En sus entradas inspiradas por esta discusión sobre el libro de Cercas, Alberto ha tocado sobre varios temas que son todos dignos de discusión pero que, creo, cabe distinguir entre sí:
- Elección de autores (sobre quién escribir). Citando a Deleuze, Alberto formula una especie de mandamiento o principio intelectual: no pierdas el tiempo en leer —ni mucho menos en escribir sobre— quien no te guste, con quien no sientas sintonía. En otras palabras: evita escribir en contra. Es más divertido y digno escribir a favor. No vale la pena entrar voluntariamente en la negatividad.
- Elección de textos. Es mejor evitar el ruido. Es mejor dedicarse a escribir sobre libros (duraderos) que artículos o columnas (efímeros).
- Es mejor acercarse a los textos con la mente abierta, dispuest@ a ceder el beneficio de la duda.
- Hay que evitar medir un texto según criterios impuestos, ajenos o preconcebidos. Por ejemplo: no tenemos por qué leer un texto literario (o autógrafo, como este de Cercas) según criterios políticos.
- A la hora de escribir sobre los textos de otr@s, es mejor evitar la agresividad, los argumentos ad hominem, el castigo cruel (“dar caña”).
A mí me pasa algo curioso. En principio —y creo que incluso temperamentalmente— estoy completamente de acuerdo con que estos consejos intelectuales o principios vitales son dignos de acatar: ¿quién se puede oponer a su combinación de generosidad, modestia, buenos modales y actitud zen? Y sin embargo me dejo tentar una y otra vez a escribir sobre autores cuyos textos me chirrían o sublevan; me veo compelido a someterlos a un juicio analítico y desapasionado pero desde la desconfianza y sin dorar la píldora (más bien haciéndola menos tragable).
¿Por qué? Creo que este vicio mío responde a una serie de motivos, algunos defendibles y otros menos defendibles. Entre los los motivos defendibles, se me ocurren cuatro:
- La polémica —el debate intenso mantenido en público— puede ser un género productivo, entretenido e instructivo. Obliga a sus participantes a expresarse con más claridad. Incrementa la Y permite que el público comprenda qué es lo que está en juego.
- Estética: una pelea intensa, como un partido de fútbol o esgrima, tiene su propio encanto. Aunque se pierda.
- Si hay textos y autores que defienden ideas discutibles o cuestionables, es bueno que se discutan y cuestionen públicamente. Sobre todo si esas ideas sirven para legitimar prácticas y estructuras nocivas o injustas.
- Si los autores en cuestión no sólo son poderosos (es decir: premiados, celebrados, con pleno o monopólico acceso a espacios de publicación masivos o de prestigio), sino que su comodidad en el poder les tienta a comportarse de forma cuestionable, irresponsable, poco exigente o crítico consigo mismos, entonces se justifica una aproximación más despiadada, menos dispuesta a ceder el beneficio de la duda. Sobre todo si su presencia excluye (pasiva o activamente) a otras voces más interesantes, dignas, rigurosas, jóvenes, disidentes o creativas.
Entre los motivos menos defendibles estarían los siguientes:
- Efectismo: voluntad de chocar, de épater, de provocar a los carcas y de impresionar positivamente a un público afín.
- Arrogancia: confirmar la creencia de ser más listo que el contrincante.
- Instinto competitivo: querer ganarle la batalla al oponente, porque sí.
- Tentación de riesgo: un elemento poco común en la vida profesional del académico con puesto fijo.
Estoy de acuerdo con Alberto con que hay que evitar en lo posible la condena de antemano y porque sí; es decir, la lógica amigo-enemigo, la lógica de lealtades personales o políticas a prueba de bombas; es decir, la gratuidad y la pereza intelectual. En lo que no estoy de acuerdo con Alberto es en su idea —que parece sugerir en un comentario en Facebook— de que la popularidad de un autor debería incitarnos (quizás sobre todo a los que nos colocamos a la izquierda) a darle mayor beneficio de la duda. (“¿Podemos, desde una izquierda al menos profesada si no real, decir que es “mala” una novela que recibe cientos de miles de lectores? Eso es que consideramos idiotas a sus lectores. Y eso no es tan de izquierdas.”) A decir verdad, y con todo respeto, me parece un argumento un poco ad hoc que no sé si el propio Alberto suscribiría si se tratara de otro autor que le guste menos que Cercas.
Sebastiaan, es buena pregunta esa última que haces, porque es genuinamente difícil de contestar. ¿Puede ser malo un libro que atraiga cientos de miles de lectores? Obviamente, no malo del todo, algo tendrá. Eso no quiere decir que tenga que gustarte. Yo tiendo a ser muy firme en mis gustos y disgustos. Para mí la clave, como ya dije en algún momento, es que el libro en cuestión me haga querer escribir sobre él, pero de manera positiva y estimulante, no para que me lleven los demonios. Aunque, obviamente, he hecho esto último varias veces en mi vida profesional, nunca con la literatura, solo con la crítica, y no me arrepiento de haberlo hecho. Siempre ha habido en ello, sin embargo, tengo que reconocerlo, un elemento más o menos tenue de ajuste personal de cuentas que en el fondo me ha resultado en cada caso poco estimulante–debilitante, enfermante. Ha sido, desde luego, una de las cosas peor llevadas por mí de mi experiencia con mi pequeño rincón de intereses–la dificultad de poder escoger con libertad grandes enemigos, enemigos que fuercen a pensar. No hay tantos. Lamentablemente. Por eso prefiero engancharme con los que sí me interesan–es decir, con quienes comparto algún tipo de afinidad; no que no haya pagado mis deudas–he escrito mucho buscando diálogo con los que debía haber sabido desde siempre que no habría más diálogo que lo que un comic de mi infancia llamaba diálogo de besugos. (Ya no más, se acabó eso para mí.) Encuentro escribir sobre lo que sí me gusta e interesa más rico personalmente, incluso si hace falta, por el camino, dar algún sablazo aquí o allá como los tiene que dar el que desbroza un bosque. En literatura, sin embargo, ¿cómo escribir de lo que no te gusta? A mí me parece lo más aburrido del mundo, y es el tipo de cosas que, si estuviera obligado a ellas, me haría pensar en cambiar de carrera y hacerme notario público o taxista en Calcuta. Presumiblemente no tiene mi actitud mucho que ver con la calidad “objetiva,” es decir, sociológica, de la literatura en cuestión. Por ejemplo, aunque lo he hecho alguna vez por compromiso, nunca he tenido maldita la cosa que decir de García Márquez o Vargas Llosa, y en cambio me atraen escritores oscuros como, no sé, Alvaro Cunqueiro o Josep Plá, o bien escritores norteamericanos que no tienen nada que ver con mi profesión, como Jim Harrison, o novelistas de thriller o detectivescos. En el caso de Cercas, es verdad que casi todas sus novelas me dan ganas de escribir sobre ellas, lo cual también me ocurre con las novelas de Marías, por ejemplo. Pero no con las de Chirbes o Gopegui. Me pasó un tiempo con las de Goytisolo, que yo consideraba enormemente estimulantes. Pero todo esto no hace regla. En el fondo, es cuestión de experiencias vitales y de estilo. No podemos ya seguir ateniéndonos a criterios clásicos de calidad. Creo que eso ha naufragado para siempre. Me aburre Musil y me encanta Proust, no soporto a Djuna Barnes, Sebald es un gran héroe pero encuentro algunas de las novelas de Carrére totalmente irritantes. Y sí, en ningún caso se me ocurriría criticarlos por sus posiciones políticas, como tampoco lo haría con Kafka o con Borges o con Beckett o con Joyce–no porque no me interese la política, sino por no confundir el culo con las témporas, con perdón. Pero ese soy yo. En cuanto a la polémica en curso, lo que en el fondo está en juego no es más que lo que yo considero una injusticia crítica con Cercas.
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