En este sentido, más allá de una cierta lectura liberal de Michel Foucault, lectura que convertiría su genealogía en una aparato confirmatorio del progreso de la ley como suavización o sofisticación del castigo, lo que nos interesa sería desactivar la versión progresista de la historia que ve en el derecho una permanente conquista de la libertad, para hacer aparecer la permanente violencia del mismo derecho, su operación efectiva y pragmática, como escritura aurática y soberana sobre los cuerpos. Más que una continuidad en las tecnologías del castigo, cuya pendiente vendría dictada por el desplazamiento desde lo físico hacia lo psíquico, interesaría entonces pensar la diversificación del castigo como clave de la biopolítica contemporánea. No se trata de marcar una ruptura o una novedad, sino el permanente re-emprendimiento de su operatoria como domesticación, doma, control, educación y disposición de la corporeidad. Así, en Vigilar y castigar (2002), Foucault nos advierte de un desplazamiento que no debe ser leído como progreso sino como intensificación del castigo. Después de haber presentado el descuartizamiento público de un regicida llamado Robert François Damiens, pena máxima que se aplica en pleno siglo XVIII, nos advierte cómo unos cuanto años después se habría producido una cambio fundamental, asociado a la invención de la criminología panóptica. Se trataría ahora de
“Unos castigos menos inmediatamente físicos, cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silenciosos, y despojados de su fasto visible, ¿merece todo esto que se le conceda una consideración particular, cuando no es, sin duda, otra cosa que el efecto de reordenaciones más profundas? Y, sin embargo, tenemos un hecho: en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal” (Vigilar y castigar 15-16).
Y habría que poner atención a la desaparición del cuerpo en la “represión penal” como principio humanista de una nueva criminología que no logra, a pesar de sus esfuerzos y su nueva economía, conjurar al mismo cuerpo y expulsarlo totalmente de la escena política. Foucault, en efecto, piensa esta sofisticación humanitaria como irrupción de un momento epistémico importante, donde “la antigua pareja del fasto punitivo, el cuerpo y la sangre, ceden el sitio. [Y] entra en escena, cubierto el rostro, un nuevo personaje. Se pone fin a cierta tragedia” (24) pero solo para dar paso al “principio [de] una comedia con siluetas de sombra, voces sin rostro, entidades impalpables. El aparato de la justicia punitiva debe morder ahora en esta realidad sin cuerpo” (24) del culpable.
Pero esta substracción del cuerpo desde el ejercicio público del castigo no debe llevarnos a la errónea conclusión acerca de un cierto fin de la operación que el castigo pone en marcha. Por el contrario, la sofisticación de la pena también implica la sofisticación de la forma en que la misma ley se inscribe en el cuerpo, ya no sólo en el acto monumental de la ejecución pública, sino en las diversas operaciones que tallan sobre los cuerpos los códigos del poder. Dispositivos varios que van desde hospitales y regimientos hasta prisiones y escuelas, aparecen ahora en lugar del cadalso y de la torre central de tortura. La misma tortura se ha metamorfoseado en un conjunto médicamente sostenido de intervenciones puntuales orientadas a mantener vivo el cuerpo sufriente como testimonio, siempre precario, de la invulnerabilidad del poder. No habría así un tipo de castigo pre-moderno, brutal y sobreexpuesto y otro sofisticado, sutil y moderno, sino infinitas combinatorias de inscripción y escritura sobre los cuerpos con la misma finalidad: perpetuar la validez del contrato en la fragilidad de la carne.
Si estas relaciones de poder penetran y se inscriben en los cuerpos, no debemos olvidar que en cuanto relaciones ellas mismas contradicen un modelo centralizado, monumental y trascendental con el que históricamente se ha representado el poder. Foucault, en efecto, mediante una simple pero efectiva revisión de los postulados de la economía clásica del poder, presenta un modelo descentrado, desigual y combinado en el que diversos dispositivos y mecanismos, diversos aparatos y disciplinas se turnan en la organización disciplinaria de la sociedad. Los postulados de la propiedad, de la centralidad, de la unilateralidad, de la esencialidad, etc.; postulados que describen un poder todavía monolítico y territorializado en la figura del Estado, y de los aparatos de Estado, quedan así desplazados por una cartografía cruzada por redes y líneas en las que el poder ya no es propiedad ni institución, sino intensidades en variación. Sin embargo, es en ese contexto que Gilles Deleuze descubre una cierta auraticidad en la escritura foucaultiana:
“El libro de Foucault está lleno de una alegría, de un júbilo que se confunde con el esplendor del estilo y la política del contenido. Está ritmado por atroces descripciones hechas con amor: el gran suplicio de Damián y sus desahuciados; la ciudad apestada y su control; la cadena de los condenados a trabajos forzados que atraviesa la ciudad y dialoga con el pueblo; después, y por oposición, la nueva máquina aislante, la prisión, el coche celular, que hablan de otra «sensibilidad en el arte de castigar». Foucault siempre ha sabido pintar maravillosos cuadros como fondo de sus análisis. Aquí, el análisis se hace cada vez más microfísico, y los cuadros cada vez más físicos, expresando los «efectos» del análisis, no en el sentido causal, sino en el sentido óptico, luminoso, de color: del rojo sobre rojo de los suplicios al gris sobre gris de la prisión” (Foucault 49-50).
Aquí, en el júbilo de una escritura luminosa, que elige bien los contrastes y pinta bien los cuadros donde se explicita la aridez de una lectura teórica controvertida, es donde habría que pensar la analítica del poder foucaultiana más allá de los presupuestos evolucionistas liberales según los cuales, el progreso de la ley se comprueba en la sofisticación humanitaria del castigo. No porque dicha sofisticación esconda una brutalidad secreta, que sigue ocurriendo en la oscuridad de las prisiones y los reclusorios modernos, sino porque como tal, más que constituir un momento de superación de las atrocidades del pasado, es simplemente una interrupción de ese horror, un horror que está siempre a punto de volver a acaecer, tan pronto como la soberanía comience a hacer la experiencia de su propia finitud. La arqueología del poder no opera en una diagonal evolutiva, sino que está ritmada, como nos dice Deleuze, por una tensa e inanticipable relación de diferencia y repetición, donde los mecanismos destinados a extorsionar el cuerpo para que confiese su crimen se complementan fluidamente con los dispositivos destinados a modelar sus comportamientos tolerados. Si no entendemos eso, corremos el riesgo de caer, como lectores, en la auraticidad de una escritura superior que dibuja la atrocidad de la violencia según la secreta ley de una progresión.
El desmembramiento, la decapitación y la quema pública no solo no desaparecen, sino que suspendidas en la lógica contemporánea que altera las relaciones entre visibilidad y secreto, amenazan con reaparecer en cualquier momento. La cartografía no es interrumpida por un evento singular y soberano, sino por infinitas escansiones genealógicas que nos expulsan del discurso criminal hacia una ontología inestable del presente, donde la ley ya no se dibuja unilateralmente sobre un cuerpo, sino que pinta un paisaje general sobre el todo social, con intensidades variables y con tonalidades diversas.
En esta sutil masificación se haya la clave de la actual violencia post-fordista, en cuanto violencia que no responde ni a la organización panóptica de la vigilancia, ni al modelo hobessiano de la soberanía. Los mismos postulados que Foucault describe y desplaza para dar cuenta de la teoría tradicional del poder podrían ser utilizados para dar cuenta de esta forma fluida e intermitente de la violencia que hoy por hoy parece restituir la legitimidad de los castigos públicos como conjuración de su propia inestabilidad. La proliferación de formas brutales de violencia contemporánea no solo contradicen el esquema liberal del progreso punitivo, sino que también confirman la indeterminación de la misma relación soberana, la que necesita volver a inscribirse-pintarse en el paisaje social para confirmar su predominancia y su pre-potencia. Y aunque ya no se trata del castigo ejemplar, como en el caso de Fu-Tchu Li o de Robert François Damiens, se trata de la producción masiva de cadáveres ya no por la excepcionalidad de la guerra (o del Holocausto), sino porque el Estado de excepción ha llegado a ser la regla. Necesitamos pensar el cadáver en la época de su reproductibilidad técnica ilimitada, no como índice de una desnudez esencial, sino como ruina y despojo catastrófico en la historia natural de la destrucción contemporánea.
