una forma y yo lo veo de otra forma. Pero lo que realmente me interesa de tu texto es la conclusión de que, al haber fallado la política en Catalunya/España, ha llegado la hora de la verdad de la infrapolítica. Bien. Entonces, ¿qué hay de malo en ello? ¿No nos has enseñado tú precisamente con tantos textos maravillosos a entender, a exponernos, a prepararnos, si es que hay preparación posible, para estos momentos traumáticos pero esenciales de verdad?
Estoy de acuerdo que este momento de verdad se puede interpretar, como haces tú, como un momento de guerra, lo cual no quiere decir que se justifique la violencia. Pero ya se sabe que la guerra, y la infrapolítica!, se pueden desarrollar de muchas formas. Y en este caso una de las formas sería la de un referéndum: que los “residentes en Catalunya” tengan la opción de votar sí o no. Y aquí, efectivamente, no deberían ser determinantes ni los “desgarros” vitales, ni los “quinientos años de historia y tradición”: este debería ser el reto de una democracia, si me permites, infrapolítica.
Es cierto que esto que te digo ya no tiene sentido, porque ya hemos pasado la etapa del referéndum y el lunes al cual te refieres al final de tu artículo era hoy, y hoy ya ha acabado con el encarcelamiento de los líderes de la ANC y Òmnium, dos presos políticos, según la legalidad constituyente, o dos presos sediciosos, según la legalidad constituida. Aún así, quería rescatar este momento de infrapolítica contra tus propias lealtades y tu amor por Catalunya, los cuales, como ya te puedes imaginar y creo que este escrito demuestra, no me traen sin cuidado sino todo lo contrario.
Un abrazo,
Edgar
Gracias, Edgar, te agradezco el interés y la molestia que te tomaste. Pero, brevemente: estoy en desacuerdo con lo que interpreto con tu distinción fundamental, esto es, con tu frase sobre la diferencia entre un nacionalismo no actuante y un independentismo que busca solo “poder soberano pleno.” Creo que esa distinción es, efectivamente, “embaucadora,” porque la soberanía–en cualquier caso una soberanía simbólica, como sabemos, cuya verdadera función es compensatoria: no hay ni puede haber soberanía real, la misma apelación a la soberanía ya está caída en el mundo conceptual moderno, esto es, antiguo–se busca a partir de una definición de “nosotros” en la que radica la pulsión nacionalista clásica. Que sea un “nosotros” cuidadosamente construido por la institucionalidad dominante en Cataluña le da una problemática adicional, al margen de que, por supuesto, haya un sustrato existencial real en la reivindicación nacionalista. Sin duda lo hay, pero debe mantenerse tenue a nivel político porque sabemos que el deseo de subjetivación y el deseo de democracia chocan siempre necesariamente, y cuando chocan hay que elegir. La soberanía se busca para un sujeto soberano políticamente desatado e hipostatizado, y ese sujeto se autoconstituye como sujeto vicario de la historia siempre contra otros, reales o imaginados: y esos otros son siempre no-sujetos, o son siempre sujetos oscuros. Esos otros son, en el caso catalán, los que hoy mayormente callan y llevan presumiblemente tiempo callando. Lo que a mí me molesta más de todo el “procés” no es en realidad la defensa de intereses independentistas, que yo no comparto pero puedo entender y respetar, sino la construcción ideológica que la acompaña, y que en este caso supone un grave forzamiento de la democracia–se procede a una ruptura revolucionaria del orden legal, caiga quien caiga, sobre la base de una minoría de votos populares negada como tal, en cuanto minoría, y reforzada imaginariamente por el poder cuasi-estatal de la Generalitat y todo el aparato institucional y mediático que controla. En ese sentido no puedo de ninguna manera apoyar el procés. El independentismo sería una opción política legítima, aunque yo no la comparta, pero el procés puesto en marcha desde la Generalitat y con apoyo masivo desde una posición clara de sujeto militante comunitariista y excluyente no me parece legítimo democráticamente. La situación no es comparable con la que se da a nivel de Estado en España, como trato de decir en el artículo, porque el Estado es lo fáctico, lo que está dado. (Por eso, en el caso de Sànchez y Cuixart, la pregunta relevante para mí no es si son prisioneros políticos y mártires de una nueva legalidad republicana que no existe sino como demanda, sino si rompieron la ley efectivamente existente de forma suficientemente grave o no: como ciudadanos iguales a todos los demás ellos no están por encima de la ley aunque se pongan el manto del poble soberano, que solo puede ser prestado.)
Gracias otra vez, Alberto. Acepto todos los puntos de tu respuesta menos el útlimo. A mí me gusta enfatizar la ruptura entre nacionalismo e independentismo, pero puedo ver que también haya mucha continuidad patológica. Comparto que la soberanía es moderna y, por lo tanto, antigua (aunque aquí, como en el punto anterior, siempre cuesta determinar cuánto hay de continuidad y cuánto hay de ruptura entre la modernidad y la globalización). Estoy de acuerdo en que el nosotros independentista se define contra un otro interno (aunque yo diría que el otro no es el “xarnego” o el “español”, sino simplemente el “unionista”). Y estoy de acuerdo en que hay un forzamiento revolucionario del orden legal a partir de un sujeto militante y comunitarista (aunque es irónico que toda la vida esperábamos un evento revolucionario y ahora que estamos ante uno decimos que no, que, de hecho, así no).
Pero lo que no comparto es que el Estado sea lo fáctico, lo que está dado. A ver, a un nivel literal, es cierto: el Estado es la legalidad constituida y efectiva. Pero esta facticidad es el resultado de un proceso histórico, de un proceso de acumulación primitiva de violencia, si se puede decir así, que además se debe renovar y reiterar todos los días para que esta facticidad sea factible. La facticidad del Estado no es el resultado de un Da-sein metafísico, sino de un Da-sein histórico, valga la redundancia. Si no mantenemos esta distinción e identificamos el destino del Estado con su facticidad real, entonces incurrimos en el error metafísico por excelencia, es decir, reproducimos el gesto del célebre párrafo 74 de Ser y Tiempo, aunque sustituyamos comunidad/pueblo por constitución/Estado.
Con esto no quiero decir que el Estado español esté bien o esté mal. A algunos (de hecho, la mayoría!), os gusta cómo está, y a otros no nos gusta cómo está. Pero creo que los problemas subjetivos (patología identitaria, fantasía de la soberanía, alergia a otros) le afectan igualmente y no se pueden neutralizar o desactivar a través de ningún universalismo constitucional.
Sí, Edgar, pero no es cuestión de que te guste o te deje de gustar el Estado como está. Es cuestión de que hay una ley que regula lo social, y que esa ley no es inventada sino fáctica, y esa precisamente, y no la ley de la República Catalana, es la que hoy por hoy hay que cumplir y seguir cumpliendo, o los jueces y la policía van a querer darte la lata. No hay, en otras palabras, equivalencia entre decir: “yo me paso esta ley que existe fácticamente por el forro porque soy un ciego creyente en la nueva ley que mi pueblo impondrá y como soy bueno y honrado los jueces no podrán nada contra mi” o decir “no me gusta esta ley, la voy a romper y obvio que tendré que asumir las consecuencias porque al fin y al cabo la violencia que estamos perpetrando contra el Estado de derecho no va a quedar sin respuesta.” Mala cosa, pero eso no se lo inventó el Estado unionista. Y la pretensión de paz y no-violencia por parte de la Generalitat es otra filfa. La violencia de la ilegalidad es violencia como la copa de un pino. Y por cierto, el enemigo de la República catalana por ahora no es el unionismo, otro fantasma insólito y recién inventadito, sino a mi juicio la mera pretensión de que hay que respetar el Estado de derecho, que es el único que hay. Y por supuesto yo nunca en mi vida he estado esperando la aparición de un sujeto revolucionario, cosa en la que no solo no creo sino que aborrezco sobre la base de un compromiso democrático con la política. Se puede cambiar el Estado, y se puede hacer de muchas maneras, pero la intentada por el procés es nefasta en la medida en que impone procedimientos ilegales, anticonstitucionales, y destructores del tejido mismo de lo social. (A mí me parece que pasarán muchos años antes de que se reparen las heridas ahora abiertas, ya no en el resto de España, sino en la misma Cataluña. Pero es cierto, lamentablemente, lo que decías en tu primer comentario: que eso no le importa un carajo a los valientes. Quizás sea así desde hace mucho tiempo ya. Pero la historia hubiera podido ser otra.)
Gracias, Alberto. Me pasa lo mismo que antes: estoy totalmente de acuerdo con tus afirmaciones y, en cambio, mi conclusión es la opuesta. Estoy de acuerdo que el independentismo es violencia contra el orden constitucional; por eso, creo que se trata efectivamente de una guerra, por suerte sin muertos, pero con la violencia implícita en cualquier lucha entre dos legalidades encontradas, aunque una sea fáctica y la otra sólo potencial. Y que por lo tanto es muy lógico que la policía actúe contra los independentistas. De hecho, lo inconstitucional sería no hacerlo! (Otra cosa es que esto sea una buena estrategia para el Estado o que sea necesario el exceso de violencia física, pero bueno.)
Y estoy de acuerdo en que se puede cambiar el Estado de muchas maneras, aunque, claro, hay cambios que se pueden realizar de forma legal y cambios que requerirán actos ilegales porque sus demandas no pueden ser satisfechas dentro del orden constituido. De hecho, la inmensa mayoría de fundaciones de estados nuevos han requerido este acto inicialmente ilegal, o, mejor, alegal, para no dar prioridad ni a la legalidad constituida ni al poder constituyente.
Ahora bien, la pregunta clave es: ¿vale la pena este “procés” si tiene efectos destructores sobre el tejido social? Tu respuesta es que no y la mía es que sí. Lo que más me ha gustado ha sido la destrucción de la connivencia entre el estado central y la burguesía catalana “clásica”, es decir, la que ejercía una función controladora sobre el mercado peninsular a cambio de ocuparse de que el catalanismo sólo fuera culturalismo. Pero entiendo que no todos los efectos destructivos son constructivos y que algunos duelen, como te duelen a ti, y por eso continúo expresando mi comprensión y mi amistad.
francamente, edgar, estoy deseando que haya un referendum pactado para poder votar yo tambien a favor de la independencia de catalunya, y ojala ganeis con mi voto y tengais mucha republica y se acabe el cuento. pero mi comprension desde luego no la tendreis—es muy grave jugar a la guerra civil. creyendose ademas o contando sin creerlo que hay muchos “derechos y libertades” que estan siendo oprimidos, etc. ojala llegue pronto ese referendum pactado y adeu!