Comentario a Glas, de Jacques Derrida. Notas para la presentación de la nueva traducción española, Clamor, publicada en Madrid: La oficina, 2016, y hecha por muchos autores, con copyright de Cristina de Peretti y Luis Ferrero Carracedo. En 17, Instituto de Estudios Críticos, México DF, 21 de enero, 2017. Por Alberto Moreiras.

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En otoño del año 87, en una librería de Madison, Wisconsin, ciudad a la que yo acababa de llegar, compré un ejemplar de la edición en dos volúmenes de Glas de Derrida, publicada por Denoël-Gonthier en París. La edición llevaba lo que parecía ser un subtítulo, Que reste-t-il du savoir absolu?, que estaba ausente de la primera edición de la obra por Galilée en 1974. Desde entonces las traducciones y las ediciones de Glas, incluida la que comentamos ahora, han omitido tal subtítulo o tal falso subtítulo, probablemente una mera adición editorial de Denoël-Gonthier, aunque resultaría inconcebible que esa adición hubiera sido hecha sin el consentimiento del autor del libro. Pero esa frase permanece como un misterioso apax que, en cuanto tal, según ustedes prefieran, puede constituir o no una guía de lectura, una pregunta-guía para entender o descifrar el proceso de pensamiento de Derrida en esos momentos, alrededor de 1972-1973. Volveré a esto.

Y ¿qué es lo que estaba en juego y cómo iba el libro a ser leído? En esa época, no todavía en 1974, pero hablemos ya del 81, momento de la segunda edición, de la edición Denoël-Gonthier, desde luego en Estados Unidos, Derrida era ya famoso, crecientemente, era ya un asiduo visitante a ese país, su fama estaba consolidándose desde Johns Hopkins, Cornell, particularmente Yale University, y era la fama de un pensador revolucionario que habría venido a subvertir las condiciones del pensamiento contemporáneo entre otras cosas rompiendo sus ataduras tradicionales a departamentos de Filosofía. Recordemos que, a pesar de la buena recepción subsiguiente que se hizo de Derrida en los sectores disciplinarios de la filosofía asociados a la fenomenología y la hermenéutica, que pronto pasarían a ser llamados sectores de “filosofía continental,” la recepción primera de Derrida se hizo en los departamentos de Literatura Comparada, luego de Francés e Inglés, luego de Español y Alemán, etc. Fue el momento de la irrupción de lo que estaba dejando de ser “teoría literaria” y empezaba a llamarse “teoría” sin más, cuya importancia era su reto a la filosofía disciplinaria, en Estados Unidos enterrada en lo que, al menos visto el panorama desde la literatura, o desde la filosofía “continental,” no dejaba de ser el profundo aburrimiento, incluso la estupidez servil y terminal de la filosofía analítica.

Parecía que, en Estados Unidos, el pensamiento libre, en la medida en que lo haya, se habría desplazado hacia los departamentos de literatura en general, y desde allí irradiaría una considerable influencia hacia otros campos del saber (una influencia que hoy, por ejemplo, se ha perdido, está radicalmente ausente, y esa es una gran diferencia). Pero esto significa que la literatura, entendida no en el sentido estricto de la escritura de los literatos, sino en el sentido académico de estudios literarios y de producción de escritura sobre la literatura, tenía una capacidad productiva, una nueva capacidad productiva, una potencia de inscripción, una fuerza de movilización de pensamiento, y que se estaban alterando, en principio seria, es decir, eficaz o efectivamente, las condiciones de producción del saber universitario.   Esa era nuestra realidad o nuestro espejismo, nuestro fantasma en 1987, aunque sepamos bien que la línea divisoria entre realidad y fantasma es difícil de conocer. La hay, sin embargo, aunque no sea, para hacernos eco de una distinción que Derrida propone varias veces en su libro. Así, en la estela de esa realidad o espejismo, me preparé yo a leer Glas en el 87, aunque la traducción inglesa, en hardcover y pronto agotada, se había publicado ya en el 86 (el paperback no saldría hasta 1990, que fue cuando yo me hice con ella. No había PDF’s por entonces.)

Mientras tanto, ¿qué pasaba en países de lengua española? A pesar de los tempranos trabajos de Cristina de Peretti, y de la atención que había despertado la obra de Derrida en algunas esquinas académicas de Chile o de México, Derrida no era todavía una presencia fuerte en la conversación filosófica, desde luego no en España.   No sé si hoy lo es, lo confieso, y por eso debemos saludar con el mayor entusiasmo esta traducción que hoy presentamos, Clamor, espléndida por lo demás, muy cuidada, y también editorialmente (no he encontrado más que algunos puntos que alguien habría debido borrar, pero que allí se quedaron, y sólo dos o tres erratas más, muy menores, en la totalidad del libro.)   Las traducciones de Derrida al español por aquellos años, fines de los ochenta o principios de los noventa, existían, se iban haciendo, pero eran dispersas y poco sistemáticas, y no siempre buenas, casi caprichosas las opciones.

Entonces tenemos esas fechas, 1974 en Francia, 1981 todavía en Francia, pero ya en momentos de fuerte irradiación hacia Estados Unidos, 1986 o 1990, cuando la traducción de Glas al inglés se hace accesible, y un margen de 26 años, no es poco, hasta que La oficina publica la primera traducción al español de Glas, Clamor.

Antes pregunté: ¿qué estaba en juego y cómo iba el libro a ser leído, desde 1974, 1981, o 1990? Ahora pregunto: ¿no habrá cambiado fundamentalmente la expectativa de lectura, la expectativa de efecto, en estos 26 años que median entre la publicación inglesa en paperback y la publicación española?   Me gustaría proponer la idea de que Clamor, es decir, la versión española de Glas, es ya un libro para lo que en otro lugar he llamado un “segundo giro de la deconstrucción.”

No hay mucho tiempo para hablar de esto, así que propongo un cortocircuito, que es darle una breve mirada a un texto escrito como oferta necrológica por uno de los derridianos norteamericanos de primera hora, uno de los integrantes del grupo de Yale, “the Gang of Four,” buen amigo de Derrida, Geoffrey Hartman. Hartman publica en 2007, en Critical Inquiry, un “Homenaje a Glas” que es también homenaje al amigo muerto y celebración del 30 aniversario de la publicación original francesa.   Quizá podamos rastrear en Hartman, sin duda algo arbitraria o parcialmente, las expectativas de lectura de aquella época y lo que fue de ellas.   Algo sacaremos en limpio, en todo caso, y empezamos por la constatación de que, para Hartman, se trata de “dejar una huella [o una marca] en la historia de la lengua” (345). Esta es la intención que Hartman, erudito filólogo, le asigna a Derrida, pero justo después de decir que “Dado que Glas jugó un papel especial en mi propio pensamiento, lo que tengo que decir es necesariamente sobre mí mismo tanto como sobre Derrida” (345).   Se trata entonces de celebrar “una fiesta [o un regalo: “treat”] lingüística” a la que Hartman le asigna capacidades políticas y geopolíticas de todo tipo: “Un sentido mallarmeano de la glu de l’aléa, la goma de lo aleatorio, hace que una cornucopia de temas filosóficos y literarios gane coherencia mejor de lo que lo conseguiría cualquier argumento télico, orientado a un fin” (347).   Pero ¿qué es ese “mejor” tan todavía vanguardista? ¿Qué significa “mejor”?

Para Hartman todo se juega en la écriture, como forma de trabajo, y en el trabajo como acceso a la experiencia: “El concepto de écriture invoca un esfuerzo interminable para lograr experiencia. Aprender a escribir la propia vida es también aprender o descubrir o quedarse con la diferencia, soportar la labor de lo negativo en uno mismo” (348). Pero esta experiencia de la escritura sería una experiencia de la diferencia en el sentido de que abriría a la experiencia de la imposibilidad del pleroma, la iimposibilidad de ninguna “plenitud del tiempo.” “Como en la dialéctica hegeliana, el paso del tiempo revela en cada vuelta una fuerza alienante que produce ausencia y dualidad, incluso si la historia se piensa moviéndose hacia la presencia del presente, una clausura-Parousía entendida como el fin de la historia” (349). Basta esto: para Hartman, es la escritura, la escritura que Derrida performa en Glas, y más cabalmente en la columna de Genet, la que destruye la posibilidad de la metafísica de la presencia a nivel de experiencia, la que encuentra la posibilidad en sí de un resto del saber absoluto, y así salva y restituye, opera un retorno contra toda Aufhebung como nombre del Ser.   Esta es la pretensión, este es el salto. La escritura ofrecería la posibilidad de un retorno sin retorno, de un don sin retorno, de una experiencia no subsumible y asi reducible a ninguna plenitud del presente.

¿Estamos todavía ahí? ¿Lo está el mismo Hartman? Si Hegel nos ofrece un “supersujeto” en el fin de la historia, mediante su monumental deglución del mundo en el Aufhebung dialéctico que concluye en el Saber Absoluto, parousía de la parousía y fantasma final, para Hartman Derrida resolvería el problema “abriendo la filosofía (o, debería decir, más precisamente, el pensamiento) a la literatura y la literatura al pensamiento.” Nos habría dado entonces “el valor de imaginar un comentario sin límites, y sin embargo tan precisamente atento al texto existente como la hoy en día más o menos abandonada tradición de la exégesis religiosa meditativa” (361). No sé si eso es lo que quisimos o todavía queremos, romper la ontoteología a favor de una ahora ya interminable exégesis religiosa meditativa aunque ya no basada en el texto sagrado sino en la sacralidad general del texto. No es que Glas sea ahora un nuevo texto sagrado, no es que la deconstrucción sea una iniciación a una nueva forma de totalidad. Pero ¿entonces? El mismo Hartman deja en su texto la traza de un pensamiento caído cuando dice: “Pasó una cosa extraña. Glas, como discourse de la folie, alimentado por un humor tinto o una leche melancólica, reclamó su peaje y me convenció de la tontería” de la ambición de una obra total. Solo queda ya, contra la idea del libro como Escritura absoluta, la idea de que “los límites de la textualidad son los límites del lector; somos nosotros los que estabilizamos los sentidos de obras significativas siguiendo su solicitación formal o estableciendo límites propios. El pensamiento verbal, cuestionándose a sí mismo, . . . encuentra solo límites provisionales entre una obra particular (ergon) y textos fuera de o al margen de esa obra (parergon)” (359; 360). No hay obra total, solo comentario infinito con respecto del cual los límites son función de la subjetividad del lector. ¿Es esa la conclusión de la deconstrucción en su primer giro? ¿Le hace tal cosa justicia a la empresa deconstructiva? A mi juicio, desde luego que no.

Clamor reclama una nueva interpretación para nuestro tiempo, y es una interpretación que no puede sujetarse a las condiciones de una exégesis religiosa meditativa, puesto que debe rechazar tal cosa no solo respecto de las condiciones de lectura en general, sino también respecto de la lectura del propio libro de Derrida. Es verdad que el libro, en su monumentalidad, hace tal interpretación difícil, pero en todo caso no hay que plantearse una estrategia interpretativa que busque llegar a su propio final, que parta ya de la noción de un Aufhebung interpretativo como Saber Absoluto y resolución final de la sustancia crítica en sujeto y del sujeto crítico en sustancia. Si hay un resto del saber absoluto, si la obra de Derrida, incluso en su desobramiento mismo, busca performar tal resto, entonces ninguna estrategia interpretativa puede ser conclusiva ni buscar conclusión. Se trata más bien de cambiar los términos de la pregunta a Glas. Eso es algo que yo mismo no puedo intentar hacer aquí, tengo ya poco tiempo. Solo puedo ofrecer alguna indicación con ánimo de abrir el texto, no de cerrarlo, pero de abrirlo más allá de ese supuesto de “diseminación” que tantas veces ha servido como coartada para el despliegue de una relación infantil, lactante, o narcisista con el texto derrideano.   Puede haber desbordamiento parergónico en el texto de Derrida, o sin duda lo hay, o así es querido. Pero conviene desbordar el desbordamiento, y buscar una estásis posible, y yo propondría hacerlo a partir de ese enigmático apax subtitular de la edición parisina de 1981: ¿Qué queda del saber absoluto, qué resta del saber absoluto?

Derrida nos habla, en el momento en el que parecería inclinarse a dar contestación directa a esa pregunta, hacia el final de la columna de Hegel, de un fantasma sin definición que habría aparecido ya anunciado al principio de la columna de Genet. Dos fantasmas, el fantasma filosófico, el fantasma del saber absoluto, y el fantasma literario, el fantasma de la inmaculada concepción, el fantasma del origen, el fantasma de una esfinge petrificada que impone una pregunta que es también un don imposible.   Pero el fantasma queda sin definición.

El texto se situa, en mi opinión, antifantasmáticamente (y quizás sea esta la afirmación más arriesgada de este texto).  Si podemos interpretar la columna de Genet como un intento de buscar un éxodo respecto de Hegel, y más particularmente de la noción de Aufhebung como verdadero nombre del Ser, y la columna de Hegel como un intento de encontrar en Hegel mismo una inversión autográfica que propondría una singularidad no relevable (no sujeta ella misma a Aufhebung), parecería que el trabajo sobre la lengua que es común a ambas columnas procurase buscar la posibilidad de un don sin retorno: un don no rescatable o relevable, un don sin equivalencia, un don más allá de cualquier posibilidad de equivalencia.  Ese don rompería con el fantasma, sería la aniquilación de todo fantasma.

Ese don, sobre el que podríamos ofrecer citas directas pero inconcluyentes del final de Clamor, no podría ser capturado y quedaría como resto de toda captura. En ese resto o desde ese resto el pensamiento se ejerce en el intento de eludir la Aufhebung como nombre del Ser. No tengo más remedio que ofrecer una larga cita, a mi juicio de uno de los lugares centrales del texto. Derrida, fiel a su estrategia en la columna hegeliana, no parece ofrecer otra cosa que una descripción, no juzga, no critica. Solo dice, y lo que dice es lo que dice Hegel. Derrida está hablando de la dialéctica del amo y del esclavo, y glosando el hecho de que, incluso en Hegel, “la vida no puede perdurar en la inminencia incesante de la muerte,” ni desde la posición del esclavo, ni desde la posición del amo. En ambos casos, dice Derrida, “salgo perdiendo.” La cita es:

“Salgo perdiendo en todos los casos, en ambos registros. Reconocer, con una alegre crueldad, con todo el goce posible, que nada de todo esto es viable en efecto, que todo esto terminará de todas formas muy mal, y que, sin embargo, sobre el filo cortante de esta hoja, más huidizo y más fino que cualquier cosa, límite tan tenso en su inexistencia que ningún concepto dialéctico puede asirlo, dominarlo, enunciarlo, se agita un deseo. Baila, pierde su nombre. Un deseo y un placer que no tienen ningún sentido. Ningún filosofema está listo para prepararse su venida ahí. Y menos aún el filosofema del deseo, el de placer o el de sentido en la onto-lógica hegeliana. Ni, por otra parte, concepto alguno. Lo que aquí debe ponerse en juego sin amortización es el concepto que siempre quiere asir alguna cosa. De este filo, de esta hoja, en el instante anterior a la caída o al corte, no hay ningún enunciado filosófico posible que no pierda lo que intenta retener, y que no lo pierda justamente al retenerlo. Nada más que decir sobre esto lo que sobre esto se dice en Jena. El golpe al otro es la contradicción fatal de un suicidio. ‘Al apuntar a su muerte, me expongo a mí mismo a la muerte, pongo en juego mi propia vida. Cometo la contradicción de querer afirmar (behaupten) la singularidad de mi ser y de mi posesión; y esta afirmación pasa a su contrario, puesto que sacrifico (aufopfere) toda esta posesión y la posibilidad de toda posesión y de todo goce, y hasta la vida misma. En cuanto que me restablezco como totalidad de la singularidad, me relevo a mí mismo como totalidad de la singularidad.'”(158).

La conciencia, que es siempre asesinato, es también siempre un suicidio. Esta enigmática conclusión estrictamente hegeliana esconde, dice Derrida, un extraño deseo sin sentido, un deseo y un goce al margen de cualquier posible captura onto-lógica. Derrida no parece decirnos cuál es o podría ser, de qué secreto placer se trata, ese goce que restaría el camino al saber absoluto no siendo susceptible de Aufhebung de ninguna clase. Un goce resistente a su concepto y resistente a todo concepto, un goce innombrable.

Solo unas páginas más adelante, tras ser informados de que Hegel, como es sabido, resuelve el problema de la dialéctica del amo y del esclavo, el problema del golpe al otro, el problema de que todo asesinato supone el suicidio, políticamente, es decir, mediante la constitución de la comunidad en pueblo, llega la figura de Antígona al texto derrideano, como paso atrás respecto de la resolución política, como rechazo de la ley humana y de la ley de la Sittlichkeit, como ruptura de la lógica que vincula familia y comunidad y que lleva la dialéctica a una guerra interminable. La pregunta es: “¿a dónde conduce el deseo de Antígona?” (165).   El deseo de Antígona es un deseo inasimilable por la dialéctica, pero tal inasimilabilidad, insiste Derrida, está reconocida y reivindicada por Hegel mismo. Dice Derrida: “Efecto de focalización, en un texto, en torno a un lugar imposible. Fascinación por una figura irrecibible dentro del sistema. Insistencia vertiginosa en un inclasificable. ¿Y si lo inasimilable, lo indigesto absoluto representase un papel fundamental en el sistema, un papel abismal más bien, representando el abismo un papel cuasi trascendental y dejando formars sobre él, como una suerte de efluvio, un sueño de apaciguamiento? ¿Acaso no es siempre un elemento excluido del sistema el que asegura el espacio de posibilidad del sistema? Lo trascendental ha sido siempre, en sentido estricto, un transcategorial, lo que no podía ser recibido, formado, terminado en ninguna de las categorías interiores del sistema. Lo que el sistema vomita” (171 y 183).

Pienso que el deseo de Antígona es el insólito deseo que interrumpe el intercambio de muertes y se ofrece a la dialéctica como su cuasi-trascendental irreducible.  Derrida encuentra en Antígona ni más ni menos que “un fin de la historia sin Sa” (187). Antígona, o más bien, la relación con la historia que Antígona ejemplifica, es el resto del saber absoluto, y así lo que se sustrae, lo que queda, lo que desborda.   Tengo que terminar ya, no hay más tiempo, y quiero remitirme a una última cita, esta vez de Derrida hablando en primera persona, cosa rara, poco frecuente, quizá la única vez en la columna de Hegel, una especie de interrupción o voz en off con la que Derrida dice: “A nosotros, como a Hegel, nos ha fascinado Antígona, esa increíble relación, esa poderosa ligazón sin deseo, ese inmenso deseo imposible que no podía vivir, capaz tan solo de invertir, paralizar o exceder a un sistema y a una historia, de interrumpir la vida del concepto, de cortarle el resuello o, lo que viene a ser lo mismo, de soportarlo desde el afuera o el fondo de una cripta” (187).  Es un deseo femenino, no cualquier deseo, no cualquier deseo femenino tampoco.

Concluyo, pues: el deseo de Antígona destruye el fantasma y desmetaforiza el sistema, y así lleva el saber absoluto a su ruina. El fantasma es la metáfora sin fin de la Aufhebung como nombre del Ser, que Antígona desmiente. Antígona se ofrece en Clamor como el lugar o la figura para un segundo giro de la deconstrucción, antifantasmático e infrapolítico. No puede desde ella procederse a ningún infinito comentario religioso de la sacralidad del texto. Antígona, que no es la escritura, que no es la escritura sin más, que no es la escritura del exégeta, da un paso atrás con respecto de todo comentario, su silencio encripta su lengua, o su lengua encripta el silencio. Ritmo hesicástico, volvemos a empezar.

 

 

 

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