Sobre Fuerzas de flaqueza. Nuevas gramáticas políticas (Madrid: Catarata, 2015), de Germán Cano. Por Alberto Moreiras.

13043317_1136468509706911_7583807030214232393_n

(Photo Stefano Franchi; my thanks for his permission to use it).

No pretendo hacer una reseña formal de Fuerzas de flaqueza, tan sólo redactar una nota parcial relacionada con un problema concreto en ese libro: la “opción hegemónica” en la política de Podemos, cuya justificación es a mi juicio su motor fundamental.   Quiero plantear un problema o una objeción que podría tener más peso del convencionalmente previsible, aunque no esté ahora en condiciones de desarrollarla adecuadamente. Mi intención es sólo indicarla. La objeción es: Ernesto Laclau, cuya teoría de la hegemonía es la decisiva en Cano y en Podemos, dice que la hegemonía es la forma misma de la política, y que no hay política sin hegemonía.   Aceptémoslo.  El intento de literalizar la forma de la política en su contenido es, sin embargo, un paso más, y parece estar abocado al culatazo, y particularmente hoy, en un tiempo histórico en el que no hay ya referentes naturales que permitan su secuestro efectivo a favor de una práctica hegemónica particular.  Si se me permite invocar aquí al Giorgio Agamben de El misterio del mal, cito: ““Si la crisis que nuestra sociedad cruza es tan profunda y grave, es porque no sólo coloca en cuestión la legalidad de las instituciones sino también su legitimidad; no sólo, como se repite con demasiada frecuencia, las reglas y modalidades del ejercicio del poder, sino también los principios mismos que lo fundan y lo legitiman” (6, edición italiana).

La carencia de legitimidad principial implica necesariamente una situación de poshegemonía que ningún voluntarismo puede paliar. Lo cierto es que cualquier opción hegemónica hoy es sólo el disfraz de una carencia de hegemonía estable—carencia de principios, carencia de arkhai o referentes últimos—que llevará a cualquier política que la niegue o la esconda (por ejemplo, negando la pluralidad de intereses que excederá cualquier posible cadena de equivalencias) a su ruina más pronto o más tarde, pero ineluctablemente.   Si la hegemonía es la lógica de la política, si toda articulación política es también una articulación hegemónica, se entiende la táctica hegemónica en política. Pero si el contenido de la política se pretende también hegemónico en su naturaleza misma, y atendiendo a la lógica laclauiana misma, la diferencia entre forma y contenido, entre significante y significado, entre plano literal y plano figural, condena a toda política hegemónica a su desastre. Es una falta de imaginación política no entender que la situación fáctica es hoy necesariamente poshegemónica, y que la política debe adaptarse al mundo, porque el mundo no se adaptará a la política.

Cuando Cano dice en su página 163 que “la cuestión de si el 15M constituye un movimiento social orientado a la hegemonía o poshegemónico es, en efecto, objeto de interés,” no cita en apoyo de la poshegemonía más fuente que un casual Paolo Virno sin precisar la cita, revelando en ello su propia concepción de la “opción” poshegemónica como “la idea de una multitud autopoiética entendida como una agrupación de singularidades ‘unidas’ en una relación de variación continua” (164).   Contra la multitud autopoiética, Cano opta por la opción hegemónica, a la que considera “la pista correcta” (164).   Dice, añadiendo nuevas precisiones: “La visión antipolítica del mundo desde la que hoy se ‘recoge’ con éxito la comprensible indignación popular no es el resultado de la estupidez o de la falsedad ideológica de unas masas necesitadas de ilustración sobre sus auténticos intereses, sino de la inoperancia e indolencia exquisitas que ha mostrado la izquierda tradicional desde hace tiempo a la hora de construir hegemonía social y mancharse con estas realidades psicosociales” (170-71); y la “dimensión horizontal de ‘autonomía,’ como resalta Ernesto Laclau, suele conducir, más tarde o más temprano, al agotamiento y la dispersión de los movimientos de protesta. De ahí la necesidad de complementarse con un movimiento orientado a la hegemonía” (171). La hegemonía–una hegemonía no simplemente procedimental, sino una hegemonía sustantiva–es claramente el horizonte intelectual de este libro, aunque la posibilidad poshegemónica aparezca indicada brevemente, y solo para ser rápidamente zanjada. Pero hay poshegemonías que no tienen nada que ver con las multitudes autopoiéticas, a las que en todo caso siempre exceden.

La obsesión más o menos táctica del texto tiene que ver con “el fracaso de la izquierda tradicional” (173), su tendencia a ser hoy poco más que un lecho de Procusto: “La articulación popular hoy pasa por no ajustar a la gente a la cama de la izquierda, sino por dejar el lecho en busca de los muchos que aún nos faltan en el camino de cambiar nuestra sociedad” (174).   Fuerzas de flaqueza es un libro astuto, pero escrito desde el partidismo, es un libro político, sin distancia: escrito desde dentro de Podemos, y no pretende otra cosa.  Lo que busca es por lo tanto justificar sin someter a examen una opción fundacional para el partido: “el proceso formativo de la lucha política como lucha hegemónica que ha impulsado Podemos desde el principio” 175).   Cano dice claramente que se trataba siempre de desbloquear una situación política congelada en un bipartidismo estéril, pero también de romper otro bloqueo, a saber, el impuesto por una izquierda anquilosada, “cada vez más encerrada en su alicorto posibilismo” (176), en confrontación ruinosa con unos movimientos sociales que no llegaban a encontrar camino propiamente político.

En ese contexto la opción hegemónica es presentada como la única posible, la única razonable. Cierto que en el capítulo segundo hay también una consideración crítica que rechaza, a partir de ciertas críticas de Alain Badiou, la llamada teoría de la multitud de Michael Hardt y Antonio Negri, sobre cierta presuposición, sólo a medias correcta, de que cualquier alternativa a la articulación política hegemónica tendría que pasar por alguna vinculación a esa teoría (que no es el caso). Incluso se entiende que la otra posibilidad latente, que tanto el 15M como la formación misma de Podemos como partido habrían evitado o al menos retrasado en España, la de un populismo de derechas, sería también una forma de opción hegemónica. La hegemonía es claramente el límite de la imaginación política de Cano o de Podemos.

No sabemos todavía—estamos a 15 de abril, y parece que habrá nuevas elecciones ante el fracaso en cuanto a la formación de gobierno después de las elecciones del 20 de diciembre de 2015—si la estrategia política seguida por Pablo Iglesias y su partido en las negociaciones que hoy por hoy han fracasado es coherente con las metas del partido, y coherente con la estrategia hegemónica misma. Sólo podrá darse una contestación positiva a esa incógnita si, en las próximas elecciones, Podemos crece y aumenta su número de votantes y diputados—de otra manera, la estrategia tendrá que reconocerse como un error de cuya gravedad tendremos que hacernos cargo en su momento.   La hegemonía, cuyas condiciones mínimas son la invocación de un antagonismo y la invocación de un significante vacío (vacío, no arbitrario) que suture una cadena de equivalencias, busca alianzas, no separación excepto de ese antagonismo que debe ser de antemano identificado como minoritario y vencible.   Cuando el antagonismo incluye más de la mitad de los presuntos votantes, sólo hay fallo hegemónico. Y catástrofe política, quizá pero no necesariamente remediable. Ahora bien, mi objeción primera supondría también que incluso la formación en alianza de un gobierno de coalición, con o sin la participación activa de Podemos, no hubiera hecho más que retrasar el problema para estos últimos. Y nos jugamos demasiado para no tratar de señalarlo.

Al comienzo del libro Cano discurre sobre lecturas posibles de la dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, y se pronuncia en contra tanto de la lectura que promovería que el esclavo se esfuerce por tomar sin más el lugar del amo como de la lectura “estoica,” que llevaría al esclavo a imaginar un mundo sin opresión del amo, y a pretender vivir en él.   La única tercera opción imaginada es la que, en definitiva, puede lograrse a través de una cadena de equivalencias que incorpore y resignifique fragmentos del mundo del amo y fragmentos del mundo del esclavo—esta es la “guerra de posiciones” que marca el tiempo de la política y que acabará, Dios mediante, en la figura de un nuevo sujeto plebeyo que habrá no ya deconstruido, sino complicado la relación dialéctica entre amo y esclavo hasta el punto de confundirla terminalmente.   Esta es la primera presentación de lo que el libro llamará con cierta insistencia, y desde su título mismo, “nuevas gramáticas políticas.” David Soto Carrasco, en su reseña del libro, dice: “Frente a [las] pasiones tristes que encierran a los individuos en sí mismos, [Cano] nos propone una apuesta afirmativa que acepta la experiencia de la actualidad pero que no cae en fetiches heroicos ni tensiones idealistas. Este sería el momento propio de la irrupción plebeya, que extrae del malestar social, corporal y espacial nuevas gramáticas que aspiran a desplegar una experiencia inusitada de solidaridad. Con estas premisas se lanzó, a su modo de ver, la hipótesis Podemos.” Si los “fetiches heroicos” recogen una alusión a la vieja izquierda y las “tensiones idealistas” remiten a la desviación derechista o claramente fascista del populismo, la hegemonía plebeya es el único referente de las “nuevas gramáticas políticas” mencionadas con tanta insistencia.

¿Por qué llamarlas nuevas, sin embargo? La obra de Laclau da muchos ejemplos de articulación populista clásica en el siglo XX, atendiendo al tipo de gramática ahora invocada por Cano. ¿Qué es lo estrictamente nuevo en pretender la aplicación sistemática o literalización de la teoría de la hegemonía en Laclau (y Chantal Mouffe) a la situación política española? ¿Nuevo para España, quizás?   Y aun eso es discutible, en la medida en que el franquismo en cierto periodo o a partir de cierto periodo puede concebiblemente entenderse como aplicación de la gramática hegemónica laclauiana (y no es extraño, si tiene Laclau razón al decir que toda política es de cualquier manera siempre ya hegemónica, explícitamente o no).  En todo caso, si lo nuevo es la literalización hegemónica, la aplicación sustantiva de una mera lógica política, eso nuevo es lo que no va a servir, y conviene buscar otras opciones.

Hay política más allá de la hegemonía, la hegemonía es lógica de la política pero no consuma su horizonte. La hegemonía se instala en la política pero no la termina; cabría también decir que la hegemonía no es en ningún caso emancipadora, aunque pueda ser instrumental.   El fin de una hegemonía emancipadora es su disolución misma. Pero mi intento aquí es sólo marcar el problema, no indicar soluciones.   Las soluciones tendrán que salir del partido mismo, antes de que se haga tarde.

 

 

 

 

 

 

Leave a Reply

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Change )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Change )

Connecting to %s