Respuesta (mínima) a Jordi Gracia sobre el asunto de la teoría entre los expatriados hispanistas.

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(Sería bueno leer el texto de Jordi Gracia antes de proceder a leer el mío.  Aquí está:

http://www.letraslibres.com/mexico/revista/notas-intempestivas-sobre-humanidades-y-universidad)

Querido Jordi:

Lo primero es decirte que te agradezco incondicionalmente que te hayas ocupado de mi libro, cosa que no tienes ni tenías por qué hacer. Eso para mí es lo importante. Y no quiero que pienses que esta respuesta en forma de carta está motivada en ninguna posición defensiva por mi parte, ni que yo sea un tipo particularmente reacio a las críticas. No es eso. Es que tu reseña dice algunas cosas que son algo hirientes para un colectivo de gente que, mal que bien, me ha acompañado casi toda mi vida, que es en realidad ya mi gente, y es una gente que, en realidad, y en cuanto colectivo, recibe pocas satisfacciones formales–alguien debe hablar por ellos no para reinvindicarlos (no quiero hacerlo, no me interesa hacerlo, no soy un sentimental) sino para no acabar siendo cómplice de cierta injusticia. Y lo hago entre otras razones (y con brevedad para no dar la lata) porque entre mis defectos cuento la impaciencia–quizá debiera haber dejado que otros respondieran, o hacerlo yo pero para un periódico. Lo cierto es que, como diría Borges, tu texto, sin duda sin buscarlo, nos “anula o afantasma.” En fin, el formato de carta, espero, enfatizará la informalidad de esta respuesta mía, que solo quiere incidir en un par de aspectos de lo que dices, de ninguna manera cuestionar tu lectura de mi libro, sobre el que tienes perfecto derecho de decir lo que te parezca.

Ese grupo que me parece que hay que defender es el de los expatriados hispanos en Estados Unidos. Podríamos sin duda incluir a los expatriados hispanos en otros países, pero creo que la historia que se juega en Estados Unidos tiene ciertas especificidades que conviene tomar en cuenta. Y cuando digo hispanos incluyo en ello a los latinoamericanos, para abreviar, aunque quepa argumentar que los latinoamericanos no son solo hispanos, etc.   Y resulta que, si no me equivoco, esos expatriados hispanos son un buen porcentaje del campo profesional que se ocupa de todo lo relacionado con lo hispano en la universidad norteamericana–no tengo estadísticas fiables, no sé si existen, pero yo colocaría el porcentaje en un 70 por ciento, a ojo de buen cubero.

Esos tipos no son necesariamente todos marranos, no ocupan esa posición simbólica necesariamente, muchos no la desean o incluso la desprecian. Pero la realidad tiende a marranizarlos, incluso a dividirlos entre marranos y malsines (alguien decía hoy en el periódico que el malsín era el marrano que traicionaba a los marranos ante autoridades no marranas, algo así.)   Y así estamos. Hay un prestigio del “expat” cuando se trata de norteamericanos viviendo en París, pero no hay tanto prestigio cuando se trata del chileno que vive en Iowa o del español que vive en Carolina del Norte o en Texas. Y no porque en Estados Unidos los gringos no sean hospitalarios, sino porque el origen nacional tiende a dar igual por aquí y la divisoria es fundamentalmente racial y cultural. Y ahí es donde me gustaría hacer una primera puntualización, metiéndome por supuesto ya en aguas turbias.

El campo hispanista en Estados Unidos está sometido y ha estado siempre sometido a una discriminación racial-cultural sutil e inconfesa, pero sorda y fuertemente efectiva. Tan efectiva que ha relegado secularmente a los departamentos de español al lugar del último mono universitario. A esto se suman también deficiencias incontestables en la educación y en la calidad intelectual de la tradición crítica, pero estas últimas cosas se añaden a algo que las preexiste. No es así ahora o ayer–siempre lo ha sido. Y eso tiene efectos en lo real que aquí solo puedo empezar a indicar. Desde esas condiciones la lucha por la dignificación de un discurso intelectual hispanista capaz de trascender las fronteras nobles y respetables de la filología y de la crítica literaria en relación con el archivo en español se ha dado siempre en condiciones adversas y difíciles. Eso es lo que marraniza–uno vive en doble exclusión, no está ni en una parte ni en otra, porque no acepta esa subalternización sino que la rechaza, pero también porque no acepta vivir en el ghetto sin más, no quiere ser confinado, no quiere ser consignado al corral, mucho menos por la gallina al mando; y por detrás los pollos que sí han aceptado su posición en el corral, los que sí han aceptado su subordinación simbólica, ah, esos no perdonan.   Y hay que vivir en esa situación de inquerencia, desde ella, con los pocos amigos que uno va haciendo. Y esto va marcando la libertad intelectual, socavándola, haciendo sentir su precio de una manera que el profesor de alemán y la profesora de francés no llegan a conocer nunca. No es tan grave, uno siempre puede irse a comer ostras a Florida, pero para saber de qué hablo hay que haberlo vivido o vivirlo todos los días, y eso es lo que hacen esos expatriados con los que tu texto es, yo creo, poco generoso, aunque también creo que sin querer.

Entonces, primera puntualización, el problema en Estados Unidos no es teoría o crítica literaria, es quedarse en el ghetto o tratar de establecer un discurso capaz de hablar fuera del corral de la lengua, hablarle a otros, para sostener la igualdad, y no solo hablar de otros, por más respetable que sea esa opción (en todo caso no la mía, nunca lo fue.)   Ese es el reto que mi generación, que es la generación de la “teoría,” no tuvo más remedio que aceptar. En general, esa aceptación del reto se canalizó con excesiva facilidad hacia la política–muchos pensaron que hablar de política y ser muy político los legitimaba como interlocutores universales (dentro de la universidad norteamericana) sin darse cuenta de que eso acabó siendo también marca de caín y síntoma de procedencia cultural específica.   Algunos, sin embargo, y entre ellos estoy yo, quisimos darnos al intento de legitimar la reflexión desde nuestros departamentos de literatura, no por pretenciosos, sino porque nos parecía que eso era condición necesaria de una práctica intelectual no orientada a seguir en el ghetto crítico literario, comentando infinitamente y solo para colegas a otros escritores.   No nos interesaba, en realidad, hablar de otros, sino tratar de llegar a hablar por nosotros mismos. No buscábamos preservación de la herencia ni reparto de gloria literaria, sino innovación en el pensamiento. Eso queríamos. Y también librarnos del maldito racismo que nos ninguneaba, nos silenciaba, nos mortificaba, tantas veces también desde dentro, desde nuestros mismos departamentos. Sin duda es pretensión arrogante la de no aceptar un destino aparentemente corporativo, pero es la arrogancia que explica la expatriación en el mejor de los casos: buscar una libertad que, a pesar de todo, ofrecía la academia norteamericana de forma central en aquellos años. Por eso no es que yo haya sido un tonto (que lo fui, pero por otras razones) al tardar treinta años en darme cuenta de que la universidad no es amiga del pensamiento: es que la pelea para que lo fuera duró en mi caso treinta años. Quizá las cosas hayan cambiado para peor ahora. Quizá vuelvan a cambiar. Para mejor.

Pero ya entonces no te digo cuántas veces tuve que soportar que otros repitieran a mis espaldas “gallego, go home” o “gallego de mierda.”   El racismo se torna autorracismo también en la acusación de eurocentrismo cuando el atacado insiste en referirse al pensamiento europeo para tratar de decir algo. La pretensión de que un latinoamericano, por ejemplo, solo lo es auténticamente cuando habla desde ojos indígenas o afro-latinoamericanos, desde ojos y gafas no ya subalternistas sino subalternas, es francamente ridícula desde el punto de vista intelectual, lo sabemos, pero es también la marca de distinción de tantos de esos redentores contemporáneos del latinoamericanismo falsario. Y lo que justifica sus veleidades antiteóricas. Y eso es muy patético.

No te voy a disputar que haya mucha mala escritura supuestamente “teórica,” igual que supongo que tú no me disputarás que un alto porcentaje de la llamada crítica literaria es basurita prescindible. Malas prácticas profesionales–también en el terreno de las citas–se dan por todas partes, pero la regla hermenéutica siempre es elegir lo mejor de cada casa.   Y pienso que los mejores entre esos expatriados que son tan grande parte del hispanismo internacional son gente que no se fugó de sus carcelarios países, en los que muchos hubieran preferido seguir viviendo, para someterse a imperativos de servidumbre académica, sino que lo hicieron pensando en una libertad intelectual que sus países no les ofrecían.   No se fueron por cobardes y cabizbajos, no se fueron por muertos de hambre, y no se fueron como el que se va a una plantación de caucho, a joderse para ganar algo de pasta.   No los mejores. Y los hay. Y eso no está reconocido realmente en tu texto. Por eso quería puntualizar.

Una última cosa, no porque no haya más que decir, sino para dejar que otros quizá las digan: yo me largué de Duke porque Duke se había convertido, para mí, en un lugar pestilente. Lo único que perdí, y lo hice a conciencia, fue el dinero que Duke ponía a mi disposición con gran generosidad para hacer lo que me pareciera. El supuesto prestigio que perdí no es algo que yo valore en absoluto, y me parece más bien patético que la gente lo haga, sabiendo lo que sabemos.   Todas esas consideraciones sobre la pérdida de una hegemonía que nunca tuve, o no más que ahora, aunque quizá halagadoras para mí, aunque construyan una historia que alguien puede pensar semiheroica, son ociosas, en realidad, y mandan mala señal. Como lo hace, y me perdonas, Jordi, decir que la infrapolítica o la posthegemonía son retiradas del campo teórico y reconocimiento de la mayor gloria de no sé qué sencillez de habla en la que yo no creo ni creí nunca, pero en la que según tú ya todos los no-teóricos coincidíais desde siempre. !Me parece que lo que está en juego es bastante más complicado!  Sigamos hablándolo. No como conversación entre tú y yo, aunque también, sino que ojalá como conversación de campo que hay que tener y que llevamos décadas evitando por timidez insólita. O será por otra cosa.

Fuerte abrazo,

Alberto

 

 

2 thoughts on “Respuesta (mínima) a Jordi Gracia sobre el asunto de la teoría entre los expatriados hispanistas.

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  2. El Marranismo frente al Santo Oficiador

    Entre los varios comentarios y reflexiones que han seguido a la publicación en Facebook de la reseña de Jordi Gracia al libro de Moreiras Marranismo e inscripción, quizá la más parca pero más significativa sea la del propio autor reseñado cuando sugiere en un par de ocasiones que el interés por el intercambio transatlántico entre hispanistas de uno y otro lado no es muy alto, e incluso que el interés por las crisis y conflictos del hispano-latinoamericanismo norteamericano en realidad quizá no interese a demasiada gente. Dice Moreiras en respuesta a la “Otra nota intempestiva” de Sebastiaan Faber: “[…] lo que no sé es si en España –es decir, en los medios profesionales que nos competen más o menos– tienen maldito interés en entender lo que pasa entre nosotros. A veces pienso que nosotros mismos no lo tenemos.” Sin embargo, lo que revela esta reseña, igual que los varios intercambios de Gracia y de Trapiello con Faber a lo largo de los últimos años, lo que la existencia misma de una elogiosa reseña de Gracia al complejo libro de Moreiras demuestra, es que la aparente ignorancia peninsular respecto a la producción anglo-americana (y en particular, la de hispanos o no anglo-americanos, como Faber, en espacios anglo-americanos), el tan sonoro y palpable desinterés de los agentes académicos del hispanismo en la península, encubre en realidad una profunda ansiedad por las propuestas y reflexiones que se producen fuera del circuito de validación, premiación, y profesionalización del estado español postfranquista acerca de los macrorrelatos de producción cultural que ese estado celosamente demarca y vigila. No puedo dejar de pensar en los ecos históricos de este juicio público del crítico literario de casta filológica, encumbrado en su centralidad estatal y mediática, en los círculos expansivos en el agua de la piedra fundacional de una universidad nacionalista cuyos discursos giran desde su origen moderno en torno a la búsqueda de una ortodoxia nacional y de su suplemento: una heterodoxia peregrina por siempre negada, excluida de los espacios de publicación, docencia, y prominencia académica y pública. Acordemos que el patrón lo propuso el santo patrón del hispanismo peninsular, su eminencia el polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo de feliz memoria todos los veranos y días de guardar. Trascribo aquí mi comentario en Facebook en respuesta a la sospecha de irrelevancia que levanta Moreiras: “Creo que es un debate muy estimulante e interesante para todos los que compartimos trayectorias parecidas de una u otra forma y que tu respuesta a Gracia, igual que la de Sebastiaan Faber, resumen de manera muy concisa y profunda los puntos más destacables del espacio intelectual expatriado transatlántico y en muchas ocasiones triangular, con la complejidad añadida de los españoles que hacemos estudios latinoamericanos… en EEUU. Las densas cuestiones de la articulación académica del hispanismo en EEUU, con el doble poso del exilio y de la “hispanidad” imperialista; el racismo antiespañol protestante de leyenda negra en estéreo y en esteroides tanto por críticos latinoamericanos como por anglosajones y practicado a conveniencia contra colegas entrometidos como disciplina inquisitorial; el racismo xenófobo más genérico, lingüístico, étnico; la constitución de un campo crítico teórico que examina los archivos hispanos de manera post-nacional en un emplazamiento académico “neutro” desligado de la universidad como maquinaria de fundación nacional-estatal y que por lo tanto choca con una universidad española (pero también latinoamericana, a ratos) muy comprometida con su función de instructora del profesorado de la secundaria de un sistema educativo profundamente nacionalista; la incomprensión mutua derivada de objetivos políticos, académicos e investigadores esencialmente divergentes en su naturaleza y orientación; la adicional fractura entre el campo de estudios culturales teóricos y la dispersa y posthegemónica práctica de la infrapolítica que infralideras desde tu refugio de perros y libros tejano como un quijote gallego; la incomprensión de un factótum cultural español que nunca necesitó salir de su barrio para luchar contra ningún molino de viento; la sordera del funcionariado lastrado postfranquista que viaja a remolque de prácticas e inercias seculares y que no visualiza su función como la de intelectual público sino como la de académico; y finalmente la larga historia de los heterodoxos españoles y la progenie de Menéndez y Pelayo, entre una filología hermenéutica y crítica y una filología canonista y conservadora de la esencia identitaria patria… tantas fracturas que siguen fractalmente repetidas en el espacio y el tiempo…”

    Pienso que no es por lo tanto intempestiva la reseña de Gracia, como no lo es la de Faber, sino que puede ser el comienzo de un desborde muy productivo, en el cual dos (y más) espacios académicos que están mucho más entrelazados de lo que se atreven a confesar (en tanto se perfilan unos contra otros, se fortalecen en la derrota mutua, se hacen grandes en el desprecio ajeno, se definen en contraposición y en negación) empiecen a hacer no un auto de fe, como el bueno de Gracia parece desear, no un auto de fe en ese humanismo erasmista redentor en su cinismo y que es consuetudinario al cervantismo liberal y que contradictoriamente centra las esencias de la ortodoxia hispanista de larga estirpe (como si de un estatismo que congela la potencialidad de esa dialéctica renacentista), si no una conferencia internacional, un diálogo transatlántico en la Casa de América en Madrid, un concilio vaticano en la Complutense o aquí, en la frontera norte de la hispanidad en Oregón, en el que se debata la fractura misma, el cisma y sus raíces históricas (eso será del gusto de los más filólogos pero también de los que nos consideramos historiadores culturales), y que se cuestionen los dogmas de fe del santo oficio hispanista confrontados con los postulados marranistas, y que se establezca un lenguaje común entre aquellos que aunque lo tienen parecen hablar idiomas tan distintos, para que de alguna manera se visualice la diferente función institucional del espacio académico de uno y otro hispanismo, si es que el de EEUU puede llamarse de tal manera, para que se reformulen los parámetros mismos de la querella: las herramientas críticas, la definición de lo literario, del espacio cultural, del lenguaje estético y crítico, y finalmente se evalúe la posibilidad de colaboración en la reelaboración y pensamiento internacional del archivo. Ya sé, que un marrano le pida a un inquisidor un concilio teológico es muy atrevido, es una marranada, que le exija puntos de comunión, una afrenta, que le pida abrir los archivos, reformar, revisar, cuestionar la hermenéutica misma del texto sagrado, eso es el centro mismo de la querella. Me atrevo a imaginar sin embargo que en estos tiempos posthegemónicos en los que el estado español se apresura a abrir cátedras de catalán en Toledo y en Sevilla, es viable un cuestionamiento que reavive el latente erasmismo que Pelayo ortografió en su corsé nacionalcatólico.

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