Laclau y Weber: Dos ontologías del populismo. Por José Luis Villacañas.

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Laclau y Weber

dos ontologías del populismo

José Luis Villacañas

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Introducción

Pretendo en este trabajo explicar por qué el populismo es relevante filosóficamente. De forma general sugiero que lo es porque la deconstrucción es la premisa del populismo, aunque este quiere poner fin a la época de la deconstrucción. Aunque estoy de acuerdo con mi colaborador Anxo Garrido en que Laclau procede de la teoría de la ideología de Althusser, hago de la deconstrucción la consecuencia más precisa de esta teoría y del callejón sin salida en la que la dejó Althusser. Laclau por el contrario vendría a encontrar una salida a ese callejón al poner fin a la deconstrucción desde dentro. Vendría a ser así un acontecimiento innovador capaz de llevar más allá la teoría de la ideología. Y lo logra porque muestra la productividad del referente vacío como clave última de la cadena de equivalencias entre elementos socialmente dados, que Laclau considera siempre en su positividad social, al margen de su valoración ideológica.

Mi tesis más fuerte, sin embargo, es que Laclau confunde, como una premisa propia de los estudios culturales, la deconstrucción conceptual con la deconstrucción psíquica y no está en condiciones de marcar la completa diferencia entre estos dos campos. Y no lo hace porque, aunque los dos campos, el conceptual y el psíquico, son ejemplos precisos de la productividad de lo negativo, son formaciones muy diferentes, que la tesis de Lacan de la constitución lingüística del inconsciente ayuda a vincular. Pero quizá este vínculo no sea del todo adecuado por cuanto las cadenas de significantes conceptuales son de índole muy diferente a aquellas otras cadenas de significantes que anclan en instituciones capaces de canalizar la pulsión de muerte y que verdaderamente constituyen, al margen de sus representaciones conceptuales, a los sistemas psíquicos. Y mi tesis es que la cristalización y la construcción popular no se dan como piensa Laclau en la articulación de cadenas equivalenciales mediante la retórica populista a no ser que esta retórica ya use de algún modo el trabajo psíquico previo configurado en hábitos organizados sobre objetos α. Estos no se forjan en la cadena equivalencial, ni se constituyen en una productividad específica de la retórica política, sino que los sujetos llegan a la política con ellos configurados por lo que Althusser de forma tosca llamó aparatos ideológicos y que en realidad son más sofisticados e institucionalmente operativos.

Por eso defiendo que el populismo tiene una ontología limitada. Asume utópicamente que la desconstrucción conceptual promovida por los estudios culturales ha hecho completamente su trabajo y es también ya una deconstrucción psíquica y que por tanto la cristalización y articulación populista puede ex nihilo producir a la vez referente vacío, cadena equivalencial y vínculos a objetos α. Su constructivismo supone el triunfo de la deconstrucción psíquica y la liberación de la historia. En esto da por cumplida la época que inaugura Heidegger con su amarga sentencia acerca del carácter descarriado de la historia de la metafísica occidental, cumplimiento que tiene su mejor evidencia en la destrucción neoliberal de todos los elementos culturales previos.

Frente a ello, los análisis de Weber nos muestran un ejemplo que muestra que toda política ha de estar atravesada por la historia y sus efectos materiales. Esta dimensión específicamente histórica de la política, esta imposibilidad de contar con una deconstrucción en su terreno de juego, esta persistencia de los legados materiales en transformación, hace que la política no sólo sea específicamente histórica sino que en la historia tenga su combate. Esta dimensión histórica es materialmente relevante porque no puede haber deconstrucción psíquica como premisa de una construcción populista. Por eso el psiquismo afecta a la política en las épocas de crisis de un modo sustancial, porque libera dimensiones del aparato psíquico latentes que se suponían deconstruidas, pero que solo estaban latentes; o bien despliega otras que estaban operativas, pero que ahora se proyectan para colonizar otras dimensiones del espacio público, reforzando el vínculo emocional que los aparatos psíquicos tienen con ellas. Por lo general, unas y otras afectan a la pulsión de muerte y por ello conectan con emergencias arcaicas que constituyen el suelo rocoso de la historia. Por eso, desde luego, el fenómeno de las irrupciones populistas se llena de ambivalencias, porque en cierto modo lo es todo aquello que se acerca a la pulsión de muerte. Weber nos expone un caso y por eso nos resulta tan importante para mostrar una nueva ontología del populismo.

Este curso de pensamiento tiene su primera inspiración en las dificultades a la hora de ultimar el proceso de la deconstrucción que me mostró la lectura de Ética del Terror de Jacques Lezra. A él le deseo mostrar mi gratitud por tantos años de amistad y de constante inspiración para mi trabajo.

 

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De la deconstrucción. Una introducción

Derrida es un héroe intelectual del siglo XX no solo por su estrategia deconstructiva, sino por mantener siempre en el horizonte el elemento de la referencia. Esto significaba ante todo que siempre quedará un resto por deconstruir. Pero también que la tarea deconstructiva está alentada por una secreta nostalgia de la referencia. La manera en que juegan estos dos aspectos no está analizada en la obra de Derrida. Hoy tenemos la sospecha de que ese resto/nostalgia es tan sólido porque no es estable, sino productivo. En este sentido, no resulta productivo analizado en términos de una más bien inercial referencia. Por mucha y valiente que sea la actividad deconstructiva, el núcleo inexhaustible no se mantiene, sino que se regenera. Como en Freud el análisis, la deconstrucción es infinita, y lo es porque, como el núcleo del inconsciente, eso que llamamos referencia siempre está activa. Derrida es un acontecimiento formidable de la Ilustración que tiene en Diderot a su mejor héroe, y lo es porque ha llegado a una mejor autoconciencia de su dificultad interna. Mientras que la Ilustración histórica siempre consideró como pasivo, inercial y material el núcleo oscuro de lo que se debía disolver, Derrida ha sospechado que ese núcleo es activo y por eso la deconstrucción, como la Ilustración, como el análisis, es una empresa sin fin. Por eso Derrida pertenece a la época que inicia Freud, la época de la Ilustración infinita. Y es infinita porque por debajo de la actividad deconstructiva, se agita una nostalgia productiva de referencia.

Debemos precisar en qué sentido sutil es productiva. La nostalgia de la referencia atraviesa constitutivamente todos los sistemas conceptuales, desde Platón. Eso significa que desde el concepto nunca se cumple la intuición. Hay mucho en Derrida de la premisa de Lacan de la circulación permanente del significante, justo porque viene animada por un significado que es una falta constitutiva, una nostalgia insuperable. En este sentido, Lacan y Derrida han extraído la consecuencia acerca del descubrimiento humano, demasiado humano, de la operatividad de lo negativo. En esto coinciden con la antropogénesis de Blumenberg: la clara positividad productiva de lo negativo constituye al humano. Una sospecha radical respecto del arsernal perceptivo propio, necesaria en un ser inadaptado a su medio, es lo que llevó al humano a estar en alerta frente a lo que todavía no tiene ningún dato perceptivo de que esté ahí. De aquí surge el sencillo hecho de que el ser humano utilice conceptos, elementos que anticipan lo que todavía es pura negatividad sin acabar de disolverla. La nostalgia de la referencia quiere calmar la inquietud ante lo que no percibimos y está animada por la comprensión de que ninguna positividad perceptiva es lo importante.

La necesidad de la deconstrucción es así interna a la funcionalidad de los conceptos. No atenta contra ellos, sino que asegura su función. Intenta sobre todo evitar la confusión de tomar los conceptos por aquello que de un modo continuo quieren anticipar. Desea así mantener la negatividad que anima la conceptualidad. La deconstrucción es un órgano para mantener la negatividad originaria que hace a los conceptos necesarios. Por eso la deconstrucción procede de la necesidad de revelar la defectividad general de los conceptos, de ser realistas acerca de su función y de sus límites. De forma general, la deconstrucción es una potencia anti-ideológica suprema porque brota de la comprensión sincera de lo que significa concepto y de sus condiciones de posibilidad. En realidad, es una potencia contra la ideología del concepto, pero al mismo tiempo comprende su necesidad, pues respecto de la referencia solo tenemos nostalgia y negatividad. Como tal, la deconstrucción viene impulsada por una exigencia de rigor, esto es, por mantener en su negatividad a la auténtica referencia, la que le da fuerza al concepto en la medida en que sea consciente de ella y de su falta. El concepto funciona por la negatividad constitutiva referencial de la que parte, una referencia que ningún concepto puede dar, pero que todo concepto pretende anticipar. El peligro del concepto es precipitarse, anticiparse, creer que puede darnos esa referencia ocultándonos su impotencia y su defectividad insuperable. Para hacerlo tiene necesidad de inventarse un sujeto propio, el cogito, y referencias propias, las ideas. El concepto siempre está amenazado del peligro de un platonismo precipitado, acelerado. Por eso es Husserl una precondición de la deconstrucción. Porque defendió un platonismo dinámico que pronto se mostró un platonismo eternamente aplazado.

Desde lo dicho se comprenderá que, en el fondo de la filosofía de Derrida, se destacan las connotaciones sistémicas teológicas de Lacan. La deconstrucción no se conforma con los falsos dioses que nos dan los conceptos, los significantes en circulación. Por eso implica un cambio radical en la comprensión de la filosofía que elimine las instancias del cogito, esto es, de una subjetividad fantasmal relacionada con los conceptos. Como propuso Ortega en Historia como sistema, los conceptos solo se relacionan con la ocasión. La deconstrucción es materialista. La referencia que los conceptos creen que nos dan o que pueden darnos, sería de ese género idolátrico. Por eso, si algo alienta la deconstrucción es la nostalgia de una referencia real, inalcanzable, radicada en la fuerza misma de lo negativo, que mantiene la tensión y la insatisfacción respecto a esas pequeñas referencias que el Logos encarnado podría darnos. La teología de la deconstrucción es judía, y podíamos decir marrana, en la medida en que supone un judaísmo infinito. Esto tiene mucho que ver con la tensión de la modernidad. Francis Bacon ya denunció a los idola, él que era un buen calvinista asentado en la perspectiva de un deus absconditus inalcanzable. Pero no debemos olvidar que este deus abscondictus es creador, productivo. La negatividad que aspiramos anticipar por el concepto es productiva al margen del concepto. Por mucho que este intente dar con ella, ella se mueve en otros estratos, como lo hace el inconsciente freudiano, generando otros elementos ajenos a la conceptualidad. La deconstrucción ha sido una herramienta formidable para detectar los atajos que ocultan la defectividad conceptual, pero no ha sido una herramienta operativa para detectar todo el rango de productividad de lo negativo y su nostalgia.

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Liberarnos del concepto no nos libera de la historia.

Derrida es el pensador de la deconstrucción, pero no es un pensador de la historia. Su objetivo es Husserl: descubrir en ese Logos encarnado una fantasmagoría. Pero en cierto modo, Derrida comparte con Heidegger la aspiración de liberarnos de la historia, de esa historia de logocentrismo que Heidegger desautorizó como historia de la metafísica. La desconstrucción podría estar tentada de asumir la aspiración de conectarnos con la negatividad originaria, y lo hace mediante una operación que tiende a mostrar la reversibilidad de la historia del Logos conceptual. Esta operación no necesita asegurarla deconstrucción. Está asegurada por la productividad de lo negativo. La deconstrucción asegura contra los que quieren olvidar esto en una historia del espíritu. El contacto con lo negativo no puede ser roto. Sin embargo, esta aspiración debe asumir que el resto inexhaustible negativo no esté disponible del todo y que sea operativo a su manera. Esa operación es la que evita el recurso al Ser y la diferencia ontológica, el último concepto que debe ser deconstruido por su sencilla autocomplacencia, al creer haber hallado la referencia adecuada capaz de pensar la negatividad[1]. Esta afinidad electiva ha llevado a H. U. Gumbrecht a usar a Heidegger para desplegar su filosofía de la presencia, curando la melancolía de Derrida, pero en expresa referencia a ella[2].

Creo que la filosofía contemporánea no ha reflexionado bastante acerca del hecho de que en el dominio de lo negativo ni se puede dejar de estar ni se puede permanecer en él. Sobre esta imposibilidad de permanecer en la indeterminación se basa la productividad de lo negativo y, entre otras cosas, el dinamismo conceptual y toda otra actividad reconstructiva o positivada de la referencia, que será defectiva también, porque no supera nunca la indeterminación originaria. Sin embargo, el dinamismo conceptual resulta inevitable en el igualmente inevitable paso a la acción. La culminación de la deconstrucción exigiría eliminar ese paso productivo de lo negativo. Por eso la filosofía de Agamben, que en el fondo reclama permanecer en la indeterminación, reivindica el preferiría no hacerlo, mantenernos en estados de Bartleby, pero sólo creando el fantasma conceptual de una potencia que goza de su potencialidad, de su retracción frente al acto. Para alojar ese fantasma potencial quietista se debía atravesar el sentido profano del tiempo por encontrar el tiempo mesiánico. Ese fue el sentido de la reocupación de Pablo de Tarso por parte de Agamben. El tiempo que resta era por fin el tiempo sin referencia falsa, el tiempo que se mantiene en la negatividad, en la indeterminación, en esa adoración mesiánica de lo negativo que por fin permite que el Dios verdadero se presente en el tiempo humano. Era la culminación de la deconstrucción justo por la sublimación idealista de las herramientas conceptuales que ella misma debía deconstruir.

Cuando miramos esta operación de Agamben, nos damos cuenta de que cae de lleno en la ideología conceptual que la deconstrucción pretendía desmontar. Decir que hacemos algo, no es hacerlo. Pensar que de nuevo somos Pablo de Tarso no es serlo. Hallar el concepto de tiempo mesiánico no es vivir en él. Dejarnos atravesar por estos fantasmas conceptuales es alejarnos de la promesa materialista que mueve la deconstrucción. Dentro de la deconstrucción, pero manteniendo su promesa materialista, se requiere una estrategia que nos muestre la ilusión anacrónica de ser Pablo de Tarso hoy —algo que sólo puede suceder cuando estamos prendidos de la ideología conceptual—[3], como parte de esa productividad indisciplinado de la negatividad. La singularidad material de Pablo de Tarso, su modo de vida, y su capacidad de fundar una comunidad de salvación, no nos está disponible. El materialismo que es el aliado de la desconstrucción nos muestra la imposibilidad de suturar un singular en un concepto y hacérnoslo disponible por él. Esta operación materialista y anti-ideológica es la que he pretendido llevar a cabo en mi Teología política imperial. Llevar los conceptos a su mínimo de conceptualidad, que es la clave del esfuerzo deconstructivo, debe ser complementado con el imperativo materialista de revelar el singular en su negatividad productiva respecto de todo concepto, y esto no puede ser otra cosa que mostrar la imposibilidad de la referencia por medios conceptuales. Estamos ante otra variante de deconstrucción —y por cierto que complementaria— que desemboca directamente en lo que Blumenberg llama “historias de conceptos” o “conceptos en su historia”, allí donde el concepto muestra su insuperable dependencia de lo no conceptual, su defectividad, la imposibilidad de presentarse como portador de una referencia que supere los tiempos que se abren entre su producción y su observación. Lo que se revela al revelar el singular es la productividad azarosa de la negatividad. Esto es la historia. Muestra el humus desde el que crece un concepto, y de este modo impide su transferencia a un cogito, a un espíritu, a un Logos. La diferencia con Derrida —y el complemento con su deconstrucción— reside en que esta deconstrucción pasa por la comprensión de que la historia no nos está disponible, que no es reversible, y que nos liberamos de ella más por singularizarla que por mostrar de forma abstracta la imposibilidad de la referencia conceptual, algo que no la niega a esta última, sino que más bien la constituye. Por eso, sobre todo, que nos libramos de ella justo cuando estamos atentos a las formas de la productividad de lo negativo. Liberarnos del concepto no nos libera de la historia —como ha pensado Heidegger— pero conocer la historia en sus singulares sí nos libera hasta cierto punto de la insufrible cárcel del concepto. En realidad, nos permite estar atentos a las formas productivas de la negatividad insuperable, que es la fuente de todo concepto y de sus exigencias idealizadas.

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La utopía laclaniana

            Esta larga introducción pretende identificar la premisa fundamental de Laclau. Lo que concedió a la obra de Derrida su dominio de época fue la coincidencia —bien preparada por su obra— de la hegemonía de los estudios culturales. Pues la premisa central de los estudios culturales fue y es que la circulación del significante mostraba un camino que no estaba disciplinado por las vías del concepto. Este camino parecía el menos peligroso entre las formas productivas de la negatividad. Sin embargo, esta premisa procedía de una interpretación superficial de la deconstrucción. Los estudios culturales asumieron que los conceptos ya estaban disueltos y por tanto aceptaron que en la nueva época ya funcionaba lo que Agamben, siguiendo a Foucault, llamó la signatura[4]. Una vez más, Agamben se ha sumado con fervor a una fenomenología del espíritu contemporáneo que supone que la deconstrucción había concluido su acción, había disuelto el concepto, y había iniciado una nueva época, la de la signatura. Esta viene regida por la lógica promiscua de la analogía, que vincula todo con todo con la indisciplina propia de la asociación histérica. De esa liberación del significante entregado a su circulación desregulada y neoliberal, que se vengaba así de la disciplina de un concepto ya disuelto, han surgido los estudios culturales. Con este diagnóstico convergía el final de la centralidad de la soberanía y de la disciplina en el análisis de Foucault, y su pronóstico de una nueva fase neoliberal de la modernidad. Como tal, los estudios culturales proyectaban sobre la vida académica las prácticas de distinción, estilización e individualismo propias de la vida social y de su idiosincrático sentido de la libertad. Los académicos no tenían que dar cuentas de la realidad, sino intervenir en la proliferación de conexiones del significante, en su circulación, en la producción de diferencias, en un espejo perfecto y distinguido de lo que hacía la actividad productiva capitalista ya fundamentalmente estética. Identificando la época de la signatura con la realidad de la época global, los académicos de los estudios culturales tendieron a representar la sociedad desde el espejo de su campo: como un estallido histérico de producción de diferencias. Zizeck es el héroe de este movimiento. El apoyo final de este modelo reside en la ontología productivista de un Deleuze, como vio muy bien Jon Beasley Murray en su célebre libro[5], que con su prestigio dio dignidad filosófica a su propuesta. Pero en realidad, se basaba en el supuesto utópico de que la deconstrucción había hecho su trabajo y había liberado a la subjetividad, o lo que quiera que la hubiese sustituido, de la disciplina logocéntrica. Como es natural, así se abrieron todo tipo de coartadas para la capacidad asociativa de un aparato psíquico excedentario, en sociedades seguras de abundancia y confort amenazadas por el aburrimiento. La academia de este modo se enfrentó al mismo reto de un mercado capaz producir continuas mercancías diferentes.

Sobre esta representación social, que es la propia de las sociedades neoliberales en la fase expansiva de la segunda globalización, idealizadas como una utopía finalmente liberada de la historia (los estudios culturales finalmente parecían desplazar a las ciencias sociales), emerge la teoría populista de Laclau. En este sentido, la teoría del populismo de Laclau da por supuesto que las formaciones sociales actuales se habían liberado de la historia. En realidad, se trató de algo que iba más allá de liberarse de la estructura de clases del pensamiento marxista clásico. Esta fue una reflexión metonímica para celebrar la liberación de la historia, algo que coincidió con la última ocurrencia althusseriana del materialismo aleatorio. Se asumió la premisa liberal de que la sociedad había estallado en una infinitud de diferencias individuales ancladas en demandas fragmentarias. Lo que no se asumió por una especie de honor profesional y por fidelidad a la tradición fue la posibilidad de que todas esas demandas estuvieran unidas por la equivalencia del dinero. El populismo de Laclau asume así el diagnóstico epocal-utópico de la deconstrucción, con su liberación de la historia; luego acepta el dominio de los estudios culturales, con el estallido del significante en diferencias; y por último acoge la ontología neoliberal del soporte individual como fuente de demandas expresadas en deseos. Pero en lugar de lanzarse al neoliberalismo, que hace del dinero el equivalente de todas ellas, y en lugar de lanzarse a la época de la signatura, que anula la relevancia de asociar estas demandas de un modo u otro por la propia carencia de significatividad decisiva de todas ellas, intenta dotarlas de un equivalente que tenga relevancia política, aunque mantenga en pie la nostalgia de la referencia vacía.

En realidad, Laclau asume que eso que llamamos sociedad actual no existe. Ya ha adquirido ciertos rasgos utópicos y él sólo pretende detener sus consecuencias impolíticas. Y como no puede ser de otra manera, asume la premisa liberal de la proliferación de las demandas infinitas con la finalidad de hallar un equivalente simbólico, no económico; un equivalente cultural diferente del dinero, con el que poder dotarlas de peso específico político. Para eso, dicho equivalente tiene que tener un peso existencial que exceda el fetiche de la mercancía. Sin embargo, en tanto perteneciente a la generación de la deconstrucción, Laclau tiene que ponerle condiciones a esta tarea reconstructiva, a saber, que la referencia final de esta cadena equivalencial de demandas y deseos sea vacía. Desconfiando de la capacidad que tienen los conceptos para generar equivalencias, Laclau apuesta por un significante conceptualmente vacío, pero que tenga un portador singular material, existencial y visible. De este modo, deja de pensar lo mismo que no pensaba la deconstrucción, si se entrega a la creencia ingenua de que ya era una operación consumada, la productividad material de la negatividad y sus caminos anclados en la singularidad.

Así Laclau resuelve todo el problema bajo cumplimiento de condiciones derridadianas: hay una nostalgia de la referencia que aquí resulta atendida, pero queda sin cumplir del todo porque está deconstruida como significante vacío. Ahora bien, conocedor de Lacan, el constructivismo de Laclau, que es la última manifestación del tecnicismo de la política que inaugurara Maquiavelo, sabe que la cadena equivalencial, si no puede anclar en un referente vacío como el dinero que simboliza todos los deseos, y canalizar el principio de placer, debe amarrarse en los aparatos psíquicos singulares de algún modo. Pero puesto que ese amarre se debe hacer desde un referente vacío, es preciso que cada singular le ofrezca su point de capiton propio y por tanto que ejerza desde el singular la productividad de lo negativo en la que no se puede permanecer, el cierre de la equivalencia en una frase. Así que Lacan sirve para completar a Derrida. Un referente vacío político que no tiene otro anclaje que la negatividad y que espera que cada uno le ofrezca su propio objeto pequeño α como final de la cadena de equivalencias.

La consecuencia es que en plena época de la deconstrucción se consigue el mismo efecto que en la época de la Gestalt. Sin embargo, no debemos olvidar que la época de la Gestalt, cuyo representante más decisivo fue Carl Schmitt, permitió la concentración de masas en un soberano político y alentó la intensificación de la propaganda política de la identidad. La diferencia entre esa época y la actual es que la época de Schmitt vivió dominada por la fascinación de la Gestalt pensando que era ciertamente una potencia configuradora objetiva, que disponía de un referente arquetípico concreto capaz de animar existencialmente a cada uno de los hermanos y resolver su problema de identidad proyectándolo sobre un enemigo que se la daba. Vemos aquí de forma característica un trabajo propio de la productividad sublimada de lo negativo. Así, la época de la Gestalt vivió bajo la ideología de la referencia positiva, consciente de la funcionalidad de la ideología como escudo simbólico ante la inseguridad. El referente positivo imponente trabajaba la producción de la negatividad material en cada singular mediante el miedo y el odio, tan cercanas a la pulsión de muerte. La penetración del análisis de Lacan permite pensar de otra manera esa masa unificada alrededor de una Gestalt vacía, como un conjunto de solitarios cada uno a solas con su objeto pequeño α, pero cada uno capaz de llenar el referente vacío. Lacan mostraba así a Laclau la no necesidad del fascismo con su propaganda totalitaria. El aparato psíquico singular permite hacer trabajar a la negatividad con los mismos efectos de masa incluso si se le propone un referente vacío. Laclau tomó nota. De este modo, se evadía los análisis freudianos que había desplegado Canetti en su Masa y poder con sus masas sustantivas y se aceptaba la premisa de una sociedad neoliberal de singulares. Al hablar de la capacidad estructurante del referente vacío, Laclau asumía la época de la deconstrucción y cumplía las exigencias de Derrida. Al partir del trabajo material del psiquismo singular para cerrar esa cadena equivalencial, sin una forma gestáltica objetiva, asumía la premisa democrática de la sociedad neoliberal. Al proponer que esa cadena equivalencial quedaba abierta a toda producción de diferencias de significantes, asumía la premisa de una sociedad contemplada desde los estudios culturales. Nada impedía entonces un cierre equivalencial colectivo no basado en el dinero y con arraigo existencial. Esa era la base de la producción de diferencia política. Al organizar los antagonismos sobre la base de equivalencias discursivas, Laclau utilizaba además la filosofía de Foucault, pero justo para superar los rendimientos foucaultianos de la primacía de las prácticas de resistencia. Ahora se trataba de prácticas de poder que, de la mano de Gramsci, transformaban la resistencia en dualidad concentrada que se pensaba en términos de hegemonía. De este modo se lograba describrir, inventar o construir antagonismos sociales, y todo ello sin hablar de sociedad de clases. Como ha recordado Seyfer, sociedad es un concepto prohibido en Laclau, porque para él asume el supuesto de una totalidad cerrada en sentido marxista clásico. Su lugar lo ocupa el discurso articulado que en último extremo se entrega a la productividad de la negatividad psíquica del singular y sus cierres fantásmáticos[6]. Por eso en Laclau lo social se construye desde la política (no desde el comercio económico), lo que permitía hablar de hegemonía sin asumir el materialismo histórico, una exigencia establecida en 1985 en Hegemonía y estrategia socialista. Con ello, Laclau cree haber encontrado el camino para superar la capacidad desintegradora de lo social, idealizada por el neoliberalismo, aunque partiendo de su propia premisa neoliberal. En realidad, hegemonía es la forma de representarse un proceso de constitución, un constructivismo[7], por mucho que sea consciente de su necesaria contingencia insuperable, algo propio de toda productividad de la negatividad.

Deseo mostrar ahora un camino que Laclau tiene que evadir para poder articular su constructivismo político. Y es olvidar que ese constructivismo se tiene que basar realmente en la productividad de la negatividad del singular, en la indeterminación de su inconsciente. De hecho, como es sabido, el concepto central de su teoría política, el que permite presentarla como una teoría general de la política, es el concepto de ‘articulación’. En realidad, la oferta de Laclau parte tanto de una aceptación cuanto de una resistencia a considerar la sociedad bajo la mirada utópica conjunta del neoliberalismo y la deconstrucción. Lo social ha de articularse, porque el neoliberalismo nos propone la mera circulación del deseo, disciplinada por el mercado. Eso significa que lo social no existe espontáneamente y no es algo que pueda ser observado. Las ciencias de lo social no existen. Lo social es sólo práctica, y en realidad práctica discursiva y se mueve entre elementos no articulados (deseos, principio de placer) y las posiciones discursivas (política) o mercado. Determinados autores, como Seyfert[8] han señalado que esto lleva a una inconsistencia en las premisas de Laclau y Mouffe: asumir que lo social no existe como articulación, sino como elementos inarticulados. Esta apreciación alude a lo que he llamado su premisa utópica, una que sabemos que ellos identifican con la sociedad democrática en tanto pluralidad de espacios y deseos infinitesimales diferentes[9]. De ahí que los elementos articuladores deben referir a la capacidad inventiva del discurso, al componente creativo de la retórica, al aspecto propositivo que ciertamente debe presentarse como una creatio ex nihilo[10].

Esta característica afecta no solo a la disolución social propia de su premisa utópica, sino también al resultado de la construcción, al pueblo, que concentra la democracia de los individuos singulares en un espacio político construido sobre la división en dos espacios[11]. Así se acepta la eficacia disolvente de la situación neoliberal, al mismo tiempo que limita el desorden que produce. Por eso la política y lo social emergen cuando la democracia neoliberal desarticulada sobre el deseo infinito del principio de placer, se articula en tanto democracia popular. En la articulación del pueblo se dan cita de forma inseparable y al unísono lo social y lo político. Y lo hace desde la magia del discurso, el único poder que puede unificar lo negativo del referente vacío en lo positivo del representante soberano[12]. Para eso la soledad de los sistemas psíquicos singulares pueden producir cada uno su point de capiton de forma propia, aunque dentro de la cadena equivalencial. En esa producción reside la cámara oscura de la magia. Sabemos que ahí no ancla ya el principio de placer, la forma más elemento y rutinaria de la productividad de lo negativo.

Para hacer verosímil este planteamiento, Laclau tiene que partir de la disolución de lo social en un esquema deleuziano de diferencias. Eso es lo productivo de las demandas, dejando en la oscuridad la productividad de lo negativo que lleva a los singulares a integrarse en la cadena equivalencial, a superar la indeterminación cada uno con su point de capiton. Esa productividad no es ulteriormente analizada. Con ello Laclau muestra su virtuosismo especulativo, pero también la imposibilidad de integrar observaciones de ciencias sociales. Como defendí en mi libro Populismo, como han señalado otros autores[13], y como recuerda Seyfert, “los autores de la teoría de la hegemonía no tienen propiamente nada que decir sobre las tendencias de la institucionalización positiva”[14]. Pero cualquiera que recuerde el argumento de Gehlen[15], asumirá que las instituciones son uno de los productos de la indeterminación originaria humana y de la negatividad, una de las mediaciones más poderosas en la producción de point de capiton por parte de los singulares. Por supuesto, esta consideración de la sociedad no puede estar sometida al dominio de los estudios culturales. Hablo de la consideración de la sociedad como un entramado de relaciones institucionales que articulan demandas y deseos sin permitir que estallen en diferencias continuas proliferantes, justo por la necesidad de reparar la indeterminación. Esto es, la producción continua de diferencias no supera de modo adecuado la angustia de la indeterminación. Por eso no hay point de capiton en la proliferación de diferencias y por eso esta circulación de significantes no roza el inconsciente. Sólo la institución estabilizadora es electivamente afín al final de la circulación y facilita el point de capiton.

Lo más preciso de esta visión de lo social es que permite disolver una premisa de la teoría de Laclau que casi encierra un círculo: la productividad de la negatividad no puede ser a su vez producida o construida, ella es la fuente de toda producción, incluido aquella del singular y de la convergencia institucional. Por mucho que algunos teóricos hayan deseado mostrar que la teoría de Laclau es la culminación de la teoría de Foucault[16], le falta a Laclau la aspiración de observador de la sociedad que tenía Foucault. Con esa capacidad de observación nos damos cuenta de los procesos materiales de la productividad propia de la negatividad. Pues esta requiere relación, resistencia, poder, microfísica concreta, singular, cuyos elementos no pueden ser construidos a su vez. Como sabía Freud, todo “no” es un “sí”. La negatividad produce siempre en el contexto de alguna positividad. Si Laclau se ha cegado ante estas posibilidades es sencillamente porque su campo de observación le veda hablar de algo que no sea circulación del significante con portadores individuales que comparten ofertas retóricas cuyo significante último, al ser vacío, les exige a cada uno su propio point de capiton. Pero lo que no está explicado en Laclau es el arraigo en el sistema psíquico de ese significante vacío que permita ser la base de la actividad productiva de un point de capiton. Pues este no puede ser un elemento de demanda, ya que esta obedece al principio de placer y se alza sobre una identificación. El point de capiton sin embargo, como sabemos, no se rige por el principio de placer. ¿Cómo la negatividad de cada singular, y la negatividad del significante común, producen una identidad común? Al carecer de una teoría social, Laclau no puede desviarse de la idea liberal, que no es sino una utopía de singulares que ignora las relaciones de los hombres vivientes. Y al hacerlo, en realidad deja el concepto del pueblo donde el liberalismo: en el misterio. El juego por el que una negatividad del singular se revela en su productividad, siempre en el camino de las resistencias concretas y las demandas insatisfechas, y de este modo genera un anhelo de referencia que en tanto vacía escapa a la deconstrucción conceptual, porque se mueve en otros terrenos, eso el populismo de Laclau no lo puede revelar. Ese es el campo de los humanos vivientes, que se mueven en lo que todavía podemos llamar el espacio de la infrapolítica[17]. Ese es el campo que explora la mirada de un Weber, de un Foucault.

 

 

 

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¿Liberarnos de la historia?

            Cuando observamos a los hombres vivientes nos damos cuenta de que lo social no es un desplazamiento continuo de deseos inarticulados. El neoliberalismo ha sido muy exitoso en hacernos creer que esta utopía se ha realizado. Polanyi ya llamó la atención acerca de la ideología implícita en presentar el mercado como una utopía. La consecuencia más importante de esta perspectiva es que nos ha ocultado una realidad que tiene su propio tiempo de desconstrucción, pues resulta entregada a una productividad de lo negativo no discursiva que, justo por eso, no soporta los ritmos vertiginosos deconstructivos de los estudios culturales y ni siquiera es visualizada por ellos. En efecto, aunque solemos presentar la filosofía francesa contemporánea como un todo coherente, hay importantes diferencias en su seno. Por ejemplo, Foucault puede ser convergente con la deconstrucción, pero solo hasta cierto punto. Para la resistencia (y para Foucault este es un elemento ontológico) se requiere apreciar una dimensión productiva. La resistencia es un poder de lo negativo que afirma una productividad frente a algo. En realidad nadie empeñado en las tareas deconstructivas deja de resistir. Sin embargo, para resistir, se requiere que algo que pertenece al estado actual del sujeto viviente se vea digno de ser defendido frente a cualquier ataque, incluido el del concepto.

Cuando observamos de cerca las resistencias y las existencias sociales, nos damos cuenta de la poca probabilidad de las políticas absolutas de deconstrucción y de su ambivalencia. Es más: a veces, al deconstruir conceptos se dejan intactos otros elementos materiales de resistencia, que pueden ser reforzados justo ante la disolución de los elementos conceptuales que servían de instancias de interposición. Foucault comparte esta mirada, pero sin embargo no ha generado herramientas concretas para observar las resistencias en las relaciones de poder, los síntomas que se revelan en las resistencias a favor o en contra de determinados conceptos. Desde luego que estas resistencias se hacen desde instituciones que tienen su propio ritmo histórico y su relación específica con la historia. Tan pronto tenemos esta perspectiva, introducimos la perspectiva del observador. Y creo que una de las limitaciones fundamentales de la praxis hegemónica de Laclau es que no se funda sobre la observación de la sociedad, ni sobre instancias de especialización en la observación de esas resistencias en las que se expresa la productividad de lo negativo. De este modo, ha alterado la filosofía de la praxis hegemónica de Gramsci desprendiéndola de toda teoría de la observación verdadera y en suma de toda teoría de la verdad. Carente de ilustración sociológica, Laclau es un partidario de la retórica realizativa absoluta, lo único que queda cuando nos hemos desprendido de la historia, como si esa retórica fuera el único elemento que regula el point de capiton. Pero tan pronto como nos convertimos en observadores de la sociedad, nos damos cuenta de que no nos desprendemos de la historia tan fácilmente y de que la retórica gana eficacia no desde ella misma, sino desde esas producciones materiales del anhelo de referencia, esas producciones de la negatividad vinculada a la pulsión de muerte, la verdadera animadora del point de capiton y del cierre de la cadena de equivalencias o de metáforas del significado.

Alcanzamos así un compromiso que afecta a Derrida. El éxito del programa deconstructivo tiene que ver con que el concepto se deja deconstruir muy bien, porque su propia defectividad es un aliado y nos anima e incita a ello. El concepto muestra demasiado sus costuras. Pero otras realidades, como aquellas que se forman bajo la condición de la existencia institucional, implicadas en la configuración psíquica de los humanos vivientes, generan hábitos que son más duros de deconstruir, justo porque vienen producidas por anhelos de referencia que no se someten a la defectividad de los conceptos, y que por eso están más cerca de ellos del point de capiton que ellos. Esto es así porque conforman los hábitos propios del sujeto viviente que está muy por debajo de la deconstrucción conceptual, y donde se colocan las fuentes de la resistencia, la nostalgia de la referencia tal que se cree colmada aunque sólo sea fantasmáticamente. Como hemos dicho, es inevitable que alguien que resiste deje puntos ciegos a la deconstrucción psíquica. De esta índole es la producción de fantasma que siempre sobredetermina el point de capiton y que tiene su propia forma de deconstrucción, para la cual es necesario el análisis. En estos terrenos la posibilidad de desprendernos de la historia es más viscosa.

Weber será asociado siempre a la idea de que un observador de la sociedad necesita ser un observador de la historia. Sabemos que la sociedad solo se observa bien cuando se dota de órganos perceptivos para identificar los estratos de tiempo y esto implica un complejo sistema de ideas-tipo, luego temporalizadas por Koselleck. Por supuesto, estos grandes observadores sociales asumieron conceptos siempre pendientes de su propia deconstrucción en tanto formaciones ideológicas capaces de confundirnos respecto a la referencia. ¿Por qué esto es importante para la cuestión del populismo? Sencillamente porque identifica otra ontología del populismo que tiene que ver con otra teoría de la productividad material de lo negatividad y de la resistencia, con desvelar la magia que esconde la formación de point de capiton y sus enmarques institucionales. Esa ontología surge no desde el anhelo de referencia que moviliza la retórica, sino la que utiliza materiales que ya están implicados en la dimensión existencial de los humanos vivientes. Y hace esto por identificar las raíces temporales en las que ancla toda resistencia y las direcciones que puede albergar, que como sabía muy bien Foucault no se pueden ordenar en ningún telos progresista o racional propio de una batalla metahistórica, sino que se entrega a movimientos de autoafirmación que tienen en su propia existencia su legitimidad. Esto lleva a una fenomenología diferente de los populismos que debe quedar atravesada por materiales históricos. Esto es: el point de capiton no se improvisa ni se crea ex nihilo. No se construye en el proceso de articulación o de producción de retórica equivalencial. Lo llevan los humanos vivientes al espacio social y desde él condicionan el espacio político. No lo forjan las cadenas equivalencias cuando un significante vacío se vincula a un líder, sino que se proyecta o integra en ellas y por eso condicionan su aspecto, presencia y forma en sentido material.

Esta tesis nos permite mostrar la contingencia de una tesis central en Laclau. Para uno de sus intérpretes más cercanos, Jorge Alemán, el populismo es solo de izquierdas. Y desde luego, desde la teoría de Laclau y sus supuestos utópicos, se comprende bien esta tesis. El populismo es un asunto de futuro y de nuevas composiciones hegemónicas, de construcciones y articulaciones proyectadas. Su aspiración es mantener la dimensión política frente a la impolítica liberal. Sin embargo, los componentes lacanianos de esta teoría nos permiten sugerir algo bastante contrario: los candidatos a objeto α con los que elaborar el point de capiton suelen estar en el pasado –no surgen en la receptividad circunstancial de la retórica- y se mueven de algún modo por lógicas que proceden del pasado del aparato psíquico singular y viviente y están más bien determinados por él. Y ese pasado siempre es arcaico. En general, el aparato psíquico arcaico está atravesado por la pulsión de repetición, algo que no permite mantener esperanzas acerca de su consistencia en desplazamientos abiertos y diferenciaciones deleuzianas. La productividad de lo negativo tiende a cristalizaciones. Aquello que caracteriza al objeto α como capacidad de producir un point de capiton no es una identificación conceptual ni está sujeto a la deconstrucción. Tampoco se improvisa en el azar de una ecuación vacío al final de una articulación. Es resistente a los estudios culturales, que más bien lo utilizarán que lo rechazarán. Produce un goce simbólico que si no se mantiene, abre la apertura a través de la cual se presenta lo Real. Por tanto, ha de disponer de fuerza simbólica muy poderosa, una que no se improvisa fácilmente, ni se halla en los elementos de la demanda, sino que sigue la lógica férrea de un psiquismo ya constituido. Es fácil que a él se aferre el psiquismo para no exponerse a lo Real.

Estas fuerzas que juegan en la cercanía de las pulsiones de repetición suelen estar emparentadas con hábitos y estilos psíquicos. Y cuando la política desea producir afectos profundos, no puede caer en la contradicción de ofrecer significantes vacíos nuevos como punto de convergencia de una identificación de futuro y de objeto α. Esto quizá fuese lógico en psiquismos atravesados por la operación deconstructiva psíquica y conceptual. Pero la deconstrucción psíquica es una operación completamente diferente de la deconstrucción conceptual. Como hemos visto, esta operación última es más bien propia de virtuosos intelectuales que se niegan a elevar sus propios conceptos a fantasmas, el vicio de la profesión desde Platón. Pero eso es completamente diferente de la tarea analítica de identificar su propio fantasma, atravesarlo y disolverlo. Y sin embargo, deben ser operaciones complementarias, pero requieren actos diferentes. Alguien que ha dejado de ver fantasmas en sus conceptos no por eso ha dejado de tener fantasmas. En todo caso, sería más bien sorprendente que virtuosos que han deconstruido sus fantasmas conceptuales, estuvieran en condiciones de entregar su afecto a un significante vacío cuya negatividad impone la encarnación en un líder con el que identificarse. Con los virtuosos de la deconstrucción conceptual es difícil articular una masa popular y sin condensación masiva es difícil construir una política. Pero a pesar de todo son operaciones diferentes y en cierto modo la deconstrucción psíquica es más compleja que la conceptual. Alguien puede impulsar una deconstrucción conceptual sistemática y agresiva, y ser embargo estar entregado pulsionalmente a un fantasma sobre el que no repara, y estar dominado por él hasta extremos que cualquier observador notaría. Lo que debemos deconstruir psíquicamente concierne a los afectos organizados sobre pulsiones materiales de repetición, hábitos y estilos que resisten a la desconstrucción y que incluso el filósofo más derridadiano puede compartir. Y por eso, si quiere movilizar poderes simbólicos implicados en el la forja de point de capiton, la política no puede prescindir de tradiciones y de su propia historia, el lugar en el que se configuran estas repeticiones materiales en las que puede brotar el point de capiton de aparatos psíquicos singulares conformados. Cualquiera que pretenda movilizar los afectos en este sentido, seguro que desea observar a la sociedad también en sus demandas invariantes, y no tanto en sus diferencias continuas. Sin duda, aquellas también serán fruto de la productividad de la negatividad, formas de superar la mera melancolía de la referencia y de la identidad. Y de nuevo volvemos de esta manera a los límites del constructivismo político. Así que el populismo podrá ser de derechas o de izquierdas, pero no podrá vivir en la abstracción de una retórica tecnificada, sin tradiciones concretas, o al menos sin hábitos y estilos más resistentes a la deconstrucción que los conceptos y por eso más capaces de integrar la potencia del objeto α tanto en operaciones de resistencia como de identificación. La deconstrucción de esta forma comparte el destino de la Ilustración. Es formidable para disolver la prestancia ideológica de los conceptos, pero permanentemente muestra sus límites como Ilustración moral y política. En suma: de la misma manera que no tuvimos una teoría general de la Ilustración, debemos despedirnos de una teoría general de la deconstrucción. De camino también nos despedimos del constructivismo absoluto del populismo. Al menos no la tenemos para la política. El gesto de la Dialéctica de la Ilustración de cargar lo que era un límite de la Ilustración, como si fuera el efecto culpable de la misma Ilustración completa es equivocado y exagerado. El populismo de Laclau puede ser de derechas o de izquierdas porque no puede prescindir de la propia historia política.

 

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Weber: productividad material de la negatividad

Las observaciones de Weber sobre la realidad alemana de los años del final de la I Guerra Mundial nos proporcionan suficientes enseñanzas acerca de cómo se activan estos hábitos, ethoi, estilos y demandas al servicio de una política de afectos. Esas observaciones son interesantes para ver in statu nascendi la productividad material de la negatividad que puede conducir a la producción de identidad política, al margen de toda conceptualidad y al margen de toda retórica que trabaje con significantes vacíos. Nos muestran por tanto la caldera real en la que se cuece la producción populista. La cuestión decisiva que emerge de estas observaciones es genealógica y por eso debe preguntarse por ¿quién moviliza? Aquí, una filosofía informada en la observación social pasa por discursos cercanos a Foucault. Por eso, la tecnificación afectiva de la política —la producción de poder simbólico— puede ser tan variada como los hábitos dominantes, pero siempre debe contar con ellos. Y aquí las minorías que han perseguido la aventura deconstructiva conceptual están condenadas siempre a quedarse al margen, observando un juego para el cual la estrategia de la deconstrucción filosófica se muestra tan impotente como la Ilustración respecto a los prejuicios. Aquí se deben aceptar no solo las demandas, para producir un referente vacío capaz de rellenarse con misteriosos point de capiton producidos por los singulares. Aquí se deben identificar estos mismos point de capiton social e institucionalmente habilitados y propuestos. La sociedad no es solo un mercado. No ofrece solo productos y mercancías. Facilita el trabajo de la pulsión de muerte y la formación de objetos α. Y no articula un pueblo cuando lo produce desde un significante vacío, sino cuando dinamiza y lo tiene en cuenta ese trabajo simbólico a veces depositado en latencias prestas a renovar su fuerza psíquica.

El punto de partida de las observaciones de Weber siempre fue el hábito político que había conformado Bismarck en el origen mismo del II Reich. Esta transformación se había logrado por la imposición de una ley electoral antidemocrática en Prusia, lo que se hizo necesario cuando se frustró la esperanza del canciller en “una actitud conservadora de las masas”[18]. Entonces Bismarck impuso el sistema electoral por brazos, justo para disminuir la potencia democrática de las masas, propia de una sociedad de clases “enemistadas entre sí”, algo que para Weber era inexorable. Bismarck usó el miedo de la burguesía ante el proletariado para imponer un sistema electoral que, en el fondo, le dejaba las manos libres. Con este tenemos que desde el principio jugaron componentes existenciales que brotan de una productividad de la negatividad —angustia, miedo— mucho más difícil de deconstruir que los conceptos. Así que Bismarck vendió protección a la burguesía frente al proletariado, pero a cambio de imponer la inactividad política, carencia de responsabilidad y minoría de edad a esa misma burguesía. Esta operación triunfó y generó hábito porque utilizaba hábitos previos y carácter de esta misma burguesía. Bismarck, dice Weber, “instrumentalizó la vileza de la burguesía en relación con la democracia con el fin de mantener el dominio de su burocracia” [SEDA, 167]. Esto ocurría en 1871. Sin embargo, Weber añadió: “Esta vileza ejerce hasta la fecha sus efectos”. En suma, se protegió a la burguesía con privilegios electorales, pero a costa de hacerla una marioneta de los intereses de un gobierno burocrático irresponsable. Así intensificó el miedo con la impotencia y produjo vileza. Lo más terrible de este asunto es que esta constelación siempre vuelve, arraigada en fuerzas arcaicas del psiquismo. Pues Weber en 1917 preveía que en algún momento esa burocracia estaría a punto de perder su impunidad y entonces agitaría los mismos fantasmas. Por debajo de esos miedos existían fuerzas constantes, afectos, sentimientos y carácter, hábitos susceptibles de manipulación política fortalecida por la ayuda de una brigada ingente de literatos que no generaban referentes vacíos, sino que usaban los productos de una nostalgia de la referencia que había cedido a los cantos de sirena de la identidad de clase. En suma, se trataba de los soportes psíquicos atravesados por opciones dominantes que solo tras su deconstrucción psíquica podrían enrolarse en la cristalización de significantes vacíos. Sin ella, la construcción de la hegemonía de un significante vacío era aquí ilusoria.

En cierto modo, el escrito de Weber no era sino una batalla contra toda esta retórica de diletantes y escritores, que degradaban con todos los argumentos posibles la frialdad de la democracia, y que ofrecían todo tipo de fórmulas de un sistema electoral pluralista, ya fuera mediante cámaras corporativas, ya mediante censos jerarquizados. Por supuesto, Weber denunciaba estas propuestas, que no tenían la menor idea acerca de las exigencias económicas de la futura Alemania, que no sabían nada del capitalismo, su lógica y su destino y adornaban sus imaginaciones con idílicas utopías antiproductivistas, propias de rentistas, románticamente sazonadas con ideas de “tranquila comodidad” ajenas al mundo del trabajo. Como vemos, lo que señalaba Weber no eran estructuras ajenas a formas de goce simbólico. Weber denunció estas representaciones falsas de literatos rentistas y advirtió que significarían el dominio indiscriminado del capital financiero[19]. Él pensaba que existía una afinidad electiva entre capitalismo productivo, base democrática y cultura nacional [SEDA, 174] y que sobre esa base de racionalización, socialización e intensificación se podría llegar a un acuerdo de compromiso interclasista. Sólo una economía racional podría acercar “el interés de los trabajadores al de los empresarios más avanzados desde el punto de vista organizativo” [174]. Esta evolución económica era afín a la democracia y por eso los herederos de Bismarck, el Káiser y las legiones de literatos, burócratas y rentistas alemanes vieron que su futuro estaba en peligro ante esta constelación. De ahí que lanzaron a los literatos más afines y románticos a la lucha contra un capitalismo racional como la idea de salvar el aura de la monarquía. Weber lo denunció con fuerza: “En efecto, hoy, en las clases hegemónicas existen indudablemente hombres políticos […] que siguen sustentando la opinión de que en el cenagal de pereza y de caos que despide sus fétidos olores hacia el cielo, denominado por eso mismo vida, se podría sustentar (más fácilmente que en otras partes) las bases de lo que ellos llaman ‘sentimiento monárquico’, es decir, las bases de una docilidad de bebedores de cerveza, presta a dejar sin modificar el poder de la burocracia y de las fuerzas económicas reaccionarias” [SEDA, 175-6]. Los sufragios parciales, corporativos no hacían sino otorgar privilegios a estos mismos actores.

La opinión de Weber era que estos credos, que aparentaban rango metafísico, algo que no debemos olvidar cuando hablamos de la época de formación de Heidegger, no hacían sino encubrir el “terror vil ante la democracia”. Con ello no hacían sino confesar la ilegitimidad de su hegemonía. Y para ocultarla lanzaban a los ejércitos de diletantes para forjar sus pompas de jabón, sostenidas “sobre la profunda ignorancia de nuestros escritores acerca de la naturaleza del capitalismo” [176] y sus relaciones con la política. Sus denuncias del capitalismo, dejaban intactas sin embargo, la febril especulación del capitalismo de guerra, completamente contrario al capitalismo productivo, y sus cínicas aspiraciones a que las riquezas de guerra fueran calificadas de propiedades nobiliarias y así sus dueños pasaran a aumentar el estamento nobiliario, bien instalado en el aparato del Estado. Así que el romanticismo literario denunciaba al capitalismo del trabajo e ignoraba “la danza salvaje en torno al becerro de oro y una búsqueda aventurera de oportunidades emanadas por todos los poros de este sistema burocrático”, propio de los que se aprovechaban de la economía de guerra, las “hienas reunidas en este calvario que no tiene antecedentes en ninguna otra ética comercial” [178]. Y con su furia quijotesca añadió que quienes no estaban en condiciones de distinguir entre capitalismo racional y aventurero, deberían “tomar algunas lecciones de sociología elemental, antes que fastidiar el mercado bibliográfico con presunciones de literato” [178-179].

Weber era implacable y de hecho su texto ofrece esa lección de sociología que mostraba la diferencia entre partido y corporación y la imposibilidad de reproducir el viejo estado corporativo en las modernas condiciones de producción capitalista. Acusó a todas estas ideas de anacrónicas, pero le parecían funcionales porque consolidaban el ethos antidemocrático burgués y la fobia a la responsabilidad a la hora de afrontar problemas específicamente modernos [187]. Así forjaron la defensa ideal del aparato del Estado, que sublimó a los estamentos privilegiados con sus “románticos de escritorio”, los cuales a su vez dependían de “las ideologías de la literatura filosófica” [187] que habían fecundado toda una retórica anticapitalista. Aquí funcionaba ya su alusión a importantes tradiciones que lastraron la confianza en sí misma de la clase burguesa y que fortalecieron su timidez política con una profunda sospecha de ilegitimidad.

Cuando Weber pidió la instauración del sufragio universal antes de que la guerra acabase —“ahora mismo”—, entendió que el miedo vil a la democracia se elevaría a terror. El grupo de los privilegiados activaría en este caso los afectos ancestrales más profundos contra la democracia. Y aquí es donde Weber vio otra ontología del populismo: se trataba del terror que producía ver destruidas “las denominadas nobles tradiciones promotoras de cultura” y entre ellas la idea de “una insondable sabiduría política propia de los supuestos aristócratas que dominan el Estado” [194]. Este asunto le pareció suficientemente importante a Weber, tanto que se entregó a su análisis, muy consciente de que le distraía del problema del sufragio. En realidad, se olvidó del mismo en favor de este nuevo asunto que, bajo la forma de nobles tradiciones, encubría el poder simbólico que estructuraba el psiquismo de infinitos singulares. Por supuesto, a este problema se dirigió con sus ancestros teóricos nietzscheanos para mostrar la productividad de los afectos tradicionales, la productividad material concreta de la angustia, la inquietud, el resentimiento y su capacidad de metamorfosis.

No nos interesa su caracterización de lo que llamaba una “auténtica aristocracia”, su dimensión ética y estética, sus hábitos intelectuales, su condición económica, ni siquiera su pregunta de dónde estaba en Alemania una tal aristocracia y cuál era aquella noble tradición [194-196]. Tampoco nos interesa que un rasgo de la verdadera aristocracia fuera considerar como menos peligrosa la “emotividad de las masas” [200]. La inquietud de Weber era si esta se pondría al servicio de los partidos democráticos. No podemos entrar en su furiosa crítica a la franqueza de los junkers solo ante “un buen jarro de cerveza”. Su tesis era esta: “Diez minutos entre gente de esta condición son suficientes para advertir que son plebeyos precisamente en sus virtudes y que su naturaleza es abrumadoramente plebeya” [202]. Lo decisivo no era que Alemania no dispusiera de una aristocracia política capaz de administrar lo que en otro escrito llamó democracia de la calle. Lo más importante fue su diagnóstico de que “esta pretensión de aristocracia ha inspirado a todas las capas” sociales incluidas las capas medias burguesas, pero con preferencia en aquellas que estaban implicadas en el gobierno del estado prusiano. Con ello nos acercamos al punto decisivo del análisis de Weber, y que tendrá profunda repercusión sobre las formas políticas que pronto llevarán a Alemania a la ruina. Pues aquí está la cuestión de las formas sociales que canalizan la pulsión de muerte y proponen el objeto α que cierra el point de capiton que produce identidad y calma la nostalgia de la referencia; en suma aquí se mostraba la productividad psíquica de la negatividad.

En efecto, esa pretensión aristocrática —por tanto un elemento fantasmático— era sentida sobre todo por las clases medias burguesas, instaladas en la burocracia del estado o aspirantes a instalarse, que hacían de las formas militares del cuerpo de oficiales su ideal de autopresentación, en el que gustaban de verse idealizadas y estilizadas. Pero la aguda capacidad de percepción de Weber entendió que cuando estas maneras del cuerpo de oficiales, con sus códigos de honor y de prestancia, eras imitadas por las capas de la clase media, “asumen de pronto un aspecto caricaturesco” [203]. Este tono forzado de lo caricaturesco es sintomático de su dimensión fetichista y de una sobrecarga emocional. En el análisis de Weber, la deformación caricaturesca procedía de proyectar las formas militares sobre las formas que se generaban en el ambiente propio de las escuelas medias superiores, los lugares donde se configuraban las expectativas y los estilos de vida de los funcionarios. Era una convicción propia de estos cuerpos auxiliares del Estado la de tener que barnizar su existencia con las maneras de los militares, como si de este modo se generara una comunidad interestamental propia de los defensores del estado. Weber describe esta deformación caricaturesca como “espíritu goliardesco” y lo eleva a estilización general de la clase media, a la “forma social típica de la educación impartida a los jóvenes destinados a los cargos civiles, a las prebendas, a las posiciones sociales libres de naturaleza elevada” [203]. Sus rasgos, que generaban una fijación afectiva irreductible, era la disposición a batirse en duelo, la tenencia de la Korbschläger, la espada ritual, la obligación de al menos tener un duelo en la vida, la prestancia de exhibir una herida causada en duelo, la Schmiss como señal de honor, las competiciones de beber y el adaptar la forma de vida anclada en la violencia ritual y verbal, siempre bajo la atenta vigilancia y el prestigio de los alten Herren. En suma, instituciones de pulsión de muerte, generadoras de objeto α.

A la pregunta de cómo se habían generado estos hábitos tan extendidos entre las clases medias, Weber responde que estas actitudes se adquirieron cuando la burguesía no gozaba de libertad alguna excepto las canalizadas por estas acciones. Tenían por tanto una dimensión compensatoria, pero habían mantenido el afecto de las poblaciones incluso en una época en que las libertades políticas estaban más implantadas y por encima de ellas, de tal manera que se identificó libertad y dignidad ciudadana con la posibilidad de mantenerlas por encima de todo. Las convenciones guerreras caricaturizadas fecundaron el “modo de ser” de todos aquellos que se disponían a ser servidores del estado. Ello hizo que las asociaciones goliardescas o Burschenschaften atravesaran todo el sistema educativo. Lo sorprendente para Weber era que en su tiempo “el espíritu goliardesco se difunde cada vez más” [204] y esto porque se había constituido en una forma de selección de los funcionarios y en lo que todavía es peor: una forma de acceso a la buena sociedad, y ser reconocidos como pertenecientes a ella. Sin esta adopción de formas violentas y goliardescas, con su exhibición de la condición diabólica, como señal de fiabilidad funcionarial y social, con su identificación de seguridad de promoción mediante la marca en el cuerpo de la violencia y el honor, sin esta exhibición de pertenencia incuestionable a los valores del Estado mediante el compromiso del cuerpo marcado, otros aspectos del futuro de Alemania no habrían tenido tanto éxito.

Lo más interesante es que el objeto α de la cicatriz en la cara se adaptaba perfectamente, en la opinión de Weber, a “las exigencias de la débil naturaleza” de todos aquellos que aspiraban a medrar encuadrándose en las Burschenschaften. Esta misma exigencia de una débil naturaleza reclamaba protecciones, elevando la vida de cada miembro de la corporación a un aislamiento respecto del mundo exterior que lo entregaba a la influencia exclusiva de los directores y lo hacía completamente refractario a toda influencia ajena, lo que resultaba reforzado por el desdén y el rechazo de relaciones diferentes de su extracción social. Esto le parecía a Weber lo determinante: “el contagio intelectual” que producían los periódicos especiales dirigidos por los alten Herren y en los que escribían la legión de literatos “incalificablemente sumisos”. No era el trabajo del aparato psíquico singular a la búsqueda de su objeto α, sino las técnicas ancestrales de construcción de grupos exclusivos —sectarios, tan productivos en la inducción de objetos α— y las formas de obtención de prestigio, lo que determinaba que los goliardos fueran cada vez más numerosos, y esto porque todas las capas sociales inferiores vieron en aquellos el modelo para acreditar ascenso social y usaron sus formas para entrar en contacto con estamentos más elevados.

Por mucho que imitaran de forma caricaturesca las maneras aristocráticas, en modo alguno extendían la educación señorial. Weber decía: “Por el contrario, con su goliardismo indiscutiblemente banal y con sus formas sociales propias de subalternos, son en realidad todo lo opuesto” [204]. Esto significaba que sólo se disponían a encarnar un espíritu plebeyo. Y la prueba de que era así, la vio Weber en el hecho de que la goliardía era vista por todos como la “propedéutica de la disciplina en los empleos” [204], una escuela de probada obediencia incondicional a cualquier orden. Estamos ante la genealogía del hábito luego reconocido como la banalidad del mal, en el que se articulaban los rasgos plebeyos rebuscados que inevitablemente tenía que adquirir cualquier joven que ingresase en esta escuela de escaladores, si carecía de cualquier rasgo de independencia. Lo peculiar de esta situación, y lo que a Weber le parecía completamente decisivo, es la proyección de hábitos en sí mismos inicuos y banales, cuando se limitan a expresar con desenvoltura la “exuberancia juvenil”, como arquetipos de educación de la dirigencia del Estado. Esta práctica perpetuaba la mentalidad juvenil y sus fijaciones, sus afectos y sus tabúes, sus hábitos y sus formas expresivas a lo largo de la vida, en la medida en que sostenía el sentido de la disciplina y de la obediencia. La consecuencia de este tipo de educación es que cualquiera podía imitarla. Por eso dijo Weber que producía una némesis infausta: una legión continua de parvenus.

Debemos considerar como se merece esta figura de parvenus plebeyo goliardesco dotado de signos externos de superioridad aristocrática, completamente entregado a una obediencia disciplinada y dispuesto a escalar puestos del Estado, pues debemos ver en ella el tipo de futuro servidor de la tiranía nazi. Weber no se engañó respecto a la potencialidad que albergaba este fenómeno. “Guardémonos bien de considerar estas características de parvenus que reviste la figura del alemán como insignificantes en el plano político” [205]. Una de las razones de esta relevancia estaba relacionada con el desprecio despiadado que esas figuras entregaban a todo lo que tuviera que ver con “las conquistas morales”. Lo que encerraba la actitud de parvenus para Weber era la brutalidad constante y la falta de toda virtud de la buena educación. Estos hábitos, que se “van difundiendo entre nosotros de manera insoportable en los últimos tiempos” [205], indisponían a todos los pueblos, incluso a los aliados, en contra de los alemanes. “Nadie desea ser gobernado por gente recientemente enriquecida y maleducada”, señalaba Weber, para avisar acerca de los letales efectos que en política exterior tenía esta forma de conducirse. Como si de repente Weber iluminara toda una época, consideró que “las futuras comunidades económicas constituidas con otras naciones […] podría fracasar en el plano político por la firme voluntad […] de no dejarse imponer mediante la fuerza lo que una vez más es despachado con ademán arrogante como ‘espíritu prusiano’” [206]. En suma, Weber anticipaba que a un pueblo de parvenus plebeyos solo le quedaba la salida imperialista más violenta en política exterior. Aquí bastaría desplegar el hábito goliárdico.

En 1917, en la víspera de la derrota y de la futura revolución, Weber alertaba sobre elementos de la vida cotidiana que parecían lejanos de los espacios de la política, pero que eran constitutivos del sujeto general de la misma, y por tanto reveladores de la forma de mando que se podía imponer tan pronto se agitaran los aires de reforma. En este sentido, Weber vio muy comprometido el sentido de la libertad en Alemania mucho antes de que se hicieran ver los fenómenos específicos que asociamos con ellos. La peligrosidad de ese espíritu goliárdico residía en la simultaneidad de una violencia individual de cada miembro junto con la fuerza extrema de las convenciones, la intensa capacidad coactiva de sus normas, y la rigidez inflexible de sus actitudes. Esta característica permite asociar institución, objeto α y pulsión de muerte. Fuera cual fuera la actitud de los trabajadores, el hecho era que el espíritu goliardesco dominaba en “las nuevas generaciones de las capas dirigentes” y que ellas eran las que definían “el estilo alemán” [207]. Si hemos de ser francos, hay en esta expresión “estilo”, ese soporte material de los afectos que ofrece al psiquismo sus candidatos precocinados de objeto α. La creencia de que este es obra exclusiva de la singularidad del psiquismo o producido por la retórica del líder es falsa. El líder activa su retórica y la hace eficaz porque los receptores están ya dotados de ese estilo, forjado en convenciones y hábitos, que los vincula a la orden en una obediencia estricta y violenta. Y cuando este estilo es el dominante, cabe pensar que se tornará hegemónico. Con esta previsión, Weber ha estado muy cerca de pronosticar el tipo humano del nazismo. Acerca de su alarma nos dio una pista al decirnos que había “otra circunstancia todavía más importante” en su análisis. Esa circunstancia escondía lo peor [207]. Y era que ese estilo sirviera “de modelo a toda la nación, hasta los estratos más bajos, con el fin de hacer de ella, ya uniformada, un pueblo de señores seguro de sí en su porte exterior” [207]. Lo que Weber veía de letal en este proceso era la producción específica de hegemonía, la democratización de ese estilo, que en sí ya plebeyo y goliardesco no podría sino convertirse en archiplebeyo cuando contaminara los estratos bajos de la sociedad. Pues esto llevaría a la más brutal forma de autoafirmación de cualquiera que dispusiera de un cargo del Estado y sería letal para la democracia política, porque impediría por doquier la existencia de un ciudadano consciente de sus derechos. En efecto, la convenciones y hábitos goliárdicos definiría la forma de la administración del Estado y las elevaría a “convenciones de casta” que eran incompatibles con la consideración democrática del Estado. Ese espíritu de casta en sí plebeyo pero con pretensiones aristocráticas, carente de dignidad estética de carácter noble, no podría sino producir escarnio.

El parvenus es el tipo humano resultado ejemplar de la productividad de lo negativo, pues todo en él brota del padecer la nostalgia de la falta, la carencia de identidad, lo que genera la búsqueda ansiosa de referencia. La deconstrucción psicoanalítica, dejándose llevar por el universalismo de la Ilustración, ha creído que cuando seamos conscientes de esta carencia originaria estaremos en condiciones de librarnos de nosotros mismos. Puede ser. Pero una cosa será producir activamente en nosotros mismos esa conciencia y cargar virtuosamente con ella, y otra padecer la falta en un contexto social definido con todas las ansiedades de la identidad por aquellos que no pueden cargar con la falta. El parvenus también está deconstruido de origen y en él se muestra la productividad de esa negatividad. Weber percibió el núcleo de esta productividad en la “efectiva carencia de seguridad interior”, en la desenvuelta arrogancia con que se sale del sentimiento de embarazo [209]. Con esa “carencia efectiva” señaló a la productividad de lo negativo. Frente a esta violenta nostalgia de identidad, Weber recomendaba partir de los elementos históricos alternativos que pudieran ofrecer candidatos afectivos suficientes para configurar otro point de capiton. Para él, que había desplegado una genealogía de lo burgués, sólo podían encontrarse, como en Estados Unidos, en una “aristocracia de las profesiones, cuyo desarrollo en el plano de la historia cultural” era tan importante como la producción de riqueza. De este modo, la democracia política estaría asentada en una democracia social y los diplomados podrían mantener su prestigio social sin entregarse al goliardismo.

Un cuerpo burgués de convenciones, eso es lo que buscaba, Weber reconectando con un pasado glorioso que llevaba a la Reforma [206]. Tal empresa estaba entregada al problemático futuro y no era posible individualizarla en un estilo, algo que no se construye desde ningún tecnicismo, sino desde el fluir de la vida histórica y con elementos que no se improvisan. En todo caso, ese estilo burgués del futuro tendría que echar manos de “el principio de la distancia interior y de la reserva en el comportamiento individual”, lo que Weber entendía como elementos indispensable del sentimiento de dignidad [210], por completo opuestos a las prácticas desinhibidas de los literatos. El mayor obstáculo para las posibilidades históricas de ese estilo democrático social residía en las malinterpretaciones que procedían de Nietzsche acerca de este pathos de la distancia. Al ofrecerse como elemento de distinción aristocrática, ese espíritu confesaba su inseguridad interior y sus necesidades de compensación. Para Weber, que se tratara de un genuino espíritu de distancia se demostraba por su disposición a pasar la prueba de “afirmarse sólidamente en el interior de un mundo democrático” [210]. Entonces, en la exposición a la complejidad compartida de la vida social podría acreditar de verdad esa honorable virtud.

Debemos entender bien a Weber. No reclamaba seguir tradiciones del pasado. A eso no lleva su genealogía. Citando a Aleksandr Herzen, confesó que él apostaba por la tierra de los hijos, no por la tierra de los abuelos. No invocaba la gran cultura del pasado para definir el estilo de la democracia alemana, sobre todo si estaba en manos de los literatos sedientos de dar la “interpretación de la nación” [210 para predisponer la condición política de la misma. Llegado el caso, Weber se muestra tajante: al rincón las viejas brujas, si con ellas se quiere afirmar el goliardismo romántico. La formación de un estilo político democrático no podría emerger de las variaciones de una cultura impolítica. Pues de esa cultura sólo cabe esperar la denuncia de la democracia como triunfo “de los oscuros instintos de masa” o como “victoria de la política emotiva sobre la política racional” [210]. Weber se muestra despiadado contra este falso espíritu aristocrático que se escuda en su cota de malla para expandir su odio a la democracia. En realidad, argumenta, el romanticismo de los literatos ha legitimado la política emotiva y los oscuros instintos del Káiser como manifestaciones de la gran personalidad genial. Las masas al lado de la irracionalidad del Káiser, con su política ruidosa y vacía, han sido ejemplos de discreción.

Por lo demás, Alemania, con su estructura de infinidad de ciudades medias no produce masas en sentido propio de París o Nueva York, por lo que el miedo a las masas es completamente irracional y juega como una cortina de humo de los enemigos de la democracia [211-212]. Si alguien podía ocupar la democracia de la calle, sólo podían ser las corporaciones goliárdicas y sus degeneraciones. Y aquí, de nuevo, se vuelve a dibujar un escenario de futuro con sobria inteligencia: “No son en verdad los obreros atados a sus puestos de trabajo quien han dado vida en dichos países a la política belicista de la calle –al servicio del gobierno por lo demás, y llevada adelante solo en la medida en que éste lo deseaba y lo permitía- sino precisamente los vagos de café de Roma y París” [211]. Sobre esta base, Weber hacía un llamamiento a los líderes sindicales capaces de generar hombres políticos racionales mediante la selección parlamentaria. Weber así entrevió que la posibilidad alemana de intensificar el miedo vil de la burguesía sólo podía provenir del propio aparato del Estado, capaz de dotarse de o permitir instituciones goliárdicas suficientes para entrar en una política belicista de la calle a su servicio de agitación. Ese dominio de la burocracia y su mano plebeya goliardesca, apoyada por el “impúdico delirio” de los escritores [213], era lo único que podía activar la democracia belicista de la calle. Esta sería su pantalla para sustraerse al control y por eso necesitaba, con Carl Schmitt a la cabeza, devaluar el parlamentarismo. En todo caso, Weber entendió que la única manera de neutralizar de forma eficaz la democracia de la calle era la democracia parlamentaria. “Sólo la ordenada conducción de las masas con la ayuda de políticos responsables está en condiciones de quebrar de manera decisiva el irregular poder de la calle y el liderazgo de demagogos ocasionales” [211].

La agudeza de Weber no se limitó a identificar en su presente los elementos que podrían generar una productividad de lo negativo capaz de condicionar la situación política alemana en favor de un estilo goliardesco, plebeyo, de parvenus expansivos, alentados por diletantes literarios, capaz de entrar en la ruidosa democracia belicista de la calle. Vio con más claridad todavía que las críticas al parlamentarimo aspiraban a poner ese estilo al servicio de “un fanatismo por la democracia sin parlamentarismo” [215], en lo que Carl Schmitt se iba pronto a especializar. Esta posibilidad no era un constructivismo propio de un populismo tecnificado. Encontraba sus raíces profundas en la evolución política del Reich y todavía más en los hechos sobrevenidos en el curso de la guerra. Pues para Weber no cabía duda de que en toda guerra se produce un estado de excepción. Así dijo que en Alemania se había “instaurado efectivamente y en su forma más amplia, una dictadura política de naturaleza militar (y ella extenderá su sombra indudablemente mucho más allá de la paz” [215]. La burocracia que se estaba protegiendo con la proliferación del estilo goliárdico era la militar. Era ella la que usaba la demagogia de masas y la que amenazaba con la política irracional de la democracia plebiscitaria de forma semejante a como hoy se amenaza a una ciudadanía esquilmada por las políticas neoliberales con el populismo. Ella era la que aspiraba a no ser controlada en la futura democracia y la que desprestigiaba el parlamentarismo como lugar de control. Ella era la que iba a desplegar al infinito el ascenso de parvenus goliardescos en la medida en que fueran útiles para destruir la democracia parlamentaria.

Weber avisaba que ni la economía de guerra se podía proyectar a la economía de paz, ni la estructura política bélica podía ser la misma que una forma política pacífica. Y aquí, en esta continuidad del dominio de la burocracia militar, personificada en Hindenburg, Ludendorff y von Schleicher, vio Weber la peligrosa funcionalidad del estilo goliárdico y su domino de la democracia de la calle, como se comprobó pronto, tras la muerte de Weber, en 1923, cuando Ludendorff apoyó el primer golpe de Hitler de 1923. Pero en cierto modo, en 1917, Weber ya había dicho: “Queda solamente una alternativa: o entregar a la masa de los ciudadanos a un estado autoritario (Obrigkeitstaat) y a su estructura burocrática con un simulacro de parlamento, y sin derechos ni libertad gobernarlos como una grey, o bien insertarlos en el estado en calidad de socios […] Se puede despreciar totalmente la democracia. En efecto, contra ella está coaligados fuertes intereses, prejuicios y cobardías. Pero muy pronto nos percataremos que todo ello sucede al precio del porvenir próximo y lejano de Alemania. Todas las energías de las masas serán entonces empeñadas contra un estado en el cual estas son únicamente un objeto y del cual no forman parte. En las inevitables consecuencias políticas pueden estar interesados solo algunos sectores. No la patria, por cierto” [216-217]. Lo más terrible de este párrafo es la previsión de que la marginalidad de las masas y la inexistencia de una dirección política parlamentaria habrían de producir una reacción prevista por el propio aparato burocrático, como parte y elemento para facilitar la formación de ese gobierno que las reduciría a una grey. Para garantizar ese juego, Weber había dado la clave: se usaría la democracia de la calle belicista conducida al estilo goliardesco, cuyos hilos dirigía la dictadura militar encubierta que proyectaba su sombra desde el tiempo de guerra. Eso comprometería el futuro de Alemania. Todo iba a depender de la fortaleza expansiva de ese estilo goliárdico entre la legión de parvenus dispuesta a integrarse en la burocracia del Estado. Y esa capacidad expansiva iba a depender de la ingente productividad de lo negativo, muy activa en época de guerra, taponando los huecos de una melancolía de identidad.

Que lo que había detrás de esta defensa de la democracia de Weber era un republicanismo nacional apenas debemos dudarlo. En este sentido, Weber no era rousseauniano. No creía en la “natural igualdad de los hombres” [190]. Pero una democracia capaz de mantener la igualdad de derechos y de poder político del ciudadano era precisamente la exigencia característica de la teoría de la desigualdad natural. Lo que ella no consentía eran “las desigualdades sociales constituidas no por cualidades naturales, sino por condicionamientos sociales” y en cierto modo elevaba la igualdad ciudadana a contrapeso de estas diferencias sociales, en modo alguno naturales, sino “provocadas por las condiciones económicas”. Para él, nuestro régimen moderno de vida, que le parecía disponer de una vida muy tenaz, imponía la desigualdad en las condiciones de vida, sobre todo en la propiedad. Lo decisivo era que estas diferencias condicionaban “relaciones sociales de dependencia” [190]. Estas tenían que ser mitigadas y contrapesadas por la libertad y la igualdad política. Esta es la esencia del republicanismo. La democracia debía impedir que los privilegiados por esas diferencias puedan “ejercer su influencia sobre la política del Estado”. Por eso la moderna ordenación estatal debía configurar una compensación: “la equiparación de las capas socialmente dominadas a las privilegiadas, por lo menos en lo que respecta a la elección del organismo destinado a ejercer el control y a funcionar como el lugar para la elección de los jefes” [190]. Sólo así se tendrían en cuenta no los intereses de los burócratas del Estado o los parciales de la producción, sino el principio de las necesidades de las masas, que imponen una representación por sufragio universal [192], ya que “en el caso de las necesidades más indispensables de la vida material los hombres son poco más o menos iguales” [192]. El sufragio universal era el único que aceptaba la igualdad de destinos que el Estado moderno produce y la respondía con “ese mínimo derecho a la determinación común de las cuestiones de una comunidad”. Por supuesto que su republicanismo era nacional y pensaba que “ningún partido, sea cual fuera su programa, adquiere la efectiva dirección del Estado sin convertirse en un partido nacional” [193]. La esperanza de Weber consistía en que los soldados que volvieran de la guerra, dotados de derecho al sufragio universal, estuvieran dotados de una “objetividad relativamente mayor” que los burócratas instalados en el control del expediente [193]. Era de suponer que las experiencias de guerra llevaran esa dirección, pues la guerra moderna imponía ese espíritu objetivo. Por eso su esperanza era que los soldados estuvieran inmunizados “contra las frases de los escritores”. Weber observó que los que se habían quedado en casa, curiosamente, habían cultivado de forma voluntaria y deliberada “la ceguera ante la realidad” [194], y presentaban un cuadro “irritante” de falta de objetividad. La pregunta que Weber no se hizo era si esos soldados no pasarían a integrarse con tanta más fruición en los estratos bajos de aquellos dominados por el espíritu goliardesco, sirviendo así también a la democracia de la calle. Si hubiera considerado esa posibilidad, sin duda, habría comprobado hasta qué punto las sociedades están determinadas por la historia en sus posibilidades de innovación. El genealogista deseaba escapar a ese determinismo despertando latencias capaces de producir vínculos que resistan las construcciones psíquicas hegemónicas. Pero mientras tanto la realidad se entregaba con una fuerza mucho más intensa a las producciones arcaicas de lo negativo.

 

 

 

 

 

 

[1] Sin duda, esto ha llevado a Derrida a identificar en esta diferencia el último fortín de la resistencia a la deconstrucción. Cf. El animal que sigo siendo, Trotta, última página.

[2] Producción de Presencia. Lo que el significado no puede transmitir, Iberoamericana, México, 2005. Cf. la entrevista a Gumbrecht en la revista Nomadas, Bogotá, 23, octubre 2005, 185-191. También nuestro volumen Ontologia de la presencia, Los libros del Marrano, Valencia, 2014.

[3] He intentado mostrar esta ilusión en mi Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana, Trotta, Madrid, 2016.

[4] Para este concepto cf. mi trabajo “Problemas de Método”, en Giorgio Agamben, filosofía, ética e política, ed. Ésio Francisco Salvetti, Paulo César Carbonari, Iltomar Siviero, Ifibe, Passo Fundo, Brasil, 2015, pág. 77-113.

[5] Jon Beasley Murray, Posthegemony, Minnesota Press, Minneapolis, 2010.

[6] En una entrevista a Niels Akerstrom Andresen, Laclau dijo esto. “When, as a result of an articulatory practice one has become capable of configuring a system of exact different locations, this system of different localitions is called discourse”. Cf. “Laclau: Hegemoni –en ny politisk logic”. Interview in A. Andresen ed Politisk strategi I firserne, Aurora, Copenhagem 1985. 113. Citado en Niels Akerstrom Andersen, Discursive Analytical Strategies, Understanding Foucault, Koselleck, Laclau, Luhmann, The Policy Press, Bristol, 2003, 50.

[7] Robert Seyfert, Das Leben der Institutionen. ZU einer ALlgemeinen Theorie der Institutionanalisierung, Velbrück Wissenschaft, Göttingen, 2011, 32: “Hierin liegt ihre Ablehnung des Begriffs ‘Gesellschaft’ der auf eine geschlossene Ganzheit abzielt. Demgegenüber zielt der Begriff des ‘Sozialen’ auf äusserliche Offenheit und rein interne Konstitutionsprozesse”.

[8] Seyfert, 35.

[9] Es muy importante darse cuenta del concepto utópico de democracia que tienen Laclau y Mouffe. Como dejaron claro en Hegemony and Socialist Sgtrategy, Towards a Radical Democratic Politics, Verso, 2001, 137, democracia para ellos es una lucha de espacio abierto y pluralidad indefinida, algo que todavía no es propiamente político, sino cultural o económico.

[10] Al no asumir esta premisa utópica de Laclau, Seyfert ha destacado la peculiaridad del argumento de Laclau: “Los elementos inarticulados no puede llegar al mundo simplemente por negación de otra posición: tienen que ser encontrados o inventados: lo que todavía no es discurso articulado tiene que ser inventado [Was noch nicht artikulierter Diskurs ist, das muss man erfinden]. Aquí y con esto se plantea la pregunta de si tendría que corresponderle al discurso un carácter fundamentalmente inventivo, esto es, afirmativo, o si los elementos mismos por sí demuestran quizá un poder afectivo con el que ellos se coaccionan [zwingen]. Esto mostraría que unas veces estos elementos son fragmentos ontológicamente pasivos para una construcción articuladora de futuro, mientras que otras veces por el contrario muestran una poder coactivo que tarde o temprano se materializaría en articulaciones” [36]. Este análisis de Seyfert será tenido en cuenta en lo que sigue de forma muy importante. No porque quepa dudas de que Laclau no está en condiciones de ofrecer una respuesta, sino porque muestra dos formas de ontología del populismo. La segunda nos encamina en la dirección de Weber.

[11] Recuérdese el pasaje central de Hegemony and Socialist Sgtrategy: “We will therefore speak of democratic struggles where these imply a plurality of political spaces, and of popular struggles where certain discourses tendentially construct division of a single political space in two opposed fields” [137]. En adelante HSS

[12] Recuérdese este pasaje que cita Seyfert: “Every hegemonic position is based, therefore, on an unstable equilibrium: construction starts from negativity, but is only consolidated to the extent that it succeeds in constituting the positivity of the social” [HSS, 189].

[13] Andreas Reckwitz entre ellos, que considera a Laclau ciego para la captación de las esferas institucionales. Cf. Das hybride Subject. Eine Theorie der Subjektkulturen von der bürgerlichen Moderne zur Postmoderne, Velbrück Wissenschaft, Tübingen, 2006, 348.

[14] Seyfert, o. c. p. 39-40.

[15] Gehlen, Antropología filosófica, Paidos, Barcelona, 1993.

[16] Niels Akerstrom Andersen, Discursive Analytical Strategies, Understanding Foucault, Koselleck, Laclau, Luhmann, The Policy Press, Bristol, 2003, 49: “The Argentinian Erneste Laclau has conducted one of the most comprehensive rewritings of Foucault’s discourse analysis”. Su tarea habría sido “defining discourse analysis as a political theory”. Desde luego, Andersen muestra la procedencia foucaultiana de muchos conceptos de Laclau, y como hemos visto señala que el mecano teórico de Laclau incorpora también los elementos de Derrida y de Lacan.

[17] Este campo de la infrapolítica ha sido puesto en el punto de mira de la teoría por Alberto Moreiras, que ha acuñado con ello un concepto decisivo. Es un honor haber acompañado a Alberto Moreiras en su búsqueda apasionada y por ello quiere aquí señalar el lugar donde puede ser más productivo nuestro diálogo, al tiempo que agradezco su amistad intelectual ya de décadas.

[18] Cf. Sistema electoral y democracia en Alemania, EP, México, Folio, 1984, 167. [SEDA]

[19] “Ellos sueñan con que si se les hiciera caso, el estado se convertiría en el sabio regulador de la economía. ¡Al contrario! ¡Los banqueros y los empresarios capitalistas, que ellos odian tanto, se transformarían en los patrones absolutos e incontrolados del Estado” [SEDA, 191].

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