Comentario a un testimonio. Por Alberto Moreiras.

http://www.revistatransas.com/category/dossier-la-frontera-mexico-ee-uu-desplazamientos-contenciones-agencias-movilizaciones/th

Si pudiéramos intentar algo así como una fenomenología del informante —es decir, establecer una tipología imposible: ¿cómo son los informantes, a qué mecanismos responden, qué buscan en lo que hacen, qué satisfacción libidinal obtienen de su labor?—, creo que Me decían mexicano frijolero sería el lugar en donde buscar los rasgos primarios de un informante en grado cero.  Así, a Roberto Rangel le correspondería el honor atroz de configurar el tipo más extremo del informante: el que informa contra su voluntad, contra su vida, contra su satisfacción libidinal, contra lo que quiera que pueda entenderse como su felicidad; un informante esclavo, que actúa solo siguiendo un imperativo deconstituyente. A Rangel le dicen: “Informa, es tu ley, firmaste un contrato, no tienes opción, y si no lo hicieras despanzurraríamos a tus novias, mataríamos a tus hijos, y luego nos desharíamos de ti”.  Rangel no tiene vida, aunque la busca: se la han robado.  Sabe que sirve a canallas, sabe que el sistema que le rodea sirve también a esos canallas, no tiene recurso alguno, y el milagro es siempre el milagro de una supervivencia precaria, en la cárcel, cincuenta y siete años por un asesinato inventado, cincuenta y siete años falsos, porque Rangel no cuenta, no sirve, no es, o es solo carne de cañón, y a esa gente se la condena solo porque sí, ninguna otra cosa sería consistente, ni la verdad ni la justicia pueden entrar en el procedimiento.  Solo el escarnio.

Porque hay escarnio sádico por parte del policía que lo maneja como informante y lo convierte en su servidor sexual y lo humilla y degrada en cada visita, el policía que lo llama “mexicano frijolero” en el momento de la violación y que le hace comer carne escupida en el suelo porque no otra cosa merecen los mexicanos frijoleros que creen que pueden venir a Estados Unidos a comer carne.  Son ellos mismos carne, carne usable sexualmente o económicamente, pero por fuera de eso son nada, no son nada, son nada. Son solo transcripciones, objetos para el despliegue de una psicosis predatoria que cuenta, por otro lado, con la cobertura oficial, estatal, con todo el cuerpo de policía, con todo el aparato estatal.  Roberto Rangel cae en una máquina de triturar cuerpos y espíritus y ya no saldrá nunca; paradójicamente, solo la cárcel trae cierta medida de tranquilidad, la posibilidad de aprender a leer, de aprender a escribir, de dar un testimonio que nadie creerá nunca, que será siempre considerado ficción y puesto a la distancia de la ficción porque nadie puede dar crédito a su verdad sin entrar en la noche sicótica: no es solo el policía Rivas o la María de Inmigración, sino todos los demás agentes que deben descreer cualquier palabra de Rangel, el abogado, el fiscal, el juez, nadie puede atenerse a la verdad simple, al mero testimonio, pero qué testimonio, todos piensan que hay mentira, que no puede ser, pero es justo a través de ese no poder ser, a través de su improbabilidad misma. Es la noche psicótica. En ella Rangel escucha “you are a bitch, nothing but a bitch, I will make you my bitch, you will become a bitch, I will give you your proper existence as a bitch, your being must match your worth, your name is the name of a bitch, proper name, mexicano frijolero, suck my cock o despanzurro a tu hijo”.

Hay que preguntarse cómo se desvincularía el Presidente Trump de esta situación. Cuando le dice a Peña Nieto pay for the wall, pay for my wall, you must, or you will suffer the consequences, no tienes opción, y si no lo hicieras despanzurraré a tus hijos, mataré a tus novias, I will make you my bitch, you already are my bitch, ¿no está el Presidente Trump introduciendo la noche psicótica en la política internacional? Para su propia catexis libidinal, para su propia descarga, así son los hombres, como Rivas, el detective de Fresno que tiene la confianza de su gente, de la DEA, de la Highway Patrol, del fiscal del distrito, de los abogados, de los jueces, o la compra. Al fin y al cabo, el mismo Rivas tiene acceso a toda la cocaína del mundo, y así al dinero, para eso le sirven sus informantes.

Hay otros informantes.  Está por ejemplo el Butcher’s Boy, el protagonista de The Informant, de Thomas Perry, que informa a una empleada del Departamento de Justicia porque esa información sirve a su propio interés, a su propio cálculo, a su frío plan de venganza, o no es venganza, solo precaución, esos tipos mejor que estén en la cárcel o muertos. Él es un asesino, pero no puede matarlos a todos, son muchos, y así se ayuda a sí mismo, en cuanto asesino, como informante, por cálculo: informante radical, como lo que decía Kant del mal radical, el mal que se hace por cálculo, por oportunismo, aunque el otro lo merezca. Pero no es el mal diabólico del informante en grado cero, del informante que es, no agente, sino paciente del mal diabólico, una vez cruza la frontera.  Pero ahora habrá un muro.

Y luego está el otro informante, el informante serio, profesional, el informante que informa por deber, el informante que acepta una vida de riesgo y traición, de infinita distancia, porque hay una ley que hacer cumplir, una ley que cumplir, y hacerse informante es afirmar la libertad, es ser libre, aunque uno está solo cumpliendo leyes, haciendo que la ley se cumpla, cooperando en ello, no importa el precio: el informante moral, o informante en grado pleno, por ejemplo, el Robert Manzur de The Infiltrator. La tipología del informante coincide con el análisis kantiano, gran cosa, hay mal trivial, y luego hay mal radical y hay mal diabólico, y hay libertad moral, y no hay más.

Pero es una tipología precaria. El informante, como todos, solo quiere que algún ángel vuelva a su vida, como Tobías, que perdió a su ángel y pasó el resto de su vida, hasta los ciento diecisiete años, añorándolo, pidiendo su retorno. No es posible vivir sin ángel, o la única manera de hacerlo es vivir en la nostalgia del ángel. No habría hospitalidad sin tal nostalgia, la nostalgia del ángel es condición de hospitalidad. El informante informa en nostalgia de ángel. El informante pide hospitalidad, requiere hospitalidad, y a veces la da, pero solo para recuperarla. Para el pobre Rangel, el ángel es quizá el hijo que no conoce, al que no conocerá nunca, la segunda hija de la otra novia que también pierde, los hijos que vienen y se van, y de los que no se puede asegurar retorno alguno, ya no, no así, y sin embargo, si así no, ¿entonces cómo? Rangel pide cruzar la frontera, pide volver después de su deportación, cosa humanitaria, tiene un hijo, quiere ser recibido por su hijo, y cae en las manos de una policía que parecía trivial pero es diabólica, y así, sin papeles, sin letras, atado solo por la amenaza de muerte general, no es ya más que esclavo, pronto adicto a su esclavitud misma, informante que ya no informa, porque informar requiere una distancia ahora perdida. Y ya no hay distancia, a menos que la letra del testimonio mismo pueda organizarse como distancia, a menos que una verdad sea en última instancia expresable, aunque nadie pueda creerla. A menos que pueda entrar el ángel en la carta.

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