El Santo y el Político. Por Gerardo Muñoz.

 

El ascenso del ‘servidor público’ nos sitúa ante la pregunta sobre el agotamiento de la figura del político de vocación. Se trataría de algo más que un mero desplazamiento de Weber a Kant, aún cuando estas categorías hayan sido heredadas de las gramáticas del pensamiento moderno. Hoy estamos en condiciones de preguntar: ¿podemos hoy seguir hablando de liderazgos políticos? ¿O es acaso todo líder reducible a la figura del gestor de las buenas intenciones? Esta sigue siendo una conversación pendiente entre quienes nos interesa pensar las mutaciones de las élites políticas.

La cuestión del liderazgo ha estado a flor de piel en los últimos días en la coyuntura española. Y no solo por la salida de Rajoy de la Moncloa, sino también por la discusión que se abre en torno a sus relevos. El periodista Pedro Vallín subrayó el liderazgo de Pablo Iglesias (Unidos Podemos) en la moción de censura. Y por su parte Iglesias le recomendó a Sánchez aparentar “presidenciable” y no un mero “mal menor”.

Liderazgos para política de alta presión y mirada larga. La imagen misma de Iglesias como político-santo (del bien común) tiene entre sus múltiples propósitos liberarse de los subusleos de un modelo financiero inscrustado en los lazos sociales. Esto lleva el nombre “corrupción”, aunque tampoco es reducible a lo que normalmente entendemos por esto.

Se abre un hondísimo problema para pensar el nudo entre política y moral. El caso del chalet de Iglesias-Montero, por ejemplo, permite un manejo gradualista bajo el presupuesto de que es un asunto ‘privado’. Pero la moción de censura anticorrupción hegemoniza aquello que constituye ‘lo público’ (el fisco) desde las más diversas alianzas (PSOE, UP, PNV, las fuerzas independentistas catalanas, etc.). La hegemonía en política hoy coincide con el político como gran gestor. Y el tema viene al caso dada la incidencia ganadora de la teoría de Laclau en la hipótesis Podemos. Es el mayor dilema de toda propuesta política contemporánea sin obviar sus riesgos de neutralización.

El carisma de santo de Iglesias – como bien lo ha notado Enric Juliana – es franciscano. La mirada del Fatricelli encaja con el pastoreo de Francisco (Papa Peronista, no lo olvidemos) y entona con el ethos sacrificial que ha naturalizado la crisis. El líder franciscano descarga el peso ominoso de los líderes jesuíticos. Piénsese en Fidel Castro, quien provenía de esas filas. Pero el franciscanismo trae las malas noticias en tanto que práctica ajena al goce, es incapaz de producir el corte de una emancipación efectiva. Aunque como también ha visto Jorge Alemán en su lectura lacaniana En la frontera: sujeto y capitalismo (2014), aquí también puede producirse un singular desvío al interior del discurso capitalista y de la política consumada en Técnica. El franciscano se mide en ajustes y contenciones, hábitos y reglas. Puesto que experimenta el sinthome desde otro lado.

Vale la pena volver a ver Francisco, Juglar de Dios (1950) de Roberto Rossellini sobre la habítica comunidad del Fatricelli. O sea, de su relación mínima con la propiedad. Una delicada trama, puesto que ante el goce ilimitado que todos buscan hoy en día, el gestor franciscano pareciera desatender la tesis de que es el consumo el que libera y no al revés.

*Una versión de esta columna se escribió para Tecla Eñe Revista.

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