Françoise Dastur nota en Heidegger et le pensée à venir, que, hasta que los Beiträge de 1936-38 comienzan a insistir en la necesidad de “otro comienzo” del pensamiento, un pasaje del pensamiento a otro lugar que es el lugar de Ereignis–Enteignis, apropiación-despropiación, el lugar del arresto de la historia del ser, del fin de las épocas, en la reserva de toda dispensa, de todo destino, y así el lugar de otra historialidad o de una historialidad otra cuyo alcance permanece, sin embargo, totalmente opaco, Heidegger solo había hablado de una “repetición destructiva” de la historia del pensamiento entendida como historia de la metafísica, es decir, como historia del olvido del ser y aun como historia del olvido del olvido del ser.
Esa “repetición destructiva” alcanza quizá, y contiene, las reflexiones de 1929 en “¿Qué es metafísica?” y “De la esencia del fundamento” sobre la relación profunda entre “metafísica” y naturaleza humana–el pensador entregado a la repetición destructiva de la historia del pensamiento busca ganar una relación “auténtica” con la metafísica, y consuma en ello su vocación existencial, por oposición a la metafísica vulgar de los que permanecen en el olvido, y en el olvido del olvido, del ser, es decir, de los que no hacen de la “diferencia ontológica” el centro mismo de su meditación en repetición destructiva. Este es el lugar del pensar caído.
Pero hacia mediados de los años treinta la noción de repetición destructiva, y su compañera la noción de diferencia ontológica como lugar de una ontología fundamental que recupere el sentido de la pregunta por el ser, se han mostrado insuficientes. No inútiles, solo insuficientes. Este paso heideggeriano a algún otro lugar no ha sido registrado por la filosofía posterior–ni siquiera Derrida se hace cargo de ello. Es verdad que Beiträge no se publica hasta 1989. La deconstrucción es un desarrollo de la repetición destructiva heideggeriana, pero en ningún caso se autoriza a sí misma como pensamiento de un comienzo otro. En la tradición reciente este “comienzo otro” está por ser pensado, a no ser que sea considerado una mera locura de Heidegger–para mí, sin embargo, es la tarea de la infrapolítica, que no ignora ni pretende eludir sus dificultades ingentes.
No inútil pero insuficiente porque hay todavía, en el Heidegger de finales de los años veinte y principios de los treinta, una especie de “antropologismo trascendental” residual en el esfuerzo del pensador por rescatar del olvido la diferencia ontológica y crear así con ello un nuevo mundo, entregarse a una nueva producción de mundo desde un horizonte alternativo al de la agotada metafísica “vulgar.” Por una parte, la tarea pendiente es reducir el antropologismo residual en la postulación existencial del pensar–la noción de que al ser humano le va siempre el ser en su pensamiento vincula excesivamente ser humano y ser, y puede formar la idea de un subjetivismo radical, más fuerte incluso que el subjetivismo cartesiano-hegeliano. Por otra parte, y a la vez, se trata de radicalizar la postulación existencial del pensar. Se podría decir que esta doble tarea es la que tiene fijada un tanto complicadamente la atención de buena parte del heideggerianismo norteamericano contemporáneo alrededor de la polémica Sheehan-Capobianco. Pienso, sin embargo, que esa polémica ha empezado a caer en criterios escolásticos poco productivos y sin mucho que ver con la urgencia del emplazamiento heideggeriano. Hay que volver a enfrentarla como polémica desde los años posteriores a 1936-38, no desde versiones convencionales de la historia de la filosofía.
La frase heideggeriana según la cual era necesario abrirse a un “Verrückung in das Da-sein selbst,” un desplazamiento o despistamiento en el Da-sein mismo, indica esa urgencia: si ha de haber otro comienzo, es preciso abrir la herida traumática de la subjetividad, para poder poner fin a la pretensión de que los viejos modelos de pensamiento–el hegeliano, por ejemplo–puedan colaborar en algo en lugar de seguir siendo el inmenso obstáculo por apartar.
Ese desplazamiento o fisura traumática en el Da-sein no permite ya, excepto como síntoma y no como modo de curación, seguir entendiendo el problema en los viejos términos: digamos, realismo contra idealismo, un Heidegger que supuestamente entiende que hay un ser separado de los humanos que sin embargo no es Dios o un Heidegger que supuestamente entiende que no hay ser sin mortales que lo aguanten. Tal contraposición es todavía, o de nuevo, una contraposición desde los términos de la metafísica “vulgar,” y oculta mucho más que desoculta. Mejor sería en ese caso tomarse en serio la noción del dios divino o del último dios y pensar teio-lógicamente.
El descubrimiento de Ereignis–Enteignis cambia las cosas, ha cambiado ya las cosas. Si lo que el pensador en el fin de la epocalidad metafísica tiene por delante es la sumisión, modesta y pobre, confiada y terrible, al advenimiento de lo que desoculta el mundo en su retirada misma, en su ausencia más radical, que es la verdad desnuda de ese comienzo otro, la radicalidad existencial exigida–es lo que Reiner Schürmann, siguiendo a Meister Eckhart, llamaba “pensar imperativo,” pensar inevitable, pensar obligado, por oposición a un “pensar indicativo” que sería en parte un interminable pensar el pensar, que es la desviación académica más común en la tarea del pensamiento–ha entendido ya que hay una “singularización” pendiente que no es ajena a la instancia de natalidad, a sostener la natalidad en la finitud mortal. La noción de autografía, que yo he usado a veces, apunta a esa inscripción singular en el silencio.
Pensar infrapolíticamente es pensar desde ese radical “despistamiento,” Verrückung, cuya función esencial es preparar la entrada en “otro comienzo,” y así en otro jouissance–un goce radicalmente singularizante, pero solo en él y por él es dable alcanzar una soledad afirmativa de lo que es común siempre en cada caso. No sabemos qué puede haber al final de ese camino, pero es un camino necesario–James Osborn se ha referido a él como “transformativo,” y es esa dimensión de la transformación, en el habla, en la escritura, en el hábito, la que en ningún caso puede ser olvidada, como si pudiéramos seguir vistiendo de seda al mismo mono que ya no existe (excepto si existe todavía, en cuyo caso no ha habido transformación alguna)–la que empuja enigmáticamente.
La alternativa ya la conocemos, y así mejor es exponerse a otros peligros.
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